Malvinas 40 años después. Movimientos posibles en una guerra de posiciones[1]

 

Rosana Guber

CIS-IDES/CONICET / IDES-IDAES/UNSAM

guber.rosana@gmail.com

 

Fecha de recepción: 21/02/2022

Fecha de aprobación: 23/02/2022

 

Resumen

Este ensayo muestra los posibles aportes de la lógica etnográfica de la antropología social en una temática ya típicamente histórica como es el conflicto anglo-argentino por las Malvinas e Islas del Atlántico Sur, ocurrido en 1982. A través de una revisión histórica, este texto reconstruye las instancias en las cuales se formaron las posiciones que venían a “resolver” la paradoja que subyace a dicha guerra y a su posterior memoria: fue la dictadura del auto-denominado Proceso de Reorganización Nacional (1976-1983) la que llevó a cabo la recuperación de las Islas Malvinas, con el respaldo popular de todo el país. Pese a estos 40 años de posguerra, esas posiciones permanecen inconmovibles, impidiéndonos comprender aquella guerra y, sobre todo, cómo fue posible.

 

Palabras clave: Malvinas, Paradoja, Guerra, Intelectuales

 

Abstract

This article shows the contributions of Social Anthropology and Ethnography in a typically historical issue such as the Anglo-Argentine conflict of 1982 over the Malvinas/Falkland Islands and the South Atlantic archipelagoes. Through a historical review, this text reconstructs the construction of the positions that came to “solve” the paradox underlying this war and its subsequent memory: it was the dictatorship of the self-called National Reorganization Process (1976-1983) that carried out the recovery of the Malvinas Islands, with the popular support of the whole country. Despite this 40-year-postwar, these positions remain unshakable and prevent us from understanding that war and, above all, how it was possible.

 

Keywords: Falklands, Paradox, War, Intellectuals

 

Publicar estas reflexiones en una revista de Historia y Guerra demanda, quizás, algunas aclaraciones. No tanto porque la disciplina convocante sea parte de las Humanidades y de las Ciencias Sociales, sino porque la Antropología y la Historia comparten abordajes desde la singularidad de escenas, situaciones y relaciones sociales. Malvinas fue una guerra que sucedió hace 40 años entre las Fuerzas Armadas de dos estados nacionales. La primera cuestión que abordaré aquí es qué hace una antropóloga en la temática. La segunda será cómo esta antropóloga fue identificando algunos problemas que dificultan la comprensión y la investigación de la guerra de 1982 entre los académicos argentinos.

Señas particulares

Quienes hacemos investigación en ciencias sociales, humanidades y también en ciencias exactas, naturales, médicas e ingeniería venimos de distintos caminos, nos interesan distintas cosas y hablamos distintos idiomas. Pero, como investigadores, compartimos la capacidad de hacer preguntas y, más aún, la decisión de hacerlas incluso cuando esas preguntas parecen desafiar el buen sentido, lo que ya se sabe en tanto conocimiento consagrado.

En nuestra diversidad académica, cada especialidad pregunta y responde de maneras diferentes. Quienes hacemos antropología seguimos dos movimientos, que son los que fuimos recorriendo en nuestra historia disciplinar. El primero consistió en familiarizarnos con los pueblos exóticos, los “primitivos”, los “salvajes” que, sin embargo, eran tan humanos como nosotros, los occidentales. Entender sus formas de organización social, política y económica, sus ceremonias y su mitología llevaba tiempo e implicaba muchísimas incomodidades. Precisamente porque, y aquí el segundo movimiento, el regreso a la sociedad occidental nos obligaba a preguntarnos por nosotros mismos, por qué hacíamos las cosas “naturalmente” de cierta manera, si aquellos pueblos mostraban que podían hacerse de otras. El mundo de las culturas “de ultramar” de las metrópolis coloniales fue la gran fuente de preguntas sobre la sociedad humana. La finalidad última de la antropología reside en la esperanza de hacer un mundo mejor, más sabio y respetuoso. Para eso el investigador debe reflexionar teóricamente acerca de la naturaleza de esas diferencias, es decir, considerar si se trata de diversidad cultural o de desigualdad social, si se trata de cuestiones neurológicas o aprendidas, si se trata de formas atávicas que no cambiarán con el tiempo, etc. En la antropología, estas y otras posiciones buscan dar cuenta del fenómeno que en nuestros debates fuimos designando como “diversidad”, “alteridad” u “otredad”, o lo que se resume bajo un término bastante amplio como “Cultura”.

