La renovación historiográfica del Medievalismo
(vista desde Valencia)

Antoni Furió

(Universidad de Valencia, España)

Resumen

El artículo estudia la renovación historiográfica del medievalismo, vista desde Valencia y desde la generación del autor, cuya formación universitaria data de la segunda mitad de los setenta del siglo XX. Con el fin de entender mejor lo que supuso esta renovación tras casi cuarenta años de dictadura, el estudio se remonta a los años veinte y treinta de dicha centuria, a los intentos de modernización y renovación durante la Segunda República, a su brusco final con el golpe de estado y la posterior guerra civil, con el asesinato, el encarcelamiento y el exilio de numerosos profesores universitarios, y el saqueo de la historia por parte del franquismo, que impuso su propia visión –nacionalcatólica e imperial– del pasado español y sus propios catedráticos adictos para ensalzarla e impartirla. Se examinan a continuación los primeros y tímidos intentos de renovación en los años cincuenta, con la llegada a la universidad de una nueva generación menos marcada por la guerra, y la auténtica transformación de la disciplina en los sesenta y los setenta, bajo la influencia combinada de los discípulos de Vicens Vives –Reglà, Giralt, Nadal y Fontana– y del ensayista Joan Fuster, coincidiendo con los importantes cambios económicos, sociales y culturales de la época. Por último se analiza la renovación del medievalismo en el marco más amplio de la transición a la democracia y en el más estricto de la etapa formativa de la generación del autor. Un recorrido que se cierra con los nuevos caminos que tomaría el medievalismo a partir de los años ochenta, dejando atrás la autarquía y el ensimismamiento de décadas anteriores y abriéndose a las propuestas y preocupaciones de la historiografía peninsular y europea.

Palabras clave: Renovación historiográfica - historiografía franquista - Universidad de Valencia - Joan Fuster - medievalismo valenciano

The historiographical renewal of Medievalism
(as seen from Valencia)

Abstract

The article studies the historiographical renewal of medievalism, seen from Valencia and from the generation of the author, whose university education dates from the second half of the seventies of the twentieth century. In order to better understand what this renewal meant after almost forty years of dictatorship, the study goes back to the 1920s and 1930s, to the attempts at modernization and renewal during the Second Republic, to its abrupt end with the coup d’état and the subsequent civil war, with the murder, imprisonment and exile of numerous university professors, and the plundering of history by the Franco regime, which imposed its own vision – National-Catholic and imperialist – of the Spanish past and its own professors addicted to extolling and imparting it. It then examines the first timid attempts at renewal in the fifties, with the arrival at the university of a new generation less marked by the war, and the real transformation of the discipline in the sixties and seventies, under the combined influence of Vicens Vives’ disciples – Reglà, Giralt, Nadal and Fontana – and the essayist Joan Fuster, coinciding with the important economic, social and cultural changes of the time. Finally, the renewal of medievalism is analyzed in the broader framework of the transition to democracy and in the more strict framework of the formative stage of the author’s generation. A look that closes with the new paths that medievalism would take from the eighties onwards, leaving behind the autarky and self-absorption of previous decades and opening up to the proposals and concerns of peninsular and European historiography.

Keywords: Historiographic renovation - Francoist historiography - University of Valencia - Joan Fuster - Valencian medievalism

Antes y después de la guerra. El saqueo
de la historia durante el franquismo

Para los que nacimos a finales de los años cincuenta del siglo pasado la guerra era algo que quedaba ya muy lejos, pero sus consecuencias seguían pesando ominosamente sobre una sociedad, la valenciana –Valencia había sido republicana hasta el último día de la contienda– y la española en general, a la que no se le dejaba de recordar que había sido derrotada. Al contrario que en otras guerras civiles, como en la estadounidense, en la que el bando vencedor, en este caso los nordistas, se esforzó por dejar atrás rápidamente el enfrentamiento e incluir a los vencidos en un proyecto nacional común, Franco y sus generales, y el entramado civil en el que se apoyaban, basaron en la persecución y el exterminio de sus adversarios la construcción de su régimen, muy similar –en su naturaleza, su liturgia y su brutalidad– a la Italia fascista y la Alemania nazi, que tanto habían contribuido a alumbrarlo. Tras el derrumbe de éstas, solo la Guerra Fría, en la que España pasó de ser un estado paria, vetado incluso en la ONU, a verse reconocida como un puesto de avanzada en la lucha contra el comunismo, y la represión implacable de toda contestación cana pueden explicar que el franquismo se perpetuase durante casi cuarenta años.

La represión fue particularmente cruel y devastadora en el ámbito de la educación y la cultura. Numerosos intelectuales, artistas, maestros de escuela, profesores de instituto y catedráticos de universidad fueron fusilados, encarcelados o depurados y apartados de su puesto de trabajo. Otros muchos tuvieron que exiliarse para poder al menos salvar la vida. España quedó convertida en un verdadero erial, con sus mejores voces acalladas en los cementerios, las cárceles y el exilio, incluido también el interior (Solé i Sabaté, 1985; Richards, 1999; Casanova, 2002; Molinero, 2003; Alted 2005; Rodrigo, 2005; Claret, 2006; Otero, 2006; Aróstegui, 2010; Preston, 2011; López Sánchez, 2013; Villares, 2021; Espinosa, 2022). Entonces no lo sabíamos, pero en la Universidad de Valencia, en la que habíamos entrado a estudiar a mediados de los setenta, cuando Franco y su régimen agonizaban, muchos de sus antiguos profesores habían sido expulsados de sus cátedras al terminar la guerra, sustituidos por otros más jóvenes y adictos al nuevo orden. Incluso uno de ellos, el médico Joan Baptista Peset i Aleixandre, rector de la universidad entre 1932 y 1934, fue fusilado en 1941 por un artículo que había publicado en los Anales de la Universidad de Valencia como única prueba de cargo, ya que no se le pudo imputar ningún delito de sangre. En realidad, lo que no se le perdonaba era el haber sido el candidato republicano más votado, por la circunscripción de Valencia, en las elecciones de febrero de 1936 que dieron el triunfo al Frente Popular. El artículo incriminatorio reproducía la conferencia que su autor había impartido en el paraninfo de la universidad en abril de 1937, bajo el título de “Las individualidades y la situación en las conductas actuales”, en la que arremetía contra los alzados en armas contra la República1 (Procés, 2001).

Otros profesores se vieron obligados a tomar el camino del exilio: a Francia, Méjico, Colombia y Argentina, entre otros destinos. Entre ellos, Mariano Gómez González, rector en los primeros años republicanos (1931-1932), un eminente jurista de ideología liberal a pesar de sus convicciones religiosas, que fue nombrado presidente del Tribunal Supremo en 1936 y que tuvo que exiliarse primero a Francia y después a Buenos Aires, en donde falleció en 1951. O el también rector José Puche Álvarez, médico como Peset y Director General de Sanidad del Ejército republicano, exiliado primero en París y después en Méjico, en donde se incorporó a la Facultad de Medicina de la UNAM, además de ejercer como delegado del gobierno republicano en el exilio. El historiador del derecho Josep Maria Ots i Capdequí, discípulo de Rafael Altamira, uno de los fundadores del Anuario de Historia del Derecho Español en 1924, director del Centro de Estudios de Historia de América en Sevilla, responsable de universidades en el Ministerio de Instrucción Pública y presidente de la Alianza de Intelectuales para la Defensa de la Cultura, lo que provocó su depuración y exilio, primero a Orán, Marsella y París y después a Bogotá, en donde se incorporó a diversos centros de educación superior –la Universidad Nacional, el Instituto Etnológico Nacional, la Escuela Normal Superior–, aunque también enseñó en otras universidades americanas (Puerto Rico, República Dominicana, Perú, Venezuela y Méjico), antes de su retorno a Valencia en 1953, en donde fue repuesto en su cátedra en 1962, un año antes de su jubilación. Y el también historiador Emili Gómez Nadal, profesor auxiliar de historia en la Facultad de Filosofía y Letras, discípulo de José Deleito, de quien se hablará más adelante, y miembro del Partido Comunista, que se exilió a París en 1939.

Para otros el exilio fue interior. Como el geógrafo Ramón Velasco Pajares, rector durante los dos últimos años de la guerra, quien, a pesar de haberse mantenido en su puesto hasta el último momento y haber traspasado formalmente el gobierno de la universidad a las nuevas autoridades franquistas, fue depurado y expulsado de la misma. Lo mismo ocurrió con el arqueólogo y arabista Luis Gonzalvo París, discípulo de Francisco Codera, formado en la antigua Escuela Superior de Diplomática y miembro del cuerpo facultativo de archiveros, bibliotecarios y arqueólogos, destinado durante muchos años en el Archivo Histórico Nacional, hasta su llegada a la Universidad de Valencia como catedrático de Arqueología. Fue vicerrector –entonces solo había uno, que sustituía al rector en ausencia de éste– entre 1936 y 1937 y dos años más tarde, al terminar la guerra, fue apartado de las aulas por jubilación forzosa. Y una trayectoria similar sufriría también el ya citado José Deleito, de quien nos ocupamos a continuación. (Sobre la represión franquista en la Universidad de Valencia véanse Aura, 2006; Baldó, 1987, 2009a, 2009b, 2011; Mancebo, 2000).

La Facultad de Filosofía y Letras contaba desde 1902 con una sección de ciencias históricas, a la que se habían asignado algunas de las enseñanzas técnicas y prácticas impartidas hasta entonces por la Escuela Superior de Diplomática, en Madrid, disuelta en 1900. A su vez, la sección contaba con seis cátedras: Historia de España, impartida por Antonio de la Torre y del Cerro entre 1911 y 1918 y por Juan de Contreras y López de Ayala, marqués de Lozoya, entre 1923 y 1945, que se convertirían más tarde en dos destacadas personalidades de la universidad franquista; Historia Universal, en la que se sucederían José Villó Ruiz (1867-1908), Francisco Amat Villalba (1909-1918) y José Casado García (1920-1939); Historia universal antigua y media, con un solo profesor, José Deleito Piñuela, entre 1907 y 1939; Historia universal moderna y contemporánea, con Carlos Riba y García (1904-1929) y José Joaquín Baró Comas (1929-1941); Historia de España moderna y contemporánea, con José Puig Boronat (1911-1927) y Lluís Pericot Garcia (1927-1933); y Arqueología, epigrafía y numismática, impartida por el ya citado Luis Gonzalvo París entre 1905 y 1939 (Baldó, 1997). Me detendré solo en tres de ellos. En primer lugar, el prehistoriador y arqueólogo Lluís Pericot Garcia (1899-1978), discípulo de Pere Bosch Gimpera y un científico de gran proyección internacional, que estuvo muy poco tiempo en Valencia, solo siete años, como catedrático de historia de España moderna y contemporánea, a pesar de que su formación y sus intereses científicos se centraban en la prehistoria, antes de trasladarse definitivamente a la Universidad de Barcelona, a la que, tras ser depurado y rehabilitado en 1940, permanecería vinculado hasta su jubilación. Por su parte, la cátedra de historia moderna y contemporánea la había obtenido por oposición en 1904 Carlos Riba García (1872-1949), discípulo de Julián Ribera y Eduardo Ibarra, traductor de diversas obras de historia y él mismo autor de Idea de un Plan general para la enseñanza de la Historia (Valencia, 1910) y del manual Historia de la Edad Contemporánea (Barcelona, 1929). Riba, un historiador partidario de la profesionalización de la disciplina, preocupado por el método y las fuentes, especializado en el reinado de Felipe II, la guerra de la Independencia y la figura de Luis Vives, y que realizó diversas estancias de investigación en Londres, París y Roma, era al mismo tiempo un hombre de ideas conservadoras, católico militante, que colaboró activamente con las autoridades franquistas durante y después de la guerra y fue nombrado decano de la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Zaragoza en febrero de 1939, antes incluso de que acabase la contienda. Ese mismo año colaboraría en el libro Histoire de la révolution nationale espagnole, en defensa del alzamiento contra la República, y al año siguiente en Una poderosa fuerza secreta. La Institución Libre de Enseñanza, una obra representativa del nacionalcatolicismo en la que se desacreditaba la tradición intelectual liberal y que tuvo bastante circulación en la inmediata posguerra (Peiró y Pasamar, 2002; Solanas, 2005).

Finalmente, la cátedra de historia universal antigua y medieval (que tenía acumulada la de historia antigua y medieval de España), la ocupaba desde 1906 José Deleito y Piñuela, discípulo también de Rafael Altamira, como el ya citado Ots i Capdequí, próximo a la Institución Libre de Enseñanza y, por tanto, en las antípodas ideológicas de Carlos Riba. Como éste, también Deleito reflexionaría sobre la enseñanza de la historia (“La enseñanza de la historia en la universidad española y su reforma posible”, discurso de apertura del curso académico 1917-1918 en la Universidad de Valencia), pero desde una posición totalmente opuesta a la de su colega de historia moderna y contemporánea (Ruiz Torres, 2000). A pesar de que enseñaba historia antigua y medieval, su especialidad como investigador era la época de las Austrias, la historiografía y la historia de las universidades, con obras como El declinar de la monarquía española (1928), El Rey se divierte. Recuerdos de hace tres siglos (1935) y La mala vida en la España de Felipe IV (1948). Realizó estancias de formación e investigación en Italia y Francia, en donde conoció a Henri Berr y fue miembro del Centre International de Synthèse Historique (1926). Tradujo la Historia Universal de Ernest Lavisse y colaboró con distintas voces en la Enciclopaedie of the Social Sciences (1933). En 1940 fue depurado y sancionado con la jubilación forzosa, y aunque al año siguiente fue rehabilitado con la mitad del sueldo, fue apartado de la función docente (Peiró y Pasamar, 2002; Gallardo, 1989).

