Educación y política en tiempos de crisis. La Monarquía hispánica durante el reinado
de José I (1808-1814):
Manuel Quintana, Vargas Ponce y Manuel Narganes entre ideas y acciones1

Sebastián Perrupato

(UNMdP-CONICET)

Resumen

El estudio que aquí se presenta se propone analizar la educación durante la regencia de José I en España mediante un estudio comparativo de las propuestas de Manuel Narganes, José Vargas y Manuel Quintana. La mal llamada Guerra de Independencia, abría la oportunidad a los intelectuales para transformar sus ideas en reformas concretas cuyos principales lineamientos se habían forjado en la centuria anterior. Conformadas por hombres de su tiempo, tanto las Cortes como el gobierno josefino, comprendieron la necesidad de una reforma educativa cuyos fundamentos navegaron entre la tradición y la modernización.

El artículo busca comprender la articulación entre política y educación en el complejo contexto de la Monarquía, a partir de los proyectos educativos que se generaron entre 1808 y 1814, identificando similitudes y diferencias entre los proyectos en pugna. En este sentido, la preocupación por el rol de los actores políticos en la conformación de las propuestas educativas y la proyección que estas tuvieron en el surgimiento del sistema educativo resultan fundamentales.

Palabras clave: Guerra de independencia - Historia de la educación - José I - Monarquía Hispánica - Política educativa

Education and politics in times of crisis. The Hispanic Monarchy during the reign of José I (1808-1814):
Manuel Quintana, Vargas Ponce and Manuel Narganes between ideas and actions

Summary

The study presented here aims to analyze education during the regency of José I in Spain through a comparative study of the proposals of Manuel Narganes, José Vargas and Manuel Quintana. The misnamed War of Independence opened the opportunity for intellectuals to transform their ideas into concrete reforms whose main guidelines had been forged in the previous century. Made up of men of their time, both the Courts and the Josephine government understood the need for an educational reform whose foundations navigated between tradition and modernization.

The article seeks to understand the articulation between politics and education in the complex context of the Monarchy, based on the educational projects that were generated between 1808 and 1814, identifying similarities and differences between the competing projects. In this sense, the concern for the role of political actors in shaping educational proposals and the projection that these had in the emergence of the educational system are fundamental.

Keywords: Educational policy - José I - History of education - Hispanic Monarchy - War of Independence

I. Introducción

El imperio francés comenzó a desmoronarse en Bayona sostiene Forero Benavides (1967) en el comienzo de su libro Cuatro coches viajan hacia Bayona. En extremo nacionalista el autor relata los acontecimientos que cambiaron la historia de España a partir de las abdicaciones del 4 y 5 de mayo de 1808. Si bien puede ser discutible que estos acontecimientos se convirtieran en el inicio del fin para el Imperio francés, se trató sin dudas de una piedra en el zapato que le costó enormes sacrificios al emperador.

Fiel a su estilo, Napoleón delegó el gobierno de España a su hermano José. Considerado por muchos un intelectual y un republicano (Moreno Alonso, 2008), el nuevo monarca fue visto con buenos ojos por los ilustrados que durante la centuria anterior intentaron infructuosamente llevar adelante reformas en diferentes ámbitos. Dentro de las transformaciones postergadas la cuestión educativa se ganaba todos los números.2

La educación se presentaba en los albores decimonónicos como la gran deuda de la Monarquía Hispánica. La Ilustración española, que algunos historiadores juzgaron de insuficiente (Subirats, 1981), había hecho de la cuestión educativa un tema central y había abonado el terreno para gestionar una serie de reformas que, ya a fines de la centuria anterior, se echaban de menos. En este sentido, la llegada del nuevo siglo no hizo más que potenciar las esperanzas en una transformación integral que articulara un sistema educativo español con sus múltiples niveles.

El inicio de la guerra, que trajo consigo la invasión napoleónica a la península, dividió en dos las esperanzas. Por un lado, un grupo de intelectuales decidió colocar los anhelos en la llegada del nuevo rey y en la posibilidad de que este nutriera a España de los adelantos científico-educativos que durante años se le habían negado. Por otro lado, los intelectuales del mal llamado “bando nacionalista” 3 prefirieron poner sus esperanzas en la constitución de un nuevo modelo que lograse articular las viejas y nuevas formas educativas en la Monarquía.

Los dos sectores diseñaron un proyecto político que difería. Si bien ambos tuvieron un marcado sesgo liberal, las diferencias fueron significativas. Sin embargo, sobre la cuestión educativa tenían mucho en común. Algunos autores han sostenido que la diferenciación entre ambos modelos educativos estaba dada por el carácter nacional de la propuesta de las Cortes. No obstante, entendemos que esta cuestión no alcanza a dar cuenta de la complejidad del fenómeno, en el cual las Cortes debían “demonizar” al Rey intruso (Puelles Benítez, 2004; Viñao Frago, 2012). Los dos proyectos se mostraban como herederos de la Ilustración, ambos también se hacían eco de la Revolución francesa, pero a diferencia de esta entendían la necesidad de integrar a la Iglesia en una educación católica.

Diferentes intelectuales colocaron sobres sus hombros la tarea de llevar adelante la reforma educativa. Entre ellos Manuel Narganes de Posadas, José Vargas Ponce y Manuel Quintana aparecen como actores indispensables en la configuración política y educativa del momento. Siendo los impulsores no solo de los proyectos, sino también de las medidas que se fueron gestionando desde los diferentes bandos. Así, estos autores, navegaron entre las palabras y la acción en un contexto condicionante.

El presente trabajo tiene por objetivo el análisis comparativo de las propuestas que, en materia educativa, idearon intelectuales como Vargas Ponce, Narganes y Quintana durante la invasión napoleónica.4 Entendemos que en la educación se evidenciaron muchos de los intereses personales de los actores sociales abordados que navegaron entre la tradición y la modernización con el fin de llevar sus ideas a la acción. Las propuestas educativas de las Cortes y las del gobierno josefino presentaron múltiples continuidades con las elaboradas por los ilustrados españoles en las décadas precedentes al tiempo que lograban romper con ellas en cuestiones como, por ejemplo, la secularización de la enseñanza.5

Los interrogantes de los que se parte son: ¿en qué consistieron los proyectos educativos que se generaron entre 1808 y 1814? ¿Cuáles fueron las similitudes y diferencias entre los proyectos? ¿Cómo se articularon política y educación durante la crisis monárquica? ¿Cuál fue el rol que los actores políticos tuvieron en la conformación de las propuestas? ¿Cuál fue la proyección que estas propuestas tuvieron en el surgimiento del sistema educativo? ¿Cómo se articularon los tres autores seleccionados en este contexto?

Se optó por retomar la periodización 1808-1814 debido a que es el interregno en el cual la política bonapartista convivió en la Monarquía con las políticas liberales y absolutistas que se programaron desde las Cortes, comprendiendo la coyuntura como un período complejo donde intelectuales de la centuria anterior y otros nuevos, parecen apasionarse con la idea de modernización política y educativa que encarnaban las propuestas de gobierno. En este sentido, algunos ilustrados aparecen como firmantes de diversos documentos que, sobre la educación, se sostuvieron desde el sector josefino o el gaditano.