Los antropólogos hacemos preguntas para familiarizarnos con lo exótico y, en un camino inverso, exotizamos o transformamos en extraño lo que nos resulta familiar. Por eso necesitamos razonar por comparación. No creemos en valores absolutos ni pronunciamos sentencias para todo tiempo y lugar, sino que avanzamos convirtiendo ideas o conceptos nacidos en ciertas culturas (las nuestras) en nociones más comprensivas que puedan ser contrastadas y ampliadas en nuestros campos de trabajo. Así, aspiramos a forjar nociones más genuinamente universales (Peirano, 1995).

Por eso trabajamos con personas, que se vinculan con nosotros, nos explican y nos guían en esas diversidades que hasta entonces nos resultaban inimaginables e inconcebibles. Nuestras conclusiones hablan de esas personas no como individuos idiosincráticos y singulares, sino como integrantes de sociedades que observan determinadas maneras de pensar y de hacer las cosas. En este sentido, los antropólogos leemos a los mismos teóricos que las demás ciencias sociales (la sociología, las ciencias políticas, la lingüística, etc.), pero ponemos particular atención en lo que sucede en “el trabajo de campo” con las personas mismas, porque son ellas las que, con lo que dicen y con lo que hacen, nos muestran las teorías de manera vivida (Quirós, 2018). Eso es lo que en antropología llamamos perspectiva o punto de vista nativo: conocer y describir los fenómenos sociales, por ejemplo, una guerra, tomando como referencia ineludible el punto de vista de las personas que participaron en ella (Guber, 2001; Balbi, 2012).

Entender qué fue Malvinas para los militares y civiles conscriptos no es una tarea sencilla ni se resuelve dejando hablar a nuestros interlocutores. Hay que poder comprender lo que nos están diciendo, qué nos quieren decir y ponerlo en discusión con las elaboraciones de las teorías de la disciplina. Por ejemplo, es habitual que al comienzo de las conversaciones los veteranos nos respondan que hubo tantas guerras como participantes. En cierto sentido tienen razón, pero es necesario ponderar esta sentencia, especialmente para nuestros propósitos académicos. La guerra fue distinta para los marinos, para los terrestres y para los aeronáuticos, para los pilotos de A-4B de la Fuerza Aérea y para los aviadores navales de A-4Q. Y fue distinta también para los marinos de los buques y para los infantes de marina, para los soldados que estaban en Monte Longdon y para los que estaban en el Aeropuerto de Puerto Argentino. En cierto sentido “estas guerras” son diferentes y ninguna resume a las demás; mucho menos si comparamos cómo vivieron la guerra quienes estuvieron en las Islas y quienes no salieron de la Argentina continental. Sucede que, al iniciar la investigación, todo nos parece lo mismo: “los militares”, “los soldados”, “las Fuerzas Armadas”, etc. Aprender las distinciones desde el punto de vista de sus distintos “actores” lleva tiempo, porque solo se logra dar cuenta analítica de una totalidad o de un fenómeno social tan complejo como una guerra y de la organización social y política de sus combatientes dejándonos guiar por su caleidoscopio y aprendiendo sus respectivos idiomas, sus destrezas y también sus elementos comunes. En ese descubrimiento dependemos casi absolutamente de nuestros interlocutores y de los caminos que nos vayan mostrando, sugiriendo o acompañando a recorrer. Esto ocurrirá de acuerdo con sus ritmos, con sus pausas, sus malentendidos, errores y aciertos. También con sus negativas. Pero lo que resulta de este proceso es una caracterización de calidad superior a la imagen somera y coyuntural de la mirada circunstancial, por ejemplo, de una entrevista; esa caracterización es el producto de muchas interlocuciones y simultaneidades.

