Memoria mínima en torno
a un cambio historiográfico: notas sobre el medievalismo español desde la Transición hasta finales de los ochenta

José María Monsalvo Antón

(Universidad de Salamanca)

Resumen

El autor realiza un estudio memorioso y transversal desde su vida personal y profesional de las transformaciones sufridas por el medievalismo en su país. Desde sus inicios en las épocas de estudiante de los años 70 y las primeras lecturas que le dejaron huella indeleble, describe la senda atravesada por la generación del 68, el impacto de las Actas de las I Jornadas de Metodología Aplicada de las Ciencias Históricas en Santiago de Compostela (1973) y el viraje tomado por el debate historiográfico entrada la década del 80. En una nutrida descripción y evocación de muchos historiadores, el autor nos explicita su particular visión de la transición historiográfica del medievalismo peninsular hasta fines de los 80.

Palabras clave: Feudalismo - Historiografía - Marxismo - Medievalismo español - Transición española

Minimal memory around a historiographical change:
notes on Spanish medievalism from the Transition
to the end of the eighties.

Summary

The author carries out a memorial and transversal study, from his personal and professional life, of the transformations undergone by medievalism in his country. From his beginnings in left-wing militancy as a student in the 1970s and the first readings that left an indelible mark on him, he describes the path followed by the generation of 1968, the impact of the Proceedings of the I Jornadas de Metodología Aplicada de las Ciencias Históricas in Santiago de Compostela (1973) and the turn taken by the historiographical debate in the 1980s. In a rich description and evocation of many historians, the author explains his particular vision of the historiographical transition of peninsular medievalism until the end of the 1980s.

Keywords: Feudalism - Historiography - Marxism - Spanish Medievalism - Spanish Transition


La amable invitación de Cuadernos de Historia de España para valorar los cambios en el medievalismo español del período de la Transición –en sentido bastante más amplio de la noción oficial– desde una óptica de la percepción personal me inclina a utilizar la primera persona. Quizá por ello estas páginas tienen más de “memoria” que de “historia”. Y para un período que se extendería desde 1976, el primer año sin Franco, que para mí fue mi entrada en la universidad como matriculado en la licenciatura en Historia en Salamanca, y 1990, fecha que cierra la década de los ochenta, y que en lo personal supuso mi acceso a una plaza de titular.

Tengo una idea más aquilatada de la década de los ochenta, más vivida profesionalmente desde dentro. Pero no me resisto a comenzar trayendo a colación las impresiones de mis años de formación.

I. Primeros contactos con el medievalismo

Durante el período 1976-1981 transité en la parte de abajo de la tarima, como simple estudiante. Los que conserven recuerdos directos de aquel lustro, que es nada menos que el de la Transición en sentido restringido, saben que fueron años muy intensos en la vida política y social española.

Hay muchos tópicos, no obstante, sobre aquellos años y el de una universidad “hiper concienciada” políticamente es uno de ellos. Hay que matizar. La universidad en la que yo ingresé en septiembre de 1976 y en concreto la recién creada Facultad de Geografía e Historia –segregada ya hacía poco de Filosofía y Letras– estaba bastante movilizada, es cierto. Más que en tiempos posteriores, sin duda. Cuando la visité por primera vez, aún antes de matricularme, estaba llena de carteles y pintadas. El curso 1976-1977 fue extraordinariamente emotivo. Los que pasaron por Salamanca saben que estoy pensando en “Anayita”, el aulario de la plaza de Anaya donde recibí mis primeros cursos, lugar de actividades “culturales, lúdicas y de protesta”, y hasta de “encierros” –yo mismo participé en alguno de varios días-, pero también un espacio en el que fue posible la transmisión del conocimiento, el debate académico y la adquisición de una buena formación. Entre los tópicos que circulan todavía señalaría el de la alta militancia política. Para mí, que fui militante del partido entre octubre de 1976 –todavía organizado en células ilegales, estadio orgánico previo a las agrupaciones– y el verano de 1977, cuando lo abandoné desencantado, la experiencia fue interesante, tanto como efímera. Ahora bien, la militancia no dejaba de ser una anomalía en un alumno universitario. En un curso de primero, como el mío, que superaba el centenar y medio de matriculados, tan sólo dos personas compartíamos esa afiliación concreta –incluso con un “carné” ilegal– en un partido que no fue legal hasta el sábado santo de 1977. Había en nuestro curso, además, un militante de otro partido –orgulloso de ascender de la “joven guardia” a la “organización revolucionaria de trabajadores”– y otras tres o cuatro personas más que, sin adscripción concreta, simpatizaban con la izquierda libertaria o radical. Esa escasa tasa de afiliación ¿ocurría sólo en primero? Me consta que no. Como nos conocíamos todos en el “mundillo”, no creo equivocarme si afirmo que la gente adscrita a alguno de los partidos de la izquierda era muy minoritaria también en otros cursos. El mundo de los profesores no lo conocía tan bien entonces. Pero por las inferencias que extraje en ese momento o poco después, puedo sostener que la situación era semejante. Quizá alguien esté pensando que en ciudades como Madrid las cosas eran de otro modo. Me temo que tampoco. Teníamos entonces relaciones e información de otras ciudades y los datos no desmienten tampoco ese diagnóstico de que los grupos implicados en los partidos pequeños de izquierdas eran muy minoritarios. Hacían ruido, pero eran pocos.

Probablemente había gran simpatía de la población universitaria de Humanidades hacia los aires de izquierdas o, más bien, “progresistas”, o “progres”. Pero en las aulas había también otras ideas, y posiblemente lo que predominaba era una abultada mayoría silenciosa. Casi tanto como en la sociedad misma.

He querido rememorar este tópico sobre el clima universitario de finales de los setenta precisamente porque hay bastantes similitudes en cuanto a la distancia entre la realidad y los discursos ex post facto que se han hecho y se hacen en relación tanto con el ambiente político de la Transición como con la historiografía.

Aclarada esta situación, aprovecho ya para destacar una de las virtudes que, en la formación intelectual, mi generación –o una parte de ella al menos– pudo recibir en las Facultades de Historia: se sabía deslindar en gran medida el campo de la acción y las opciones ideológicas. No se puede generalizar, pero esta capacidad de acotamiento y delimitación de esferas no era inusual. Pude leer unos años después la opinión de Perry Anderson, que consideraba una peculiaridad del marxismo occidental la separación entre la militancia política y el marxismo intelectual, parámetros entendidos en los países libres como variables independientes. Por otra parte, y como luego indicaré a propósito del medievalismo, tampoco había un predominio de profesores que precisamente destacaran por ese perfil ideológico.