El análisis comparativo se llevará adelante mediante un estudio de historia cultural de lo social en que se articulan política, educación y vida de los intelectuales en un complejo entramado de relaciones entre los actores, sus ideas y las posibilidades de llevarlas a la acción. La investigación pretende dar cuenta de los procesos dialécticos entre los condicionamientos objetivos y la subjetivación de los individuos que se operan en la Monarquía, proponiendo una matriz relacional que permita dar cuenta de la constitución de los individuos en configuraciones sociales y políticas particulares (Elías, 1988; Bourdieu y Passeron, 1996).

Comprender los cambios y permanencias en la educación en el interregno bonapartino e interpretar las tramas que le dan sentido y caracterizan, plantea la necesidad de una investigación con enfoque cualitativo, interpretativo y centrado en la comprensión, dado que los hechos nunca hablan por sí solos, sino a través de la experiencia y acción de los sujetos. Esto implica que la realidad se comprenda como situada, divergente, dinámica y construida poniendo énfasis en la singularidad, la discontinuidad, la ruptura y las diferencias.

II. Un pequeño balance historiográfico

La producción historiográfica sobre la mal llamada “guerra de independencia”6 española ha sido muy intensa generando innumerable cantidad de artículos, libros, grupos de investigación y hasta posgrados dedicados al tema.7 Sin embargo, los historiadores se mostraron poco proclives a analizar la cuestión educativa. Probablemente el motivo de ello sea la visión imperante de que en el período se llevó adelante una guerra con intereses contrapuestos por lo que los esfuerzos se canalizaron en buscar las diferencias entre ambos proyectos más que las similitudes. Y, al menos en materia educativa, ambos tenían un proyecto con muchos más puntos de contacto que discrepancias.

Ciertos estudios han centrado su atención en las continuidades y rupturas que se generaban en el período. De este modo, algunos historiadores entendieron que el interregno bonapartino fue una suerte de continuidad de las propuestas reformistas del siglo XVIII,8 mientras otros decidieron hacer hincapié en las rupturas que generaban los orígenes del primer liberalismo (Viñao Frago et. al., 1996, 1999, 2013; Viñao Frago, 1983, 1999, 2009a, 2012; Jean Luis Guerreña,1988, 2004). Con estos sentidos se buscó entender la educación a partir de las medidas llevadas adelante por José I o aquellas que impulsaron las Cortes donde la educación se convirtió en un bastión de significativa resistencia (Martínez Navarro, 1990a y b; Bertomeu Sánchez, 2009; Estrada, 1979; Espigado Tocino, 1995).

En una línea diferente, otros trabajos que se han dedicado al análisis de las resistencias y combates ideológicos ya sea a partir del estudio de los catecismos9 o de la propuesta constitucional (Peset, 2001; Araque Hontangas, 2009; Espigado Tocino, 2013; Palomares Expósito, 2012; y Santos Vega, 2013). Finalmente, algunos artículos y libros han centrado su interés en actores políticos. Entre ellos aparecen varios estudios sobre Quintana (Blanco y Sánchez, 1910; Barreiro Rodríguez, 1984; González Hernández, Madrid Izquierdo, 1988; Viñao Frago 2009b; Araque Hontangas, 2013) y algunos estudios sobre Vargas Ponce10 y Narganes (Ruiz Berrio, 1983, 1994, 2013; Viñao Frago, 1990; Perrupato, 2020).

Hace cuarenta años Ruiz Berrio (1983) señalaba el desconocimiento que había sobre los aspectos educativos del reinado de José I. Varios años más tarde Natividad Araque (2009) volvía a evidenciar el vacío historiográfico sobre el período.11 Más allá de las grandes contribuciones que se hicieron en la última veintena de años, el interregno 1808-1814 sigue siendo una cantera abierta que requiere de nuevos estudios integrales que comprendan las continuidades y rupturas en materia educativa. En este sentido, si bien es cierto que la Guerra de la Independencia tuvo efectos negativos para la escolarización12, no lo es menos que durante este período se gestaron muchas de las ideas políticas que sentaron las bases educativas para el siglo XIX.

III. Vidas cruzadas, tres actores entre la palabra y la acción

Las vidas de Narganes, Vargas y Quintana tienen muchos puntos en común, creencias, formas de comprender la política, pero fundamentalmente formas de entender la educación que son las propias de quienes –herederos de la Ilustración– se mostraron preocupados por conseguir una reforma integral que incorporara a España a la modernidad europea. Vale la pena detenerse someramente en la vida de estos intelectuales a fin de comprender mejor sus propuestas.

Pese a las similitudes de sus proyectos educativos su participación política tomó rumbos diferentes. Mientras Manuel Narganes encontró en el bando josefino un espacio de contención y desarrollo con su designación como director del Real Colegio establecido en lugar de las extinguidas escuelas Pías de San Antonio en Madrid (Gazeta de Madrid, 1809). Su homónimo Quintana hizo lo propio en las Cortes donde formó parte de la Comisión de Instrucción Pública. Por su parte, José Vargas Ponce se mostró más dubitativo y participó de la Junta de Instrucción pública que creó José I, pero luego de 1812 se alistó en las filas nacionalistas siendo parte de la Comisión creada por las Cortes.

Poco se sabe de la vida de Narganes Posadas. Nacido en 1772 en San Vicente de la Barquera estudió en el seminario de Murcia. Luego de ser afectado por una investigación inquisitorial decidió marchar a Francia donde se convirtió en catedrático de ideología y literatura española del prestigioso Colegio de Sorèze. Con la invasión francesa optó por regresar a España con la protección del nuevo monarca. De vuelta en Madrid formó parte de la Junta de Instrucción Pública. José I le encargó la reorganización de la enseñanza sobre la base de las extintas escuelas pías. Su Reglamento para el régimen y gobierno de los colegios y escuelas de enseñanza pública, fue aprobado por Real Decreto el 11 de septiembre de 1809 y se conoce como una de las reformas fundamentales de José I en materia educativa. Con la caída de José Bonaparte se exilió nuevamente, regresando a la península con la revolución de Rafael del Riego, donde fue director de El Universal y la Gaceta Española (López Tabar, 2018).

Es curioso que los análisis biográficos también hayan sido presos de las pasiones nacionalistas. Mientras la vida de Narganes ha sido prácticamente ignorada por la historiografía, la de Quintana fue por demás estudiada, claro que su trayectoria fue otra. Nacido en Madrid, en el mismo año que su homónimo, para su muerte se había convertido en uno de los personajes más reconocidos de la época. Aunque nunca ejerciera cargos políticos importantes fue “la voz liberal por excelencia” (García Cárcel, 2007: 47)

Manuel José Quintana y Lorenzo cursó sus estudios de latinidad en Córdoba para continuar su formación en Salamanca, donde se recibió de abogado. En 1795 fue nombrado procurador de la Junta de Comercio y Moneda. Once años más tarde obtuvo por concurso el puesto de censor teatral lugar que aprovechó en virtud de su oposición a la política de Godoy. Durante la invasión napoleónica Quintana se convirtió en un férreo opositor a partir de sus poesías, pero fundamentalmente desde su Seminario Patriótico. En este tiempo ocupó varios puestos, oficial mayor de la Secretaría General de la Junta Central, secretario de proclamas de la misma, secretario del rey con ejercicio de decretos, secretario de interpretación de lenguas, secretario de la Real Cámara y Estampilla y finalmente, a partir de 1813, formó parte de la Comisión de Instrucción Pública.