Al terminar la guerra la Universidad de Valencia había quedado completamente desarbolada. Sus mejores profesores y cuadros directivos habían sido expulsados, algunos se habían visto obligados a exiliarse y uno, el rector Peset, había sido fusilado. La situación era particularmente desoladora en la Facultad de Filosofía y Letras, de la que desaparecieron el geógrafo Ramón Velasco, el arqueólogo Luis Gonzalvo y los historiadores José Deleito y Emili Gómez Nadal. El otro historiador, Carlos Riba, aunque franquista, prefirió quedarse en su Zaragoza natal, en donde había sido nombrado decano de la Facultad de Filosofía y Letras en 1939. Junto con las personas, se desvanecieron también, o fueron desnaturalizadas, las iniciativas que habían impulsado y las expectativas de progreso que habían logrado generar. Como el Laboratorio de Arqueología, creado en 1921 a iniciativa del profesor Luis Gonzalvo y organizado en cuatro secciones –Numismática, Prehistoria, Arqueología y Bellas Artes, y Etnografía y Etnología–, que reunía a profesores y estudiantes de la universidad, así como a eruditos locales y arqueólogos aficionados, entre ellos Eliseo Gómez Serrano, profesor de geografía en la Escuela Normal de Alicante, que sería fusilado en 1939; su hermano –por parte de padre– Emili Gómez Nadal, que ejercía de secretario del Laboratorio; y los profesores Juan de Contreras, marqués de Lozoya, Felip Mateu i Llopis y Olimpia Arocena, la primera mujer en ser contratada como profesora en la Universidad de Valencia. Los miembros del Laboratorio de Arqueología se caracterizaban también por su proximidad al valencianismo cultural e incluso político, y mientras algunos de ellos impulsarían la fundación en 1930 de Acció Cultural Valenciana, la mayoría se adscribirían a las secciones histórico-arqueológica y filológica del Institut d’Estudis Valencians, creado en 1937, en plena guerra, siguiendo el modelo del Institut d’Estudis Catalans, y presidido por el rector de la universidad, José Puche Álvarez.

En los años treinta, durante la República y la Guerra Civil, que cubren toda la década, la universidad y la sociedad valencianas vivieron una gran efervescencia cultural y política, que se tradujo también en un renovado interés por la historia, la cultura y la lengua del país y en un incremento y consolidación, tanto a nivel popular como académico, de las reivindicaciones valencianistas. Desde la Renaixença, en la segunda mitad del siglo XIX, hasta el final de la Dictadura de Primo de Rivera en 1930, tanto el renacimiento del catalán como lengua literaria, como el estudio de la historia y la cultura valencianas habían interesado sobre todo a próceres locales, a algunas personalidades destacadas de ideología conservadora y con conexiones directas con el gobierno de la ciudad y el de la provincia, aunque también había habido una tradición literaria popular y republicana, en la que llegó a integrarse al principio el mismo Vicente Blasco Ibáñez, cuyas primeras obras aparecieron publicadas en catalán. Algunos de estos eruditos conservadores, como el marqués de Cruïlles o Luis Tramoyeres, asustados ante el empuje y la fuerza creciente del movimiento obrero, encontraron en los gremios medievales la alternativa a los sindicatos de clase (Salvador, 1883; Tramoyeres, 1889). Otros, mucho más rigurosos, como los canónigos Roc Chabàs y Josep Sanchis Sivera, contribuyeron con sus propias obras y, en el caso del primero, a través de la revista El Archivo, que fundó, dirigió y publicó entre 1886 y 1893, a difundir los principios metodológicos de las nuevas corrientes historiográficas europeas, en particular el historicismo alemán. Y otros se contentaban con cantar la exuberancia floral y frutícola de la huerta valenciana y con añorar las viejas glorias medievales del reino, siempre que, eso sí, no pusieran en peligro el bien supremo de la unidad nacional. Como sentenciaba el patriarca de la Renaixença valenciana, Teodor Llorente, en su reprimenda a los poetas de Cataluña por sus pretensiones políticas, “Mes no vullgau que tornen de nou los antics segles, puix morts están per sempre los Jaumes y Borrells… Dels venerables sepulcres no remogam les cendres, deixem dins d’ells l’espasa, que el temps ya rovellá”2 (Llorente, 1864).

Y aunque en las primeras décadas del siglo XX había comenzado a desarrollarse también un valencianismo político que se miraba en el ejemplo catalán y que, como éste, extendía su espectro desde sectores burgueses conservadores y liberales a otros de raigambre más popular, progresistas y republicanos, la cultura histórica, académica o amateur, seguía siendo cosa de nobles, burgueses y eclesiásticos. A imitación del Institut d’Estudis Catalans, fundado el 1907, se creó en 1915 el Centre de Cultura Valenciana, impulsado entre otros por el erudito y político conservador Josep Martínez Aloy, por entonces presidente de la Diputación Provincial, que reunía a estudiosos de las diferentes materias, organizados en secciones especializadas (entre ellas, historia y arqueología) y que en 1928 empezó a publicar la revista Anales del Centro de Cultura Valenciana, dirigida por el ya citado canónigo Josep Sanchis Sivera. En ella colaborarían autores de preparación historiográfica y orientación ideológica muy diversa, desde progresistas y republicanos a católicos, conservadores y simpatizantes del fascismo. Dos años antes, en 1926, había empezado ya a publicarse Cultura Valenciana, revista trimestral de la Academia Valencianista del “Centro Escolar y Mercantil” –una fundación jesuita–, cuyo redactor jefe y presidente de la Academia, el estudiante de derecho Joan Beneyto Pérez, que se doctoraría más tarde en Bolonia y ampliaría estudios en Friburgo, Múnich y Berlín, publicaría poco después Nacionalsocialismo, una obra que exaltaba el Tercer Reich, el mismo año (1934) en que también veía la luz su Iniciació a la història del dret valencià, y El nuevo Estado español (1939), en el que defendía el nacionalsocialismo como modelo de gobierno para el nuevo régimen del general Franco.

Con la llegada de la República llegaría también la primera generación de escritores e historiadores valencianistas de formación universitaria, la llamada generación de 1930, muchos de cuyos miembros habían participado en los años anteriores en las actividades del Laboratorio de Arqueología de la universidad o habían colaborado en las ya citadas revistas culturales Anales de Cultura Valenciana y Cultura Valenciana, así como en el Boletín de la Sociedad Castellonense de Cultura, o en otras de carácter más literario como Taula de Lletres Valencianes (1927-1930) o político como Acció Valenciana (1930-1931), órgano de expresión de la entidad valencianista Acció Cultural Valenciana. Esta última había sido impulsada por un grupo de estudiantes y licenciados universitarios, entre los que destacaban el ya citado historiador del derecho Joan Beneyto Pérez, el medievalista y numismático Felip Mateu i Llopis, primer director de la revista, el también medievalista Lluís Querol Rosso, que sucedió al anterior en el cargo de director, el historiador Vicent Genovés i Amorós, el erudito Francesc Carreres de Calatayud, licenciado en derecho y doctor en filosofía y letras, el filólogo e historiador Manuel Sanchis Guarner, el historiador Emili Gómez Nadal, el también historiador y profesor de historia del arte Antoni Igual i Úbeda, Joan M. Grima i Reig, licenciado en filosofía y letras, sección de historia, y Jesús S. Tolsà, los cinco primeros de tendencia conservadora y los cinco últimos de simpatías republicanas e izquierdistas. Todos ellos compartían, como acabamos de ver, la condición de historiadores, formados –excepto Beneyto, que lo era del derecho– en la sección de ciencias históricas de la facultad de filosofía y letras. Además, muchos de ellos habían accedido a la docencia universitaria a finales de los años veinte o principios de los treinta. Querol fue profesor ayudante de la cátedra de Geografía Política y Descriptiva durante el curso 1924-1925 y profesor auxiliar adscrito a la cátedra de Prehistoria e Historia Antigua y Media Universal y de España entre 1930 y 1932, además de profesor encargado de la cátedra de Historia General de la Cultura (de nueva creación) en la facultad de derecho, durante el curso 1931-1932, obteniendo finalmente una plaza de catedrático en el instituto de Figueres, en Cataluña, en 1932. Genovés, por su parte, fue profesor ayudante de Historia de la Cultura en la Facultad de Filosofía y Letras durante el curso 1932-1933, aunque, como en el caso de Querol, su trayectoria docente se encauzaría en la enseñanza secundaria y en 1933 obtendría plaza en el instituto de Elx. Ese mismo año Grima Reig iniciaba su periplo en la segunda enseñanza como profesor de Geografía e Historia en el instituto de Yecla. Igual i Úbeda, profesor auxiliar de la cátedra de Historia del Arte, acabaría encaminándose también a la enseñanza media. Gómez Nadal, además de secretario del Laboratorio de Arqueología, era desde 1930 profesor auxiliar de Historia Antigua e Historia de América, y se mantuvo vinculado a la universidad hasta su exilio en 1939. Finalmente, Mateu i Llopis había ingresado en 1930 en el cuerpo facultativo de archiveros, bibliotecarios y arqueólogos, y tras una breve temporada en la sección de numismática del Museo Arqueológico Nacional, en Madrid, tomó posesión ese mismo año del cargo de director del Museo Arqueológico y de la Biblioteca Provincial de Tarragona.

Aunque era mucho lo que les unía –su formación universitaria, su condición de docentes y de historiadores y su voluntad de modernización y de confluir unitariamente en un valencianismo catalanista por encima de las diferencias políticas e ideológicas–, cada vez era más lo que les separaba, a medida que se radicalizaba en España el antagonismo entre derechas e izquierdas. En los dos ejemplos extremos, y más interesantes desde el punto de vista historiográfico, Beneyto Pérez terminaría simpatizando con el fascismo y el nazismo y sumándose a la rebelión de Franco y sus generales y Gómez Nadal, tras su acercamiento al marxismo durante su estancia en París en el curso 1933-1934, incorporarse a la Unión de Escritores y Artistas Proletarios a su vuelta a Valencia y colaborar en revistas comunistas, incluidas Nueva Cultura y Verdad, órgano del PCE en la capital valenciana, se afiliaría al Partido Comunista en febrero de 1936, pocos meses antes del estallido de la guerra civil, y ocuparía cargos de responsabilidad en la universidad y el gobierno republicano (Sobre Gómez Nadal, véase la reciente biografía de Muñoz, 2021). El valencianismo marxista –o el marxismo valencianista– de Emili Gómez Nadal es la mejor muestra de adonde había llegado una parte, la más progresista, de la intelectualidad valenciana, y en particular de la nueva generación de historiadores de formación y vinculación universitaria, en los años de la Segunda República. Un desarrollo que se vería frustrado, cortado de raíz, por el triunfo de la rebelión militar y la represión y el exilio de sus impulsores, pero que sería retomado décadas después, en los años sesenta y setenta, de nuevo en el seno de la universidad y en el marco de la oposición antifranquista.

En las páginas anteriores he querido trazar la trayectoria de las sucesivas generaciones de historiadores anteriores a la guerra civil tanto para recalcar el paso del amateurismo a la profesionalización –de los próceres eruditos y autodidactas de las primeras décadas del siglo XX a los jóvenes profesores de formación académica y vinculados profesionalmente a la docencia universitaria o secundaria en los años treinta– y su evolución intelectual, historiográfica e ideológica, como para apreciar mejor lo mucho que se perdió en 1939, con su eliminación y expeditiva sustitución por otros profesores adictos al nuevo régimen, llegados en su mayoría de fuera del territorio valenciano y con otra concepción de la historia y, en particular, de la historia de España. Con el triunfo de los sublevados y la ocupación franquista de la universidad no se volvió simplemente a la situación anterior, revirtiendo la deriva progresista de los años republicanos, sino que se instauró un régimen dictatorial y totalitario, sin precedentes hasta entonces –ni siquiera durante la Dictadura de Primo de Rivera en los años veinte– y muy próximo, al menos en sus primeros años, al fascismo italiano y el nacionalsocialismo alemán. Antes de la guerra había habido historiadores conservadores, sobre todo entre los eruditos eclesiásticos y burgueses, e incluso católicos militantes, entre las generaciones más jóvenes, vinculados a organizaciones y sindicatos estudiantiles confesionales. Pero aunque los siguió habiendo después de 1939, muchos de ellos y, desde luego, los que ocupaban las cátedras y los puestos directivos en la universidad, habían abrazado la fe falangista y habían sido recompensados con cargos prominentes en la jerarquía del partido único y en la administración pública del régimen franquista, que ellos agradecían con muestras vehementes de entusiasta e inquebrantable lealtad. Baste decir que la lección de apertura del curso académico 1939-1940 en la Universidad de Valencia, a los pocos meses de haber terminado la guerra, pronunciada por el nuevo decano de Filosofía y Letras, Francisco Alcayde Vilar, un antiguo valencianista de militancia católica en su juventud y uno de los que ocuparon la universidad en nombre de las nuevas autoridades franquistas días antes incluso de que concluyese la contienda, llevaba por título “El concepto de nación según José Antonio” (el fundador de Falange y el más importante de los mártires del régimen, el Ausente, cuyo retrato presidía, junto con el de Franco, los despachos oficiales, los espacios públicos, las salas de cine y las aulas de las escuelas y las universidades).