Decidí dedicarme a la guerra de Malvinas en 1986, cuando me postulé para una beca doctoral en Estados Unidos En 1986-1987 la presencia de las Fuerzas Armadas en la política nacional ya no era tan omnímoda como en los años previos, pero todavía se mostraba desafiante. El mundo universitario que yo habitaba, como recién graduada, se ubicaba casi en las antípodas de lo castrense y se proclamaba antidictatorial. Presentí, correctamente según creo, que para hacer una tesis doctoral novedosa sobre Malvinas debía tomar cierta distancia. Un doctorado en el exterior no me respondería qué fue la guerra para los argentinos, cosa que tendría que averiguar por mí misma, por ejemplo, en el trabajo de campo con sus “protagonistas directos”. Pero ese doctorado me permitiría aprender de otras investigaciones y pensar con cierta libertad, lejos de las certezas, de las posiciones habituales en mi país y en mi ámbito académico.[2]

A continuación, trataré de describir cómo la causa Malvinas se fue instalando entre los argentinos, cómo afectó la recepción de la noticia de “la recuperación” del 2 de abril de 1982 y cómo la guerra significó un vuelco paradójico de extraordinaria vigencia y también de resonante silencio a lo largo de todos estos años de posguerra.

 

“Las Malvinas son argentinas”

Pronunciamos esta sentencia como una afirmación de nuestros derechos de soberanía. Sin embargo, así dicha, encierra una contradicción: las islas nos corresponden, pero desde 1833 no las tenemos. Más aún: cuando el CL (contralmirante) Carlos Büsser pronunció su famoso discurso dirigido a las tropas del buque de desembarco ARA San Antonio, no pocos conscriptos del Batallón de Infantería 2 (BIM2) se miraron y preguntaron por qué iban a recuperar las Malvinas si ya eran argentinas. Entonces algunos se dieron a la ardua tarea de ubicarlas en un mapa. Les costó encontrarlas porque las estaban buscando a la altura de Río Grande do Sul. Aparentemente llegaron a ellas gracias a un suboficial.

Esta anécdota no es pintoresca: es aleccionadora en varios sentidos. El primero es que aquellos conscriptos no habían aprendido sobre Malvinas en sus escuelas primarias ni secundarias. La referencia cartográfica figuraba junto al Sector Antártico, pero a duras penas las islas sudatlánticas entraban en el año curricular y solo en la asignatura Geografía. Jamás en la de Historia. Quizás por eso, no solo por un rampante “nacionalismo”, en 1982 los suplementos infantiles de los diarios se dieron a la presurosa tarea de enseñar, en los 74 días de presencia argentina, lo que no se había enseñado en 149 años de ocupación colonial (Desiderato, 2020). Y esto es mucho decir para un sistema escolar público tan vasto, sólido y exitoso como lo fue el argentino.

Sin embargo, el anuncio de Büsser de la inminente recuperación provocó algarabía. ¿Por qué? Porque en la historia política argentina la afirmación de la soberanía argentina sobre el archipiélago siempre se asociaba al despojo de la Patria en afirmaciones políticas, a menudo disidentes con el gobierno de turno. En 1870 en El Río de la Plata, diario del político anti-mitrista José Hernández, autor del Martín Fierro, se presentó en dos entregas una descripción de la vida en las islas por parte del Jefe de Marina Augusto Lasserre, quien, en una breve estadía, debía dar fe de un barco italiano que había naufragado cerca de Malvinas y cuya empresa propietaria pretendía cobrar el seguro (Hernández, 1952). En 1910, Paul Groussac (probablemente la única voz “oficial” de toda esta serie) escribía en su francés natal los fundamentos de los derechos argentinos, mientras atribuía a Juan Manuel de Rosas la pérdida del archipiélago y su novedosa colonización rioplatense. Su escrito lo dedicó como obsequio y homenaje a “Mi Patria Adoptiva”, mientras cumplía su larguísima función en el cargo de Director de la Biblioteca Nacional. En 1934, a un año del Tratado Roca-Runciman entre la Argentina y Gran Bretaña, los historiadores e ideólogos nacionalistas Rodolfo y Julio Irazusta publicaron la piedra fundamental del Revisionismo Histórico, La Argentina y el Imperio Británico. Eslabones de una cadena 1806-1933. Ese mismo año, el senador socialista Alfredo Palacios se pasó dos días en la Cámara Alta explicando por qué había que traducir al castellano la obra de Groussac, resumirla y distribuirla por la red de bibliotecas populares de la Argentina. En 1966, jóvenes que se definían como nacionalistas y otros como jóvenes peronistas y trabajadores de fábricas, agremiados en la Unión Obrera Metalúrgica, secuestraron un avión de línea (la estatal Austral) que iba a la capital de Santa Cruz, Río Gallegos, y lo desviaron a Port Stanley. Entre las declaraciones que hicieron aquellos jóvenes embarcados en el Operativo Cóndor –de cuya difusión se encargó el director y dueño del diario de mayor circulación nacional, Crónica– una fue para Juan Domingo Perón, exiliado en España. Perón correspondió a la atención exaltando a “los cóndores” que defendían a la Patria, en desmedro de “los gorriones de la dictadura”, en alusión a la flamante “Revolución Argentina” encabezada por el General (R) Juan Carlos Onganía y, de paso, al entonces gobernador de Tierra del Fuego, Malvinas, Islas del Atlántico Sur y sector Antártico, un marino de alto rango que iba en el vuelo secuestrado. Si a esto le sumamos los “actos relámpago” que solían llevarse a cabo en el centro bancario porteño y que incluyeron la quema de una bandera británica frente a la entrada principal del Banco de Londres y del Río de la Plata, en airada protesta por “las políticas de entrega de la Nación”, es muy probable que la causa de Malvinas y las apelaciones a su recuperación se hayan popularizado no por una lección escolar, sino por las idas y venidas de la política interior y porque cada gestión se proclamaba refundadora y recuperadora de la Nación Argentina.