Pese a militar en bandos enfrentados el fin de la guerra no fue más clemente con Quintana que con Narganes. La restauración borbónica encontró en este un defensor de la Constitución y de las Cortes valiéndole la prisión. Los cambios en el contexto español luego de 1820 encontraron a ambos personajes trabajando del mismo lado. Restituido por Rafael Del Riego, fue elegido presidente de la Dirección General de Estudios en 1821. El fracaso del proyecto liberal lo llevó a caer nuevamente en desgracia y no fue hasta la muerte de Fernando VII que fue repuesto finalmente en sus cargos y honores.

En la conjunción de ambos bandos se encuentra la vida de José Vargas Ponce. Como sostuvo Duran López (1999) éste fue la única figura que formó parte de todas las comisiones de educación bajo diferentes regímenes. Nacido en Cádiz en 1760 demostró prontamente interés por las letras y las matemáticas que lo llevó a realizar varias traducciones y discutir con intelectuales de la época sobre estas disciplinas. Su preocupación por la historia lo llevó a la Real Academia de la Historia donde fue admitido en 1786 y electo director en dos oportunidades. En 1789 fue aceptado como miembro de la Sociedad Matritense de Amigos del País y de la Academia de Bellas Artes y en 1797 formó parte de la Junta de Instrucción Pública que elaboró el Reglamento de la escuela de Pajes.

La invasión napoleónica lo sorprendió en Madrid siendo confinado en su domicilio. José I no dudó en reclutarlo para sus filas a lo que se negó en principio, pero luego terminó aceptando ser parte de la Junta de Instrucción Pública. Cuando los “nacionalistas” recuperaron Madrid, Vargas se unió a ellos donde se lo invitó a formar parte de la Comisión de Instrucción Pública que las Cortes crearon en 1813 con el objetivo de diseñar un Plan de Instrucción. Al igual que los otros autores la vuelta al trono de Fernando VII lo llevó a caer en desgracia impulsando un confinamiento en Sevilla donde permaneció hasta la revolución de Rafael del Riego cuando fue electo diputado hasta su muerte el 6 de febrero de 1821.

El trienio liberal de 1820 unía en su génesis la vida de los tres intelectuales que, con trayectorias diferentes, se pusieron al servicio del nuevo proyecto educativo. Este encuentro final manifiesta también el encuentro de dos sectores enfrentados que tenían en común más de lo que ambos estaban dispuestos a aceptar y que, de algún modo, los absolutistas se encargaron de enemistar forjando una alianza con liberales.

IV. Universalidad y gratuidad en torno a la enseñanza pública

Si bien las discusiones sobre el carácter universal y gratuito de la enseñanza se produjeron desde el siglo XVIII, durante la Guerra de Independencia estos debates adquirieron especial importancia dado lo singular de las propuestas que suscitaron. En este contexto, Quintana, Vargas y Narganes se metieron de lleno en la discusión desde posicionamientos políticos diferentes.

Herederos de la Ilustración y eximios evaluadores del estado educativo de la Monarquía los tres intelectuales fueron defensores de una educación pública cuya responsabilidad principal debía recaer en la Monarquía. Si bien tenían ideas moderadamente disimiles en cuanto a las implicancias del término, coincidían en la responsabilidad del Estado en materia educativa. Basta pasar revista a los principales títulos de los documentos escritos por estos autores para advertir la importancia que adquiría en ellos la instrucción pública (Narganes,1809; Vargas,1810; Quintana, 1813, 1814, 1820).13

El concepto de público aparecía en este esquema asociado al Estado y a la nación, con los reparos metodológicos que estos conceptos merecen.14 Escribía Vargas en su informe a la Junta de Instrucción Pública “desengañémonos que sin espíritu nacional nación alguna representa en el teatro del universo el papel a que la destina la providencia. No hay espíritu nacional sin educación nacional, ni educación nacional si esta no la dirige el Estado” (Vargas Ponce, 1810b: 311).

La educación aparecía de este modo asociada a la prosperidad nacional. La instrucción era el remedio para la crisis de la Monarquía y la causa de la felicidad del pueblo siempre que se volviera en favor de la educabilidad de los sujetos ociosos a fin de convertirlos en manos útiles.

Así tú, instrucción, eres la única causa de la prosperidad, tú la única vida del Estado: si parcial produces beneficios, pública y general producirás todos los bienes de que el humano es capaz: si desentendida huyes y contigo la prosperidad, la vincularas en el pueblo que nunca te abandone (Vargas Ponce, 1810a: 36).

La cita de Vargas nos interpela sobre otro aspecto de la educación que para los tres intelectuales tenía singular importancia: la universalidad. La idea de una educación pública en manos del Estado iba unida a la necesidad de instruir al pueblo en las artes necesarias para la Monarquía y aunque no había, en principio, un acuerdo sobre cuales eran estas artes (cuestión que trabajaremos más adelante) sí en torno a la necesidad de que la misma llegase a todos los ciudadanos. En palabras de Quintana “conviene que la enseñanza sea pública, esto es, que no se de a puertas cerradas ni se limite solo a los alumnos que se alistan para instruirse y ganar curso” (Quintana, 1813: 185).

Por supuesto que esta pretendida universalidad tenía limitaciones, muchas de ellas producto del contexto. Cuando los autores hablaban de universalidad, como cuando hablaban de igualdad no referían a una educación similar para todos, por el contrario, se trata de una educación funcional al lugar que le tocaba ocupar en la sociedad, los resabios del Antiguo Régimen se hacen evidentes en esta premisa (Maravall, 1991; Perrupato, 2018).

La instrucción debe ser tan igual y tan completa como las circunstancias lo permitan (…) La instrucción pues debe ser universal, esto es, extenderse a todos los ciudadanos. Debe distribuirse con toda la igualdad que permitan los limites necesarios de su costo, la repartición de los hombres sobre el territorio y el tiempo más o menos largo que los discípulos puedan dedicar a ella (Quintana, 1813: 183).

“Educación para todos, sí, pero no la misma educación”, escribía hace varios años Castellano (1981). La diferencia estaba dada en parte por el sexo, cabe recordar que propuestas como la de Quintana excluían a la mujer de la formación ciudadana. Pero fundamentalmente existía una diferenciación social. En este sentido, se dibuja un nuevo interrogante: ¿debía ser la enseñanza gratuita? Y si la respuesta fuera afirmativa: ¿qué implicancias tendría esta gratuidad?, ¿Quién se haría cargo de los costos de la educación?

