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Los “requiebros amorosos” en tres Novelas ejemplares de Cervantes

René Aldo Vijarra

Universidad Nacional de Córdoba, Argentina
renevijarra@hotmail.com

Recibido: 28/7/2020. Aceptado: 19/11/2020.

Resumen

Cervantes en el Prólogo a sus Novelas ejemplares construye una imagen de sí mismo y sostiene con orgullo que es el primer novelista. Quizás lo más inquietante de sus palabras es el ofrecimiento de un “sabroso y honesto fruto”, que se podría tomar de cada relato o de todos juntos. En este espacio nos proponemos como fruto de la lectura “los requiebros amorosos”, en tres de las Ejemplares. El amor, en tanto emoción socializada, circula en una red de relaciones entre los sujetos modelizando cuerpos, prácticas corporales y afectos. La pluma cervantina parió una serie de disputas amorosas que ponen en escena cuerpos femeninos heridos por el maltrato, el engaño y el sometimiento al poder masculino.

Palabras clave: Cervantes; novela; mujer; emociones; cuerpo.

“Amorous Compliments” in three Exemplary Novels by Cervantes

Abstract

In the preface to his Exemplary Novels, Cervantes builds an image of himself and proudly claims to be the first novelist. The offering of a “tasty and honest fruit” which may be reaped from each story or from the whole collection is perhaps his most disturbing contention. In this work, we propose as the fruit of our readings the “amorous compliments” in three of the Novels. Love, as a socialized emotion, moves across a network of relations between subjects, shaping bodies, bodily practices, and affections. Cervantes’ pen gave birth to a series of love disputes in which female bodies are featured as injured bodies, as a result of abuse, deception, and subjection to male power. 

Keywords: Cervantes; novel; woman; emotions; body. 

Durante el Siglo de Oro, la sociedad española fue testigo del auge de la novela que comenzó a desarrollarse no solo artísticamente, sino también, teóricamente. Una amplia variedad de obras nació en las imprentas de la época y la diversidad de novelas fue tal que “el vocablo español –señala Walter Pabst– se asemejaba entonces a una vasija vacía, que cualquiera podía llenar con un contenido diferente, según su capricho” (1972: 80).

En el amplio abanico de posibilidades temáticas, de estructuras y de personajes aparecía en escena la novela corta, género que se desarrolló durante el siglo XVII, coincidiendo con el gusto de un nuevo público lector u oyente y con el descubrimiento de la ciudad “como universo de vida en común y escenario de la existencia humana y de sus pasiones” (Teijeiro y Guijarro, 2007: 534). En el marco ciudadano de estas novelas, el amor, los celos, los encuentros y desencuentros amorosos son el motor de una sucesión de hechos inesperados protagonizados por galanes, damas, padres, hermanos y criados.

En aquel escenario de cambios, la pluma cervantina parió en 1613 sus Novelas ejemplares. Cervantes, con una dilatada trayectoria en el ámbito de las letras y las armas –como él mismo nos lo hace saber en el prólogo a la obra–, se posiciona en el campo literario como “el primero que ha novelado en lengua castellana” (Cervantes, 2001: 19).1 Hoy, a más de cuatro siglos de su publicación, cada una de las historias sigue sorprendiendo a los lectores por los rebuscados caminos de búsquedas, encuentros y desencuentros, por la singularidad de los personajes, por la sutileza de los diálogos cargados de ideas y desbordantes de emotividad.2

1. Los requiebros cervantinos

Durante los siglos áureos, las emociones ocuparon un lugar preponderante en los distintos géneros literarios. Desde la idealización de la amada y de la pasión amorosa en la lírica hasta los conflictos más triviales de celos, rechazos o fugas por amor en el teatro o la novela, las cuestiones del corazón gozaron de la aceptación de lectores, lectoras y oyentes de la época.3

En el prólogo a las Ejemplares, el enunciador ofrece al descuidado lector una variedad de complicados lances amorosos con finales más o menos felices para las horas de ocio “donde el afligido espíritu descanse” (18). Y, también, se dirige al cuidadoso lector que pueda tomar el fruto que estos relatos ofrecen. Además, el enunciador presenta su obra como un todo orgánico aunque, también, propone la independencia de cada relato: “y si no fuera por alargar este sujeto, quizá te mostrara el sabroso y honesto fruto que se podría sacar, así de todas juntas, como de cada una de por sí” (18). En este espacio nos proponemos como fruto de la lectura los requiebros amorosos, teniendo en cuenta las palabras del propio enunciador, quien nos advierte lo siguiente: “Quiero decir que los requiebros amorosos que en algunas hallarás, son tan honestos y tan medidos con la razón y discurso cristiano, que no podrán mover a mal pensamiento al descuidado o al cuidadoso que las leyere” (18).

Cervantes hace uso del tópico del amor y, consciente del poder convocante de la literatura, ejemplificó con diversos conflictos artísticamente elaborados la utilización de la pasión amorosa del requebrado como estrategia de control del cuerpo y de las prácticas corporales y emocionales de las mujeres.