Fueron las lecturas y la influencia de algunos profesores en concreto las que me hicieron decantarme por la Historia Medieval. Por lo que respecta a lecturas, ya en segundo en Historia Medieval I pude leer Guerreros y campesinos de Duby (1976), que acababa de ser editado en castellano. Confieso que quedé fascinado por aquel libro, que era capaz de captar todos los niveles de la sociedad medieval: estructuras y coyunturas, economía e ideología, dinámicas de largo y medio plazo, motores de la historia según la cronología –señores, campesinos, ciudades-, entre otras excelencias que no necesito ahora relatar. Pero, además, sin que fuera lectura obligatoria, me interesé por otro libro –que figuraba en el programa en una lista complementaria-, La civilización del Occidente medieval de Le Goff (1969). Recuerdo haber hecho un gran esfuerzo económico –y en mi caso no era poca cosa– para adquirir la excelente edición, bellamente ilustrada, de la editorial Juventud. Aparte de algunos manuales,1 estos dos libros de la Escuela francesa, que pude ya saborear en segundo de carrera, estimularon mi interés por la Historia Medieval. Otras lecturas en esos o en los siguientes años me ofrecieron otros flancos sobre la Edad Media que me permitieron tener una visión más completa: el debate coordinado por Hilton (1977) sobre la transición del feudalismo al capitalismo, la obra de este autor sobre la revolución campesina de 1381 o la obra sobre Transiciones al feudalismo de Perry Anderson (1979). Incluso pude acercarme ya en el segundo ciclo a libros de gran densidad como el de Guy Bois (1976), Crise du féodalisme. Al respecto tengo que recordar también la gran impresión que causaron en mí libros como el de Dobb (1976), escrito en 1946, pero publicado en 1976, el de Bajtin (1974), escrito en 1965, pero publicado en 1974, o tres libros publicados en 1981, aunque escritos en 1975, 1976 y 1978 respectivamente: Montaillou, El queso y los gusanos y Miseria de la teoría, de Le Roy Ladurie (1981), Ginzburg (1981) y Thompson (1981) respectivamente.

Se podrá observar en estas referencias –son sólo un botón de muestra– que era accesible una formación universitaria de calidad y actualizada. Los estudiantes, no todos claro está, discutíamos sobre las escuelas historiográficas, sobre marxismo y Annales. Algunos con obcecación juvenil percibían estas escuelas como algo incompatibles o excluyentes entre sí, lo que nos permitía a otros, me permito pensar que más sensatos, detectar dos especies de tribus intelectuales enfrentadas, la de los “sectarios” y la de los “exquisitos”. Por supuesto, había en la España de finales de los setenta, la previa a La Movida, otras “tribus” según las formas de vestir o la música –los que se aferraban a los cantautores, los que habitaban el edén del rock sinfónico, o los adoradores del folk –siempre que tuviera algo celta-, pero ahora me estaba refiriendo a fauna intelectual específica de los alumnos de Historia.

Por supuesto, además de las lecturas, influían en nuestra formación determinados profesores. En mi caso ocurrió en segundo de carrera, entre 1977-1978. Tuve la suerte de asistir a las clases de Paulino Iradiel. No estuvo al frente todo ese año lectivo, porque dedicó unos meses a preparar y examinarse de su adjuntía, que terminó obteniendo. Fue él quien nos puso en el programa el libro de Duby que, como acabo de decir, fue influyente en mi vocación. Afortunadamente, en quinto año pude volver a tenerlo como profesor en una optativa de especialidad. Con sus excelentes reflexiones sobre las estructuras agrarias e industriales o protoindustriales –en los ámbitos italianos y castellanos–, ponía muy alto el nivel de exigencia intelectual, justo el año en que preparaba ya su marcha a Valencia como catedrático de esa universidad.

Aparte de Iradiel, recuerdo especialmente en cuarto y quinto de carrera, en la especialidad de historia medieval, algunos otros profesores. Era el caso de las clases de Marcelo Vigil sobre teoría de la historia o algunas clases concretas –aunque sólo cuando se esforzaba– de José-Luis Martín Rodríguez. Con este, además, hicimos prácticas sobre libros de heredamientos, de arrendamientos y de visitaciones de aldeas del cabildo segoviano con las que él mismo y otros autores preparaban una publicación. El libro saldría ese mismo año,2 y las fuentes capitulares en que se basaba, y con las que trabajamos en el seminario, constituían unos materiales que sirvieron para que unos pocos aprendices de medievalistas nos adentrásemos en los secretos de la historia agraria medieval. Era como una especie de trabajo de campo con fuentes medievales. Teníamos la convicción de que aquella era la historia que había que hacer, analítica y cuantitativa, con esa magia que suponía descubrir cómo, a partir de un soso registro eclesiástico de 1290-1296, se podían construir interesantes gráficos, tablas y cuadros estadísticos de aranzadas, fanegas, porcentajes sobre cereales, tamaños de parcelas, reparto de los ingresos capitulares y todo tipo de datos de esta índole. Veíamos emerger una elocuente historia de paisajes agrarios y rurales, formas de explotación, distribución de la renta feudal o condiciones contractuales en el campo. Sin duda, ese contacto con aquella fuente y los materiales que trabajamos nos situaba en un umbral de conciencia de que esa era la historia de vanguardia.

Recuerdo también el monográfico de Salustiano Moreta, que se orientó a la historia de las mentalidades, toda una novedad entonces, y nos permitió autogestionar la asignatura, lo que a mí personalmente me llevó al arcipreste de Hita y a la literatura de protesta castellana. No pude recibir clases de José María Mínguez, que estaba entonces en Cáceres, ni de Ángel Barrios, quien, eso sí, poco después se convertiría en gran amigo personal.

II. Punto de inflexión y tendencias principales en los setenta y ochenta. De la “excepcionalidad” a la “normalización”; de la historia política a la historia social

Ya en los años ochenta, que para mí transcurrieron consecutivamente como becario FPI3 desde 1982, ayudante desde 1985, luego ayudante doctor y desde 1990 titular, los debates sobre el medievalismo tenían ya otro cariz. Fue una época de reflujo de la teoría en historia y de crisis de las grandes escuelas historiográficas. Interesaban más los problemas de la práctica profesional concreta. Es cierto que en el ámbito que me resultaba más próximo académicamente, el de los medievalistas castellanoleoneses, había cierto grado de discusión y contacto estrecho, sobre todo en los primeros años de la década, cuando se intentó crear un instituto de investigaciones medievales –luego no cuajó– de la región, en un contexto de fuerte sesgo de identidades regionales. Más adelante me referiré sucintamente a estas cuestiones relacionadas con las autonomías. Había un amplio conjunto de medievalistas de la región, los de Valladolid, un nutrido y magnífico grupo encabezado por Julio Valdeón, el grupo de Salamanca, impulsado por José Luis Martín Rodríguez al principio –se sumaron al departamento Mínguez y Martín Martín, regresados desde Cáceres–, o el de León, pequeño departamento animado por el joven catedrático Carlos Estepa. Un poco más abajo me referiré a los cambios generacionales de aquellos. Recuerdo cómo se abarrotaban algunas aulas salmantinas para escuchar algunas conferencias, entre otros, de Valdeón o de Estepa, las del primero empujadas por su gran oratoria –sobre la crisis del siglo XIV, los conflictos sociales o la señorialización bajomedieval, las del segundo sobre temas complejos y muy documentados–. Por supuesto, los contactos con el medievalismo profesional de todas partes a través de reuniones y congresos, como es lógico, se instalaron de forma habitual en esa década de los ochenta, que ofrecía ya en todas o casi todas las universidades españolas ese estándar de intercomunicación de la ciencia que es consustancial a la Universidad. La universidad u otras instituciones. Quiero destacar al respecto el CSIC,4 con alguno de cuyos miembros –Reyna Pastor, que aglutinaba en torno a sí un grupo de medievalistas altamente preparados– habíamos establecido contactos fructíferos a finales de la década.