La financiación fue un problema central en el contexto de la época, números historiadores han remarcado la imposibilidad de emprender una reforma estructural debido a que la mayoría de los recursos los monopolizaba la guerra. Sin embargo, como ha señalado Bertoumeu Sánchez (2009), no conviene exagerar este hecho.15 Los intelectuales dedicaron un tiempo considerable a pensar el sostenimiento de las escuelas. Manuel Quintana establecía que la educación fuera gratuita siendo el Estado el garante económico. Así, la primera y segunda enseñanza sería sostenida por los ayuntamientos, mientras la educación superior recaería en manos de la Monarquía.

Otra calidad que nos ha parecido convenir a la enseñanza pública es que sea gratuita. La generosidad española lo tenía determinado así en todas las universidades y estudios públicos, aun en los tiempos de arbitrariedad opuestos a las luces y al saber (Quintana, 1813: 185).

Pero en este esquema Quintana abría las puertas también a una educación privada funcional a los intereses de quienes pudieran pagarla y no quisieran compartir el espacio con los sectores más vulnerables de la sociedad.

La misma quedar(í)a absolutamente libre, sin ejercer sobre ella el Gobierno otra autoridad que la necesaria para hacer observar las reglas de buena policía, establecidas en otras profesiones igualmente libres, y para impedir que se enseñen máximas o doctrinas contrarias a la Religión divina que profesa la Nación, y a los principios sancionados en la Constitución política de la Monarquía (Quintana, 1814: 239).

A diferencia de esta propuesta, Vargas bregaba por una educación paga que incluyera a los pobres por medio de becas o excepciones para los cuales el Estado destinaría una parte de los caudales públicos a los docentes siendo su sueldo compuesto por esto y por los honorarios cobrados a los estudiantes pudientes. Como señala Martínez Navarro, a diferencia de Vargas, el informe elaborado por Quintana optó por la gratuidad de las escuelas primaria “al impartirse allí los conocimientos que, por necesarios a todos, a todos debían ser asegurados por el Estado” (Martínez Navarro, 1989: 317).

Tampoco Narganes, pese a considerar que “La educación pública es una de las primeras necesidades de un Estado” (Narganes, 1809: 10), avanzaba sobre la gratuidad en todos los niveles de enseñanza. Si bien se preocupaba por una educación primaria que incluyera a ricos y pobres, debido a la necesidad de homogeneizar los saberes de la población, solo garantizaba la gratuidad en la enseñanza de primeras letras. Establecía que la enseñanza intermedia y, aún más, la universitaria debía ser pagas no siendo conveniente que los pobres accedan ella. Esta enseñanza “desearía que las aulas de estos establecimientos fuesen públicas y la enseñanza común”. La propuesta excluía a los estudiantes pobres “aconsejando se tomen los medios que debe(ría)n tomarse para que los pobres no participen de esta educación” (Narganes, 1809: 108).

V. Un sistema educativo integrado

Los comienzos de la nueva centuria en la Monarquía encontraban la educación en una situación compleja. Durante las décadas anteriores los ilustrados habían reclamado una y otra vez una urgente transformación educativa que incluyera todos los niveles de enseñanza. A principios de siglo la situación no era muy diferente, escribía Meléndez Valdez en 1821:

nos faltan escuelas y enseñanzas, y orden y vigilancia, en las que ha. Independientes entre sí, cada cual obre sin relación a las demás según el talento de su regente. Nos falta un magistrado que las dirija a todas y atienda cuidadoso al desempeño de un plan tan necesario como urgente (Meléndez Valdez, 1821: 6).

La centralización y articulación de un sistema educativo integrado era una necesidad urgente, no solo para Meléndez Valdez sino para muchos otros intelectuales que buscaron organizar la educación mediante un sistema de control jerárquico. Vargas, Narganes y Quintana no fueron la excepción y en sus planes pretendieron reorganizar el sistema a fin de uniformar la enseñanza en la Monarquía. Como sentenciaba Quintana:

Con efecto, nada más repugnante que el sistema de gobierno que hasta ahora ha presidido a nuestros estudios. Cada establecimiento tenía su dirección diferente, cada uno dependía de diferente ministerio; y la discordancia de las doctrinas, la desproporción de los arbitrios, la inutilidad de los esfuerzos era consiguientes a esta monstruosa situación (Quintana 1813: 208).

Fiel a su estilo “republicano” (Viñao Frago, 2009b) este intelectual buscaba garantizar un plan general que:

abrace las bases fundamentales de la enseñanza pública, y los principios que se deban derivar, y a que deban ajustarse después, los reglamentos particulares de cada ramo de ella, este es el único medio de empezar con esperanza de buen fruto operación de tan suprema importancia, y de poder arreglar de una vez la educación literaria de la Nación, con uniformidad y armonía; y este fue por consiguiente el fin que se propuso la Comisión en sus continuadas tareas (Quintana, 1814: 218).

Un sistema educativo integrado, que sea jerárquico y estuviera dividido en tres tipos de educación, la escuela primaria, la secundaria o intermedia y la universitaria. Todas tendrían un modelo pautado por la Monarquía que sería la encargada de definir los contenidos a enseñar:

reduce todas las escuelas de la nación a tres clases bien distintas: a saber, escuelas primarias, esto es, de primera educación general; escuelas secundarias, o sea de instrucción, y escuelas especiales o de instrucción particular. El plan de enseñanza de cada una de estas escuelas debe ser distinto, así como lo es su objeto. El gobierno debe fijarlo, y cuidar que el deseo de sobresalir no haga que los maestros pasen los límites prescritos (Narganes, 1809: 93).

Claro que para poder lograr este cometido era necesario crear o diseñar organismos dedicados al control de la enseñanza, al seguimiento de las prácticas educativas y la administración de sus recursos. Tanto Narganes, como Quintana y Vargas coincidían en la necesidad de la creación de una entidad superior que garantizara “un sistema de educación en que se acostumbrase a los niños a no formar juicios sin examinar escrupulosamente las ideas que los componen” (Narganes, 1809: 83).

Los nombres del/los responsables de esta función variaban de acuerdo con la propuesta, pero en todos aparece como denominador común la centralización en una sola persona o consejo que regulase y sostenga la formación. Narganes se mostró defensor de una centralización cuando propuso la creación de una Universidad Central cuyo director fuera al mismo tiempo Director General de Estudios del Reino. La función de esta será también la de perfeccionar en el “arte difícil de la enseñanza” (Narganes, 1809: 134). Por ello deberían asistir a ella al menos dos años todos los profesores de las escuelas secundarias incluso los seminarios.