En este trabajo nos proponemos comentar algunos requiebros en las novelas: Rinconete y Cortadillo, La fuerza de la sangre y Las dos doncellas. En cada uno de estos relatos, el cuerpo tiene su historia y un discurso que actúa sobre él, “moldeando sus formas, percepciones y significados pues la historia del cuerpo es una historia más de las representaciones” (Vives-Ferrándiz Sánchez, 2015: 101). En las obras elegidas existen mujeres con marcas físicas en sus cuerpos producto del requiebro amoroso, que funciona como un dispositivo de dominación y disciplinamiento del cuerpo y sus prácticas.

Giorgio Agamben denomina dispositivo “a cualquier cosa que tenga de algún modo la capacidad de capturar, orientar, determinar, interceptar, modelar, controlar y asegurar los gestos, las conductas, las opiniones y los discursos de los seres vivientes” (2006: 4). Según García Fanlo, “los dispositivos constituirían a los sujetos inscribiendo en sus cuerpos un modo y una forma de ser” (2011: 1). En este caso, los requiebros como dispositivo inscriben en los cuerpos normas, saberes, prácticas, etc. con el propósito de modelizar unas sujetos sujetadas al poder hegemónico masculino.

2. Requebrar: una definición conflictiva

El Tesoro de la Lengua Castellana define requebrar en los siguientes términos:

Quebrar una cosa, y volver a quebrar en piezas más menudas. Metafóricamente se dice, requebrarse el galán, que es tanto como significar, estar deshecho por el amor de su dama. Decir requiebros es significarle sus pasiones, loar su hermosura, y condenar su crueldad. De esto han dicho harto los poetas, y para mí basta. Requebrado el tal galán. Requiebro, el dicho amoroso y regalado. (Covarrubias, 1995 s.v., “requebrar”).

Teniendo en cuenta la episteme de la época, el término está definido desde la perspectiva masculina en donde el galán es el sujeto de los afectos positivos y se desplaza a la mujer como lo otro inalcanzable que, además, contiene una carga de negatividad –la crueldad– en caso de que la pasión amorosa no sea correspondida. El eje del requiebro son los sentimientos del varón, quien adquiere el lugar protagónico, y la mujer es su sujeto de deseo. Y como dice Desaive: “Una de las tantas trampas que acechan a las mujeres (del Siglo de Oro) en el discurso literario consiste, bajo pretexto de celebrarlas, en negarlas en tanto personas” (1993: 15).

En el prólogo a las novelas, el enunciador promete requiebros amorosos sumamente honestos, y para ahuyentar cualquier mal pensamiento agrega que son “tan medidos con la razón y el discurso cristiano” (18). Afirmación al menos cuestionable considerando que en el interior de la obra existen mujeres seducidas, violadas, maltratadas y que, además, aparecen innumerables personajes con un proceder inescrupuloso. Y sin olvidar que en incontables ocasiones afloran sentimientos que cuestionan las verdades de la razón.

El enunciador se constituye con el atributo de la razón como “el instrumento básico del conocimiento, útil para cualquier tipo de verdad excepto las verdades religiosas reveladas en la Biblia” (Bouwsma, 2001: 55). A continuación se posiciona desde el discurso cristiano, circunstancia que lo hace aparecer como un hombre portador de altos valores y conducta cristiana en un mundo que va sufriendo alteraciones debido a los cambios de los nuevos tiempos.4

La temprana modernidad trajo aparejada una serie de novedades en la vida de los sujetos y ante estas transformaciones, la literatura, el teatro y el arte en general como sistemas modelizantes colaboraron con la acción disciplinadora del aparato institucional.5 Si bien en muchos casos esas disciplinas se alinearon en la misma dirección ideológica del poder político y religioso, en otros, pudieron muy sutilmente entablar una relación de oposición a la ideas imperante. Al respecto, Fernando Rodríguez de la Flor entiende que la peculiaridad del Barroco consiste en:

la capacidad manifiesta de su sistema expresivo para marchar en dirección contraria a cualquier fin establecido; en su habilidad para deconstruir y pervertir, en primer lugar, aquello que podemos pensar son los intereses de clases, que al cabo lo gobiernan y a los que paradójicamente también se sujeta, proclamando una adhesión dúplice (2002: 19).

Rodríguez de la Flor valora el poder de las producciones simbólicas del arte y de los discursos, que llevan en sí mismos los gérmenes de su desautorización “para anular la ejemplaridad pretendida con que se promueve el proyecto imperial, poniendo en duda el ‘éxito’ de su estrategia discursiva” (2002: 20).

En síntesis, el poder de la razón y el poder eclesiástico son dos formas aunadas de disciplinamiento social, “dos experiencias discursivas de regulación del disenso” (Álvarez Solís, 2015: 21). Sin embargo, el hecho de que el enunciador recurra a estos principios no implica una adhesión incondicional. En todo caso, los utiliza para pervertir un orden establecido y así poder “decir verdades” (17) –como él mismo promete–, mostrando y disintiendo con los modos culturales del requebrar amoroso.