Fue así, de la mano de actores de las más distintas tendencias, como el reclamo territorial se convirtió en una causa nacional y popular de fuerte inspiración política. Pero en 1982 la historia pareció dar un vuelco y “los anhelos” parecían empezar a concretarse. La tercera junta militar del régimen iniciado en 1976 no apelaba a ninguna fuerza política en particular. Este detalle era bastante novedoso, aunque el comandante en jefe del Ejército, Leopoldo Fortunato Galtieri, ya había mostrado sus propias aspiraciones en un asado pantagruélico en Victorica, provincia de La Pampa. Si bien se hablaba del Partido Militar, no fue en estos términos que se presentó la recuperación. La ilusión de la unidad continuó hasta que la presencia británica se hizo nuevamente de las islas, tras una campaña bastante contundente, mas no sin importantes pérdidas. La pretensión argentina (y eventualmente las aspiraciones políticas de sus gobernantes de facto) fue contestada con las armas. Entonces Malvinas volvió a ser una pieza de negociación en la política interna. Veamos cómo y en qué sentidos.

 

La nacionalización de la guerra

Los argentinos nos enteramos de que las Malvinas habían sido recuperadas el viernes 2 de abril por la mañana, a través de los noticieros de radio y televisión. Los que nacimos antes de 1968-1970 podemos recordar qué estábamos haciendo aquella mañana y la extraña sorpresa que nos provocó la noticia. Si revisamos los diarios de entonces, los sucesos en las Islas Georgias hacían inminente algún desenlace conflictivo, probablemente armado. Sin embargo, Malvinas no figuraba en la agenda pública. El martes 30 por la tarde la rama más dura de la organización nacional de trabajadores, la Confederación General de Trabajadores o CGT, convocó a una marcha por PAZ, PAN y TRABAJO. La marcha se efectivizó en todas las ciudades del país y fue duramente reprimida, con un muerto y centenares de detenidos, incluidas las autoridades de la rama sindical convocante.

Tres días después los argentinos nos enterábamos de que ese mismo gobierno había recuperado las Islas Malvinas. Las plazas de pueblos y ciudades se llenaron, la gente salió a la calle y, llamativamente esta vez, nadie la perseguía ni le lanzaba gases lacrimógenos ni la metía presa. La Plaza de Mayo se pobló, el General (esta vez Galtieri) salió al balcón y, pese a algunos abucheos, todo era festejo. Tal era el clima de comunión que los detenidos del martes 30 fueron liberados para celebrar la recuperación en unidad nacional. Los políticos, bajo estricta veda partidaria, se ofrecieron para representar en el exterior los derechos argentinos en Malvinas. Los jerarcas del Partido Comunista viajaron a Moscú, los de la Democracia Cristiana, a Italia y al Vaticano, la Unión Cívica Radical, a Francia y el Partido Justicialista, a España. El 20 de abril, como prenda de unidad (y con escasa imaginación), Port Stanley se rebautizó “Puerto Argentino”, y personalidades del gobierno y de las “fuerzas vivas” –partidos políticos, jefes gremiales, personalidades de las artes y las ciencias– viajaron para respaldar la investidura del flamante gobernador militar. Los diarios, los noticieros y la gente manifestaban un patriotismo entusiasta. A nadie se le ocurría que la recuperación fuera un “manotazo de ahogado”, ni una medida para satisfacer “intereses mezquinos de la política”.