Tras la guerra la misión de la universidad ya no podía seguir siendo la misma. No bastaba con deshacer lo que había hecho la República ni con volver al sistema educativo clasista de la época anterior a ésta. Había que superar “de una vez y para siempre” los extravíos de la lucha de clases, la democracia, el pluripartidismo, el parlamentarismo, el liberalismo, la diversidad cultural… Había que construir una “nueva España”, un “nuevo Estado”, caracterizado por la contrarrevolución, el antiliberalismo y el totalitarismo. Había que retornar a las “esencias”, unas “esencias” que combinaban la tradición integrista con el corporativismo fascista. Esta fascistización del sistema educativo, denominada por sus propios impulsores como nacionalcatolicismo, fue, en opinión de Marc Baldó, de quien tomo parte de las consideraciones anteriores, la gran novedad del franquismo (Baldó, 1997: 77). El propio Franco dejaba meridianamente claro lo que se esperaba de la universidad en el discurso que pronunció el 12 de octubre de 1943, día de la Hispanidad, en el acto de inauguración de la Ciudad Universitaria de Madrid y de apertura del curso académico: “alumbrar hijos y alimentarlos espiritualmente para la Patria”.

Pero la Universidad no es sólo un conjunto más o menos bello de edificios modernos, dotados de los medios didácticos y de los instrumentos necesarios para el trabajo y el estudio. La Universidad es “alma máter”. Y mal puede llenar esta augusta misión maternal de alumbrar hijos y alimentarlos espiritualmente para la Patria si no posee, ante todo, un claro concepto de su deber y un entusiasmo fervoroso para cumplirlo. Importaba a nuestro Estado no sólo mejorar y robustecer el cuerpo universitario, sino vivificar el alma, infundir un espíritu, crear un nuevo ser en el que encarnara el sentido cristiano de la vida y el concepto supremo de servicio a los destinos de nuestra Historia, que forman la entraña de nuestro Movimiento (Franco, 1943)

La nueva misión de la universidad casaba muy bien con el antiintelectualismo y el rencor que profesaba el nuevo régimen a los maestros y profesores republicanos, a quienes acusaba de haber sembrado las semillas de la discordia que habían llevado a la revolución y la guerra. “Los individuos que integran esas hordas revolucionarias, cuyos desmanes tanto espanto causan, son sencillamente los hijos espirituales de catedráticos y profesores que, a través de instituciones como la llamada Libre de Enseñanza, forjaron generaciones incrédulas y anárquicas” (orden de 7 de diciembre de 1936, citada por Baldó, 1997:79). En consecuencia, había que extirparlos, apartarlos de la universidad. En la de Valencia fueron depurados el 22 % de sus profesores (Baldó, 1997:79), a algunos de los cuales, en particular a los de historia e historia del derecho, ya me he referido anteriormente. Sus puestos fueron ocupados inmediatamente por incondicionales fervorosos del nuevo régimen, más allá de toda sospecha.

Entre los primeros en llegar, los medievalistas Manuel Ballesteros Gaibrois y Alfonso García Gallo, el primero a la facultad de filosofía y letras y el segundo a la de derecho. Ambos habían nacido en 1911, por lo que cuando obtuvieron la plaza de catedrático en Valencia –el 18 de noviembre y el 6 de agosto de 1940, respectivamente–, tenían 29 años. Pero les avalaban ya abundantes méritos, tanto académicos como extraacadémicos, que ambos no dudaron en esgrimir en sus oposiciones, las primeras celebradas tras la guerra. Ballesteros, flamante catedrático de Historia Antigua y Media de España, procedía de una familia de historiadores de especial significación conservadora. Su padre, Antonio Ballesteros Beretta, conde de Beretta, catedrático de Historia de España y de Historia de América en la Universidad de Madrid, era miembro de la Real Academia de la Historia y, tras la guerra, fue nombrado director del Instituto Gonzalo Fernández de Oviedo (del Consejo Superior de Investigaciones Científicas) y de la Revista de Indias, y formaba parte del tribunal de aquellas primeras oposiciones a cátedras de historia, del que tuvo que dimitir al presentarse su hijo. Y su madre, Mercedes Gaibrois Riaño, historiadora especializada en la Edad Media, aunque con trabajos también sobre la historia de América, fue la primera mujer en ingresar en la Real Academia de la Historia, de la que fue bibliotecaria perpetua, en sucesión de su marido. El novel catedrático, Ballesteros Gaibrois, pertenecía al cuerpo de archivos, bibliotecas y museos, había sido profesor ayudante en la Universidad Central y de segunda enseñanza en institutos de Madrid y Burgos, había sido pensionado para ampliar estudios en Berlín y París, contaba con más de una treintena de publicaciones, la mayoría de tema americanista, y en el momento de la oposición –curso 1939-40, el primero tras la guerra– era profesor de cátedra de Historia Universal y de España en Madrid. En su favor también alegaba méritos patrióticos y políticos, como haber sido voluntario en diferentes frentes de guerra, colaborador de la jefatura nacional de prensa y propaganda de Falange desde su fundación y director de los periódicos Nacional-sindicalismo de Burgos, Alerta y Nacional-sindicalismo de Santander, entre otros muchos. “Con todo esto –aparte de ser hijo de Ballesteros Beretta–”, concluyen Yolanda Blasco y María Fernanda Mancebo, “era lógico que obtuviera la cátedra” (Blasco y Mancebo, 2009).

Por su parte, García Gallo, de una familia de tradición castrense y académica, que era ya catedrático de Historia del Derecho en la Universidad de Murcia, además de secretario del Anuario de Historia del Derecho Español, colaborador del Instituto de Estudios Políticos y autor de un Manual de Historia del Derecho Español que se utilizaba en casi todas las universidades españolas, había alegado durante la oposición haber “sufrido persecuciones durante el dominio marxista, habiendo estado encarcelado seis meses y sido destituido con fecha 1 de septiembre de 1936”. García Gallo, que ya al año siguiente, en 1941, había intentado trasladarse a Madrid, aunque no lo consiguió ante los abrumadores servicios prestados al Nuevo Estado por su contrincante, lo lograría finalmente en 1944, al obtener la cátedra de doctorado de Historia de las instituciones políticas y civiles de América en la Universidad Central (Martínez Neira, 2003). En total, estuvo menos de cinco años en Valencia. Cabe señalar, para completar la recomposición del panorama académico en los primeros años del franquismo, que el mismo año (1940) en que llegaron a Valencia Ballesteros Gaibrois y García Gallo, Beneyto Pérez, el antiguo valencianista católico que había terminado aproximándose al fascismo y ocupando cargos políticos en el nuevo régimen –entre otros, la Dirección General de Inspección de Libros, es decir, la censura, en donde tuvo como colaborador al futuro premio Nobel Camilo José Cela, y la Dirección General de Prensa–, obtuvo la cátedra de Historia del Derecho en la Universidad de Salamanca. Tenía entonces 33 años.

La historia que se enseñaba y se escribía en aquellos primeros años cuarenta, en la inmediata posguerra, dentro y fuera de las aulas, tenía como principal objetivo la legitimación del Nuevo Estado y de sus valores políticos e ideológicos. Para ello no solo había que impugnar lo que se había hecho, dicho y escrito durante la República, sino también ensalzar continuamente al nuevo régimen –no hacerlo podía resultar sospechoso y tener consecuencias–, parangonarlo con los mejores ejemplos del pasado nacional y presentarlo como el heredero legítimo, y su viva continuación, de la historia de España. En septiembre de 1939, cuando se cumplían los 701 años de la conquista de Valencia, las nuevas autoridades civiles y académicas quisieron celebrar el séptimo centenario, que no se había podido conmemorar debidamente el año anterior por la guerra y el dominio rojo, con un ciclo de conferencias en el que algunos de los intervinientes no tuvieron ningún rubor en glosar la reciente “liberación” de Valencia como una venturosa reedición de las gestas de Jaime I, cuyas tropas cristianas habían liberado a la capital valenciana de los moros, del mismo modo que los nacionales del general Franco –o del general Aranda, el militar que ocupó la ciudad– la habían recobrado de los rojos3 (Belenguer, 1984). De manera aún más explícita, se expresaba en estos términos el autor de una reseña del acto de toma de posesión de la cátedra de Historia Universal Moderna Contemporánea de la Universidad de Valencia por parte de Rafael Calvo Serer –presidente en 1935 de la Federación Regional de Estudiantes Católicos y miembro, desde el año siguiente, del Opus Dei, del que llegaría a ser una de sus principales cabezas–, que la había obtenido en junio de 1942, a los 26 años: “en las aulas universitarias cúpole en momentos difíciles para la Patria enarbolar la bandera de la sana intransigencia frente a la incomprensión y a la mala fe de los que utilizaban la cátedra para una labor contraria a nuestra Historia, y mantuvo la viril posición del español consciente y digno que, con sentido estricto del patriotismo, se consagra a la exaltación constante de nuestros valores eternos” (citado por Ardit, 1997:103). A decir de Manuel Ardit, de quien la tomo, la cita recoge bien a las claras el nacionalcatolicismo y algunos de los motivos recurrentes de la interpretación falangista de la historia española que impregnaban la producción historiográfica del momento. La propia revista en la que se publicó la reseña, Saitabi, en su primer número (1940) –antes de que pasase a depender de la Facultad de Filosofía y Letras y ser dirigida por Ballesteros Gaibrois–, se imponía como “único norte” el “procurar y registrar la captación pura de la verdad para ponerla al servicio de Dios y del renacimiento de la España Imperial, bajo el signo ejemplar del Caudillo”.

Precisamente la exaltación del pasado imperial constituía otra de las señas de identidad de la historiografía franquista de los años cuarenta, años en los que la docencia de la historia estuvo en manos de Ballesteros Gaibrois, Calvo Serer y Álvarez Rubiano en la Facultad de Filosofía y Letras y García Gallo en la Facultad de Derecho.4 Tenemos dos buenos ejemplos de ello en el libro de Demetrio Ramos Pérez –discípulo de Antonio Ballesteros y por entonces un joven (25 años) catedrático de instituto y militante de Falange Española, y más tarde catedrático de Historia de América en diversas universidades y miembro de la Real Academia de la Historia–, Historia del Imperio (1943), y en el discurso de apertura del curso académico 1943-1944 en la Universidad de Valencia por Manuel Ballesteros Gaibrois. En la reseña del libro de Ramos publicada en Saitabi se señalaba que el autor centraba su atención en los artífices del Imperio, “nuestros Reyes Católicos, Carlos I y, en América, esa pléyade de héroes entre los que aun los de segunda fila enorgullecerían a muchas naciones”; que “el análisis ingrato, y un tanto morboso y derrotista, de la decadencia, se desarrolla rápido: interesa más lo que exalta que las visiones deprimentes”, fundamentando “los derechos de Conquista que pueda exhibir España: el derecho de ocupación de tierras vacantes; la misión evangelizadora encomendada por los Papas; la tarea de corregir el atraso cultural indígena; el derecho del primer descubridor; incluso la voluntad popular que puso en muchos casos a los indios de parte de los españoles” (Ardit, 1997: 110).

Por su parte, el discurso de Ballesteros versaba sobre “Valencia y los Reyes Católicos (1479-1483)”. Aunque el autor reconocía que, al recibir tan honroso encargo, había estado dudando entre “o buscar materia en mis estudios de índole americana e imperial, o reducirme a los límites de una investigación local, de ambición mucho más reducida y de resonancia, por ello, mucho menor en el campo de las ciencias históricas”, finalmente “la Providencia me sugirió uno en que ambos objetivos quedaban completamente cumplidos: Valencia y los Reyes Católicos”. Al fin y al cabo, era la época en la que se había consumado la unidad española, recientemente amenazada por los separatistas.

Creo sinceramente que nada hay de más aleccionador que la visión de aquellos tiempos en que se realizó la unidad definitiva de España, unidad tan cuajada en el sentir de todos, que sin necesidad de violencias, sin resistencia por reinos que tenían fueros propios, fue constituida con el entusiasmo unánime (citado por Guinot, 1997: 122).

Quizá ello explique el cierto recelo con el que se miraba la historia regional, siempre sospechosa, y el que los historiadores académicos se abstuvieran de practicarla, si no era, como en el discurso de Ballesteros, para ponerla directamente al servicio de la España unitaria e imperial de la historiografía franquista. Lo que no significa que no se tolerase e incluso se instrumentalizase a las instituciones y publicaciones del valencianismo más tradicional, arcaizante y reaccionario. A fin de cuentas, la inocua exaltación de las glorias regionales y la recreación de una Edad Media dorada, que nutrían de originales a las revistas de historia y cultura valencianas, se conciliaban perfectamente con los fundamentos ideológicos del régimen (Furió, 1992). Quedaba establecida así una división entre la historia académica, la que catedráticos y profesores elaboraban en la universidad en torno a los grandes temas tan caros al franquismo (la España imperial y América, sobre todo) y la que notables y eruditos locales, sin vinculación universitaria, escribían sobre cuestiones puntuales de la historia valenciana, abordadas a menudo de manera anecdótica y superficial.