3. Cuerpo, prácticas y emociones

En la modernidad temprana, una concepción de sujeto está presente tanto en tratados filosóficos y morales como en los manuales de comportamiento.6 El proceso de subjetivación se llevó a cabo paulatinamente por medio de esos discursos modelizantes que funcionaron como un dispositivo performativo, creando representaciones de los atributos de los cuerpos masculinos y femeninos y de sus prácticas y competencias. Según Manuel Asensi Pérez, el discurso como sistema modelizante se define por su carácter incitativo, apelativo y performativo y la acción modelizadora consiste en determinar sujetos “que se representan, perciben y conciben el mundo y a sí mismos según modelos previamente codificados, es decir ideológicos, cuya finalidad es la práctica de una política normativa y obligatoria” (2011: 15).

El sujeto moderno está constituido por mente y cuerpo, razón y pasión con libertad, autonomía y agencia para el ejercicio de diferentes actividades y sujetado a responsabilidades civiles y morales.7 El poder de interpelación performativa de los discursos dotó al sujeto de una identidad y el cuerpo se convirtió en un factor de individuación y recinto de la soberanía del ego (Martuccelli, 2007).8 Le Breton (2006) entiende que a partir del nuevo sentimiento de percibirse como individuo, de ser él mismo, y ya no ser miembro de una comunidad, el cuerpo se convierte en la frontera que marca la diferencia entre un sujeto y otro.

Para Meri Torras (2007), el cuerpo es un texto y se convierte en un lugar fronterizo entre el adentro y el afuera. Existe un reconocimiento ligado a una modelización y disciplinamiento sobre los cuerpos y sus actuaciones sociales, que los esculpe y los jerarquiza en función de un modelo ideal para cada subjetividad establecida: hombre, mujer, rico, pobre, blanco, negro. El cuerpo se relaciona bidireccionalmente con el entorno sociocultural que lo constituye pero a la vez el entorno es constituido por él.

Por su parte, Elsa Muñiz propone desplazar el análisis del cuerpo a las prácticas corporales teniendo en cuenta los usos intencionales del cuerpo. La investigadora propone “estudiar a los sujetos encarnados, desde el campo de las prácticas, pero no solo en su carácter de mediador sino como producto de ellas mismas: en este caso hablamos de prácticas corporales” (2014: 13). Estas prácticas se definen como conjunto de acciones reiteradas portadoras de una intencionalidad que materializan o encarnan a los sujetos.

En el proceso de performatividad y materialización de los cuerpos intervienen no solo discursos institucionales y prácticas corporales, sino también, un conjunto de emociones que sostienen esas prácticas.

El cuerpo comprende emociones y estas determinan los modos de vinculación con otros sujetos u objetos, es decir, las emociones se socializan, circulan. En palabras de Sara Ahmed (2015), las emociones son relacionales dado que involucran reacciones o relaciones de acercamiento o alejamiento con respecto a dicho objeto. Ahmed propone considerar el funcionamiento de las emociones para hacer y moldear los cuerpos, es decir, como formas de acción que, además, incluyen una orientación hacia los demás.9

Rodríguez Salazar afirma que las emociones “son creadas y sostenidas a partir de interacciones intersubjetivas y relaciones sociales” (2008: 148). En este sentido, las emociones son portadoras de significados enmarcados socio-culturalmente y se manifiestan a partir del trato con los otros, por lo tanto contienen una fuerte impronta social dado que son intersubjetivas.

En los relatos analizados se invierte el valor metafórico del requebrar del galán para poner en evidencia el auténtico requebrado: el cuerpo femenino y sus emociones. En los casos tratados, los personajes masculinos ponen en funcionamiento unas estratégicas prácticas corporales para inducir las prácticas de los personajes femeninos y, así, satisfacer sus deseos a expensas de los quebrados cuerpos de las mujeres. De este modo, los cuerpos femeninos, como materialidad colindante con el interior y exterior, se encuentran requebrados tanto físicamente como emocionalmente y a partir de la conciencia del propio cuerpo ultrajado llevan adelante una serie de prácticas reivindicadoras de su condición de sujetos.

4. Cuerpo golpeado

En la novela Rinconete y Cortadillo, el término requebrar excede el campo semántico definido en Covarrubias, considerando que el requebrado en el sentido literal no es Repolido sino el cuerpo de su amada, la Cariharta. Apelativo sumamente sugestivo, según entiende Eduardo Olid Guerrero, que “nos indica que su rostro sufre un constante padecimiento posiblemente por razones físicas” (2015: 295).

El centinela Tagarete interrumpe abruptamente la opulenta comida en casa de Monipodio anunciando la llegada de Juliana, la Cariharta, quien viene “toda desgreñada y llorosa, que parece haberle sucedido algún desastre” (196). Esta información es ampliada por el narrador: “Venía descabellada y la cara llena de tolondrones, y así como entró en el patio se cayó en el suelo desmayada” (196). Además, al desnudar su pecho la encontraron “toda denegrida como magullada” (196) y, por si esto fuera poco, ella muestra las partes restantes llena de cardenales. El motivo de la golpiza propinada por su hombre es una diferencia de reales que ella había ganado con trabajo y afán.