Estas relaciones con otros entornos académicos no se sustentaban entonces en proyectos. Aunque estos empezaban a existir, no parecían necesarios. Recuerdo que Estepa dirigió uno de ámbito regional entre 1985 y 1988 sobre “Los territorios de Castilla y León”. Había además congresos, publicaciones en revistas –aún no se daba importancia a las revistas “indexadas”, los “cuartiles” y los “índices de impacto”-, dotaciones docentes y llegada masiva de todas las novedades historiográficas en varios idiomas. Por otra parte, fue quedando delimitada la condición de “medievalista”. La legislación de reforma universitaria de 1983 y 1984 obligaba a los profesores –catedráticos, titulares y contratados varios– a adscribirse a las áreas de conocimiento y estas formarían los departamentos. El Área de Historia Medieval era una de ellas y eso suponía que se tenía que hacer la carrera dentro de ella: las publicaciones se adaptaban a cada área, los tribunales de oposiciones los formaban los profesores del área, etc. La profesión quedó formalizada, por así decir. Claro que existían, ya con anterioridad, cátedras y plazas de Historia Medieval –Antigua y Medieval en algún caso-, todavía repartidas por un puñado de universidades, pero la explosión de centros y departamentos acaecida desde los años setenta y las reformas universitarias encauzaron el oficio de medievalista.

Pero ¿qué líneas habían seguido y seguirían los medievalistas españoles? Por la universidad, durante el franquismo, habían ido pasando algunas generaciones. Tras una primera hornada de catedráticos como Julio González, Ángel Ferrari o José María Lacarra, sus continuadores, que habían accedido a las cátedras en los cincuenta y principios de los sesenta, conformaron una generación que ha sido denominada “diluida” o “solapada”. Entre ellos, Luis Suárez Fernández, Antonio Ubieto, Salvador de Moxó, Eloy Benito Ruano, Juan Torres Fontes, Emilio Sáez y Ángel J. Martín Duque (1999), autor de esa calificación para estos historiadores (Monsalvo Antón 2021: 239-246). Era, en conjunto, una generación que se corresponde con un período en el que, quizá por las circunstancias históricas recientes, había todavía conciencia generalizada de la “excepcionalidad” de la historia de España, o “l’histoire de la différence”, tal como sostenía en un trabajo Denis Menjot (2009). Según este autor, durante mucho tiempo, la producción historiográfica giró más que en otras partes en torno a las diferencias, la singularidad de la historia de España. La identidad de esta durante la época franquista, no sólo en la universidad española sino también fuera –Sánchez-Albornoz y Américo Castro, que compartían una noción esencialista sobre la historia de España, aunque con argumentos diferentes-, incidía en este énfasis en lo peculiar de la historia española medieval (Rucquoi 1995,1997). No había incomodidad en ello. Incluso hubo en 1963 un célebre eslogan para promocionar el turismo que afirmaba que “Spain is different”. En realidad, en términos de praxis historiográfica de los medievalistas, la gran excepcionalidad a nuestro juicio se producía, con algunas excepciones, por el predominio excesivo de un tipo de historia jurídico-institucional o historia política tradicional, o en general, por una forma de hacer historia que se ha dado en llamar “positivista”. Casi todos los catedráticos de Historia Medieval anteriores a la generación del 68 hacían este tipo de historia. Y, si bien podría matizarse este aserto a propósito de alguno de ellos –Moxó sobre todo-, el aire imperante era ese.

Frente a ellos emergió a finales de los sesenta la llamada “generación del 68” del medievalismo español. No eran los primeros que hicieron estudios que se apartaban de la historia política y positivista. En plenos años sesenta –al margen de los trabajos de Reyna Pastor, que residía en Argentina-, Abilio Barbero y Marcelo Vigil –nacidos a principios de los treinta-, aparte de notables trabajos propios de cada uno de ellos, habían publicado entre los dos, concretamente en 1965, 1970 y 1971, algunas obras sobre la pervivencia de estructuras indígenas en el norte peninsular, la feudalización del reino visigodo, los cántabros o los orígenes sociales de la Reconquista. Fueron reunidos en un libro titulado Sobre los orígenes sociales de la Reconquista (Barbero y Vigil, 1974). Revolucionaban la historia de la Tardoantigüedad y Alta Edad Media y “deconstruían” –diríamos– la visión franquista de la Reconquista. La obra de estos autores –cuyo nacimiento coincidió con el de la II República– se valía del marxismo y de los más avanzados hallazgos epigráficos, fuentes documentales, cronísticas, etc. Ellos dieron la vuelta a esas temáticas. Ahora bien, su obra no había tenido impacto en el mundo del medievalismo hasta ese libro o incluso hasta su otro libro conjunto, La formación del feudalismo en la Península Ibérica, de 1978, donde redondeaban in extenso sus ideas. Aun así, Barbero, el medievalista del dúo, estaba durante los setenta casi “fuera de juego” entre sus colegas y siguió estándolo hasta muy avanzada la Transición. Debería considerarse que, con Barbero y Vigil, empezó el cambio. No les faltaban merecimientos. Y ello al margen de que muchas de sus tesis hace tiempo hayan sido revisadas y sean muy cuestionadas: el indigenismo, el matriarcado gentilicio, la continuidad entre visigodos y Al-Ándalus. Pero sus libros de 1974 y 1978 tenían una gran calidad y combinaban a la perfección datos y teoría, análisis de las fuentes y de los procesos sociales. En realidad, el cambio, desde el punto de vista procesual, no se dio con ellos entonces, sino que vino de la mano de la llamada “generación del 68”.

Esta generación estaba formada por autores algo más jóvenes. La denominación no fue en su momento reconocida como tal, ni portaba tal marbete, pero ahora puede servir para identificar un momento histórico del mismo. Sus integrantes fueron los que marcaron el proceso de normalización5 y de superación de la excepcionalidad española indicada. Obviamente, este cambio generacional no lo viví en su gestación, por razones de edad. Lo viví ya empezado. Y lo puedo valorar incluso apelando a recuerdos no demasiado lejanos de aquella coyuntura histórica, ya que tuve la suerte de haber departido con algunos de sus protagonistas sobre estas cuestiones, de conocer de primera mano su testimonio de cómo vieron ellos el cambio, además de percibir intelectualmente a finales de los setenta y a lo largo de los ochenta –en este caso ya centrado profesionalmente en el medievalismo–, como acabo de indicar, los efectos de los cambios que se atribuyen a la citada generación, o a la inmediatamente posterior.

La denominación “generación del 68” tiene, en efecto, sentido (Monsalvo Antón, 2021: 246-250). Nacidos en la época de la guerra civil o poco después, eran coetáneos todavía en plena juventud de las transformaciones que acaecieron en toda Europa –cuyo epicentro, un tanto tópico, fue el mayo del 68–, y estaban ya adecuadamente posicionados por edad como profesores de la universidad, por lo que pudieron acceder algunos de ellos en pocos años a cátedras de Historia Medieval. En concreto, entre 1966 y 1968 José Luis Martín.

nacido en 1936-, José Ángel García de Cortázar –nacido en 1939– y Julio Valdeón –nacido en 1939-, se hicieron respectivamente con las cátedras de Salamanca, Santiago y Valladolid, claves en los cambios. No sólo eran ellos y algunos otros catedráticos –mayor era Manuel Riu, en Barcelona desde 1968, menor Miguel Ángel Ladero, catedrático en La Laguna en 1971 y luego Sevilla-, sino también otros medievalistas de su edad o un poco más jóvenes que, como profesores adjuntos entonces, respiraban nuevos aires historiográficos. El abandono de la preponderante historia política era su mayor seña de identidad, junto a algunos otros rasgos que ahora indicaré en positivo. El acceso a las cátedras no fue tan traumático como pudiera parecer. Y resultaba difícil o casi imposible que las nuevas figuras denostaran a sus maestros o directores de tesis. Ocurría con José-Luis Martín y Emilio Sáez o con Julio Valdeón y Luis Suárez, estando estos últimos en las antípodas ideológicas e historiográficas. La generación del 68, sin que por ello renunciaran a sus objetivos de cambio, fue cortés y respetuosa en líneas generales hacia sus maestros y las tradiciones de la profesión. En realidad, ese fue también el talante, quien sabe si el secreto, de la transición española.