Se trataba, además, de una historia en la que estaba ausente la época contemporánea. No solo porque la Edad Media y los primeros tiempos modernos se percibiesen más afines, con la Reconquista, la unidad nacional y el Imperio, sino porque los contemporáneos resultaban demasiado perturbadores, con la sucesión de “convulsiones”, “inestabilidades” y “revoluciones”. Quedaban demasiado cerca y era más prudente dejarlos en manos de los ideólogos y politólogos del régimen. Tampoco era pensable otra historia que no fuese la política, porque la social y la económica, y con ellas el estudio de los grupos y los movimientos sociales, se asociaban inmediatamente con ideologías subversivas, con el marxismo. Más allá de una historia fuertemente ideologizada solo había espacio para una producción historiográfica erudita y positivista, gris, lo que ya era mucho para aquellos tiempos (Aguado, 1997; Ardit, 1997).

Renovaciones, 1950-1970.
Primeros intentos, alcances y limitaciones

Precisamente la renovación que caracterizará al periodo siguiente vendrá con la profundización en esta historia positivista basada en el trabajo de archivo y la exégesis de los documentos, y no se producirá de golpe, súbitamente, sino poco a poco, a medida que el régimen se consolidaba, la universidad se desideologizaba –no mucho, es verdad– y los historiadores comenzaban a abrirse a otras corrientes y a mirar hacia el exterior. Jalones de esa renovación, todavía muy tímida al principio, fueron la llegada de jóvenes catedráticos no tan vinculados con el régimen como los de la generación anterior y los nuevos aires que supieron imprimir enseguida a los estudios históricos y a la propia institución académica. Me refiero fundamentalmente a Josep Maria Font Rius, discípulo de Luis García de Valdeavellano –el cual lo era a su vez de Claudio Sánchez Albornoz– y de Ramon d’Abadal, que ocupó la cátedra de Historia del Derecho entre 1949 y 1954; y, sobre todo, a José María Jover Zamora, catedrático de Historia Universal Moderna y Contemporánea entre 1949 y 1963; a los que se unirían más tarde, en 1958 y 1959, respectivamente, el medievalista Antonio Ubieto, discípulo de José María Lacarra, y el modernista Joan Reglà, discípulo de Jaume Vicens Vives.

Inicialmente, la influencia más renovadora fue la de Jover, que llegó a Valencia en 1950 y al año siguiente impartía en el Ateneo de Madrid la conferencia “Conciencia burguesa y conciencia obrera en la España contemporánea”, de título impensable unos pocos años antes. En ella y en otros escritos de la época el joven contemporaneista no solo se distanciaba de los temas y las referencias ideológicas de la historia oficial de los años cuarenta, sino que abogaba por la necesidad de una historia “integral”, no solo política, sino también económica, social y cultural, como elementos que había que interrelacionar en el conjunto del proceso histórico (Aguado, 1997:100). Por su parte, con Ubieto como catedrático de Historia de España Antigua y Medieval –la otra cátedra, la de Historia Universal Antigua y Medieval la ocupaba desde el curso 1949-50 el arqueólogo y prehistoriador Julián San Valero Aparisi– se profundizó el divorcio entre la historia que se hacía en la universidad –básicamente historia política sobre Navarra y Aragón en la Alta Edad Media– y la que se producía en los aledaños o en las afueras de la academia, dedicada a temas valencianos. En los aledaños estaba ciertamente la Escuela de Estudios Medievales, creada en 1942 en el seno del Consejo Superior de Investigaciones Científicas y dirigida inicialmente por Manuel Ballesteros y Alfonso García Gallo, ambos catedráticos en la universidad. Y por las afueras me refiero a los centros y revistas –en particular los Anales del Centro de Cultura Valenciana y el Boletín de la Sociedad Castellonense de Cultura– en donde seguían publicando sus trabajos cultos próceres y plácidos cronistas municipales.5

En la Escuela de Estudios Medievales, en estrecha conexión con el Instituto Valenciano de Estudios Históricos –la sección de historia de la Institución Alfonso el Magnánimo, creada el 1947 por la Diputación Provincial de Valencia–, confluían profesores de la facultad de historia, en su mayoría ayudantes (Miguel Gual Camarena, Leopoldo Piles, Josep Camarena, Álvaro Santamaría, Francisco Roca Traver), y archiveros (Manuel Dualde, director del Archivo General de Valencia y secretario de la Escuela, Francisco Sevillano, Amparo Pérez. Vicenta Cortés). Se trataba de una nueva generación todavía muy joven y menos marcada por la guerra, con una buena preparación metodológica en el uso de la documentación y las referencias bibliográficas pertinentes y una preferencia por los estudios jurídicos e institucionales –aunque ya empezaban a asomar los temas de historia social y económica–, que rompía también con el localismo editorial al publicar sus trabajos en revistas especializadas de Madrid, Barcelona e incluso en los Cuadernos de Historia de España de Buenos Aires. Entre los temas más recurrentes destacan la edición y estudio de los Furs de Valencia, el código legal valenciano vigente del siglo XIII a principios del XVIII, las instituciones valencianas, las minorías religiosas (mudéjares y judíos), acontecimientos de especial significación para la historia de la Corona de Aragón, como las guerras de Cerdeña o el Compromiso de Caspe, pero también la demografía, el comercio, la esclavitud bajomedieval… (Furió, 1992; Guinot, 1997).

Ni la Escuela de Estudios Medievales, de la que era secretario, ni el Instituto Valenciano de Estudios Históricos, del que era director, sobrevivirían mucho tiempo a la muerte prematura, a los cuarenta años, de Manuel Dualde en 1955 y a la dispersión de sus antiguos miembros por distintos archivos y universidades de la geografía española. Con la llegada de Antonio Ubieto en 1958 el medievalismo se “profesionalizaba” en la universidad, a la vez que se agrandaba, como ya he apuntado anteriormente, la distancia con la historia fósil y residual practicada en los ambientes regionalistas. Una fractura que se consumaba también en términos geográficos y cronológicos, al sustituir como observatorio el marco local –el reino de Valencia en la Baja Edad Media– por la historia de Navarra y Aragón en la Alta Edad Media, que era el tema de estudio del propio Ubieto y hacia el que encauzó los trabajos y en particular las tesis de licenciatura y de doctorado de sus jóvenes discípulos valencianos en los años sesenta.

Aunque no en el ámbito del medievalismo, los sesenta son los años de la gran renovación historiográfica en la Universidad de Valencia. Coincidieron en ello muchos factores, tanto académicos como políticos, culturales y socioeconómicos. Con la entrada en la ONU en 1955 y, sobre todo, el llamado Plan de Estabilización de 1959, que ponían fin, respectivamente, al aislamiento político exterior y a veinte años de autarquía, se abrían las puertas al desarrollo económico y las transformaciones sociales de la década de los sesenta, caracterizados por la mecanización del campo, la industrialización, el éxodo del campo a la ciudad, la emigración, el impacto del turismo, el auge de la construcción y el incremento en general del sector terciario. También creció exponencialmente el número de estudiantes que podían acceder a la enseñanza media y superior. Los institutos y, sobre todo, la universidad ya no eran el coto cerrado de los vástagos de familias pudientes y vencedores de la guerra, sino que acogían también, por primera vez, a los hijos de las clases medias y trabajadoras. En la Universidad de Valencia el número de alumnos matriculados había pasado de los 2.762 en el curso 1940-41 y los 3.009 de 1950-51 a los 7.479 del año 1966-67 y los 11.370 de 1968-69 (Furió, 2021a:101). España estaba cambiando aceleradamente. También en el terreno político, en donde, por una parte, el Opus Dei, fortalecido por el éxito del Plan de Estabilización, había ganado la batalla a los falangistas y los había sustituido en la dirección del régimen, imprimiendo a la gestión gubernamental un carácter más tecnócrata y contemporizador que ideológico e intransigente; y, por otra, crecía y se intensificaba la oposición antifranquista, tanto en las fábricas y las calles como en la propia universidad, de donde serían expulsados numerosos profesores y estudiantes, algunos de los cuales terminarían encarcelados e incluso asesinados. El régimen cambiaba de máscara, para resultar más aceptable interna y externamente, pero no renunciaba a las prácticas represivas que lo habían alumbrado y prolongaban su supervivencia.

En este contexto de relativa apertura y tolerancia también la universidad se abría y se mostraba receptiva a las influencias culturales y las nuevas corrientes de pensamiento que llegaban del exterior. En el campo de la historiografía estas influencias venían fundamentalmente del marxismo y de la escuela francesa de los Annales. Hasta los años cincuenta si alguna historiografía había influido sobre la española había sido la alemana. Los dos manuales de referencia eran la Introducción al estudio de la historia de Ernst Bernheim, publicado en 1937, y el libro de título homónimo de Wilhelm Bauer, traducido por Luis García de Valdeavellano y aparecido en 1944, cuyas ediciones originales remontaban a 1905 y 1928, respectivamente. La Introduction aux études historiques de Charles-Victor Langlois y Charles Seignobos, si acaso, había que leerla en francés (1898). Como es bien sabido, todo empezaría a cambiar con el IX Congreso Internacional de Ciencias Históricas celebrado en París en 1950, al que asistió una nutrida representación española, entre la que destacaba la figura de Jaume Vicens Vives. También estuvo presente, aunque su participación pasó más desapercibida, Pablo Álvarez Rubiano, por entonces catedrático de Historia de España Moderna y Contemporánea en la Universidad de Valencia.

El congreso de París supuso un antes y un después no solo en la obra de Vicens Vives, sino en el rumbo de la historiografía catalana y española. La historia política, dominante hasta entonces en sus trabajos –su propia tesis doctoral, Ferran II i la ciutat de Barcelona, 1479-1516, leída en febrero de 1936, pocos meses antes del estallido de la guerra, trataba sobre las relaciones entre el rey católico y la capital catalana, y tras la contienda, se había embarullado en lo que él consideraba una nueva y prometedora disciplina, la geopolítica, a la que dedicó dos libros, España: geopolítica del Estado y del Imperio (1940) y Tratado general de Geopolítica (1950)–, cedió el paso a la historia social y económica, por influencia directa de la escuela de los Annales y de su principal impulsor, Fernand Braudel, cuya obra sobre el Mediterráneo, la más emblemática de la escuela, había leído y reseñado antes incluso de ir a París.6 Vicens Vives solo vivió diez años más –murió en 1960, a los cincuenta años–, pero en ese breve periodo de tiempo fue capaz de producir una obra notabilísima, tanto personal como colectiva –en particular, la Aproximación a la historia de España (1952), la Historia social y económica de España (1957-1959), en cinco volúmenes y con varios autores, y el Manual de Historia económica de España (1959), escrito junto con Jordi Nadal–, de crear una sólida e influyente escuela, cuyos miembros se repartirían por diversas universidades españolas, y de dejar una marcada y fecunda impronta en la historiografía peninsular. A Valencia llegarían cuatro de ellos –el ya citado Joan Reglà, que estuvo en ella trece años, entre 1959 y 1972, Emili Giralt (1965-71), Jordi Nadal (1968-69) y Josep Fontana (1974-76)–, repartidos entre las facultades de filosofía y letras y ciencias económicas, que contribuirían significativamente a la renovación historiográfica de los años sesenta y setenta. Ellos y sus discípulos serían, junto con Joan Fuster, los maestros de mi generación.

El cambio de orientación había empezado ya a finales de los cincuenta, con Jover, Reglà y, en menor medida, Ubieto, autores los tres de una Introducción a la Historia de España (publicada en 1963 por la editorial Teide, fundada por Vicens Vives), un manual que conocería muchas reediciones (e incluso adiciones, con un nuevo capítulo sobre “Nuestro tiempo”, 1931-1963, a cargo de Carlos Seco, entonces catedrático en la Universidad de Barcelona) y que no tardó en convertirse en el mejor exponente de la renovación historiográfica en curso, uno de cuyos principales epicentros, si no el más importante, se situaba en la Universidad de Valencia, en donde eran profesores los tres autores. Reglà, uno de los primeros discípulos de Vicens Vives, del que lo separaban solo siete años, y al igual que éste, se había iniciado como medievalista y su tesis doctoral (1948), dirigida por Felip Mateu i Llopis, fue publicada en 1951 bajo el título de Francia, la Corona de Aragón y la frontera pirenaica: la lucha por el Valle de Arán (siglos XIII-XIV). Pero muy pronto, desde el curso 1951-52, pasó a ser profesor ayudante de Historia Moderna y Contemporánea en la Universidad de Barcelona, junto a Vicens, y reorientó su actividad investigadora hacia esta especialidad, por la que obtuvo en 1959 una cátedra en la Universidad de Santiago de Compostela y, poco después, en ese mismo año y por concurso de traslado, en la Universidad de Valencia. En Valencia estuvo trece años, en los que su magisterio y su dirección fueron determinantes en la formación de las nuevas generaciones de historiadores y en la orientación de su actividad investigadora, en particular sus tesis doctorales, primero desde su cátedra de Historia Moderna y Contemporánea y, desde el curso 1969-70, centrando su dedicación en la época moderna, de acuerdo con la recalificación de las cátedras.