Estamos frente a una mujer con su cuerpo golpeado y prostituido en beneficio del enamorado y protector. Ante los hechos, Juliana grita su denuncia y clama por ayuda y la respuesta no se hace esperar ya que la Gananciosa consuela su dolor. Sin embargo, esta amiga no deja de manifestar su deseo de que le pasara lo mismo con su querido dado que “lo que se quiere bien se castiga; y cuando estos bellacones nos dan y azotan y acocean, entonces nos adoran” (198). De este modo, justifica y valora la golpiza desde un lugar subalterno y le otorga al hombre una posición de poder sobre sus cuerpos y equipara el sentimiento (querer) con la posesión (dominio sobre el cuerpo).

La Gananciosa no desconoce que los hombres son unos bellacones, sin embargo, se ubica y ubica a la mujer como sujeto pasivo que va de lo golpeado a lo adorado. Este vocablo suena irónico puesto en boca de un personaje prostituido teniendo en cuenta que el término adorar alude a la idealización de la amada diametralmente opuesta a la situación de estas mujeres.

En este marco trágico, Monipodio ofrece una pena para el agresor pero la víctima ya fue convencida por la Gananciosa:

No diga vuesa merced, señor Monipodio, mal de aquel maldito, que, con cuán malo es, le quiero más que a las telas de mi corazón; y hanme vuelto el alma al cuerpo las razones que en su abono me ha dicho mi amiga la Gananciosa, y en verdad que estoy por ir a buscarle (199).

En primer término, la utilización de la metáfora telas de mi corazón se une a la descripción hecha por Juliana sobre las circunstancias del apaleamiento: “Esta mañana me sacó al campo, detrás de la Güerta del Rey, y allí, entre unos olivares, me desnudó […], me dio tantos azotes que me dejó por muerta” (198). La descripción de los hechos permite evocar el famoso episodio del Robledal de Corpes. Si bien las circunstancias, los estamentos sociales, los códigos amorosos en nada se asemejan, en ambas épocas la mujer es lo otro, es el sujeto de posesión y pasible de maltrato.

En segundo término, la mención de telas de mi corazón hace referencia no solo al propio cuerpo, sino también, a su propia emocionalidad. Y como afirma Rodríguez de la Flor, en el mundo físico-natural del Barroco el corazón es la metonimia del yo, “la oficina y lugar de la verdad emocional, donde toman forma las afecciones y las pasiones que luego determinan los movimientos corporales” (Rodríguez de la Flor, 2012: 225). Además, con sus palabras la Cariharta se coloca en un lugar subalterno amando al otro más que a sí misma, desbordando así el principio cristiano que dice: ama a tu prójimo como a ti mismo.10 En definitiva, estas mujeres parecieran estar modelizadas para interpretar la violencia como una manifestación del querer.

Los hechos concluyen en un clima festivo de reconciliación y, entre el canto y el baile, la Juliana recita: “Deténte, enojado, no me azotes más, / que si bien lo miras, a tus carnes das” (206). Ella se posiciona como propiedad de su hombre y, también, formando un mismo cuerpo con él, palabras que nos remiten a las que el hombre exclama en el Génesis (2:23), “es carne de mi carne”. Esas palabras admiten la condición de un cuerpo descarnado y transformado en el cuerpo del otro, por lo tanto carente de una integridad propia.

Los desbordes emocionales tanto de Juliana como de Repolido promueven prácticas en ambos personajes. Ella, por amor y la consecuente obediencia, responde al pedido económico de él, luego por temor se esconde de su agresor cuando va a buscarla a la casa de Monipodio. Repolido por su irascibilidad emplea la fuerza física y los golpes como instrumentos de dominación de su querida, luego aparenta arrepentimiento y, finalmente, acude a la amenaza como estrategia de intimidación cuando la situación se dilata: “¡Vive el Dador! si se me sube la cólera al campanario que sea peor la recaída, que la caída” (202). Por último, emplea la manipulación afectiva como mecanismo de control de la voluntad, ya que al final de la escena él decide dejarla y ella le ruega que no la abandone.

El personaje masculino es la representación de lo que hoy denominamos hombre golpeador: castiga, siente culpa, luego se arrepiente y pide perdón. Ella encarna la figura de la mujer que cree en la palabra de su hombre, piensa que la quiere, imagina que con su amor modificará su conducta.

Este relato muestra la sociedad marginal de la época y por un momento se enfoca en la violencia ejercida sobre unas mujeres desprotegidas por la sociedad y por las leyes. Unos seres marginados por su oficio, por su moral, por la falta de lazos sociales. “Mujeres sin familia, sin más control masculino que el ocasional de algún rufián, sin pertenencia a un clan, que llegaron al oficio tras ser violadas, enviudar o caer en la indigencia” (Córdoba de la Llave, 2006:12).