Además de los citados, otros profesores –algo más jóvenes o que ocuparon la cima de sus departamentos algo más tarde– fueron, en efecto, representando a lo largo de los setenta esta renovación: Isabel del Val Valdivieso, Salustiano Moreta, Javier Faci, Josep María Salrach, Emilio Mitre, Manuel González Jiménez, Emilio Cabrera, Mª. C. Quintanilla Raso, Antonio Collantes, Antoni Riera, Carmen Batlle, José Enrique Ruiz-Domènec, Miquel Barceló, Teresa Vinyoles, César Álvarez, Josefina Mutgé, María T. Ferrer, Manuel Sánchez, José Ignacio Ruiz de la Peña, José Enrique López de Coca, Cristina Segura, César González Mínguez, José María Mínguez, Ermelindo Portela, Carmen Pallares, Javier Fernández Conde, Carlos Estepa, Paulino Iradiel, Juan Carrasco, Salvador Claramunt, Isabel Falcón, Esteban Sarasa, Carmen Orcástegui o José Ángel Sesma, entre otros. Eran distintos entre sí pero, en conjunto, formaban una potente masa crítica universitaria que acabó por determinar la nueva orientación de estudios económico-sociales del “nuevo” –y efectivamente lo era– medievalismo en España.

Desde finales de los setenta y ya en los ochenta los citados empezaron a ser secundados por otros muchos, hasta nutrir un cambio generacional realmente amplio y ya consolidado a mediados de la década: J. F. Utrilla Utrilla, José Luis Corral, Milagros Rivera, Javier Pérez Embid, Ángel Barrios, María Asenjo, José Manuel Nieto Soria, Margarita y Enrique Cantera Montenegro, Fernando López Alsina, Eduardo Pardo de Guevara, José Ramón Díaz de Durana, Ernesto García, Rafael Peinado Santaella, Mercedes Borrero, Alfonso Franco Silva, Antonio Malpica, Manuel Espinar, Rafael Sánchez Saus, Manuel Acién, Ángel Galán, Miguel Rodríguez Llopis, Francisco Veas Arteseros, María Martínez Martínez, Santiago Aguadé, María Dolores Cabañas, Pablo Cateura, María Barceló, Eduardo Aznar, Carlos de Ayala, Yolanda Guerrero, Amancio Isla, Pascual Martínez Sopena, Jesús Martínez Moro, Juan Antonio Bonachía, Enrique Gavilán, Asunción Esteban, J. C. Martín Cea, Hilario Casado, Ricardo Izquierdo, Ángel Vaca, José Luis Martín Martín, Luis Miguel Villar, Antoni Furió, Enric Guinot, Isabel Alfonso Antón, Isabel Beceiro... Por citar autores –solamente españoles– que tenían ya una producción significativa hacia el ecuador de los ochenta, si bien buena parte de la obra de casi todos ellos se incrementó notablemente con posterioridad a esta fecha. También a partir de 1985 despegaba la producción de otros nuevos medievalistas, cuyo rastro no refiero ahora por falta de espacio.

Tampoco hago mención aquí a autores extranjeros cuya obra sobre historia medieval de España se sumó a los referentes nacionales: Pierre Bonnassie, Paul Freedman, Michel Zimmermann, Jean Gautier-Dalché, Marie Claude Gerbet, Pierre Guichard, Denis Menjot, Jean-Pierre Molenat, Béatrice Leroy, Adeline Rucquoi, Christian Guilleré, María Inés Carzolio, Carlos Astarita, Peter Linehan, Angus Mackay... No hay lugar para tratar este aspecto, pero debo decir que estos medievalistas extranjeros e hispanistas, de gran nivel, contribuyeron también de forma significativa a la normalización del medievalismo español.

Es evidente que no todos los autores hicieron aportaciones de primer orden, o al mismo nivel, obviamente. Pero resulta pertinente, me parece, la mención expresa a tantos nombres, y por eso la he hecho, ya que las propias magnitudes, en este caso un número alto y creciente de medievalistas profesionales, apuntaló un giro estructural en nuestro medievalismo. Si se pudiese aplicar a aquellos años algo parecido a la “Knowledge Doubling Curve” de Richard Buckminster Fuller nos sorprendería lo rápidamente que se alcanzaba la curva de duplicación del conocimiento en Historia Medieval. En España, desde luego, fue así. Pero el salto fue tan grande que no se limitó solo a una alteración de volumen o cantidad. Las magnitudes propiciaron o favorecieron un cambio cualitativo. Porque, ya se sabe, los cambios cuantitativos pueden acabar transformándose en cambios cualitativos.

Esta consideración parece aconsejar relativizar el peso que pudo tener en la creación de tejido sólido de medievalismo profesional un factor como el impulso voluntarista de un puñado de historiadores, por muy vanguardistas que fueran sus aportaciones. A veces se tiende al hacer historia intelectual a sobredimensionar este factor de los grandes nombres. Hay que reconocer, sin embargo, que han de cobrar fuerza en la explicación del cambio los elementos procesuales puramente empíricos. Y aquí es donde entra en juego este aumento sustancial del número de medievalistas profesionales. Porque hay que recordar que, estas nuevas generaciones de medievalistas, contaban durante la Transición y después con el marco y los instrumentos adecuados y sostenibles. En efecto, la producción tan abundante de aquellos años –incluso poniendo el corte final hacia 1985– iba unida a la citada reforma universitaria, a un incremento de tesis doctorales6 y a un fuerte aumento, tendencialmente hablando, de las plantillas, que estaban incorporando bastante gente joven, entre otros factores. Proyectos financiados no había, o apenas, y la realidad demuestra que varias generaciones de medievalistas no los necesitaron. En cualquier caso, el aumento espectacular de la infraestructura y las dotaciones garantizarían desde esa década de los ochenta el auge de lo que era la “nueva historia” de la Edad Media española.

Pero ¿qué aportaban como prioridades temáticas y de enfoque estos medievalistas nacidos entre finales de los treinta y mediados de los cincuenta? Apuntábamos antes que desplazaron el predominio de la historia política, institucional o positivista. Esto es indudable. El gran descubrimiento de estas generaciones fue el de la historia económica y social y, en algún caso –esto era minoritario– un interés por las cuestiones teórico-metodológicas del medievalismo que eran consustanciales con las nuevas corrientes. Quizá podría ponerse como punto de no retorno de los cambios las I Jornadas de Metodología Aplicada de las Ciencias Históricas, celebradas en Santiago en 1973 y cuyas actas se publicaron en 1975.7 El segundo volumen se dedicó a la Historia Medieval y aparecían entre sus ponentes una parte significativa de la ‘Generación del 68’ y los nombres que venían justo detrás, representativos de los nuevos tiempos.

Las Actas de Santiago fueron uno de los referentes de aquellos años. También, un poco antes o un poco después, se publicaron las primeras obras de impacto que elevaron el listón de la calidad del medievalismo español. Podrían citarse, entre los trabajos hasta finales de los setenta que queremos resaltar: la tesis sobre el dominio de San Millán de García de Cortázar (García de Cortázar, 1969), el estudio sobre la industria textil de Paulino Iradiel (1974), el libro sobre los conflictos sociales de Valdeón (1975), la tesis de Estepa sobre León (Estepa Diez, 1977), el citado libro sobre la formación del feudalismo de Barbero y Vigil (1978) y, ya en el umbral de la nueva década, la tesis de la argentina, ya entonces afincada aquí, Reyna Pastor (1980).