Pero el escenario internacional empezó a poner fin a todo esto el 1º de mayo a las 4.40 con las primeras bombas lanzadas por un Avro Vulcan. Después, con los bombardeos nocturnos y diurnos, el ataque y casi inmediato hundimiento del Crucero ARA General Belgrano, el 2 de mayo, el desembarco británico en San Carlos entre el 21 y el 26 del mismo mes, el avance hacia el este de la Isla Soledad y la capitulación de Puerto Argentino el 14 de junio.

Desde entonces, el clima social fue muy diferente y casi antagónico. Fue entonces cuando brotaron las explicaciones rápidas de la recuperación fallida, como las segundas intenciones de la Junta detrás de la operación patriótica. Y como la barrera británica había sido tan contundente, los argentinos empezamos a pensar que aquello había sido una “aventura absurda”, un “intento de la dictadura de perpetuarse en el poder”, etc. Fue recién entonces que, a sabiendas del resultado de la contienda, se puso de manifiesto una paradoja que había permanecido latente en aquellos 74 días: un gobierno impopular y autoritario nos había devuelto las islas sudatlánticas, el objeto de una causa nacional y popular que había sido reivindicada por todos los sectores de la política argentina desde el siglo XIX, casi desde 1833.

Las paradojas son afirmaciones con dos términos que aparentemente se contradicen. Por eso una paradoja es tal sólo si sus términos pueden ser pensados juntos. Pero después de la guerra y con la urgencia de la campaña electoral, figuras de la escena pública procedieron rápidamente, deshaciéndose de uno de los términos de esa unión. Un sector minoritario, que se iría incrementando con el tiempo, empezó a poner en duda que las Malvinas fueran argentinas, porque “no las tenemos”, “a los ingleses no los saca nadie”, “se parecen a Escocia”, “las Malvinas van a ser argentinas cuando la Argentina sea de los argentinos”. Otra línea, la mayoritaria, decidió reforzar la causa mientras calificaba como unánimemente bueno o unánimemente malo el desempeño militar en la campaña, porque “las hubiésemos tenido si los militares no hubieran dado ese manotazo de ahogado”, “los argentinos lucharon heroicamente”, “la derrota se debió a la superioridad tecnológica de los británicos”, “la derrota se debió a la incapacidad de nuestros militares para hacer la guerra en vez de torturar a sus compatriotas”, etc.

Es difícil deshacerse del reclamo por Malvinas, entre otras cosas porque figura en la Constitución Nacional de 1994, emitida bajo un gobierno democrático. Es difícil, también, porque Malvinas tiene muertos y sobre todo deudos. Y es difícil porque cualquier estadista argentino sabe que la defensa de la causa Malvinas reditúa políticamente.

Al eliminar en los planteos el ala inconveniente para cada quien, estas posiciones no dejan advertir que los dos términos están en contradicción aparente, y que gracias a esa apariencia pueden mantenerse unidos. Resolver la paradoja no es suprimir uno de los términos, sino dar cuenta de qué tienen en común o, mejor dicho, revelar su verdad evidente y entender por qué la vivimos como una contradicción.

La finalización de la guerra significó la caída político-militar de las Fuerzas Armadas. El Proceso de Reorganización Nacional, tal como fue bautizado seis años antes, no había logrado sus objetivos. A la capitulación del gobernador argentino de las islas le siguió la remoción de la tercera Junta en el Poder Ejecutivo y el nombramiento de un presidente militar encargado de viabilizar una transición “lo más ordenada posible”. En esa transición, que consistió fundamentalmente en la apertura política y el llamado a elecciones generales, los candidatos empezaron a dirigir su mirada hacia la otra cuestión pendiente: los derechos humanos. El olvido de Malvinas no era llamativo; todos los partidos habían prestado su consenso para la recuperación y habían creído (o habían simulado creer) en ella.[3]

1982-1983 no fueron años fáciles para comprender la guerra que acababa de ocurrir. Habría sido más sencillo si la experiencia de Malvinas se hubiera acotado a los militares profesionales. En las unidades, los disensos y malestares alcanzaron el estruendo, pero, al menos hasta 1987, se circunscribieron al interior de sus muros. Sin embargo, los primeros en volver fueron los conscriptos, civiles bajo bandera que terminaban su reincorporación al servicio militar (clase ‘62) y aquellos que lo terminarían lo más pronto posible (clase ’63). Volvían de la guerra, de un campo de batalla internacional, de ver morir, herir y matar a sus camaradas y a sus militares. Volvían con una experiencia inédita.