5. Cuerpo violado

Señalamos más arriba que “requiebros es significarle las pasiones” y, en La fuerza de la sangre, Rodolfo, con fuertes ímpetus, alocadas fuerzas e inclinaciones torcidas, libera toda su pasión y se apropia del cuerpo de Leocadia con el deseo de gozarla.

En el juego de ver y ser visto, la belleza de la joven despierta los más bajos instintos del agresor, quien convierte un cuerpo bello en objeto de placer.11 Los sentidos, en especial la vista y el oído comenzaban a imponerse a finales del siglo XVI, y la voluntad ya no era la servidora obediente y disciplinada de la razón (Bouwsma, 2001):

Pero la mucha hermosura del rostro que había visto Rodolfo, que era el de Leocadia […] comenzó de tal manera a imprimírsele en la memoria, que le llevó tras sí la voluntad y despertó en él un deseo de gozarla a pesar de todos los inconvenientes que sucederle pudiesen (304).

La torcida mirada de Rodolfo y la belleza corporal de Leocadia son los factores que inducen las prácticas depravadas del atrevido caballero y se establece una desigual relación de poder entre el dominador y la dominada, en donde “deseo y fuerza sexual se relacionan con la búsqueda del placer a través de la sumisión total y del control absoluto del otro” (Olid Guerrero, 2015:101). El requebrado no por amor sino por las “manos del deseo descontrolado” (305) domina el cuerpo de la mujer y, nuevamente, la estrategia del dominador es la violencia, en este caso sexual, que conlleva una agresión a la honra personal y familiar de la doncella.

El estupro se lleva a cabo sin ningún plan premeditado, es un acto pervertido originado en los incontrolados deseos sexuales de Rodolfo. González Echeverría define como espantoso este delito dado que “Leocadia es violada cuando está inconsciente, cuando es un cuerpo inerte” (2008: 234). El cuerpo de Leocadia es un cuerpo muerto, por lo tanto no puede llevar adelante ninguna práctica de defensa y, como sostiene González Echeverría, ella se da cuenta de lo sucedido solo porque el cuerpo le duele.

Ante lo inevitable de las circunstancias, ella le implora que mantenga el secreto y le dice: “yo te perdono la ofensa que me has hecho con solo que me prometas y jures que, como la has cubierto en esta escuridad, la cubrirás con perpetuo silencio, sin decirla a nadie” (307). En este momento, aparece el miedo, ya no por lo sucedido sino por lo que podría suceder, en la medida que las palabras dichas y oídas podrían convertirse en peligroso instrumento de transmisión de la ofensa y es por esto que el cuerpo violado pide perpetuo silencio.

El miedo –en palabras de Sara Ahmed– envuelve a los cuerpos que lo sienten “y a la vez construye dichos cuerpos como envueltos por él” (2015: 106). El miedo tiene un objeto y en este caso es el miedo a la deshonra pública. Una mujer deshonrada es una sujeto abyecta, no es mujer, o, mejor dicho, es una mala mujer.

La identidad de Leocadia ha sido quebrada, ya no es la doncella que era, y ante la presión de la mirada pública no le queda otro camino que el ocultamiento. Entonces, ese cuerpo violado y temeroso se convierte en cuerpo ocultado: “Vio que le convenía vivir retirada y escondida porque se sintió preñada” (309). La víctima no solo carga con su cuerpo mancillado, sino también con la prueba del hecho y, de ese modo, su cuerpo como lugar fronterizo entre el interior y el exterior, lo privado y lo público, revela la deshonra.

Su padre la posiciona en lugar de víctima y no de culpable ya que ella no ha ofendido a Dios ni en palabra, ni pensamiento, ni obra:

Y advierte, hija, que más lastima una onza de deshonra pública que una arroba de infamia secreta. Y pues puedes vivir honrada con Dios en público, no te pene de estar deshonrada contigo en secreto. La verdadera deshonra está en el pecado, y la verdadera honra en la virtud (311).

El accidente de Luis, el hijo de la deshonra, conducirá al final de la historia. Luisico es atropellado por un caballo y conducido para los primeros cuidados a la misma habitación, donde otrora su madre fuera ultrajada. La historia se precipita y aquel cuerpo violado y ocultado, pero con la tranquilidad de su inocencia, se erige en cuerpo empoderado para confesar su secreto a doña Estefanía, madre del violador.

Finalmente, la verdad se impone y el cuerpo triunfante de Leocadia aparece: “Venía vestida, por ser invierno de una saya entera de terciopelo negro, llovida de botones de oro y perlas, cintura y collar de diamantes” (319). Leocadia está por recuperar su honra y la magnificencia de su presencia cautiva la mirada del público entre quienes se encuentra su violador. El énfasis ostentoso de esta presentación final del personaje es un signo de representación política reivindicadora de ese cuerpo ocultado que deviene en cuerpo reconocido en el seno social. Tal estimación se logra gracias a la recuperación de la honra a través del matrimonio con el agresor.