Es una pequeña selección de títulos, sin rebasar 1980, a los que seguirían luego otros correspondientes a la producción de muchos de los autores antes citados, cuyo rastreo alargaría mucho estas páginas. El giro historiográfico tenía ciertas peculiaridades. En el apartado siguiente hago algunas consideraciones sobre la presencia en los estudios españoles de algunas escuelas historiográficas. Pero quedémonos aquí con la evidencia del gran cambio, cuantitativo y cualitativo, que supusieron los años setenta, continuados por los ochenta, en el medievalismo. Fue sin duda a partir de esa época, según avanzaba la segunda de estas décadas, cuando puede decirse que triunfó ya en el medievalismo español esa aludida “normalización” con respecto al pasado, pudiendo darse por superada la etapa anterior.8

III. Otras pinceladas sobre “escuelas” y “fronteras”

Esta normalización y cambio generacional fueron el fenómeno más destacable en la evolución del medievalismo. Hay espacio aún para ofrecer unas breves reflexiones, en forma de pinceladas, sobre otros fenómenos concomitantes que acompañan el proceso de cambio. Se refieren, en concreto, a la consideración hacia algunos maestros de referencia anteriores a la Transición, a la influencia –o no– del marxismo y otras escuelas históricas y al fuerte arraigo de perspectivas regionales en el medievalismo de aquellos años.

Con respecto a lo primero, llama la atención el escaso reconocimiento, de facto, que se dio a Sánchez-Albornoz en España entre 1976-1990, teniendo en cuenta que es el padre del medievalismo español.9 Su polémica con Américo Castro –este sólo interesaba a hispanistas y filólogos– llegaba ya muerta a ese período. Tampoco eran los tiempos propicios para concepciones metafísicas de la historia, como las que sostenían a estos y otros autores. Pero Sánchez-Albornoz había sido y era mucho más que eso. Había escrito obras señeras, había fundado una escuela de medievalistas en Argentina y, con la democracia, todo sugería que desde las nuevas generaciones de medievalistas se rescataría fervientemente a la más insigne figura intelectual de los exiliados. Aparentemente, sí se le rendía tributo. Pero en la práctica su influjo en aquellos años no existió o fue considerado negativo. Las nuevas generaciones, comenzando por la generación del 68, le consideraban “positivista” en el sentido peyorativo. Y tampoco perdonaban al abulense que hubiese trasladado sus convicciones católicas a la interpretación de la Edad Media hispánica, ni gustaba su noción de una Reconquista –como leitmotiv de la Historia de España– que precisamente ellos estaban intentando demoler, como si esta categoría –todavía hoy un concepto polémico– fuese algo así como un constructo franquista. Tampoco se aceptaba una noción esencialista de España y hasta de los españoles –don Claudio creía en un “temperamento” español, cuando ya buena parte de los españoles no querían serlo, al menos de una forma tópica-, ni maridaba bien con los tiempos su desdén hacia la contribución histórica de las minorías y las otras religiones hispánicas medievales, al negar una interculturalidad que ellos, es decir, los jóvenes del 68 y sus inmediatos continuadores, no podían asumir. En cierto modo, los medievalistas de la Transición y los siguientes se dejaron llevar por la simplificación –y al mismo tiempo ardid– de resaltar ‘solamente’ el Sánchez-Albornoz polemista y cuasi ensayista –el de España, un enigma histórico-, olvidando deliberadamente al historiador especialista en el Reino de Asturias, las pequeñas propiedades de la cuenca del Duero o las instituciones sociales hispánicas. Porque en ese juego tendrían que haber entrado de lleno en su obra y habrían tenido que estudiar, evaluar e integrar el legado profesional del sabio abulense. Se usaron sus trabajos poco y sólo para sentenciar como obsoletas sus apreciaciones más controvertidas. Al igual que hizo el establishment oficial de la Transición, al que convenía rehabilitar al Sánchez-Albornoz republicano y figura exterior –y por eso los premios oficiales y por eso la bien dotada Fundación Sánchez-Albornoz-, los medievalistas de la generación del 68 y sus continuadores reconocieron formalmente al maestro. Incluso algunos habían leído parte de su obra –algo que desde los ochenta dejó casi de hacerse entre los medievalistas-, y algunos también incluso citaban alguna de sus obras, casi por obligación. Pero, a pesar de esto y aunque su nombre habitó la espuma de lo oficial,10 en la práctica estos historiadores lo expulsaron del panel de sus referencias y, hasta cierto punto, trataron su figura con cierta condescendencia. Por otra parte, Sánchez-Albornoz, cuyos últimos trabajos ya habían coincidido con la primera producción de los miembros de esas nuevas generaciones de medievalistas, no los citaba ni tenía en cuenta, con alguna excepción, como las diatribas a Barbero y Vigil. Eso también les molestaba.11 Uno está tentado a pensar que podría aplicarse aquí la metáfora que empleó Felipe González a propósito de él mismo, o de los ex-presidentes del gobierno en general: que son como jarrones chinos, objetos valiosos de delicada y exquisita belleza, pero que no se sabe dónde colocarlos. Algo así podría haber sido la relación de la generación del 68 con Sánchez-Albornoz. Lo cierto es que, en la Transición, Sánchez-Albornoz estaba fuera de los referentes de los medievalistas en auge, que preferían vincularse historiográficamente con los grandes maestros franceses, como Duby o Fossier. José Luis Martín Rodríguez o García de Cortázar se sentían más cómodos con estas referencias– y, en muy pocos casos, aceptando además influencias marxistas, en este caso ya muy atemperadas.

Reyna Pastor, que a pesar de haber nacido argentina sí puede ser objeto de referencia en estas páginas –desde que era residente en España-, tenía con respecto a Sánchez-Albornoz otra perspectiva. Lo decía ella misma en una entrevista no muy lejana (Rodríguez López, 2018), pero también tengo un recuerdo personal de ello. Aceptaba en su formación el magisterio de su maestro,12 pero también el de José Luis Romero, si bien se situaba ella misma más bien en una tradición europea que bebía sobre todo de los maestros franceses, especialmente Bloch o Duby, y de uno británico, Hilton. El reconocimiento expreso hacia este último es interesante, ya que era el más destacado de los medievalistas marxistas europeos. Hay que preguntarse precisamente por la influencia del marxismo en aquellos años. Ello es así porque se tiende a pensar que había una gran influencia del marxismo entre los medievalistas españoles. Hay opiniones en este sentido (Rucquoi, 1995, 1997; Aurell, 2005: 212; 2008: 71). No es esa la impresión que tengo. Lo que en realidad destacaba en aquellos años era el predominio de los estudios económico-sociales. Pero era mucho mayor que la de los marxistas, la influencia de la escuela francesa.13

Es cierto que la historia de las mentalidades, estandarte de la tercera generación de Annales, y al margen del giro del tournant critique, no tuvo en España la emulación que podría esperarse, ni en aquellos años –con algunas excepciones14– ni tampoco después.15 Pero nos estamos refiriendo a la investigación, porque los libros de los grandes maestros annalistas de los setenta y ochenta sí se leían y se comentaban en las aulas. Pero, por las razones que fuera, no se generaron líneas de investigaciones que siguieran esa forma de hacer historia. Quizá Annales ha sido en rigor un cetro glorioso, pero muy genuino, de París y, un poco por irradiación, de Francia, pero cuesta verlo reinando fuera de esa corte. Por otra parte, la orientación económico-social de los estudios de los años setenta y ochenta en España no equivale a un predominio del marxismo. Es incluso vulgar identificar ambas cosas. El citado caso de Reyna Pastor no era en modo alguno entonces típico del panorama español. Desde que recaló en 1987 en el CSIC y pudo rodearse de un brillante grupo de amigos y colaboradores –comenzando por Isabel Alfonso-, desde allí, en lo que era entonces el Centro de Estudios Históricos, se desarrollaron contactos con diversas escuelas y grupos internacionales, entre otros los ingleses, marxistas o no, desde autores como Chris Wickham o Chris Dyer hasta generaciones más jóvenes. Pero también se abrieron a otros autores y grupos, porque precisamente el núcleo de medievalistas del CSIC –al que se incorporó Estepa ya en 1990 y que poco después contó también con un plantel importante de nuevos medievalistas de primer nivel– destacó por una cultura muy firme de vanguardia y de internacionalización del medievalismo. Pero ¿y antes, en aquellos años 1976-1990?