El control que debía establecer el gobierno sobre la enseñanza era significativo.16 Los docentes de las escuelas primarias, secundarias e incluso la universidad debían ser “nombrados por el Gobierno a propuesta del Consejo”. Incluso este control se manifestaba en los manuales donde “el gobierno debe(ría) encontrar desde un principio la elección de libros elementales para la enseñanza de casi todas las ciencias” (Narganes, 1809: 139-141),

En esto no parecía disentir Quintana que buscaba un control de los profesores que impartían la primera y segunda educación mediante exámenes realizados delante de autoridades públicas. También en esta línea parecería ir la creación de una universidad central, con sede en Madrid. Sin embargo, aunque ambas propuestas incluían la creación de una universidad central, sus propósitos parecerían ser diferentes. Mientras que para Narganes la misma tomaba un lugar de relevancia, en tanto organismo que nucleaba el resto de las instituciones educativas, para Quintana esta universidad estaba reservada a los alumnos más aventajados y estaría compuesta por los profesores más destacados.

La instancia de control quedaba reservada, en la propuesta de este último, para la creación de la Dirección General de Estudios.17 Ambas propuestas tendrían atribuciones similares: atender a la distribución de recursos, intervenir en oposición de cátedras, fomentar los planes y reglamentos, cuidar los métodos y la elección de libros, atender al uso y distribución de las bibliotecas, visitar establecimientos de enseñanza y dar cuenta anualmente del estado de la instrucción pública. Este esfuerzo conllevaba evitar la proliferación de escuelas a fin de garantizar en ellas un control sistemático.

Las discusiones en torno a la cantidad de escuelas de primeras letras que debían establecerse son interesantes. Merece la pena retomar las palabras de Vargas:18 “En las villas y ciudades, por cada 300 vecinos habrá una escuela: 300 vecinos, 1500 almas, 750 hasta 14 años, 375 varones, 182 de 4 a 12” (Vargas, 1813: 319). Como vemos su pretensión es más generosa y exigente que la finalmente recogida en el informe de Quintana (una cada quinientos vecinos) y mucho más que la del proyecto de José I (una cada mil o mil quinientos vecinos) que el mismo Vargas habría criticado en el informe de 1810 (Vargas, 1810).19

VI. Las primeras letras

Si bien la enseñanza de las primeras letras siempre fue la más difundida, no por ello se trató de la más articulada. La proliferación de escuelas en las diferentes partes del reino, con “maestros mal preparados (leer, escribir y contar) peor pagados y con nula preparación pedagógica” (León Esteban, 1988: 146), no hacía más que volverla una formación heterogénea y dispar. Por ello rogaba Narganes (1809) a José I el establecimiento de una educación primaria. “No J. mío, no hay educación primaria en España; la que hay no merece tan sagrado nombre. Somos y seremos barbaros mientras el Gobierno no piense en establecerla” (Narganes, 1809: 25).

Dos fueron los tópicos sobre los que se discutió en relación con la enseñanza primaria. En primer lugar, la cuestión de los métodos y el uso de castigos en la enseñanza donde se imploraba que se “proscriba para siempre aquel axioma sanguinario, que dice que la ciencia no puede entrar sin salir sangre. Que los maestros sean los amigos de los niños, y no sus verdugos, y que formen ciudadanos y no viles esclavos” (Narganes, 1809: 26).

En segundo lugar, la cuestión de los contenidos, a la que dedicaremos más atención dado que respondió muchas veces a cuestiones políticas. A este respecto se plantearon dos cuestiones fundamentales: ¿cuál era el lugar que correspondía a la religión en la enseñanza? y ¿qué lugar le correspondía al catecismo político? En cuanto a la primera pregunta, la respuesta fue unívoca, las tres propuestas bregaban por integrar la enseñanza religiosa en la formación primaria. Sobre esto no había discusión, tanto el bando josefino como el nacionalista buscaron una formación religiosa convirtiendo a la religión en una suerte de cuerda de cinchada entre ambos bandos donde no se podía pensar la educación por fuera de los marcos propios de la Monarquía Católica. Después de todo, como han señalado González Hernández y Madrid Izquierdo (1988), el poder de la Iglesia era demasiado grande como para quedar apartada y reducida a un segundo plano. Así lo manifestaba Quintana:

En la edad tierna se fijan en el alma muchas impresiones que no se borran en el resto de la vida, a pesar de que apenas dejan un lejano recuerdo de su origen; en esa edad es en la que se deben grabar en el corazón de los niños los principales dogmas de nuestra divina religión, las máximas más sencillas de moral y buena crianza, y una idea acomodada a su alcance de los principales deberes y derechos del ciudadano (Quintana, 1814: 221).

Este último punto adquirió singular importancia luego de promulgada la Constitución de 1812, cuando la enseñanza de un catecismo constitucional tomó especial relevancia. Así desde el bando nacionalista a la preocupación por enseñar en una moral católica se le adicionaba la de los principales derechos y obligaciones de los ciudadanos inspirados en la Constitución.

A diferencia de esto, Vargas Ponce se mostraba más reticente a enseñar en tan tierna edad las cuestiones propias a los deberes sociales debiendo limitarse a los principios de la moral, asociadas a la religión católica. “Lo propio y aun con más fundamento debe decirse del amor a la patria y al gobierno. Las ideas de patria y de gobierno son muy compuestas y suponen una larga serie de otras” (Vargas, 1810: 305). Claro que esta consideración la manifestaba en el informe de 1810 mientras que en el documento que el mismo firmó tres años después incluía, en la educación primaria, la formación en la Constitución. Hay en este sentido, una diferencia en cuanto a las edades, mientras que en el plan de 1810 el autor bregaba solo por cuatro años desde los 5 o 6 hasta los 9 o 10, en el informe de 1813 ampliaba la franja etaria incorporando cuatro años desde los 4 hasta los 12. En este esquema, los saberes propios del catecismo político correspondían a los últimos años en los que el sujeto ya estaría preparado para ello.

En cualquier caso, es interesante como en este punto hay una diferencia sustancial entre la propuesta de Vargas y la de Quintana donde el adoctrinamiento estaba más presente ya que desde tierna edad se debía educar a los niños en los deberes de ciudadano. No es casual que el método de enseñanza por excelencia para la Comisión de Instrucción Pública sea el catecismo político, principal dispositivo de adoctrinamiento del bando nacionalista durante la Guerra de Independencia (Viñao Frago, 2004). En este sentido, “Vargas no parecía albergar grandes exigencias curriculares para la escuela primaria y el informe Quintana fue más lejos que él” (Martínez Navarro, 1989: 316).

La propuesta de Vargas Ponce se circunscribía a “que los niños aprendan en ellas a leer, escribir y contar; los principios de la religión y de la moral (católica); las reglas ordinarias de la cortesanía y los nombres de los principales objetos de la historia natural” (Vargas, 1810: 305). Es interesante notar cómo en este aspecto Vargas, de igual forma que lo hicieran Narganes y Quintana, se preocupaba por los modales de cortesía propios de la educación ciudadana del siglo XVIII donde como afirma Bolufer Peruga: “una profusa literatura se propuso proporcionar pautas para regular las conductas en sociedad, denominar y encausar las pasiones, contener y modelar el gesto, modular las palabras y tasar los silencios” (Bolufer, 2019: 226).