La historia termina en casamiento como única vía para recuperar la identidad de mujer, ahora esposa/madre. El desposorio es el sacrificio al que está obligada la protagonista para borrar la afrenta y ser aceptada en la sociedad y el silencio fue la práctica elegida para sobrellevar el dolor, ya que con frecuencia se dudaba del estupro y de la resistencia de la mujer en defensa de su honor y “en cualquier caso, y ante la duda, siempre se suponía culpabilidad en la actitud de la mujer” (Villalba Pérez, 2004: 246). Este es otro caso en el que las leyes y la sociedad dan la espalda a la doncella y su familia, y el relato cervantino lo pone en evidencia.

6. Cuerpos seducidos

Por último, en Las dos doncellas los requiebros de Marco Antonio dan por tierra con la honra de Teodosia y las aspiraciones de Leocadia y ambas en traje de varón salen en busca del requebrado.

Los dichos amorosos del galán son tantos que Teodosia confiesa: “Llegóse a todo esto las promesas, los juramentos, las lágrimas, los suspiros, y todo aquello que a mi parecer puede hacer un firme amador” (448). Hasta que finalmente conquistada su voluntad agrega: “me entregué en su poder” (448). Una mujer seducida por los falsos requiebros de un fingido enamorado.

Otro tanto ocurre con Leocadia, con la diferencia de que sus prácticas se orientan hacia la consecución de sus propios deseos: “habiendo mirado más de aquello que fuera lícito a una recatada doncella” (459), para alcanzar por esposo a Marco Antonio. El seductor, desde una posición de poder, dada la diferencia social y de fortuna, utiliza las mismas estrategias que en el caso anterior: “habiéndome dado su fe y palabra –dice Leocadia– , debajo de grandes y, a mi parecer, firmes y cristianos juramentos de ser mi esposo, me ofrecí a que hiciese de mí todo lo que quisiese” (459).

En ambos casos, la estrategia masculina consiste en el uso del poder seductor de la palabra que va acompañado con la mirada como modo de intercambio social, cultural y sexual. La mirada y la palabra son el medio utilizado por el requebrado para quebrar la voluntad femenina. Olid Guerrero define a Marco Antonio como “consumado don Juan, un seductor experto y amante experimentado” (2015: 250), precisamente por el erotismo de los ojos, la palabra seductora y la proximidad corporal como estrategias de seducción.

En la relación seductor-seducida, por lo general, él posee un status social superior, hecho que es una desventaja más sobre la seducida y la consecuencia lógica es el dominio del varón y la entrega de la voluntad y el cuerpo en la mujer. Las expresiones “me entregué en su poder” e “hiciese de mí todo lo que quisiese” son el testimonio del reconocimiento femenino de la supremacía masculina que pesa sobre ellas en nombre del supuesto amor de Marco Antonio. Para Olid Guerrero, el incumplimiento de la palabra “provoca la indignación de la mujer y su reacción dinámica para obtener justicia” (2015: 247). Si bien en ambos casos las mujeres reaccionan, no lo hacen por los mismos motivos: a Teodosia la embarga el dolor por la honra perdida y, al mismo tiempo, aparece el sentimiento de culpa. A Leocadia invade la frustración por su deseo insatisfecho sumado a los celos a la otra por quien fue desplazada.

Dolor por la deshonra, sentimiento de culpa por los actos cometidos, rabia por celos y pesadumbre por el desengaño son emociones fortalecedoras y desencadenantes de la reacción de las mujeres. El anhelo de recuperar la estima social e individual las expulsa al espacio público abandonando el seno familiar, íntimo y doméstico, para buscar en cuerpos travestidos al requebrado galán.

Teodosia confiesa: “discurrí con la imaginación por ver si descubría algún camino o senda a mi remedio, y la que hallé fue vestirme en hábito de hombre y ausentarme de la casa de mis padres y irme a buscar a este segundo engañador Eneas” (448). En parecidos términos, Leocadia revela lo siguiente: “hurté a un paje de mi padre sus vestidos y a mi padre mucha cantidad de dineros, y una noche, cubierta con su negra capa, salí de casa y a pie caminé algunas leguas y llegué a un lugar que se llama Osuna” (461).

El mudar de traje, como se decía en la época, es el resultado de una libre opción, en donde el cuerpo es el medio y el disfraz, el instrumento utilizado. En este caso, las travestidas presentan un desafío a la identidad de género, ya que son mujeres que defienden sus derechos pero deben llevar a cabo esa defensa como si fueran varones.

Butler afirma que “en el travestismo lo que se ‘actúa’ es, por supuesto, el signo del género, un signo que no es lo mismo que el cuerpo que figura, pero que, sin ese cuerpo, no puede leerse. El signo, entendido como un imperativo de género” (2002: 332). La pensadora sostiene que para poder operar las normas del género se requiere la incorporación de ciertos ideales de masculinidad o feminidad y esta performatividad de género obliga a citar la norma desde una posición, en el caso que nos ocupa adoptar una posición de varón. Esa masculinidad o femineidad interpretada corporalmente nunca se asemeja por completo a la norma. No obstante, “esta cita de la norma de género es necesaria para que a uno se lo considere como ‘alguien’, para llegar a ser ‘alguien’ viable (Butler, 2002: 326). En el caso de Teodosia y Leocadia citar la norma masculina es el único recurso válido para salir del ámbito doméstico e insertarse en el espacio público donde prima la desvalorización de lo femenino y la imposibilidad de ocupar un lugar propio.