El libro de Reyna Pastor sobre Resistencias (Pastor, 1980) era excepcional en su época. Como también lo era el de Barbero y Vigil, de 1978 antes citado. Pero por entonces ni Barbero ni Reyna Pastor, los más próximos al marxismo de la época, tenían una posición consolidada en el medievalismo. Esta última ni siquiera estaba en la Universidad. Y con respecto a Abilio, no pocos testigos relatan que se hallaba arrinconado en su entorno. Y así fue hasta muy avanzada la década de los ochenta. En la propia introducción de La formación del feudalismo los autores sostenían que defender unas tesis como las suyas en torno al feudalismo –y la Reconquista, o sobre tantas otras derivadas– les podría traer problemas, pero se mostraban dispuestos a afrontarlo:

Sabemos que el nadar contra corriente en una disciplina de hábitos tradicionales tan arraigados como es la historia, no favorecerá nuestro futuro profesional. Sin embargo (...) teníamos el deber de utilizar la mayor libertad de expresión que ahora existe, aun conociendo las consecuencias poco favorables que esto puede acarrearnos…16 (Barbero y Vigil, 1978: 20).

Con respecto al nutrido sector de medievalistas que publicaron entre 1976 y 1985, es cierto que, en conjunto, acogieron nuevas atmósferas intelectuales y luego pudieron ir incorporando historiadores más jóvenes, sobre todo desde las cátedras, entonces influyentes en el reclutamiento del profesorado, aunque cada vez más podían apoyarse en exigentes becas de investigación que el Ministerio otorgaba a los alumnos destacados. Evidentemente hubo una pugna generacional, que protagonizó la generación del 68 –y los inmediatamente continuadores–17 y que tuvo el éxito de desplazar el predominio de la escuela de historia política-positivista anterior. Lo he destacado antes. Pero que no se interprete que era una generación de marxistas. No lo era en rigor.18 El marxismo era una corriente reconocida en Europa, pero no era muy relevante intelectualmente en el medievalismo español. ¿Y cuántos de los autores y profesores universitarios antes citados, los que escribieron entre 1976 y 1985, se adscribirían a esa escuela? Además de Reyna Pastor o Abilio Barbero, ¿quiénes? ¿Julio Valdeón?, ¿Moreta?, ¿Mínguez?, ¿Salrach?, ¿un poco más tarde Barros?... No puedo contestar a esta pregunta, pero sospecho que no serían muchos los que no se sentirían incómodos si se les calificase como marxistas. En todo caso, la aceptación del marxismo como influencia, su no estigmatización, o su incorporación como una más, entre otras, de las corrientes historiográficas, como actitud abierta, sí estaba más extendida. Aunque las categorías marxistas fueron una influencia positiva en muchos estudios de la época, su uso –en grado diverso, normalmente escaso– no definía a los medievalistas como profesionales, porque el debate sobre marxismo y antimarxismo, que sí existía, y que incluso generaba tensiones, quedaba fuera del grueso de las preocupaciones prácticas del trabajo del medievalista. Y esto se une al hecho de que no sea posible clasificar a los autores dentro o fuera de una determinada escuela. No sin una extremada precaución y miles de matices. He sostenido que algún autor –lo he concretado en alguna semblanza a propósito de Carlos Estepa– superaba la falsa dicotomía de marxismo-no marxismo y lo hacía “por elevación”. Por ejemplo, en una ponencia extensísima de este autor sobre las categorías del feudalismo castellano leonés publicada en 1989 (Estepa Díez,1989) proponía unas categorías determinadas sobre el feudalismo, que no voy a detallar aquí, y unos procesos de formación para los siglos IX-XII explicados y referenciados en nada menos que 374 notas plagadas de información de documentos. Leyendo esta ponencia, ¿se puede alguien preguntar si la concepción del feudalismo de Estepa era “amplia” o “restringida”, “institucionalista” o de “historia social”?; ¿era un estudio marxista o no lo era, ya que no parecía emplear la dinámica de la lucha de clases en su interpretación, ni usaba terminología al uso?; ¿acaso sería braudeliano porque jugaba con diferentes estructuras temporales?... El absurdo no es tanto pensar si los debates se producían o no sobre escuelas y tendencias como pretender etiquetar rígidamente a los medievalistas en escuelas y tendencias. Por eso digo que, en ese caso, superaba la polémica del marxismo “por elevación”, sin adherirse expresamente a una determinada postura sobre esta corriente, pero sin excluir las mejores aportaciones de la misma del conjunto de influencias intelectuales. Y así han venido operando, pienso, los mejores medievalistas.

¿Hasta qué punto no eran forzadas, podemos pensar, esas taxonomías sobre escuelas y corrientes en aquella época, al menos en relación con la práctica investigadora? En mi tesis doctoral, defendida en el año 1987 y que trataba sobre el sistema concejil en Alba de Tormes, yo utilizaba categorías tanto clasistas como estamentales, las primeras invisibles y relativas a relaciones sociales objetivas –campesinado, terratenientes y ganaderos locales...– que situaba en el llamado “entorno material del sistema”, y las segundas categorías formales, aplicables a los grupos organizados –linajes, caballeros, pecheros...– que constituían el entramado de grupos que actuaban como actores en el sistema concejil. Al integrar todas las relaciones y la toma de decisiones en un sistema –donde era axial el proceso político concejil– y hacer compatibles las distintas ubicaciones y roles en relación con el sistema, ¿no estaba acaso obligado, como así hacía, a emplear variables de historia económica –como la propiedad agraria en la comarca estudiada, o el funcionamiento del mercado-, pero al mismo también otras de historia institucional –el Regimiento, las alcaldías, el régimen fiscal...–, incluyendo, además, categorías de mentalidad y organización –agrupamiento voluntario de caballeros en linajes suprafamiliares, asambleas de vecinos, luchas legales empleadas por unos y otros en las sesiones del concejo–, o de cultura política, en concreto para entender cómo se tomaban las decisiones, pues estas estaban condicionadas por la memoria del sistema y la conciencia de los actores sociales y políticos. Entonces, ¿cabía preguntarse si la tesis era de historia económica o si trataba la historia de la acción social o institucional? Yo no sabría decirlo. Si situaba en planos distintos las clases y los estamentos, pero todos con un papel en el sistema, ¿cómo clasificar la obra? ¿Era marxista, antimarxista? La pregunta no cabe. Y si las cuestiones agrarias locales las analizaba yo en tres partes de la tesis, primero como relaciones sociales –entorno–, luego como objeto de la toma de decisiones –sistema– y finalmente como efecto en el medio –orientación de las decisiones tomadas–, entonces, ¿es correcto preguntar si la propiedad y la agricultura eran una condición objetiva o infraestructura y las instituciones una superestructura, o en realidad no era aplicable esta dicotomía? Y como en la tesis analizábamos los flujos que llegaban a un concejo desde el poder señorial y monárquico, ¿era una tesis de tema local, o se entendía en el contexto del poder monárquico o señorial? Y si recurría a teorías y métodos de la antropología política y la ciencia política, como la propia noción de sistemas o de poder difuso ¿cabe entonces concluir que no era una tesis de historia medieval? Lo que quiero decir con estas preguntas o paradojas, y por ello me he remitido aquí a ese rastro personal de mi propia experiencia investigadora –algo en lo que no quería entrar, dicho sea de paso–, es que intentar clasificar o etiquetar la producción del medievalismo puede resultar reduccionista y mistificador, que pretender ubicar dentro de determinadas escuelas o enfoques muchos de los trabajos de investigación histórica es adulterar la complejidad de los instrumentos intelectuales empleados en la producción del conocimiento, en este caso de historia medieval.