VII. La educación intermedia

Los ilustrados utilizaron indistintamente el término instrucción intermedia o secundaria para hacer referencia a la educación que se extendía entre las primeras letras y la Universidad. El problema que se suscita es que dicho nivel de enseñanza, lejos de ser un grupo homogéneo de instituciones educativas, reunía dentro de sí a seminarios conciliares, seminarios de nobles, escuelas de gramática e instituciones de formación profesional, entre otras. En función de ello, cuando hablamos de educación secundaria o intermedia referimos a este corpus de instituciones que no son de primeras letras ni universitarias y cuyas realidades son muy disimiles. Incluso entre los mismos ilustrados las propuestas nominales fueron diferentes: Ateneos para Vargas, Liceos para Narganes y Universidades provinciales para Quintana.

Es sabido el lugar que ocuparon los seminarios conciliares en la formación intermedia de la Monarquía hispánica. La ausencia de otras instituciones de educación secundaria o preparatoria llevó a que estos se convirtieran en instituciones muy importantes.20 En este sentido, los ilustrados buscaron y bregaron por el control de estos:

Que en ellos, bajo la inspección de Gobierno y dirección de los obispos, se formen e instruyan en las ciencias útiles los que han de ser maestros de la religión y de la moral pública, y los consejeros del labrador y del artesano (Narganes, 1809: 47).

El exceso de seminarios fue un aspecto que consideraron especialmente los intelectuales que intentaron reducir su número bregando porque haya “un seminario en cada ciudad episcopal, donde se instruya a un cierto número de jóvenes en las ciencias eclesiásticas. El gobierno deber(i)á fijar este número, poniendo el mayor cuidado en que no exceda(n) las necesidades religiosas de cada diócesis” (Narganes, 1809: 127). Se trató, como afirma Vergara Ciorda (1997), de buscar una reorganización de los seminarios conciliares como centros públicos de enseñanza media, capaces de formar una juventud adaptándose a las exigencias de los nuevos tiempos.

La propuesta encubría también una cuestión económica, era necesario economizar la existencia de instituciones educativas por lugar, a fin de que no haya más escuelas que necesidades de la localidad. Vargas Ponce escribía a este respecto que cada ciudad tenga su establecimiento, incluso Madrid donde el honor de capital requería la multiplicidad de instituciones:

En Madrid se establecerán tres ateneos. Ni aun uno es necesario por ahora ni lo será en mucho tiempo; pero deberá establecerse por honor de la Capital sin embargo del poco fruto que puede producir. En las otras capitales o no debe haberle o debe limitarse a la enseñanza del dibujo, a la de los principios de las artes mecánicas, y a la de algunas nociones de comercio. 21

Pero lo fundamental estaba dado por la necesidad de controlar y orientar los saberes a enseñar. Los Seminarios debían, en este sentido, incorporar materias más modernas asociadas a las nuevas ciencias consideradas muchas veces heréticas por parte de la Iglesia. El mismo sentido adquiría toda la formación intermedia que bajo el nombre de Liceos, Ateneos o Universidades provinciales incorporaban nuevos saberes antes excluidos de la currícula.

Al igual que las propuestas de Quintana y Vargas, la de Narganes extendía hasta los 18 años la enseñanza secundaria. Durante estos años se incluían cuatro años de matemáticas; literatura (antigua y moderna – nacional y extranjera); latín; dibujo, geografía (incluía historia y cronología) y dos años de física (incluía física experimental), química, estadística, ideología y moral.

El informe Quintana también incluía estas disciplinas. Según el informe de 1813 los estudios se dividirían en tres secciones: matemáticas (que incluía cinco cursos de física general, historia natural, botánica, química y mineralogía) y mecánica general; estudios sobre el arte de escribir en los que se incorporaba bellas artes, historia mundial y lógica; y la enseñanza de los derechos del hombre y del ciudadano. Esto también se repetía en el listado de saberes que según el informe de 1814 debían tener los estudiantes que ingresaban a la facultad:

El primer curso de matemáticas, el de física general, el de gramática castellana, geografía y cronología, los dos de lengua latina, el de lógica, uno de literatura e historia, el de moral y de derecho natural, y el de derecho político y Constitución, añadiéndose el de economía política y estadística a los que se dediquen a la jurisprudencia (Quintana, 1814: 229).

Pero esto no era algo nuevo, el plan Calomarde de 1807 ya ordenaba que todas las carreras de ciencias comenzaran por la enseñanza de las matemáticas. Este fue el principio que siguió la Comisión de Instrucción Pública presidida por Quintana cuando propuso el estudio de esta ciencia como fundamento de toda la instrucción (Araque Hontangas, 2013). La enseñanza de las matemáticas incluía en el proyecto de 1813, dos cursos de matemáticas pura, uno de física general, uno de mecánica aplicada a las artes y oficios, uno de historia natural, uno de botánica aplicada a la agricultura y uno de química y mineralógica aplicada a las artes y oficios. El fundamento de que la enseñanza sea aplicada a la agricultura o artes radicaba en la necesidad de la formación de manos útiles, el avance de una reforma agraria y el desarrollo de una industria tantas veces reclamadas por ilustrados como Campomanes o Jovellanos.

Las ideas de reforma amparadas en las enseñanzas útiles no resultaban ajenas al clima de ideas europeo. Las propuestas estaban inspiradas en la experiencia francesa lo que es más claro en Narganes que reivindicaba la creación de liceos: “Así lo han creído todas las naciones cultas y el gobierno francés en lugar de levantar de nuevo las universidades destruidas por la revolución, acaba de fundar en su lugar colegios bajo el nombre de liceos” (Narganes, 1809: 104). Pero también en Quintana que bregaba por un modelo cientificista cargado de instituciones que reúnan “todos los auxilios necesarios para la instrucción” (Narganes, 1809: 135) como lo había hecho Francia: “En cada una (…) ha de haber una biblioteca, un gabinete de historia natural, otro de instrumentos de física, otro de modelos de máquinas, un jardín para la botánica y agricultura, una sala o dos de dibujo” (Quintana, 1813: 197).

VIII. La reforma universitaria

La decadencia de las universidades fue frecuentemente remarcada por los ilustrados españoles que las consideraban poco menos que “cloacas de la humanidad” (Cabarrús, 1795: 151). Sin dudas, en la primera década decimonónica la situación poco había cambiado. Manuel Narganes iniciaba su obra Tres Cartas sobre los vicios de la Instrucción pública citando a Meléndez Valdez quién daba cuenta del estado de las universidades en España y depositaba en el gobierno de José I las esperanzas de llevar adelante “la reforma que medita”:

Las casas del saber, tristes reliquias de la gótica edad mal sustentadas en la incidencia de las nuevas leyes, con que vano apoyadas titubean, piden alta atención. Crea de nuevo sus veneradas aulas nada, nada harás solido en ellas, si mantienes una columna, un pedestal, un arco de esa su antigua gótica rudeza (Narganes, 1809: 4-5).

La crítica a las universidades giraba básicamente en torno a la cuestión de los saberes a enseñar. Las universidades, reductos de la escolástica, eran lugares de resistencia de la teología donde los nuevos saberes no tenían un lugar destacado. Así las definía Narganes: “una universidad es la reunión de un gran número de maestros que enseñan de balde la filosofía, la teología, el derecho, la medicina, algunas lenguas muertas, y tal vez un poco de matemáticas” (Narganes, 1809: 32).