El travestismo pone en tensión la relación entre cuerpo-género-prácticas y ese cuerpo travestido fluctúa entre la propia identidad y la identidad adoptada al intentar ocultar los signos de feminidad para reproducir la cita de la norma de género del disfraz. Imitación de la norma que nunca llega a ser perfecta, como lo demuestra el disfraz de Leocadia travestida en Francisco que dejaba ver “las orejas horadadas, y en esto y en un mirar vergonzoso que tenía, [Teodosia travestida de Teodoro] sospechó que debía de ser mujer” (456).12

Finalmente, el seductor, Marco Antonio, justifica sus errores basándose en su poca experiencia y su mucha juventud y reconoce la palabra dada: “Lo que con Teodosia me pasó fue alcanzar el fruto que ella pudo darme y yo quise que me diese, con fe y seguro de ser su esposo, como lo soy” (471). En el juego de la seducción, Leocadia queda desplazada porque como le dice Marco Antonio “los amores que con vos tuve fueron de pasatiempo” (471) y no fueron más allá de una incumplida promesa, por lo tanto su honra permanece intacta.

El relato cervantino presenta la historia de dos mujeres defraudadas por las promesas de un embaucador, dos mujeres defendiendo sus intereses. Y tal vez, contrariando la opinión del vulgo, el narrador defiende a las dos doncellas de “las lenguas maldicientes, o neciamente escrupulosas, le harán cargo de la ligereza de sus deseos y del súbito mudar de trajes” (480). El llevar adelante las emociones y las prácticas corporales las ha hecho atrevidas aunque honestas –en palabras del narrador– dado que, al fin de cuenta, las flechas de Cupido son “una fuerza incontrastable, si así se puede llamar, que hace el apetito a la razón” (480).

7. Cuerpos emocionados, cuerpos afectados

En las historias comentadas, los cuerpos, las emociones y las prácticas de los personajes femeninos –la Cariharta, Leocadia, Teodosia y Leocadia– hablan de sus condiciones sociales y morales. Estos relatos muestran la precariedad de la situación femenina representada en la violencia física y psicológica padecida. Sin embargo, más allá de las imposibilidades, esas mujeres son capaces de expresar sus deseos y sentimientos.

Las emociones –como dice Ahmed (2015)– se mueven y generan acciones y reacciones entre los sujetos y los cuerpos emocionados tienen la capacidad de afectar y ser afectados. Las emociones puestas de manifiesto en este espacio son intersubjetivas y se desencadenan a partir de un acontecimiento que mueve a los personajes a intervenir. Los desórdenes emocionales de Repolido, Rodolfo y Marco Antonio han afectado los cuerpos y desencadenado las prácticas de los personajes femeninos.

“En nombre del amor” es el título de unos de los capítulos de la obra de Ahmed y allí la autora se pregunta: “¿qué hacemos cuando hacemos algo en nombre del amor?”(2015: 195) y orienta su mirada sobre el funcionamiento del amor. Este interrogante nos permite sostener que el requiebro como dispositivo tiene la capacidad de apropiarse de unos cuerpos, manipular emociones y orientar unas prácticas para satisfacer la pasión del requebrado. En cada novela observamos distintas situaciones, no obstante todas confluyen en el deseo de controlar unos cuerpos femeninos por medio de diversas prácticas.

La Cariharta se distingue por su condición de prostituta, fea, desprejuiciada, perteneciente al mundo del hampa y sin ninguna preocupación por su imagen social. Rasgos que la distancian de los otros tres personajes, quienes, además de la belleza física y espiritual, poseen una alta conciencia de la opinión pública. Matthews Grieco (1993) señala que la belleza era un atributo necesario del carácter moral y de la posición estamental, en cambio, la fealdad se asociaba con la inferioridad social y el vicio, por lo tanto, unas son muy bellas y la otra muy fea. Cabe aclarar que el cuerpo de Leocadia de Las dos doncellas es bello pero no tanto como el de su oponente Teodosia, ya que las virtudes de la primera se ven deslucidas por algunas prácticas corporales y emocionales indecorosas (miradas y deseos) para su condición femenina.

De todos modos, más allá de la posesión o carencia de belleza física, la violencia sobre los cuerpos femeninos se manifiesta con maltratos físicos, con agresión sexual, con engaños y abandonos. Todos los requiebros amorosos dejan malogrados los cuerpos femeninos y en evidente desventaja con respecto al requebrado galán, tanto por su fuerza, por su condición social como por su poder seductor.