Pero Reglà, que fue también decano de la facultad de filosofía y letras (1961-1964) y que el 1972 fundaría la revista Estudis, una de las más respetadas del panorama historiográfico de su época, tenía una visión global de la historia que no entendía, o al menos no quería verse coartado por ello, de fronteras cronológicas, como muestran tanto sus reflexiones sobre la disciplina –Comprendre el món (1967), traducido y ampliado como Introducción a la Historia (1970)–, como sus obras de síntesis y sus trabajos de investigación. Entre las primeras destacan sobre todo la Aproximació a la història del País Valencià (1968) y el tercer volumen, el dedicado a la edad moderna, de la Història del País Valencià (1975), en las que desarrollaba sus apreciaciones sobre la historia valenciana, ya avanzadas en su sugerente artículo “El dualismo valenciano y sus desequilibrios” (1967), cuya tesis central –la oposición, desde la conquista y la colonización del siglo XIII, entre el mucho más poblado y dinámico litoral valenciano, poblado por catalanes y de predominio burgués, y el interior señorial, rural y más vacío demográficamente, en manos de la nobleza aragonesa, tuvo un gran impacto sobre la historiografía valenciana de la época y en las décadas siguientes, aunque empezaría a ser cuestionada a partir de los años noventa. Reglà, cuyos trabajos sobre Valencia se centraron fundamentalmente en la época de los Austria y en los moriscos, diseñó un verdadero programa de investigación que contemplaba la historia del País Valenciano en el largo plazo –la longué durée de Braudel y los analistas–, desde el siglo XV al XIX, asignando a cada uno de sus alumnos como tesis doctoral un tramo o un hecho central de ese gran lienzo: el reinado de Fernando el Católico (Belenguer Cebrià, 1976), que retomaba, ahora para Valencia, la tesis de Vicens Vives sobre las relaciones entre este monarca y Barcelona; la revuelta de las Germanías (García Cárcel, 1975); el comercio de importación en el siglo XVI (Salvador, 1972), los moriscos (Torres Morera, 1969, y Ciscar Pallarés, 1977), el bandolerismo (García Martínez, 1991), la guerra de Sucesión (Pérez Aparicio, 1981), las crisis de subsistencia y la lucha antifeudal (Palop, 1977), la crisis del régimen señorial (Ardit, 1977) y la revolución burguesa (Sebastià, 2001).7

A la indudable contribución de Joan Reglà a la renovación historiográfica de los años sesenta y setenta en la Universidad de Valencia y su importancia central en la formación de nuevas generaciones de investigadores hay que añadir la influencia y el papel no menos capital que jugó en estos mismos años el ensayista Joan Fuster. Fuster, una personalidad verdaderamente poliédrica –escritor, historiador, traductor, columnista de opinión en diversos periódicos y revistas de Barcelona, Madrid y Valencia, editor, activista cultural, pensador crítico, referente cívico y político– fue un intelectual comprometido con los problemas de su sociedad y de su tiempo. Licenciado en derecho, apenas llegó a ejercer la abogacía y muy pronto optó por profesionalizarse como escritor, lo que significaba sobre todo colaborar en la prensa escrita, en la que llegó a publicar más de cuatro mil artículos, entre los años cincuenta y ochenta. Solo tras su incorporación a la Universidad de Valencia en 1983, pudo contar con una fuente regular de ingresos que le permitió dejar de escribir artículos periodísticos pro pane lucrando y concentrarse en sus estudios de historia social de la literatura y la cultura, que cristalizarían en su tesis doctoral (1986) y en la obtención de una cátedra de literatura (1986) en la mencionada universidad. En los años cuarenta y cincuenta Fuster compaginó la poesía con el ensayo –Nuevos ensayos civiles es el título de una antología publicada por Encarna García Monerris y Justo Serna en 2004 (Fuster, 2004)–, la divulgación cultural en la prensa valenciana y estudios eruditos sobre la literatura catalana medieval (estudios recogidos en el cuarto volumen de sus Obras Completas, Fuster, 2022). A estos primeros trabajos sobre los grandes autores del Siglo de Oro valenciano (san Vicente Ferrer, Ausiàs March, Joanot Martorell, Jaume Roig, sor Isabel de Villena, Joan Timoneda…), Fuster añadiría, ya en los años sesenta, sus grandes obras sobre la historia social de la lengua y la cultura, en la que no solo se preocupa de los autores, es decir, de quién produce la literatura, sino también de los “consumidores”, de quién los leía y en qué circunstancias. Dos libros fundamentales en este sentido son Poetes, moriscos i capellans (1962) y Heretgies, revoltes i sermons (1968), traducidos ambos al castellano, en los que Fuster se ocupa, entre otros, de la lengua de los moriscos, los heterodoxos (erasmistas, fundamentalmente) valencianos y la revuelta de las Germanías, que no duda en calificar de “revolución”. En su opinión, “las Germanías fueron, tanto en el País Valenciano como en la isla de Mallorca, algo más que una simple revuelta popular: fueron, de hecho, un intento de lo que en términos modernos podríamos llamar revolución”.8 Más allá de la apariencia de ser “un estallido de ira colectiva, poco o mucho fortuito, y con el único perfil de una suma de venganzas personales”, que es como se había visto la revuelta agermanada hasta entonces, Fuster remarca su carácter revolucionario, distinguiendo dos frentes o dos escenarios entrelazados, uno urbano y otro rural: “Por una parte, estaba la lucha de los artesanos y de un sector de la burguesía contra las oligarquías tradicionales, por el dominio de las instituciones del municipio; por otra, el levantamiento del campesinado contra los señores territoriales”.9 Las Germanías fueron a la vez una insurrección popular urbana y una revuelta campesina (Furió, 2021b). En su apreciación de la verdadera significación del movimiento agermanado, Fuster iba más lejos de lo que irían, al menos al principio, los propios discípulos de Reglà, como García Cárcel, quien en su tesis doctoral sobre la revuelta se mostraba escéptico sobre su dimensión revolucionaria: “Por lo tanto, creo que las Germanías podrían difícilmente catalogarse como revolución en el sentido más rígido del término. Más bien, podrían etiquetarse como una híbrida manifestación contestataria en la que se mistifican elementos de rebeldía primitiva (críticas contra la administración local), indicios de revuelta (remoción de los individuos considerados responsables de la situación, ataque a los impuestos y gravámenes, transformaciones en el régimen señorial) y algunos síntomas de auténtica revolución (atentados a nivel estructural contra el sistema establecido)” (García Cárcel, 1975:240). En posteriores contribuciones al tema, sin embargo, y en línea con las nuevas aportaciones de historiadores más jóvenes, García Cárcel (2002) revisaría esta caracterización, remarcando, por el contrario, el carácter revolucionario del movimiento, algo que Fuster había ya señalado cuarenta años antes.

En Fuster influiría poderosamente Vicens Vives, cuya Noticia de Catalunya (1954) serviría de modelo a Nosaltres, els valencians (1962), aunque las diferencias entre ambas obras son notables. Comparten su propósito modernizador, la necesidad de dejar atrás la sociedad tradicional –todavía fundamentalmente agraria a finales de los años cincuenta– y de optar decididamente por la industrialización y la modernidad, pero difieren en casi todo lo demás. En el protagonista de esta transformación económica, social y cultural, que para Vicens debe ser y es la burguesía catalana, emprendedora y con vocación política, mientras que para Fuster –que no encuentra por ningún lado esta burguesía en el País Valenciano– deben ser las clases populares. Para Vicens, Cataluña ya no podía seguir siendo solo la locomotora económica de España, ya no podía ser relegada a la sala de máquinas, sino que debía situarse también en el puesto de mando, al frente de la nave. Su libro, cuya primera versión apareció veinte años antes de la muerte de Franco y el colapso de su régimen (hubo una segunda edición, revisada y ampliada, en 1960 y una traducción al castellano en 1962), iba dirigida fundamentalmente a los capitanes de la industria y la política que en el futuro, tras la transición a la democracia, habrían de regir los destinos de Catalunya. Por el contrario, la obra de Fuster tenía como principales destinatarios a las nuevas generaciones de universitarios formados a finales de los cincuenta y a lo largo de los sesenta y setenta, entre cuyas filas se reclutarían los futuros líderes de los partidos de izquierda y los sindicatos. El País Valenciano de Joan Fuster era un país de maestros y profesores, de universitarios y de cuadros políticos y sindicales.

Vicens Vives y Fuster también divergían –o divergían sobre todo– en el plano político e ideológico y en el historiográfico. El mensaje, el objetivo del libro del primero, era el encaje de Cataluña en España. Como historiador, Vicens recurría a la historia para poner en valor la importante contribución que había hecho el Principado al conjunto de España en el terreno económico, del comercio a la industrialización, que todavía habría podido ser mayor si no hubiese sido por la incomprensión y la desconfianza castellanas. Cataluña, pensaba Vicens, era la región industrializada, moderna y europeísta que facilitaría la integración de España en Europa. En términos estrictamente historiográficos, Notícia de Catalunya ha envejecido mucho, especialmente en sus aspectos más esencialistas y atemporales sobre el “ser catalán”. Por su parte, Fuster había ido evolucionando desde el carlismo de su infancia y adolescencia –era hijo de carlista– y el catolicismo moderno de su primera juventud hacia posiciones más liberales y democráticas en los años cincuenta –a sus treinta y tantos años–, sobre todo tras su contacto con los intelectuales republicanos en el exilio (Méjico y Argentina, fundamentalmente), y finalmente progresistas e incluso marxistas (en particular, Antonio Gramsci y el concepto de hegemonía cultural). En el prólogo a Nosaltres, els valencians, una “introspección necesaria” sobre “nuestra existencia como pueblo”, “nuestra constitución colectiva, nuestra complexión de sociedad”, en el que Fuster hace “pensable” al País Valenciano, lo convierte en sujeto histórico, y tras afirmar que “en la bibliografía valenciana reciente –y también en la que no lo es tanto– abundan las monografías asépticas, de una neutralidad impávida, y dignas: no encontramos en ella, en cambio, el conato de visión de conjunto, mucho más que expositiva, con la que se desnude la contextura ‘problemática’ del país y de su gente”, escribe: “Por decirlo abusando de la terminología de un ilustre barbudo [Marx]: ‘explicar’ será una invitación a ‘transformar’. Es ‘transformar’ lo que nos interesa” (para el Fuster historiador y la comparación con Vicens Vives, véase Ardit, 2012; Colomines, 2013; Furió, 2012a y 2012b; y Viciano, 2012).

Fuster representaba también, por otra parte, la recuperación de aquel valencianismo progresista de los años republicanos, incluso marxista en la formulación que le dio el ya citado Emili Gómez Nadal, y que fue cortado de raíz por la represión franquista al finalizar la guerra civil. Con una notable diferencia en cuanto a su implantación y difusión. Tanto en los años treinta, durante la Segunda República y la guerra, como en los sesenta y setenta, en la agonía de la dictadura de Franco, el valencianismo de izquierdas había encarnado el progreso y la modernidad frente a los valores tradicionales que caracterizaban al valencianismo conservador. Pero en los años treinta este valencianismo progresista apenas había salido de la universidad, ella misma una institución elitista, o de una sopa de grupúsculos políticos, con más dirigentes que militantes, a excepción del Partido Comunista, en el que militaba Gómez Nadal. En cambio, en los años sesenta la universidad había ampliado considerablemente su base social –gracias al crecimiento económico y a las transformaciones sociales y culturales mencionadas anteriormente– y también los partidos políticos de oposición al franquismo que se reclamaban valencianistas. Aunque limitada en su alcance social, la influencia de la obra de Joan Fuster se hacía notar entre las nuevas generaciones universitarias. Y entre ellas, en primer lugar, entre los historiadores, aunque pronto calaría también entre los economistas y los sociólogos, los analistas de la realidad económica y social. A ello contribuiría también su estrecha relación con los discípulos de Vicens llegados a Valencia –Reglà, Giralt, Nadal, Fontana, ya citados antes– y con otros historiadores catalanes, como el arqueólogo Miquel Tarradell, con quienes colaboró en la redacción de síntesis históricas y análisis económicos sobre el País Valenciano (Història del País Valencià, 1965-1975, y L’estructura econòmica del País Valencià, 1970) y, muy especialmente, en la organización del I Congreso de Historia del País Valenciano (1971), que condensa y expresa perfectamente los logros y las limitaciones de la renovación historiográfica de la década anterior.

La relación de Fuster con la universidad de los años sesenta se canalizó preferentemente a través de Reglà, con quien le unía una estrecha amistad y con el que llegó incluso a colaborar en diversas obras colectivas (Història de Catalunya, 1969; tercer volumen de la Història del País Valencià, 1975) y en dos escritas conjuntamente, Joan Serrallonga: vida i mite del famós bandoler (1961) y El bandolerisme català (1962-63, dos volúmenes). La contribución de Fuster le valdría el elogio de Eric J. Hobsbawm, que lo califica de “excelente historiador” en su libro Bandits (1969, traducido al castellano como Bandidos, 1976). Y fue también a través de Reglà que Fuster influyó en los discípulos de éste, como Manuel Ardit, a quien sugirió que estudiase la actuación de los diputados valencianos en las Cortes de Cádiz como tema de su tesis doctoral. Mi generación no conoció directamente a Reglà –marchó en 1972 a Barcelona, en donde murió un año después–, pero sí a sus discípulos, que fueron nuestros primeros maestros –incluso en el sentido más literal del término: nuestros profesores en la licenciatura de Historia en la Universidad de Valencia– y, afortunadamente, también a Joan Fuster. Todavía en 1975, cuando accedí a la entonces aún Facultad de Filosofía y Letras –tres años más tarde se subdividiría en tres: Geografía e Historia, Filología y Filosofía y Ciencias de la Educación–, y en los años siguientes, buena parte de sus profesores, especialmente en historia moderna e historia contemporánea, se reconocían discípulos de Reglà –y de los discípulos de éste, como Enric Sebastià– o influidos por la obra de Fuster.