¿No son las escuelas historiográficas constructos sobre los que asentar discusiones que pueden ser interesantes, sí, y que tienen un trasfondo real, cierto es, pero que resultan poco operativos para el ejercicio del oficio diario del medievalista? ¿No son acaso las escuelas como las esclusas puestas en un curso de agua que un buen vadeador puede perfectamente franquear sin ayuda ninguna? ¿No son preferibles las ideas a las ideologías, los métodos efectivos a los prejuicios de las escuelas, las hipótesis originales a las rutinas precocinadas de las escuelas al uso?

No creo que entonces percibiéramos las cosas de forma tan descarnada. Pero sí intuíamos que algunos debates resultaban impostados o artificialmente sobredimensionados. Los debates sobre el marxismo, o sobre otras escuelas, podían existir y existían, sin duda. Entonces eran abordados en las aulas y en las charlas de café, lo que ahora –y diría, desgraciadamente– ya no ocurre. Pero hay que reconocer que tales debates eran bastante autónomos respecto de la praxis historiográfica y que apenas condicionaban ésta. Por otra parte, y afrontando la pregunta sobre ese posible peso del marxismo en aquella época, no puedo menos que recordar la convicción, que teníamos muchos, de que los historiadores más próximos al marxismo, o que utilizaban categorías marxistas abiertamente y rechazaban las que no encajaban con ellas, “de haberlos”, eran una rotunda minoría entre los cuerpos de profesorado universitario de Historia Medieval, como se indicaba antes. Pero esto en el fondo, visto con perspectiva, no importaba tanto como podía pensarse entonces. Los medievalistas de los ochenta, en efecto, unos con mayor talento que otros, claro está, apoyaban sus investigaciones en el trabajo sobre las fuentes históricas –todas las tesis tenían detrás trabajo con fuentes originales de archivo–, en diversas metodologías y técnicas de investigación. Muchos autores, quizá la mayor parte, no se complicaban la existencia o “perdían el tiempo” con metodologías innovadoras, es cierto. O se refugiaban en un eclecticismo refractario a la teoría. Y también es cierto que gran parte de la producción, como he indicado antes, se centraba de facto en cuestiones puramente empíricas de historia agraria –precios, producción agrícola o ganadera-paisajes rurales, poblamiento, conflictos y mercados urbanos, rentas o fiscalidad. Y que, cuando topaban en sus estudios con problemas relacionados con el poder, no solían hacer una historia social de las instituciones o de contextualización del funcionamiento político, sino que se remitían a los esquemas jurídico-institucionalistas propios de la historia del derecho, en un característico reparto tácito del territorio científico (Monsalvo,1995).

Estos sesgos derivaban a menudo de la elección de una marco determinado –un señorío, un concejo y su tierra, unos registros decimales o de propiedades, una determinada zona o distrito comarcal o regional...–, cuyo análisis venía condicionado por el tipo de información que contenían las fuentes de los archivos: documentación diocesana, municipal, nobiliaria, judicial... Siempre fuentes documentales. Porque, así era, los medievalistas no manejaban entonces apenas –había excepciones, como las de Moreta, José-Luis Martín o Ruiz-Domènec– fuentes literarias o textos no documentales, escritos doctrinales o imágenes, dejando en manos de filólogos, historiadores de la filosofía, de la Iglesia o del Arte temas que, en cambio, en París sí se integraban en las agendas de los historiadores annalistas. Esta sí era una gran diferencia. Pero también es cierto que, aun con estos déficits y con ese predominio de los temas socioeconómicos, el medievalismo español estaba aportando novedades importantes en el estudio de las relaciones de poder, de los procesos de formación de grupos sociales, de las dinámicas sociopolíticas que se daban en ciudades o aldeas, de las especificidades detectadas en la conflictividad social –movimientos antiseñoriales, pero no campesinos, peculiaridades del antisemitismo...– y de otros tantos temas donde los medievalistas españoles no eran inferiores a otros, o al menos eran capaces de llevar a cabo interpretaciones y enfoques que no tenían nada que envidiar a la historiografía francesa o anglosajona, por ejemplo. Sí es cierto que no hacían historia de las mentalidades al modo de l’École. Ni manejaban catecismos, textos narrativos o armoriales con la soltura de otros colegas extranjeros. Pero, fuera de las dimensiones de la historia de las mentalidades, o cultural en general, sí hacían contribuciones notables y originales. Y, en conjunto, puede decirse que la eclosión generacional, el despegue de dotaciones universitarias y una producción masiva de tesis consiguieron cambiar el rumbo o “normalizar” –hemos aceptado decir– nuestra disciplina.