La respuesta era obvia, se requería desterrar el espíritu de escuela e instaurar nuevas disciplinas cuya educación buscaba una enseñanza más práctica que teórica:

Desengañémonos, es necesario que los nombres de lógica y metafísica salgan para siempre de las escuelas. La ciencia del entendimiento, o sea la ideología, he aquí toda la filosofía que debe quedar. La moral será una sencilla aplicación de esta; y no es menester más lógica que el estudio bien hecho de cualquiera ciencia (Narganes, 1809: 40).

En este sentido, Narganes planteaba la necesidad de reducir las universidades y crear una universidad central. También Quintana, consciente del prejuicio que conllevaban las universidades y de la experiencia francesa que suprimió las universidades, decidió mantener las universidades mayores en nueve en la península (Santiago, Salamanca, Burgos Barcelona, Zaragoza, Valencia, Granada, Sevilla y Madrid) y una en Canarias.22 Cabe recordar que con antelación Carlos IV ya había resuelto la reducción de las universidades.23

La educación universitaria se planteaba como una formación para la elite, no estaba en la mente de los ilustrados incorporar a los sectores populares en esta formación, por el contrario, estas instituciones de carácter elitista eran solo para un grupo social funcional a la Monarquía en tanto agentes gobernantes. En definitiva, se trataba de acompañar una formación en “el arte de gobernar a los hombres para hacerlos felices” (Vargas, 1810: 310).

IX. Conclusiones

Luego de la batalla de los Arapiles, el 22 de julio de 1812, José Vargas Ponce abandonó Madrid al igual que lo hizo el Gobierno de José I, pero a diferencia de este lo hizo para ponerse a disposición de la Regencia constituida en Cádiz. Junto con Vargas también lo hicieron Martin Fernández de Navarrete y Francisco Martínez Marina, compañeros suyos en la Junta de Instrucción Pública. Evidentemente las diferencias intelectuales o doctrinales no eran profundas entre quienes militaban en ambos bandos.

Los intelectuales de la primera centuria buscaron concretar una serie de transformaciones educativas que creían necesarias. Poco parecía importar quién ejerciera el gobierno mientras se llevasen adelante las reformas postergadas. Las propuestas educativas que se suscitaron en el período tuvieron mucho en común. En el eco de los reclamos ilustrados de la centuria anterior encontraron un espacio para generar nuevos proyectos.

Lo hasta aquí analizado nos permite comprender los múltiples puntos de contacto en las propuestas de tres intelectuales que, aunque tuvieron trayectorias políticas diferentes, se encontraban en una idea común: la articulación de un sistema educativo público. Fueron justamente las trayectorias personales las que impidieron que estos proyectos se concretaran. La restauración del absolutismo borbónico barrió con todo lo que oliera a liberal y con ello se llevó los atisbos de modernidad que se habían edificado de un lado o del otro de la guerra.

El estudio deja una serie de interrogantes abiertos que escapan a los objetivos iniciales, pero permiten pensar investigaciones a futuro en lo que sin dudas es una cantera a explotar. Ciertos temas como la instrucción intermedia, la universitaria o la proyección de las propuestas sobre los territorios coloniales merecen una mayor exploración que la someramente trazada. De igual manera quedan abiertos interrogantes sobre la proyección de estas ideas en la política educativa del siglo XIX y la acción de estos intelectuales durante la revolución liberal de 1820. Finalmente, otros personajes con marcado protagonismo en el período esperan nuevos análisis que crucen educación, política y vida.

Narganes, Vargas y Quintana navegaron entre las palabras y la acción en un contexto condicionante. Los discursos se tornaron posibilidad de acción política en tanto los intelectuales se volvieron referentes de los grupos políticos que tuvieron en sus manos la refundación educativa de la Monarquía. Pero como hombres de acción chocaron de lleno con las dificultades que encarnó la política despiadada de la guerra que arrasó todo a su paso incluso las grandes ideas.

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» Viñao Frago, A. (1990). Libertinos y republicanos en la Murcia del cambio de siglo. En Manuel José Narganes y José Ibarrola: el Seminario de San Fulgencio y la Real Fábrica de la Seda. En G. Ossenbach y M. Puelles Benítez (Coords.), La Revolución Francesa y su influencia en la educación en España (pp. 371-404). Madrid, UNED.

» Viñao Frago, A. (1999). Estadística escolar, proceso de escolarización y sistema educativo nacional en España (1750-1850). Revista de Demografía Histórica, 17, 2, 115-140.

» Viñao Frago, A. (2004). Adoctrinadores y adoctrinados. Catequesis y educación en la España de la segunda mitad de siglo XVIII y primero años del XIX. Cuadernos de Historia Moderna. Anejos, III, 85-111.

» Viñao Frago, A. (2009a). La educación cívica o del ciudadano en la Ilustración española: entre la tradición republicana y el liberalismo emergente. Res publica: revista de filosofía política, 22, 279-300.

» Viñao Frago, A. (2009b). Republicanismo, educación y ciudadanía en Manuel José Quintana. En F. Durán López, A. Romero Ferrer y M. Cantos Casenave (Eds.), La patria poética. Estudios sobre literatura y política en la obra de Manuel José Quintan (pp. 547-573). Madrid: Cartoné.

» Viñao Frago, A. (2012). État et éducation dans l’Espagne contemporaine (XIXe-XXe siècles). Histoire de l’éducation, 134, 81-107.


1 El presente artículo forma parte de la investigación posdoctoral que se realizó en el Instituto de Historia de España, Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad Nacional de Buenos Aires (RESCD 2021-2789) bajo la dirección del Doctor Mariano Eloy Rodríguez Otero.

2 Desde la publicación del libro de Álvarez Morales (1971) sobre las universidades españolas numerosos historiadores se han hecho eco de la idea de que las reformas ilustradas en todos los niveles educativos fueron un fracaso. La principal causa del “fracaso” aparece en estos autores atribuida a la imposibilidad de los docentes de gestionar las reformas. Sin embargo, como hemos sostenido en otra oportunidad, debemos entender las propuestas en un contexto amplió de tensiones entre la tradición y la modernización (Perrupato, 2018).

3 La idea de un bando nacionalista enfrentado a uno extranjero ha sido consagrada por la prensa de la época que pretendió mostrar a José I como un “rey intruso” ajeno a los intereses de la Monarquía y por sobre todo de los ciudadanos españoles. Como si la dinastía borbónica hubiera tenido sus orígenes en esta “tierra de conejos”, se construyó un ideal nacional que, como muchos autores sostienen se convirtió en el germen del nacionalismo contemporáneo. No obstante, es difícil pensar que los intelectuales que formaron parte del gobierno josefino hayan querido otra cosa más que el bien de la Monarquía. En este sentido, hacerse eco de las reivindicaciones nacionalistas impide comprender el fenómeno en su complejidad. Aquí nacional se define por oposición al extranjero cuando las implicancias del concepto son distintas.