Pese al intento de lograr un compromiso firmado de silencio con los jóvenes, la autoridad castrense se había perdido. Ya nadie creía que la palabra oficial fuera incontestable. En este clima, el disenso popular empezó a fluir en forma de rumores y de anécdotas (Lorenz, 2017). Se hablaba de los chocolates donados para los soldados que se vendían en los kioscos patagónicos y de los depósitos rebosantes de comida en Puerto Argentino, mientras en el frente los soldados se morían de hambre. La moraleja de narraciones como estas era siempre la misma: algunos argentinos habían atravesado situaciones de privación extrema mientras defendían a la Patria; las conducciones político-militares de las islas recuperadas gozaban de privilegios ganados por la corrupción, no por el empeño en combate.

Según esta lógica, los soldados conscriptos desempeñaban un interesante papel: le daban realismo, factibilidad y rostro humano a la paradoja de Malvinas. Pero ese rostro permanecería incierto durante, al menos, 40 años. Para entender por qué, debemos hacer algunos números. La mayoría de los soldados que “cruzaron el charco” pertenecían a la clase ‘62, es decir, habían nacido en 1962. La primera minoría de los soldados pertenecía a la clase 63, y una pequeña porción a las clases ‘54 y ‘55, que habían pedido prórroga por estudios, una figura habitual en grandes ciudades universitarias como Córdoba, La Plata y Buenos Aires.

Hasta 1974 los conscriptos hacían el servicio militar a los 21 años. Desde 1976 comenzaron a ser sorteados a los 18. Como clases intermedias, se eximió a los nacidos en 1956 y 1957. El adelanto de la edad de conscripción, que se legisló en 1973-1974, generó una brecha entre el cumplimiento del servicio militar (18/19 años) y la mayoría de edad (21), brecha que siguió sin modificaciones durante 30 años. Estas cuestiones tuvieron bastante importancia en la vida de la posguerra y en la conceptualización de la guerra.

Siguiendo este esquema, los jóvenes varones que debían cumplir con el servicio ya habían sido sorteados en 1981, cuando tenían o cumplían 18 años; estos conformaban la clase ‘63. Pero la mayoría de los soldados tenía un año más y fueron a las islas como “reincorporados”. Habían hecho la conscripción en 1981, habían sido sorteados en 1980 y habían nacido en 1962. Estos números tienen cierta importancia para la época porque aquellos muchachos “clase 62” y “clase 63” no solo eran jóvenes, sino que componían una juventud que el régimen podía calificar como “básicamente limpia y sana” y que “no tenía ideas raras”. Llevaban siete años bajo el régimen militar. Los nacidos en 1962 habían ingresado a la escuela secundaria en 1975, y los nacidos en 1963, en 1976, junto con el “Proceso”. Se suponía que estos muchachos no habían tenido tiempo material ni un ambiente de socialización para enrolarse en “actividades subversivas”.

Sin embargo, aquella “juventud sana” de pronto fue a una guerra. Mayoritariamente indiferente a la política, esta juventud se vio envuelta en la primera línea de un evento de magnitud política nacional e internacional. Desde entonces, los soldados se convirtieron en los únicos argentinos que habían visto a las Fuerzas Armadas desempeñar su papel específico y en los únicos testigos de una guerra entre fuerzas regulares que, para colmo, terminó en una derrota. Si bien habían participado lado a lado con suboficiales y soldados, en tanto civiles no podían ser técnica y legítimamente acusados de perder las islas. La juventud sana no era responsable.

Así nació un nuevo actor social y político que venía a desafiar las clasificaciones habituales de los argentinos de aquella época: no era plenamente militar, porque se iba de baja, ni plenamente civil, porque había combatido con armas y en un escenario de guerra; eran hijos de un evento acometido por la dictadura, pero desarrollarían el resto de sus vidas durante la democracia. A este carácter inclasificable lo abonaba su estado jurídico. Cuando regresaron de la guerra y de usar sus fusiles FAL, según la ley vigente todavía eran menores de edad. Hasta cumplir los 21 años necesitarían tutores adultos para recibir y administrar las compensaciones por heridas, decidir tratamientos médicos complejos y, por supuesto, comprar armas. Así, los ex soldados se convirtieron en una anomalía que, como toda anomalía, es siempre un elemento disruptivo. Independientemente de que contaban con su instrucción completa y que hubieran combatido y se hubieran puesto a la altura de las circunstancias, aquellos jóvenes –de la misma edad que un alférez, un guardiamarina, un cabo segundo o un subteniente– podían convertirse en una amenaza para “la paz social” y para el rostro de la derrota (“mandaron chicos sin instrucción”, se decía). La anomalía amenazaba también a la sociedad civil y política: su sola presencia la increpaba por crédula e irresponsable y por haber entregado a sus hijos a “esos” militares y bajo “ese” régimen, ahora desenmascarados.