La historia medieval y la transición a la democracia

La historia medieval era otra cosa, ajena en gran medida a los aires de cambio y renovación. En un célebre artículo, “Spanish Medieval History and the Annales: Between Franco and Marx” (Rucquoi, 1997), la hispanista francesa Adeline Rucquoi traza un retrato desenfocado y sesgado del medievalismo español de la posguerra a la transición democrática. Ciertamente hubo muchos medievalistas franquistas, aunque ella únicamente parece identificar como tal a uno solo, fray Justo Pérez de Urbel, abad del Valle de los Caídos, el faraónico mausoleo que Franco se hizo erigir con el sudor y la sangre de los prisioneros de guerra republicanos. Por el contrario, ve marxistas por todos lados –la mayoría de los que se dedicaban a la historia económica y social–, aunque no lo sean. Al menos en Valencia no los había ni los hubo en los años sesenta y setenta. El medievalismo valenciano se mostró bastante impermeable a la renovación historiográfica que estaba transformando a las áreas vecinas –de la prehistoria y la historia antigua a la moderna y contemporánea– y la historia medieval, que antaño había ocupado una posición central, nuclear, en la historiografía de inspiración imperial y franquista, ahora se veía relegada a otra marginal y anecdótica. En buena medida eso se debía al propio Ubieto, que si en los años cincuenta había podido presentarse como un enfant terrible, enragé, del medievalismo español, por sus ataques a la apropiación castellanista de la historia de España, en los años sesenta y setenta se vio completamente superado por los grandes cambios que había experimentado la disciplina y en particular el auge de la historial social y económica en detrimento de la historia política que él practicaba. Y aunque trató de capear el temporal y ponerse al día con una disparatada teoría sobre los ciclos económicos en la Edad Media (Ubieto, 1969) y con la dirección de diversas tesinas y tesis sobre el comercio de exportación basadas en el estudio del impuesto de Coses Vedades,10 su anticatalanismo visceral le llevaría a publicar –él, que apenas se había ocupado con anterioridad de Valencia y del siglo XIII– un libro desatinado sobre los Orígenes del reino de Valencia (Ubieto, 1975), que sería rebatido y desautorizado por sus propios discípulos en la prensa local. El catedrático aragonés no pudo soportar la afrenta y dos años más tarde, en 1977, dejaba Valencia por su Zaragoza natal, en donde continuaría como catedrático de historia medieval hasta su jubilación en 1988.

Los que empezamos a estudiar historia a mediados de los setenta y a cursar la especialidad de historia medieval al año siguiente de la partida de Ubieto, apenas tuvimos ya contacto directo con él. Fuimos alumnos de sus discípulos, de los que lo habían impugnado y de quienes permanecían fieles al maestro, pero éramos también porosos a las influencias de los profesores de otras áreas, en particular la historia moderna y la contemporánea, en donde había prendido más fuerte la renovación historiográfica, y, sobre todo, nos marcaba el estar viviendo unos tiempos de cambios acelerados, políticos, sociales y culturales, en plena transición de la dictadura a la democracia. Unos tiempos esperanzadores en que parecía que todo –la libertad, la amnistía, la autonomía e incluso la revolución– era posible, que la historia no estaba escrita y que, como historiadores, podíamos contribuir no solo a comprender el presente mediante el análisis del pasado, sino también a transformarlo, como Marx y Fuster reclamaban. Nunca como entonces fue tan alta la matrícula en Historia en la Universidad de Valencia, ni tan politizados los estudiantes que cursaban la carrera. Solo los más moderados militaban en el Partido Comunista, tildado de reformista, mientras que los más radicales lo hacían en una innumerable sucesión de organizaciones y grupúsculos a la izquierda del PC, de orientación maoísta (PTE, Partido del Trabajo de España, fundado el 1967 como PCE(i); ORT, Organización Revolucionaria de Trabajadores, el 1969; OCE, Organización Comunista de España-Bandera Roja, 1970; MC, Movimiento Comunista, el 1972; UCE, Unificación Comunista de España, 1973), trotskista (LCR, Liga Comunista Revolucionaria, 1971; OIC, Organización de Izquierda Comunista, 1974), anarquista (CNT) y valencianista-catalanista (PSPV, Partit Socialista del País Valencià, 1974; PSAN, Partit Socialista d’Alliberament Nacional, 1969 en Cataluña y 1974 en Valencia), influidos por los movimientos de liberación nacional surgidos en los años sesenta en los países que se estaban independizando de sus potencias coloniales. El Partido Socialista (PSOE) prácticamente no existía –solo despegaría tras sus victorias en las primeras elecciones democráticas, a partir de 1977, que le permitirían desplazar al PC como referente de la izquierda. Y tampoco había muchas voces a la derecha. Los estudiantes católicos y conservadores se mantenían silenciosos, un tanto confusos sobre el alcance que podrían tener los cambios iniciados con la muerte de Franco en 1975, mientras que la extrema derecha, más activa en la vecina Facultad de Derecho, apenas tenía presencia en la de Filosofía y Letras. Por otra parte, y como en Cataluña, la oposición democrática había añadido a sus dos reivindicaciones básicas y comunes a toda España de “Libertad y Amnistía”, la de “Estatut d’Autonomia”, y con ella, un nuevo modelo de organización política y administrativa del Estado. Cataluña, el País Vasco y Galicia habían conseguido sus respectivos estatutos de autonomía durante la República, y por eso eran reconocidas como nacionalidades “históricas”. El País Valenciano llegó a elaborar también su propio proyecto de estatuto de autonomía en 1937, pero la guerra impidió que fuese discutido y aprobado por las Cortes. Casi cuarenta años más tarde, con el derrumbe del franquismo y la transición a la democracia, la autonomía volvía a ocupar una posición central en la agenda política, y ya no solo como una de las prioridades del valencianismo político, sino como una de las demandas con mayor respaldo popular –medio millón de personas en la gran manifestación del 9 de octubre de 1977– y el apoyo de las fuerzas políticas y sindicales progresistas y de izquierdas, la mayoría de las cuales habían cambiado ya o lo harían poco después la E de España por el PV de País Valenciano, o añadirían estas dos últimas mayúsculas a sus siglas (PSOE-PSPV, PCPV, MCPV, CCOO-PV, UGT-PV...).

El marxismo valencianista –o el valencianismo marxista– de Emili Gómez Nadal, el profesor de historia de la Universidad de Valencia exiliado a Francia en 1939, resultaba una síntesis estimulante para la nueva generación de estudiantes de historia –muchos de ellos procedentes de familias de clase trabajadora–, que combinaban la lectura de los Principios elementales y fundamentales de filosofía de Georges Politzer (1975) y, sobre todo, Los conceptos elementales del materialismo histórico de Marta Harnecker (1973) con el Nosaltres els valencians de Joan Fuster. Dos lecturas indigestas las dos primeras, por su simplificación y codificación del materialismo histórico en un marxismo vulgar y dogmático, totalmente estéril para futuros historiadores, cuyo éxito en aquellos años solo se explica por la necesidad de saber, de conocer los rudimentos básicos de la ideología a la que muchos estudiantes y profesores se habían adherido más por simpatía y entusiasmo revolucionario que por auténtico convencimiento o comprensión de lo que significaba. El tercer libro, más discutido que leído, dejaría un poso mayor por sus implicaciones historiográficas –al fin y al cabo éramos estudiantes de historia– y su mensaje político: el análisis del pasado para la comprensión del presente y la construcción del futuro. Algo que no estaba lejos, después de todo, de lo que proponía otro de nuestros admirados maestros, Josep Fontana, éste sí un marxista a carta cabal e inspirador, en su provocador libro Historia: análisis del pasado y proyecto social (1982), en el que fustigaba no sin razón la deriva de la escuela de los Annales, a la que pertenecían muchos de nuestros no menos queridos maestros.

Porque nuestros maestros, habrá que decirlo, no estaban tanto en las aulas como en los libros. De los muchos profesores que tuve, durante los cinco años de carrera, tres en los cursos comunes y dos en la especialidad de historia medieval, solo recuerdo con aprecio a unos pocos. Entre ellos, sobre todo, a Sebastián García Martínez y Alfons Cucó, que nos enseñaban historia moderna e historia contemporánea, respectivamente. El primero era discípulo de Joan Reglà y el segundo de Emili Giralt, discípulos ambos a su vez de Jaume Vicens Vives, y se contaban entre los mejores impulsores de la renovación historiográfica iniciada por sus maestros y todavía en curso. Una renovación que, sin embargo, no había llegado aún a la historia medieval, presa de las obsesiones anticatalanas de don Antonio Ubieto. Los futuros medievalistas nos formamos, sobre todo, leyendo, aunque sería injusto no reconocer la contribución de algunos de nuestros profesores a nuestro aprendizaje de las ciencias y técnicas historiográficas –la paleografía, la diplomática y la archivística, en primer lugar, pero no solo. Leíamos a los annalistas franceses –al Georges Duby de Economía rural y vida campesina en el Occidente medieval (1973), Guerreros y campesinos. Desarrollo inicial de la economía europea (500-1200) (1976) y Hombres y estructuras de la Edad Media (1977); al Jacques Le Goff de Los intelectuales en la Edad Media (1971), Mercaderes y banqueros de la Edad Media (1975) y Tiempo, trabajo y cultura en el Occidente medieval (1983)–, a los marxistas británicos –al Rodney H. Hilton de Siervos liberados: los movimientos campesinos medievales y el levantamiento inglés de 1381 (1978); al Perry Anderson de Transiciones de la Antigüedad al feudalismo (1979) y El Estado absolutista (1982)– y a los rusos, checos y polacos (a Mijaíl Bajtín, Frantisek Graus, Jerzy Topolski, Bronislaw Geremek y, muy especialmente, al Witold Kula de la Teoría económica del sistema feudal (1974), Problemas y métodos de la historia económica (1977) y Las medidas y los hombres (1980), en las traducciones que nos servían Eudeba, Crítica, Península y, sobre todo, Siglo XXI. Leíamos todo lo relacionado con las transiciones, del esclavismo al feudalismo y del feudalismo al capitalismo, esta última editada por Rodney H. Hilton, en las versiones de las editoriales Akal y Crítica, ambas del mismo año –La transición del esclavismo al feudalismo (1976) y La transición del feudalismo al capitalismo (1976)– y leíamos, por supuesto, a Pierre Vilar, en particular su Catalunya dins l’Espanya moderna (1968), pero también su Historia de España (1963, en traducción de Tuñón de Lara), Crecimiento y desarrollo: economía e historia (1964) y Oro y moneda en la historia (1450-1920) (1969). Muchas de nuestras vocaciones nacieron de estas lecturas. En la mía influyeron también, además de éstas y de las obras ya citadas de Joan Fuster y Joan Reglà, los libros, referidos ya al periodo medieval, de Ramon d’Abadal, Dels visigots als catalans (1969); Abilio Barbero y Marcelo Vigil, Sobre los orígenes sociales de la Reconquista (1974) y, de los mismos autores, La formación del feudalismo en la Península Ibérica (1978); Josep M. Salrach, El procés de formació nacional de Catalunya (segles VIII-IX) (1978); y la síntesis Història dels Països Catalans (Balcells, 1980-81), en la que el mismo Salrach se ocupaba de los capítulos sobre la Edad Media.

Aunque tarde, al menos en relación con la historia moderna y la contemporánea, la renovación historiográfica acabaría llegando también a la historia medieval. Lo haría ya en los años ochenta, con los primeros trabajos de una nueva generación de medievalistas, formados en la segunda mitad de los setenta, y con la llegada a Valencia en 1981, procedente de Salamanca, de Paulino Iradiel Murugarren, primero como agregado y enseguida como catedrático de historia medieval, en la plaza ocupada hasta 1977 por Ubieto. Varios factores, exógenos y endógenos, coadyuvaron a ello. Por una parte, los setenta habían sido –y los primeros ochenta seguían siéndolo– una década acelerada de cambios políticos y culturales, de “compromiso” historiográfico y de renovación conceptual y metodológica, que ponía en duda la rigidez de las fronteras impuestas por la especialización académica y reclamaba una mayor comunicación entre las distintas disciplinas sociales. En este sentido, los medievalistas nos beneficiamos enormemente de la discusión de problemas comunes con modernistas y contemporanistas, como la caracterización de la sociedad valenciana en la época preindustrial, la génesis y estructura del régimen señorial o las bases del crecimiento económico. También contribuyeron la apertura y aproximación a los contenidos y perspectivas que ocupaban a la historiografía peninsular y europea, rompiendo con décadas de cerrazón y autarquía intelectual e historiográfica, así como la propia reflexión acerca de lo historiable, de lo que debía ser estudiado, de su construcción específica y de su integración en el discurso general, que dotaba de una nueva dimensión a la historia regional y revalidaba el microanálisis local o comarcal como marco preferente de observación.