4 Esta concepción rompe con la idea de la historiografía tradicional y del materialismo histórico sobre las revoluciones liberales de principios de siglo que entendieron que “se podían vislumbrar más continuidades que rupturas, dado que desde una interpretación social después de las guerras independentistas todo seguía igual, nada había cambiado en la estructura económica y social, los explotados seguían siendo los mismos y los explotadores también” (Frasquet, 2008: 155).

5 Cuestiones como la formación de un curriculum más moderno que incorporara las ciencias naturales y exactas, las lenguas vernáculas y el derecho civil; la necesidad de formar un sistema educativo uniforme y la preocupación por garantizar una educación pública a cargo de la Monarquía fueron reivindicaciones permanentes en el discurso ilustrado del siglo XVIII. Sin embargo, si bien es cierto que la secularización de la enseñanza ha sido objeto de interés en las propuestas ilustradas, será en el período de la Guerra de Independencia donde alcance mayor notoriedad de la mano de políticas públicas como la desamortización de los bienes de ciertas ordenes regulares como las escuelas pías.

6 La historiografía contemporánea ha intentado deconstruir, por momentos de manera infructuosa, la noción de “guerra de independencia” para referir al período en que los ejércitos napoleónicos permanecieron entre 1808-1814. Los trabajos de Álvarez Junco (1994), Moliner Prada (2007) y de Diego García (2008) van en este sentido. Sin embargo, resulta difícil erradicar esta categorización siendo aun la preferida por los historiadores, ya sea por tradición o por inercia (Rújula, 2010).

7 Sin lugar a duda, la guerra de la independencia española es uno de los fenómenos europeos que ha generado mayor cantidad de bibliografía que se incrementó notablemente con el bicentenario de la misma. Véase Martínez Ruiz (2007) y Rújula (2010).

8 El quiebre que implicó el nuevo gobierno llevó a que los historiadores se centrasen en las propuestas de las Cortes relegando a un segundo plano las transformaciones del monarca intruso. Sobresalen en esta línea los trabajos de Rodríguez Aranda (1954), Peset y Peset (1974), Domínguez Cabrejas (1983), Mora del Pozo (1984), Nieto Bedoya (1986), Soubeyroux (1987), Faubell Zapata (1987), Álvarez Morales (1988), Labrador Herraiz y Pablos Ramírez (1989), García Hurtado (2005) y Gutiérrez Gutiérrez (2009, 2012).

9 Estos dispositivos pedagógicos han sido estudiados en su matriz ideológica política por Capitán Díaz (1978), Ruiz de Azúa (1989), Sánchez Hita (2003), Viñao Frago (2004) y Sotes Elizalde (2009), entre otros.

10 La figura Vargas ha sido bastante descuidada pese a convertirse en dos ocasiones en el director de la Real Academia de Historia de España, fueron las pequeñas introducciones de Lazaro Llorente (1989) y Martínez Navarro (1989) únicas durante años. Con posterioridad se realizaron algunos otros estudios Martínez Navarro (1990a, 2010) y Espigado Tocino (1999). Recientemente publicamos un artículo donde se trabaja su figura cruzando los aspectos biográficos con los educativos (Perrupato, 2022).

11 Los motivos de este vacío historiográfico son varios, Ruiz Berrio ha señalado entre otros la escasez de fuentes, las grandes dificultades para localizarlas y la antigua costumbre de restringir la consideración de estas a lo que debemos sumarle los efectos negativos logrados por una historiografía oficial (Ruiz Berrio, 1994).

12 Guereña ha comparado la encuesta de 1821 y 1822 con el censo de 1797 evidenciando una disminución considerable en el número de escuelas y en la escolarización de los niños. Según datos aproximados del 23 por ciento de escolarización en 1797 se pasa al 15 por ciento en 1822 (Guereña, 1988: 143).

13 El término “instrucción” no es azaroso. Si bien durante el siglo XVIII los términos “educación” e “instrucción” aparecen intercambiables, para el siglo XIX se hace evidente una distinción asociada a la utilidad de la instrucción. En este sentido, cuando Vargas, Narganes o Quintana hacen referencia a la instrucción pública refieren a una formación funcional a las necesidades de la Monarquía.

14 Se entiende que el Estado en términos contemporáneos escapa a la periodización que trabajamos, los debates sobre el “Estado moderno” lo han planteado ya como un concepto superado. Cuando los autores del período refieren al Estado lo hacen como sinónimo de un gobierno civil que en el caso español se nuclea en torno a la forma monárquica. Véase De Dios (l988), Ladero Quesada (1995), Benigno (2013).

15 El gobierno de José I realizó una significativa reforma del sistema educativo, a partir de los recursos provenientes de la incautación de los bienes eclesiásticos de las ordenes extintas y opositores, introdujo liceos al estilo francés y reguló la educación femenina, como parte de un extenso programa que no tuvo tiempo de concreción (Perrupato, 2016).

16 Los ilustrados reclamaron frecuentemente la necesidad de que la Monarquía se hiciera cargo de un control exhaustivo sobre la enseñanza, regulando que los contenidos impartidos contribuyan a la salud pública. La amplitud territorial del imperio español hacía necesario un control efectivo y centralizado de la educación por parte del “Estado”. La función de controlar y regular la educación debía ser garantizada por presencia de la monarquía en la educación.

17 La creación de la Dirección General de Estudios, presente en la Constitución de 1812, consagraba como afirman González Hernández y Madrid Izquierdo (1988), la uniformidad en la enseñanza.

18 Especial importancia adquiere para Vargas la cantidad y distribución de los colegios al punto que el último informe que realiza antes de morir describe hondamente las necesidades de instituciones en la Monarquía y brega por su correcta distribución. Observaciones del Sr. Diputado Vargas Ponce para unir al expediente de Instrucción Pública (Vargas, 1820).

19 La proliferación de escuelas no contemplaba las escuelas femeninas. No deja de resultar llamativa la ausencia de las mujeres en el esquema. Llamativo en tanto que el proyecto bonapartino había incluido a las mujeres en su esquema a diferencia del proyecto de Quintana que negaba la participación de esta a este sexo por considerarlo no apto para la formación literaria. Véase Perrupato (2022).

20 Sobre todo, a partir del “vacío educacional” generado por la expulsión de los Jesuitas que durante el siglo XVIII habían monopolizado prácticamente la instrucción intermedia del reino (Álvarez Iglesias, 2009).

21 RAH. Archivo Vargas Ponce. Tomo 13, Exp. 9-4186.

22 El proyecto de 1821 aumentó el número peninsular a diez incorporando la universidad de Oviedo y una más en Baleares.

23 En 1807 la Cedula Real de Carlos IV en que se reduce el número de universidades, plantea la existencia de 22 universidades a saber: Salamanca, Alcalá, Valladolid, Sevilla, Granada, Valencia, Zaragoza, Huesca, Cervera, Santiago, Oviedo, Toledo, Osma, Oñate, Orihuela, Ávila, Irache, Baeza, Osuna, Almagro, Gandía, Sigüenza.