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Ensayos críticos. Violencia y política en la literatura argentina. Tradición, canon y reescrituras

Nancy Fernández (2020).
Córdoba: Editorial Alción, 270 páginas.
ISBN 978-987-646-883-1.

Agustina Jazmín Pérez

Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas - Universidad Nacional de Tres de Febrero, Argentina
agustina1844@gmail.com

El nuevo libro de Nancy Fernández, Ensayos críticos. Violencia y política en la literatura argentina. Tradición, canon y reescrituras, tiene y sostiene una vocación: indagar quirúrgicamente, a partir de elementos que lindan entre el canon y sus bordes, en qué consiste la cultura argentina. Para ello, se entrega al rastreo de ciertas supervivencias que anudan o, mejor dicho, enmadejan, el tejido de la literatura nacional y su historia siguiendo el reguero explosivo de la violencia.

Dos bloques escanden dos siglos. El primero es “Argentina en el siglo XIX: fundar una tradición”, y “Usos y relecturas en el siglo XX” el segundo. El último capítulo, por su parte, culminará de un salto en el siglo XXI. Lejos del sopor de la cronología lineal, la apuesta crítica de Fernández se arrima más a la cronología errática y errante de la constelación, en tanto parte de la premisa de que “el pasado está presente como materia, presencia acosada por la repetición y el desplazamiento de ciertos motivos” (11). La autora, tomando las riendas, se afinca en dos movimientos: cruzar y desparramar los textos. Esta gimnástica es la que le permitirá volcar sobre el pulcro libro de la tradición literaria argentina una mancha de aceite que, corroyendo el papel, permitirá volver a leer y, en esa relectura, los hallazgos acechan a cada paso.

El hilo de Ariadna enmarañado que seguirá esta deriva atravesará dos componentes fundamentales y fundacionales de la nación: los latidos febriles o ralentizados de la violencia y los desplazamientos y reacomodamientos del género gauchesco. La premisa ética de la que parte la autora toma distancia de la voluntad de imponer. Al contrario, lo que propone es “ver hasta qué punto nos es posible establecer preguntas (más que afirmaciones taxativas) sobre los textos seleccionados, para analizar los distintos ángulos de interpretación o modos de leer que cada escritor consigna en sus textos” (12).

El primer capítulo se detiene en la polémica entre Alberdi y Sarmiento, un punto de inflexión en las letras argentinas. Fernández ausculta al debate y reafirma que la diatriba entre uno y otro excede el deber ser del género epistolar en que se escolta. De esta treta pasa al segundo capítulo, “Lucio V. Mansilla: autobiografía e historia en Una excursión a los indios ranqueles”, que propone una nueva lectura de este texto canónico, deteniéndose en cómo Mansilla redefine el sintagma disyuntivo por excelencia de la nación —civilización o barbarie— al generar una suerte de vaciamiento propiciado por una serie de interrogantes digresivos, a la par que en cuanto a la genericidad “valida su condición moderna y no permite que los rasgos románticos del pasado prevalezcan en su textualidad” (47). Fernández, que se pone a oír con atención, escucha cómo ciertas expresiones que repiquetean —tales como “me hice rogar” y “los héroes como yo”— instalan el ademán estético de una subjetividad que se programa como protagonista del destino privado (la propia vida) y público (la República hacia el orden liberal). Asimismo, percibe que este libro es una precuela que pone en práctica algo que dará frutos recién una década después, en la Generación del 80’: una escritura que se desengancha del yugo del llamado a escribir como agentes subsidiarios de la política. Así, ya en las Causeries se deja leer que tomar la palabra “ya no conoce ni necesita” (40) de ninguna demanda exterior como coartada de legitimación.

En el capítulo “1982: Santos Vega de Hilario Ascasubi. Martín Fierro de José Hernández” la autora dirá que lo poético de Ascasubi “reside siempre en la punta (filosa) que brilla anticipando lo que viene si no acata los imperativos de la Federación” (72). Tras recorrer las artimañas discursivas que va hilvanando el autor, puntualizará que la lengua es un artificio “de estilo y estrategia política a los efectos de la construcción del nombre propio y de los narradores”, todo ello “como vigas de un género o una poética, donde el uso cifra el sentido pragmático […] de un sistema de enunciación” (78). En el caso de Hernández, de La ida a La vuelta, “el registro de la textualidad muestra entonces el proceso gradual de la extinción de un sujeto histórico para ingresar a pleno en el espacio de la modernidad” (116). La distancia radical la encuentra en que tanto Ascasubi como Del Campo “ofrecen el puente entre la elite y la plebe”, confirmando tal distancia “adoptando en nombre de aquella elite el lenguaje de la plebe” (124), mientras que “la complejidad de la posición poética de José Hernández reside en la abolición de esa distancia” (125).