Efectivamente, los primeros trabajos y en particular las tesis de licenciatura y de doctorado de quienes nos iniciamos en la investigación a finales de los setenta y principios de los ochenta privilegiaron como ámbito de análisis el espacio local y comarcal del que procedíamos, Sueca y la Ribera del Xúquer en mi caso. Influían en ello factores tanto políticos como historiográficos. Por una parte, la voluntad de contrarrestar el protagonismo exclusivo que seguía teniendo la ciudad de Valencia en los estudios históricos, negligiendo o ignorando por completo el resto del país, así como el deseo de impulsar y revitalizar el papel de las comarcas y de la historiografía local y comarcal –hasta entonces abandonada en manos de eruditos locales y cronistas municipales: es decir, a las afueras de la academia– en unos momentos de gran efervescencia cultural y política como fueron los años de la transición a la democracia. Nacieron así iniciativas como la Assemblea d’Història de la Ribera –cuya primera edición se celebró en Sueca en 1980 y ha seguido celebrándose desde entonces durante más de cuarenta años, la última, la XIX, en Alberic en 2021 (Ramiro, 2008)–, el Simpòsium d’Història de l’Horta-Albufera (Silla, 1981), el Congrés d’Estudis de la Marina Alta (Dénia, 1982) y el Congrés d’Història i Filologia de la Plana (1988); centros de estudios e investigación como el Centre d’Estudis Contestans (1971), la Associació d’Amics de la Costera (1981), el Institut d’Estudis Comarcals de l’Horta Sud (1982), el Centre d’Estudis del Maestrat (1982), el CEIC Alfons el Vell de Gandia (1984), el Institut d’Estudis Comarcals de la Marina Alta (1985) o el Institut d’Estudis Comarcals del Camp de Túria (1989); y revistas de investigación, vinculadas a archivos municipales o a algunos de los centros citados, como Quaderns de Sueca (1980), Papers de la Costera (1981), Torrens (1982), Annals de l’IDECO (1982), Ullal (1982), Quaderns d’investigació d’Alaquàs (1983), al-Gezira (1985), Afers (1985), Alba (1985) y Alberri (1988). Fue una verdadera eclosión de estudios locales y comarcales, protagonizada por las nuevas generaciones de historiadores, formados en la universidad –lo que les diferenciaba de los eruditos y cronistas amateurs– y comprometidos a la vez con el propio territorio y con la renovación historiográfica, que tuvo su culminación con la celebración de tres coloquios internacionales de historia local (L’espai viscut, en 1988; Els espais del mercat, en 1991, e Història local i societat, en 1993, en los que participaron destacados historiadores de diferentes países, entre ellos los medievalistas Guy Bois, Giovanni Cherubini, Rinaldo Comba, Maria Serena Mazzi y Wendy Davis, y los modernistas Maurice Aymard, Giovanni Levi, James Casey, Jan de Vries, Jaume Torras, Franco Ramella y Raphael Samuel, entre muchos otros), la creación del Centre d’Estudis d’Història Local en 1989 y la publicación de la revista Taller d’història, editada por este último, a partir de 1993.

Este interés por la historia local y su reivindicación como marco de análisis coincidía, y al mismo tiempo se veía reforzado y confirmado por la recepción no solo de la microhistoria italiana –que nos llegaba a través de Carlo Ginzburg (1981, original italiano 1976), pero también de Giovanni Levi (1990, orig. 1985) y Franco Ramella (1984) e incluso Jacques Revel (1996)–, sino también, y a pesar de las enormes diferencias intelectuales, conceptuales y metodológicas que la separaban de esta última (Aguirreazkuenaga y Urquijo, 1993), de una espléndida tradición de historia local tanto italiana (Violante, 1979 y 1982; Gensini, 1981; Fumagalli, 1982; Merlo, 1989; De Giorgi, 1989; Grendi, 1993) como, sobre todo, inglesa (Hoskins, 1972; Phythian-Adams, 1987; Hey, 1988; Dyer et alii, 2011). Una historia local revigorizada y de factura académica que también vivió un momento particularmente fecundo en otros territorios de la península (Fontana et alii, 1985; Forcadell et alii, 1996; De Juan López et alii, 1996).

Por otra parte, la apuesta por la historia local y comarcal también tenía bastante de biográfico y del deseo de incorporar nuevos sujetos, hasta entonces postergados, al relato histórico. Durante mucho tiempo la enseñanza superior había estado reservada a los hijos de familias acomodadas y residentes en la ciudad de Valencia. Los retoños de los notables rurales sí acudían a la capital a estudiar, lo hacían para cursar derecho o medicina, las dos carreras con prestigio social y salida profesional decorosa. Filosofía y letras era algo más vocacional e incierto desde el punto de vista laboral, entre cuyos estudiantes predominaban claramente las mujeres –el 60,7 % en el curso 1968-60, frente al 32,5 % en Ciencias, el 22 % en Derecho y el 21,3 % en Medicina (Furió, 2021a)– y los domiciliados en Valencia. Es cierto que las cosas habían empezado a cambiar ya en los años sesenta y primeros setenta, con la llegada a la universidad de numerosos alumnos de clase obrera o trabajadora, fruto de los cambios económicos y sociales a que antes me he referido. Pero en la segunda mitad de los setenta y durante los ochenta esta afluencia se había convertido ya en un verdadero aluvión, que transformaría completamente la composición social de la universidad y, con ella, su naturaleza y función, más ajustadas también a lo que debían ser en la nueva sociedad democrática en construcción.

Muchos de nosotros éramos de comarcas e hijos de campesinos, y orgullosos de ello, y no entendíamos por qué ni el país rural ni los trabajadores de la tierra no entraban en las preocupaciones de los historiadores ni merecían siquiera su atención. Los estudios se centraban fundamentalmente, por no decir exclusivamente, en la ciudad, las élites urbanas, el comercio y, si acaso, la producción manufacturera. El campo y los campesinos sencillamente no existían. No es extraño que nuestro interés se volcase en ellos –ellos que habían constituido la mayor parte de la población durante la mayor parte de la historia y que, en el caso valenciano, lo habían seguido siendo hasta fechas muy recientes, hasta la industrialización de los años sesenta– y que a ellos –y a la economía agraria y al régimen señorial– dedicásemos nuestros primeros trabajos de investigación y, muy en particular, nuestras tesis de licenciatura y de doctorado (mi propia tesis de licenciatura, leída el 1980, sería publicada dos años más tarde con el significativo título de Camperols del País Valencià (Furió, 1980)). De nuevo fueron muy fructíferas las lecturas y el intercambio intelectual e historiográfico con modernistas y contemporaneístas, que habían iniciado ya el estudio del régimen señorial valenciano y su disolución (Enric Sebastià, cuya tesis, La transición de la cuestión señorial a la cuestión social en el País Valenciano, dirigida por Joan Reglà, data de 1971, aunque no se publicó hasta 2001; Manuel Ardit, Carmen García Monerris, Isabel Morant y Pedro Ruiz Torres, autores los cuatro conjuntamente de un artículo verdaderamente seminal sobre la estructura y la crisis del régimen señorial en el País Valenciano (Ardit et alii, 1979)).

Las cosas también estaban cambiando en el medievalismo español. Julio Valdeón (1975, 1980 y 1981), José Ángel García Cortázar (1969, 1985 y 1988), Bartolomé Clavero (1974), Reyna Pastor (1975 y 1980) y los ya citados Abilio Barbero y Marcelo Vigil habían empezado a renovar nuestra percepción de la Edad Media peninsular con sus estudios sobre el feudalismo, la sociedad rural, la crisis bajomedieval, los conflictos sociales y las luchas campesinas, temas de investigación inéditos que pronto serían también los nuestros. Obviamente no puedo citar aquí a todos los autores –ni todos sus trabajos– que leímos entonces y que tanto influyeron en nuestra formación, pero no puedo dejar de mencionar a los hispanistas franceses y anglosajones, en particular a los que –como Robert I. Burns (1967, 1973, 1975 y 1984), Thomas F. Glick (1970) y Pierre Guichard (1969, 1980a y 1980b)– centraron su interés en el País Valenciano, antes y después de la conquista cristiana del siglo XIII, y nos enseñaron a valorar la importancia que ésta había tenido en la destrucción de la sociedad andalusí y en la implantación del nuevo orden feudal, más allá tanto de las interpretaciones nacionalcatólicas que seguían explicando la Edad Media española en clave de Reconquista y guerra santa, como de aquellas otras, no menos ideologizadas y erróneas, que la idealizaban como ejemplo de tolerancia y convivencia entre diferentes religiones y culturas. Más allá igualmente del debate entre ruptura y continuidad –y había argumentos para ambas consideraciones: la conquista había creado una sociedad nueva, colonial y feudal, y los nuevos pobladores catalanes y aragoneses habían sustituido a los andalusíes nativos, pero también una parte importante de la población musulmana permaneció en el nuevo reino cristiano hasta su expulsión definitiva a principios del siglo XVII–, aprendimos a valorar las transferencias culturales y tecnológicas entre una sociedad y otra y, sobre todo, a recuperar a los mudéjares como sujetos históricos, como estábamos haciendo también con los campesinos –aunque todavía tardaríamos un tiempo en reconocerles su agency, su capacidad de iniciativa, y no limitarnos a verlos solo como sujetos pasivos, como dominados y oprimidos.

Y, por supuesto, también resultaron fundamentales en nuestra formación como investigadores los debates y las grandes obras de la historiografía europea de la época. Descubrimos tarde, pero todavía a tiempo, Les paysans de Languedoc d’Emmanuel Le Roy Ladurie (1966), pero ya pudimos seguir de cerca la Histoire de la France rurale dirigida por Georges Duby (1975-76), la Crise du féodalisme de Guy Bois (1976), Le féodalisme, un horizon théorique de Alain Guerreau (1980) y, sobre todo, el debate Brenner, sustanciado en las páginas de la revista Past and Present entre 1976 y 1982 (Aston y Philpin, 1988), y el desarrollado en torno al feudalismo mediterráneo en Roma en 1978 (Bonnassie et alii, 1984), así como los artículos y los libros verdaderamente inspiradores de Maurice Aymard (1983) sobre la disyuntiva entre el autoconsumo y el mercado; de Chris Wickham (1984) sobre “la otra transición”; de Peter Kriedte, Hans Medick y Jürgen Schlumbohm (1986, orig. 1977) sobre la protoindustrialización; de Rodney H. Hilton (1988, orig. 1985) sobre la crisis del feudalismo y el conflicto de clases; de Christopher Dyer (1991, orig. 1989) sobre los niveles de vida en la Baja Edad Media, entre otros. La relación quedaría incompleta sin los autores italianos que leímos gracias a Paulino Iradiel, que había estudiado en Bolonia y tenía trato directo con muchos de ellos (Paolo Cammarosano, 1974; Giovanni Cherubini, 1974 y 1982; Maria Serena Mazzi y Sergio Raveggi, 1983; Massimo Montanari, 1984; Rinaldo Comba, 1984 y 1988; Gabriella Piccini, 1982; y Giuliano Pinto, 1982), y en particular con el Istituto Internazionale di Storia Economica F. Datini de Prato, de cuya Settimana era asistente asiduo todos los años, además de miembro de su comité científico, por lo que contábamos con todas las actas en la biblioteca de nuestro departamento (y también con la mayoría de volúmenes de la innovadora y estimulante Storia d’Italia de la editorial Einaudi). Y, naturalmente, las obras del propio Iradiel (1974, 1978 y 1981), a las que me he referido extensamente en otro lugar (Furió, 2020).

Todos estos estudios, hispánicos y europeos, influirían decisivamente en nuestras tesis doctorales, leídas a mediados de los ochenta, tanto en su concepción y puntos de partida como en su desarrollo. Enric Guinot (1986) analizó la formación y expansión del feudalismo en el norte del País Valenciano, perteneciente en su mayor parte a la orden militar de Montesa, Ferran Garcia-Oliver (1986) lo hizo a través del dominio del monasterio de Valldigna y de sus vasallos musulmanes, mientras que yo (Furió, 1986) utilizaba el cuadro comarcal de la Ribera del Xúquer para profundizar, más allá de la gran propiedad señorial, en la hegemonía y el dinamismo de la pequeña explotación campesina, en una tesis muy deudora de la de Guy Bois (1976) sobre Normandía. Los tres y Paulino Iradiel habíamos participado un año antes en el innovador coloquio sobre la formación y la expansión del feudalismo catalán que había organizado Miquel Barceló (1985-86) en Girona y al que acudieron, además de los medievalistas catalanes (Antoni Riera, Manuel Riu, Josep M. Salrach, Ricard Soto, Antoni Virgili...), Thomas Bisson, Pierre Bonnassie, Paul H. Freedman, Pierre Guichard, Christian Guilleré, Reyna Pastor y Michel Zimmerman, entre muchos otros. En 1989, Iradiel, Guinot y yo acudimos al macrocongreso sobre Señorío y feudalismo en la Península Ibérica (siglos XII-XIX), que reunió en Zaragoza a medievalistas, modernistas y contemporaneistas de todo el país para debatir conjuntamente sobre el sistema social dominante en España durante más de ocho siglos. Y al año siguiente, Ferran Garcia-Oliver y yo hicimos una estancia de tres meses cada uno por separado con Guy Bois en la Université de Paris VII-Jussieu. Para entonces éramos ya profesores titulares –condición a la que habíamos accedido ambos en 1987–, tras haber sido profesores ayudantes –en mi caso, desde 1982– y, antes de ello, Enric Guinot y yo, becarios de investigación (1980-82). En 1990 teníamos los tres poco más de treinta años, estábamos estabilizados profesionalmente e iniciábamos una nueva etapa que se prolongaría durante más de tres décadas y que se caracterizaría por el trabajo en equipo en sucesivos proyectos de investigación, manteniendo cada uno su propia individualidad y sus propias líneas prioritarias, y por la colaboración con otros grupos de investigación, españoles y europeos, sobre diferentes temas de interés común y actualidad historiográfica, desde la fiscalidad y las finanzas, la deuda pública, el crédito y el endeudamiento privados a las pautas de consumo, los niveles de vida, la desigualdad económica y la movilidad social.