Podríamos pensar que Cervantes juega con el vocablo requebrar. Recordemos que en su primera acepción dice: “Quebrar una cosa, y volver a quebrar en piezas más menudas” (Covarrubias, s.v. ‘requebrar’). En estos casos, la cosa quebrada son unos cuerpos, unas voluntades, unos sentimientos de mujer.

Estos relatos contienen una fuerte emocionalidad manifestada en cuerpos que sufren, reclaman, ganan o pierden, en otras palabras, cuerpos afectados por la emocionalidad y por unas prácticas masculinas. Desde las Ejemplares se muestran unos cuerpos dominados, disciplinados y legitimados desde la mirada masculina, es decir, desde un sistema modelizante de prácticas, gestos y actitudes femeninas.

Stanislav Zimic, al referirse a Las dos doncellas, sostiene que Cervantes utiliza un tono crítico e irónico dirigido contra la sociedad cortesana de sus días y “también contra esa literatura que se inspiraba en el modo de vida, en las costumbres de esa sociedad, sin poder o sin querer examinar y revelar también sus vicios y debilidades (1996: 305). Esta apreciación puede extenderse a todos los relatos cervantinos, teniendo en cuenta que el autor de las Ejemplares le quita la idealidad poética al concepto requiebros amorosos y exhibe la violencia masculina con sus diferentes caras: según la Gananciosa “lo que se quiere bien se castiga”, Rodolfo es el lobo que domina a la oveja para satisfacer sus deseos y Marco Antonio goza de un cuerpo y manipula la voluntad de otro. Los requiebros cervantinos no son tan honestos como se presentan en el prólogo sino que su sentido está cambiando al mismo ritmo que se producen los cambios sociales y culturales.

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1 Las Novelas ejemplares se citan siempre por esta misma edición, a continuación se indicará directamente el número de página entre paréntesis.

2 Cuando uso el género masculino, lo hago en un sentido neutro y universal para referirme a él y ella.

3 Se sabe que era escaso el número de lectoras, lo que no impidió la participación de las mujeres en la vida cultural. Baranda Leturio sostiene que “no saber leer en una sociedad donde no lo hace la mayoría de sus miembros, no implica para esas mujeres vivir al margen de la cultura del escrito, que adquieren por vía oral a través de causes variados: en el hogar con la lectura en voz alta, en la iglesia por medio de los sermones, en la calle a través de los cantares, la recitación o la lectura pública, en el claustro, etc.” (2005: 21).

4 Novedades de tipo científico-tecnológicas, filosóficas, económicas, etc. afectaron la vida de los seres humanos de la época. Maravall sostiene: “Ese hombre que camina hacia las formas de la modernidad no se contenta con lo que ha recibido. Quiere ensayar formas nuevas, quiere arriesgarse en experimentar lo que hasta entonces no le ha sido dado a conocer” (1986: 30).

5 Foucault afirma que “con el siglo XVI entramos en la era de las conductas, la era de las direcciones, la era de los gobiernos” (2006: 268), y en el XVII se intensificó el poder pastoral y la gubernamentalización de la res publica disciplinando y vigilando las conciencias y los cuerpos de los súbditos y de los fieles.

6 Me refiero a discursos como Examen de ingenios para las ciencias (1575) del doctor Huarte de San Juan, La perfecta casada (1583) de fray Luis de León, El cortesano (trad. 1534) de Baltasar Castiglione, entre tantos otros que ofrecieron una representación del hombre y la mujer.

7 La agencia implica una capacidad de y para actuar del sujeto y está ubicada en una posición en el espacio social y en una trama de relaciones (Ema López, 2004).

8 “La performatividad debe entenderse como una práctica reiterativa y referencial mediante la cual el discurso produce los efectos que nombra, regula e impone” (Butler, 2002: 316).

9 “Las emociones moldean las superficies mismas de los cuerpos, que toman forma a través de la repetición de acciones a lo largo del tiempo, así como a través de las orientaciones de acercamiento o alejamiento de los otros” (Ahmed, 2015: 24).

10 Uso subalterno en el sentido de una relación de sujeción, es decir, mujer como sujeto “sujetada”. En este espacio no es posible desarrollar la condición subalterna de la mujer. Para una aproximación al problema, remito al artículo de Spivak: ¿Puede hablar el sujeto subalterno? Disponible en http://www.memoria.fahce.unlp.edu.ar/art_revistas

11 Para ampliar el tema remito al lector/a a los excelentes trabajos de Estremero, Parodi, Vila y otros en Para leer a Cervantes (Romanos, 1999).

12 Al respecto, Julia D’Onofrio ofrece una apreciación interesante: “Finalmente debemos tener presente que la oreja es en muchos casos un símbolo femenino asociado a la fecundación y equiparado al útero materno. Por eso es muy sugestivo que la zona delatora de la esencia femenina se haya situado en las orejas y, específicamente, en los agujeros de éstas que –pensados para el adorno– son orificios, ventanas, vacíos, reforzando así la idea fundamental del símbolo auricular y de la representación femenina” (1999: 201).