El segundo corte que prometía el libro, “Usos y relecturas en el siglo XX”, inicia con un primer capítulo titulado “Las reglas del juego. Escritura y violencia en la literatura argentina. Guebel, Kartun, Lamborghini”. En el siglo XX, será de nuevo la violencia aquel “eje controversial que atraviesa prácticas y discursos dirimidos en la toma de partido a favor del proyecto liberal […], o bien en las reescrituras experimentales de la historia y de las mitologías” (136), al punto que es posible trazar “un mapa pletórico en desvíos que va desde los inicios (y el desarrollo) de la gauchesca en el siglo XIX, alcanzando un punto culminante a mediados del siglo XX, para intensificarse en los 70 con una agudización de conflictos armados en torno a la figura de Perón vuelto del exilio”.

Es aquí donde la autora, con buen tino, convoca al Leónidas Lamborghini de El solicitante descolocado (1971-1989) y a Osvaldo Lamborghini con su piromaníaco El fiord (1969), afirmando: “si el trabajador de Leónidas Lamborghini es el hijo del pueblo que espera con lealtad la señal del padre, Osvaldo Lamborghini disemina los jirones del cuerpo que el Padre/Perón/El Loco Rodríguez deja como legado —parodia de herencia— a sus hijos militantes antropófagos” (138-9). En el caso de Daniel Guebel, La vida por Perón (2004) se inscribe sobre un punto de inflexión en el cual el autor reconstruye la genealogía de equívocos que “como un vaudeville nacional, se producen en el sistema de creencias de Montoneros como producto de su propia fantasmagoría y construcción”, haciendo de la novela “una farsa trágica” (140). Niño argentino (2006) de Mauricio Kartun es, por su parte, un texto teatral que “repone la problemática mediante el juego con el estereotipo y el lugar común del imaginario de la cultura nacional” (146) y que la lectura atenta de Fernández pone en serie con La causa justa (1982) de Osvaldo Lamborghini, que también merodea por los meandros del “puntuar lo argentino como máscara y simulacro del lugar común” (148).

En “Los collares neobarrosos de la nación. Néstor Perlongher/Osvaldo Lamborghini”, Fernández lee a la Evita de Perlongher como un “cadáver zombi que cae y se levanta, no en la resurrección cristiana sino en la herejía biopolitizada y sacrílega” (156). En lo que atañe al neobarroso en la perspectiva de Lamborghini, Fernández arriesga que “la escritura de Osvaldo destaca como apoteótico inicio de entraña núcleos barrocos y neogauchescos sobre la trama de un misterio original” (íbid). Es precisamente el neobarroco el que instala el juego de contrastes entre aquello que es específico y la abstracción desatinada que escapa a la aprehensión.

“Sobre Copi” desmiente, por su parte, la mesura parca del título comenzando con un argumento corrosivo:

Si Raúl es el nombre civil del autor, Copi es la firma que adopta y que le da verdad a su vida y obra. Y con esta rúbrica, ya hacia el final de su vida, sigue escribiendo de esa manera tan propia y auténtica, un modo que difiere definitivamente de la sombra que Jorge Luis Borges deja como herencia y mandato. (167)

La singularidad de la obra de Copi reside, para Fernández, en que sexo, política, cultura y delito se desentienden del peso y la profundidad de sus implicancias para, en cambio, poner en escena “la celebración ritual del escándalo y la violencia, la risa bizarra del simulacro que combina palabra e imagen en base a la potencia de acción” (168).