Desde finales de los setenta, y en paralelo a nuestra consolidación profesional, el número de estudiantes en la enseñanza superior no dejó de crecer en todo el país, lo que llevó a la creación de nuevas universidades. En la de Alicante, fundada el 1979, pronto se organizó un departamento de historia medieval en torno a José Hinojosa, antiguo profesor en la de Valencia, y a sus discípulos, particularmente Juan Antonio Barrio y José Vicente Cabezuelo, mientras que el antiguo Colegio Universitario de Castellón se convertía en 1991 en la Universitat Jaume I, a cuyo departamento de historia se incorporaría el medievalista Carles Rabassa. Por su parte, en la de Valencia se fueron articulando dos grupos de investigadores, y muy pronto también profesores, con temáticas paralelas y complementarias. Uno, nucleado en torno a Paulino Iradiel y formado por Rafael Narbona, Manuel Ruzafa y los hermanos José María y Enrique Cruselles, cuyo interés historiográfico se centraba fundamentalmente en el mundo urbano, la manufactura, el notariado, las élites mercantiles y el gobierno de la ciudad. Y otro, del que formábamos parte Enric Guinot, Ferran Garcia-Oliver y yo, al que se fueron incorporando Josep Torró, Pau Viciano, Antonio José Mira y Juan Vicente García Marsilla, más focalizado al principio en el mundo rural, la economía agraria y la sociedad feudal, para abrirse posteriormente a los grandes temas enunciados en el párrafo anterior, de la fiscalidad, las finanzas y el crédito a los niveles de vida, la desigualdad económica y la movilidad social. Un tercer grupo, menos homogéneo, estaba constituido por los profesores que se habían incorporado al departamento en los años setenta, cuando todavía estaba dirigido por Antonio Ubieto, aunque ni sus posiciones ideológicas ni sus temas de investigación coincidiesen con los de éste, al menos en la mayoría de los casos. Pedro López Elum y Ramón Ferrer Navarro se interesaron por la conquista y la repoblación, aunque el primero también haría incursiones en la castellología y la cerámica, Mercedes Gallent Marco se ocupó de los hospitales y la sanidad, Rosa Muñoz Pomer de las cortes valencianas y Mateu Rodrigo Lizondo, todavía en activo tras su reciente jubilación, de temas relacionados con la historia política –en particular, la guerra de la Unión, objeto de su tesis doctoral– y cultural. También habría que incluir en este grupo generacional a Agustín Rubio Vela, antiguo miembro del departamento y posteriormente profesor en la Universidad Laboral de Cheste, cuya investigación, basada fundamentalmente en los ricos fondos municipales de la ciudad de Valencia, se ha ido ampliando desde la peste negra y las crisis subsiguientes, objeto de su tesis doctoral, a la demografía, el abastecimiento frumentario, la economía e incluso la ideología de las élites burguesas de la capital valenciana.

Al crecimiento del medievalismo valenciano también contribuyó un plan de estudios que destinaba tres cursos comunes a la formación general y otros dos a la especialidad. Entre 1973, fecha de su implantación, y hasta su reforma en 1992, es decir, durante casi dos décadas, todos los años cursaban la especialidad de historia medieval entre 15 y 20 alumnos. Fueron, sin duda, los años de mayor esplendor de la disciplina, tanto por el número de estudiantes como por la gran cantidad de tesis de licenciatura y de doctorado que se leyeron en nuestro departamento y que permitieron ensanchar considerablemente nuestros conocimientos del periodo medieval. Todo se desvanecería con la mencionada reforma –contrarreformada a su vez en 1998– y con la posterior implantación del llamado plan Bolonia en 2007, que sustituía la antigua licenciatura de cinco años por un grado de historia de cuatro años, sin ninguna especialidad, y un máster en didáctica o en investigación de un año con carácter voluntario que habilitan para ejercer la enseñanza secundaria o incorporarse a la educación superior o a centros de investigación, respectivamente.

El incremento del número de investigadores y de estudios consagrados a la Edad Media permitió pasar de la fase extensiva que había caracterizado al periodo anterior a otra de carácter más intensivo a finales de los ochenta y durante los noventa, en la que se sistematizaron las grandes líneas de investigación y se profundizó en ellas. También se hicieron más evidentes las carencias y limitaciones. En primer lugar, el hecho de que toda la atención historiográfica se centrase en la Baja Edad Media, es decir, en solo dos siglos y medio desde la conquista cristiana, descuidando, por no decir ignorando, el periodo anterior. Lo que se explica tanto por la rareza de fuentes escritas para el reino visigodo y la época musulmana como por el todavía escaso desarrollo de la arqueología medieval. Y si al principio solo los arabistas –Carmen Barceló y Mikel de Epalza, entre otros– y el ya citado Pierre Guichard se adentraban en estos siglos oscuros, pronto les acompañaría una nueva generación de arqueólogos (Rafael Azuar, Sonia Gutiérrez, Javier Martí, Josefa Pascual, Víctor Algarra, Miquel Rosselló, Rosa Albiach, Rafaela Soriano, José Luis Menéndez Fueyo...) que enriquecería nuestra percepción de este periodo, tanto en el ámbito urbano como en el rural, ofreciendo nuevas pistas de interpretación.

Sin duda, uno de los grandes temas de investigación ha sido y continúa siendo la conquista y la colonización del siglo XIII y, con ella, la instauración del nuevo orden feudal. De limitarse inicialmente a los nuevos pobladores, y en particular a su origen geográfico, y al reparto de las casas y tierras expropiadas a los vencidos, los medievalistas valencianos pasaron a interesarse también por estos últimos, por la población musulmana autóctona, y por las condiciones de su permanencia bajo dominio cristiano, así como por las formas que tomaría el feudalismo en una sociedad de frontera y su evolución ulterior en el nuevo reino valenciano. Otros dos grandes temas han sido la sociedad y la economía agrarias, el protagonismo de señores y campesinos, y su correlato en el mundo urbano –el trabajo artesanal, las élites mercantiles y burguesas–, aunque ahora ya no estudiados como dos ámbitos opuestos y cerrados, sino haciendo cada vez mayor hincapié en las relaciones campo-ciudad, en el abastecimiento de la capital, en la extensión de la propiedad ciudadana más allá de las murallas y en la penetración del capital urbano en el mundo rural... Otro gran eje de la investigación es el crecimiento económico, su volumen y sus ritmos, sus limitaciones y también sus causas y consecuencias, en relación particularmente con el aumento –o el retroceso– de la desigualdad. Lo que ha llevado a su vez al estudio de la riqueza y la pobreza, de los niveles de vida y, en suma, de las grandes diferencias económicas y sociales que escindían y estratificaban el cuerpo social, enlazando así con otros estudios que contaban ya con una mayor tradición sobre las minorías religiosas –judíos y musulmanes– y los grupos marginados. Finalmente, otra gran línea atiende a la historia política e institucional, desde presupuestos renovados, muy diferentes de los que se planteaba la historia tradicional, insistiendo más ahora en la perspectiva de una historia social del poder, en la que tan importante es el ejercicio de cargos públicos –del gobierno de la ciudad al de la monarquía, pasando por las instituciones representativas del reino: las cortes y la Generalitat– como las propias nociones de representación y representatividad, de negociación y de búsqueda de consensos. En definitiva, un eje que, al incorporar también las haciendas públicas –de la municipal a la real y de la fiscalidad al crédito– y el propio aparato administrativo, se centra en la construcción del Estado en los últimos siglos medievales.

Conclusiones

Es ya el momento de concluir. En los últimos párrafos me he limitado a ofrecer un rápido esobozo de los temas de interés del medievalismo valenciano, sin profundizar ni entrar en detalle en ellos –ni destacar, por tanto, la bibliografía pertinente–, porque quedan ya fuera del marco temporal de este artículo, que llega hasta finales de los años ochenta y principios de los noventa, coincidiendo con la etapa formativa de mi generación. Traté de plasmar lo mucho que se había avanzado hasta entonces en una nueva síntesis histórica (Furió, 1995), que tenía mucho de generacional y en la que incorporaba las aportaciones más recientes no solo de los medievalistas, sino también de los modernistas y contemporaneístas, con quienes habíamos entablado un diálogo fecundo sobre las formas de hacer historia y de hacer historia del País Valenciano. Han pasado ya casi treinta años, un tiempo excesivo para cualquier estudio histórico y más todavía para una obra de síntesis. También es mucho lo que se ha avanzado en estas tres décadas, lo que exigiría otro artículo para dar debida cuenta de ello. En éste, he procurado trazar la evolución del medievalismo valenciano en la mayor parte del siglo XX, que no fue en modo alguno rectilínea, sino que estuvo ritmada por avances y retrocesos, de la historia tradicional de principios de la centuria a la más liberal y progresista de los años republicanos, de la historia imperial y franquista de los primeros tiempos de la dictadura a la renovación historiográfica de los años sesenta y setenta y los nuevos caminos que tomaría el medievalismo a partir de los ochenta, dejando atrás la autarquía y ensimismamiento de décadas anteriores y abriéndose a las propuestas y preocupaciones de la historiografía peninsular y europea.

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1 La conferencia fue pronunciada el 27 de abril de 1937, en el marco de un ciclo en el que también se impartieron, entre otros, las del profesor del Centro de Estudios Históricos de Madrid Julián Bonfante, “La cuestión de los Arios”, en febrero; del catedrático de historia José Deleito Piñuela, “El primer golpe de Estado contra el régimen constitucional de España (Valencia, 1814)”, en mayo; y la del historiador y por entonces rector de la Universidad de Barcelona Pere Bosch Gimpera, “España”, en julio; todas ellas publicadas en los Anales de la Universidad de Valencia. Cabe recordar que Valencia era en aquel momento la sede del gobierno de la República.

2 “Mas no queráis que vuelvan de nuevo los antiguos siglos, pues muertos están para siempre los Jaimes y los Borells… De los venerables sepulcros no removamos las cenizas. Dejemos dentro de ellos la espada, que el tiempo ya oxidó”.

3 El título de la conferencia de Rafael Calvo Serer, de quien se hablará más adelante, no podía ser más explícito: “Dos épocas: el siglo XIII y el siglo XX. Conquista y liberación de Valencia”.

4 Manuel Ballesteros Gaibrois fue catedrático de Historia Universal Antigua y Media entre 1940 y 1949, año en que se trasladó a Madrid, en donde sucedió a su padre en la cátedra de Historia de América. Rafael Calvo Serer fue catedrático de Historia Universal Moderna y Contemporánea entre 1942 y 1946, año en que se traslada a Madrid como nuevo catedrático de Filosofía de la Historia e Historia de la Filosofía española. Pablo Álvarez Rubiano fue catedrático de Historia de España Moderna y Contemporánea entre 1944 y 1958, cuando marchó a Valladolid. Y Alfonso García Gallo fue catedrático de Historia del Derecho entre 1940 y1944, año de su partida a Madrid. Para todos ellos la Universidad de Valencia fue una primera etapa de su carrera universitaria, que culminaría más pronto o más tarde, en los cuatro casos, con su traslado a la de Madrid.

5 Como ya escribí en otra ocasión (Furió, 1992), la complementariedad que parece existir entre, por ejemplo, los Anales del Centro de Cultura Valenciana, revista del centro del mismo nombre consagrada básicamente a la historia local y regional, y Saitabi, la revista de la Facultad de Filosofía y Letras, en la que primaba el marco hispánico y americanista, refleja en realidad la creencia en una jerarquía de valores entre una cultura académica más “universal” y científica y una historiografía localista forzosamente limitada y doméstica. El mismo Ballesteros, catedrático de historia y director de Saitabi, parece haber compartido esa convicción al circunscribir su investigación a la Historia de América, de la que era especialista.

6 La Méditerranée et le monde méditerranéen à l’époque de Philippe II, de Fernand Braudel, vio la luz por primera vez en 1949 (París: Armand Colin) y fue reseñada por Vicens Vives en la revista Destino en diciembre de ese mismo año.

7 En la bibliografía final se han incluido los libros a que dieron lugar estas tesis doctorales; por ello, la fecha de publicación, que es la que aquí se utiliza, no coincide con la de la lectura de la tesis, que es anterior y que, en su mayoría, corresponde a los primeros años setenta.

8 En el original en catalán: “Les Germanies van ser, tant al País Valencià com a l’illa de Mallorca, alguna cosa més que una simple revolta popular: van ser, de fet, un intent d’això que en termes moderns podríem anomenar revolució”.

9 “…un esclat d’ira col·lectiva, poc o molt fortuït, i amb l’únic perfil d’una suma de revenges personals… D’una banda, hi havia la lluita dels menestrals i d’un sector de la burgesia contra les oligarquies tradicionals, pel domini de les institucions del municipi; d’una altra, l’alçament de la pagesia contra els senyors territorials”.

10 El problema con este impuesto radica en que gravaba productos cuya exportación, como indica su nombre, estaba vedada, prohibida, fundamentalmente por razones estratégicas (armas, metales, pez, sebo, alquitrán…), y difícilmente se puede estudiar el comercio de exportación a partir de ellos, sin tener en cuenta los productos mayoritarios cuya salida del reino no estaba sometida a ninguna prohibición y, por tanto, no figuran en este tipo de fuente.