La última pincelada se refiere al fuerte sesgo regionalista, o localista, que adquirió el medievalismo en aquellos años, que afortunadamente no fue maximalista ni irreversible. Los que vivimos aquellos años fuimos testigos del furor autonomista. Entre los miembros insignes de la generación del 68 de Castilla y León, José Luis Martín Rodríguez y Julio Valdeón fueron impulsores de primera línea de instituciones culturales y políticas castellanoleonesas ligadas al nacimiento de Castilla y León, así como polemistas activos. Todavía recuerdo cómo José-Luis Martín y Valdeón tuvieron presencia destacada, acompañados de miles de jóvenes de entonces, que disfrutábamos –nosotros, por supuesto, sin mezclarnos con el staff de los organizadores y asistentes vip– de la nueva fiesta popular de los pendones, entre dulzainas y tamboriles, en las campas de Villalar de los Comuneros en aquellas primeras movilizaciones festivas de 1977 y 1978. ¡Qué entusiasmo mitinero el de Julio Valdeón! ¡Qué curso acelerado de conciencia autonómica se ponía a disposición de los jóvenes de la región! Pero esta euforia político-cultural afectaba también al medievalismo. Entre 1982 y 1986 se publicó una Historia de Castilla y León, a cargo de la editorial Reno con 10 lujosos tomos en tapa dura. Más valiosa para mí era la Historia de Castilla y León, también con 10 volúmenes menos voluminosos que publicó la editorial Ámbito en 1985, con tres dedicados respectivamente a la Alta, Plena y Baja Edad Media –Estepa, Martín Rodríguez y Valdeón–, que tuvo un gran éxito (Estepa Diez, Martin Rodríguez, Valdeón et al., 1985). Eso ocurría en nuestra extensa y recién constituida Comunidad Autónoma de Castilla y León, resultado administrativo, por otra parte, de los restos que dejaron sueltos algunos territorios que supieron en la Transición ver reconocida una identidad propia, como ocurría con La Rioja o Cantabria, antiguas provincias de Logroño y Santander en la antigua demarcación regional de Castilla la Vieja, y tras fracasar también el proyecto de León solo. Procesos semejantes a los de nuestra autonomía, con esa misma profusión de historias regionales, se dieron en las demás. Y supongo que también en ellas disfrutaron de esas nuevas mitologías de identidades regionales con que nos premiaba la joven democracia española. Entonces no veíamos tanto los inconvenientes. De modo que en los ochenta –a veces incluso antes– proliferaron las “historias” de Asturias –sacó Ayalga sus 10 volúmenes en 1977, con el tomo de Alta Edad Media a cargo de Benito Ruano y Fernández Conde y el de Baja a cargo de Ruiz de la Peña-, historia de Andalucía, de Cantabria, de Extremadura... No digamos ya las de las autodenominadas autonomías “históricas” –Cataluña, País Vasco y Galicia–, que al alardear de esa condición y mirar a las demás por encima del hombro parecían negar que las demás tuvieran una historia propia. Evidentemente, las publicaciones regionales, como las citadas de Castilla y León –pero lo mismo ocurría con Extremadura, Aragón, Asturias o cualquier otra–, no sólo desmentían ese apriorismo supremacista del nacionalismo periférico, sino que ofrecían argumentos para presumir de un pasado no sólo más antiguo, sino más denso e importante que el de las demás autonomías. A nivel algo más reducido, las identidades colectivas se afianzaban también en torno a las provincias, comarcas o veguerías. La perspectiva de Historia de España, medieval o de cualquier otra época se diluyó como un azucarillo. Los apriorismos regionalistas no eran todos tan rancios como los del nacionalismo español del régimen anterior, pero llevaban dentro el huevo de la serpiente. Hay que decir, no obstante, que, dado que estas nuevas historias regionales, provinciales o comarcales adaptadas a la organización territorial administrativa de la España de la Transición no estaban ya redactadas por cronistas locales o eruditos, sino por historiadores profesionales –aunque no siempre, eso es cierto–, las glorias del pasado de cada región no recaían ya –o no sólo– en las victorias del Cid, Guzmán el Bueno o Agustina de Aragón, sino que se asumían los puntos de vista de la nueva historia. Así, empezamos a descubrir las enormes singularidades del “feudalisme mediterrani”, o el del Maresme, o el “extremadurano”, que también lo había, o la pervivencia de las comunidades de valle cantábricas, o de la originalidad de la “nobleza asturiana”, o el de la “señorialización onubense”. Habían cambiado bruscamente los ámbitos de estudio y, un poco a la vez, los argumentarios de los discursos historiográficos.

En las mejores tradiciones del medievalismo europeo del siglo XX muchos estudios se apoyaban en ámbitos espaciales históricamente congruentes –regionales, o bien una diócesis, o una cuenca fluvial, o un ducado, o una ciudad, o un señorío...–, y en parte esta saludable tradición sí la recogieron los nuevos medievalistas españoles. Pero había, al menos en los ochenta, un incentivo excesivo a la hora de hacer coincidir los contenidos históricos con los marcos contemporáneos, los de la provincia o la autonomía. Los efectos de estas perspectivas, aunque no dramáticos, todavía perduran (García de Cortázar, 1999, 2009) aunque con el paso del tiempo se han ido atemperando. Además del olvido de perspectivas más amplias –no sé si una idea de la Historia de España sería hoy día operativa– se han adoptado como temas y ámbitos de investigación espacios a veces incongruentes. Y tan importante como eso es que, durante décadas, nos hemos ido desenvolviendo en capillitas hasta el punto de que el interés de un estudioso de otra comunidad autónoma o extranjero –de Madrid, de Buenos Aires, de Francia– por la historia de Cantabria, de Ávila o de León haya sido percibido por algunos como una intromisión intolerable. Este problema se encuentra también cuando hay autores que patrimonializan, como si fueran suyas, unas determinadas fuentes u obras, considerando asaltantes ilegítimos a quienes irrumpen en ese campo que han delimitado arbitrariamente como propio. Pero, sin duda, son el excesivo regionalismo y la abusiva compartimentación geográfica las expresiones más evidentes de estas imposturas excluyentes derivadas de la actual estructura estatal. Y eso, y es preciso reconocerlo, también nació en los años setenta y ochenta.

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» Valdeón, J. (1975). Los conflictos sociales en los reinos de Castilla y León en los siglos XIV y XV. Madrid: Siglo XXI.


1 Se hace referencia a García de Cortázar (1973), Martín Rodríguez (1976).

2 El autor se refiere a la obra de García Sanz, Martín Rodríguez, Pascual y Pérez Moreda (1981).

3 Formación de Personal de Investigación.

4 Consejo Superior de Investigaciones Científicas.

5 Jaume Aurell ha hablado de una “segunda normalización” de la historiografía española –la primera se habría producido en las décadas anteriores a la guerra civil– en referencia a la homologación con las corrientes historiográficas europeas (Aurell, 2009: 209).

6 Entre 1976 y 1985 se leyeron 114 tesis de historia medieval en España. Cf. Martínez Martínez (2006: 60-68).

7 Actas de las I Jornadas de Metodología Aplicada (1975).

8 No obstante, el medievalismo español mantuvo algunas peculiaridades que no desaparecieron con el tiempo. Cf. Monsalvo Antón (2021: 296-305).

9 Además de la implantación de una potente escuela de Historia de España en Argentina. Cf Astarita (2003, 2008).

10 Tuvo durante la Transición y después homenajes y reconocimiento por parte de las instituciones públicas. Y la Fundación Sánchez-Albornoz, –respaldada por las diputaciones de Ávila, León, el Principado de Asturias y, más tarde, la Junta de Castilla y León-, organizó once magníficos Congresos de Estudios Medievales desde 1987 hasta 2007, materializados en sendos once libros de actas publicadas entre 1989 hasta 2009.

11 Es muy interesante al respecto un opúsculo –por otra parte, bastante equilibrado y respetuoso– que escribió José-Luis Martín sobre la figura de Sánchez-Albornoz.

12 Y otorgaba valor real a su obra, como puede apreciarse en trabajos suyos: Pastor (1989, 1998-2000)

13 Ladero, 2002; Martínez Sopena, 2004.

14 Hay que destacar que en 1990 Carlos Barros publicaba en Siglo XXI un interesante libro sobre La mentalidad justiciera de los irmandiños. A partir de documentación judicial de principios del siglo XVI no sólo planteaba un interesante análisis en torno a la memoria histórica –el recuerdo de la revuelta irmandiña sesenta años después– sino que se conjugaba un enfoque propio de la historia social, sin escamotear perspectiva marxista del análisis del conflicto, con la aplicación del discurso historiográfico de la historia de las mentalidades “annalistico modo”, podríamos decir. No obstante, la de Barros era una obra atípica en el panorama de la época. Cf. Barros (1990).

15 Se puede considerar una de las debilidades que arrastra el medievalismo español. Cf. Monsalvo (2021: 250, 301-304).

16 Barbero y Vigil (1978: 20). Esto sólo podía referirse a la posición universitaria de Barbero, ya que Vigil era catedrático de Historia Antigua y muy valorado en su medio. Pero la situación de Barbero no era esa. Gonzalo Anes, que fue amigo tanto de Barbero como de Reyna Pastor, conoció bien –y lamentó– esta relativa marginalidad de ambos en el panorama académico de la época, hasta mediados de los ochenta al menos.

17 Cf. supra, donde se mencionan varias decenas de nombres.

18 Claro que es opinable. Cf. supra. nota 11.