“Las formas poéticas de la experiencia: Leónidas Lamborghini, Ricardo Zelarayan y los rastros de la neovanguardia” se detiene en los 80, aquel momento inquieto en que colisionan las corrientes del neobarroco con las del objetivismo, y revisa las contusiones que resultan de esos roces y choques. Así, rescata que, en Literal, donde aparece reseñada La obsesión del espacio (1972) de Ricardo Zelarayan, “es él quien les hace leer a Gombrowicz, Macedonio y Arlt para seguir escribiendo y publicando desordenada e intermitentemente” (193). Más allá de las diferencias, que la autora registra, lo cierto es que “tanto los hermanos Lamborghini como Zelarayan son escritores sintomáticos de la literatura argentina por hacer del cuerpo, el sexo y la violencia claves fundantes de sus poéticas” (195).

En el capítulo “De la oda a la farsa. Las reescrituras en El riseñor, de Leónidas Lamborghini”, Fernández puntualiza que la obra del autor pone a prueba los límites de la combinatoria sintáctica del poema mediante la descomposición léxica y gramatical en componentes mínimos, movimiento que se emplasta con otro en el cual la problemática de la composición reside en una competencia cultural que restituye las relaciones móviles entre pares dicotómicos —cultura universal/cultura nacional, cultura alta/cultura popular, cultura elevada/cultura de masas— y también entre los géneros de la escritura literaria y la partitura musical. Lo que diferencia de otros autores es que Leónidas “ensaya una vuelta del predominio de la forma y del artificio estético para sostener en su autonomía secularizada un modo de politizar el uso irreverente del arte universal” (207-8).

En “Borges, Aira y el narrador en su tradición”, la autora se apresura a aclarar que “Aira nos plantea el interrogante y el desafío de una lectura, de la tradición nacional, de la cultura, del sentido, casi como si Borges no hubiese existido, menos como opción binaria que como un definitivo cambio de lugar” (223). Posteriormente, recuerda que Borges apela a la libertad sin límites para hacer uso de las tradiciones europeas, y es desde este gesto que la categoría de tradición adquiere un carácter dinámico y deliberadamente constructivo. En el caso de Aira, la posibilidad que explota es aquella “que nos lleva a permitirnos todo, lejos de todas las prescripciones academicistas, incluso y, sobre todo, la ‘frivolidad’ y la ausencia deliberada de corrección” (230). Para Fernández, Aira vuelve a la lengua extranjera mediante una apelación direccionada al desvío y al error creativo, cuyo potencial es una escritura veloz e inmediata que trama imágenes simultáneas que se afirman a un tiempo como realidad y posibilidad.

El capítulo “Los hermanos Lamborghini y los usos de la tradición” aproxima a los hermanos para pensar “el modo en que leer y escribir son operaciones culturales que traman […] los vínculos con la historia personal y colectiva” (241). Mientras Leónidas hace uso del canon hegemónico para resituar tanto la tradición europea como la nacional, descolocando los discursos “en la mueca torsiva de un presente cómico y trágico” (242), siendo predominantes en su apuesta el hiato, la descomposición y el fragmento; Osvaldo se distingue en su trabajo con la tradición, en tanto lleva sus objetos de lectura a un campo corrosivo donde se disuelven por igual las cláusulas de propiedad privada como el sistema de representación, a la par que su programa se reafirma entre “la repetición literal y el desplazamiento al bies” (246).

El último capítulo, “Hermanos que matan. Un gallo para esculapio”, insiste con la pista de pares de hermanos que mina de constelaciones sorpresivas todo su libro, pero atreviéndose esta vez a pensar otro formato: el de la serie televisiva (específicamente, los primeros 15 episodios) de la obra de Sebastián Ortega y Bruno Stagnaro. En este programa, ya desde los comienzos de la historia se vislumbran aquellos “motivos constantes de la cultura argentina en torno de la economía y el delito” (262). Siguiendo el rastro de las variaciones, Fernández, con precisión, delinea que, del siglo XIX al XXI, “hay algo propio de la cultura argentina, de sus vestigios permeados y puestos al día con el presente, restos ajustados con aquellos géneros que conjugaron la acción política de una actualidad violenta: la gauchesca” (263).

Por último, el volumen en su totalidad da cuenta de que la rigurosidad crítica de Fernández no está exenta de raptos de lirismo (“los cruces y malentendidos circulan con la velocidad de los pelotones de los indios” (54)), que van armando postas que amenizan el firme despliegue conceptual. Trabajo crítico que se quiere y se asume a contrapelo, donde la revisitación de ciertos textos canónicos, enfrentados con otros que todavía escapan al canon, produce chispazos imprevistos que iluminan a unos y a otros.