En suma, los soldados volvían a sus pueblos, a sus casas, a sus trabajos y a sus amigos con una historia diferente a la de todos los civiles y a la de todas las clases militares anteriores, regresaban con una experiencia que denunciaba el consenso que los había mandado a la guerra, y que había sido compartido por familias, vecinos, militares y políticos. Por eso, nadie quería escucharlos, ni sabía cómo tratarlos; eran una granada sin seguro. Como resultado, los ex combatientes quedaron fijados en un limbo social y político, como ente inclasificable, suspendidos en una temporalidad anómala que no terminaba de definirse. Entonces los “pobres chicos de la guerra”, “los pibes”, “los loquitos”, “los leopolditos” comenzaron a reunirse y a formar sus propios “centros de ex soldados combatientes” donde podrían conversar sobre lo que casi nadie podía ni quería escuchar.

Poco después llegó la apertura política y los políticos que habían sido parte de aquel acuerdo de 1982 se volcaron al otro legado de la dictadura, los derechos humanos. Este sector tenía pocas simpatías por los jóvenes que venían de la guerra (de quienes desconfiaban y a quienes descalificaban como “pichones de milico”). Las organizaciones humanitarias seguían bregando por el paradero de otros jóvenes, muchos de los cuales a edades parecidas se habían encuadrado en alternativas políticas, algunas militarizadas. Durante la guerra con Gran Bretaña, esas organizaciones explicitaron reiteradamente su apoyo a la recuperación territorial, recordando siempre la ausencia de sus seres queridos y la presencia de “los desaparecidos”. Mientras los presos definidos como “políticos” se ofrecían para ir al frente y para dar su sangre a los heridos en el frente, las organizaciones que nucleaban a los parientes consanguíneos, generalmente padres y madres de “desaparecidos y detenidos por razones políticas”, confirmaban que, de estar con vida, seguramente estarían defendiendo las islas Malvinas. La articulación entre un sector del movimiento de ex soldados y las organizaciones humanitarias comenzó a materializarse hacia el 25° aniversario (2007), cuando algunos de los centros de ex combatientes empezaron a mostrar la guerra de Malvinas como un campo insular de detención de prisioneros (argentinos) al modo de la ESMA, El Olimpo y La Perla. Este desplazamiento convertía a los soldados en víctimas de la tortura de sus superiores, les restaba la singularidad de la experiencia de combate y los fijaba en la imagen del “estaqueo” o del calabozo de campaña a cielo abierto en las campañas militares del siglo XIX. Este giro, sin embargo, no fue mayoritario entre los ex soldados. Sí lo fue su constitución como un grupo de presión con características propias que negociaba, según las épocas, con distintos actores políticos, sociales y militares. Pese a que sus idas y vueltas no fueron muy distintas a las del proceso político-social argentino de los 40 años de posguerra, los ex soldados siguieron siendo un actor difícil de domesticar, incluso para los dirigentes del mismo movimiento que a duras penas lograron formar organizaciones estables y capaces de participar en el juego político. Sin un discurso propio y único que aprovechara su carácter convirtiéndolo en virtud, parecieron obligados a aceptar, o al menos a convivir, con uno de los dos lugares disponibles que los argentinos les habían asignado, sea como víctimas de los militares genocidas en un campo insular de detención, sea como héroes de la guerra. Victimización y militarización neutralizaron parte de la potencia que traían consigo en 1982 y que muy pocos llegaron a visualizar: ser un testigo protagónico, incómodo y a la vez libre de culpa y cargo para la sociedad, la política y las Fuerzas Armadas de la Argentina.

Por su parte, los oficiales y suboficiales que regresaron tenían otros problemas derivados de haber sido parte de los protagonistas principales del drama bélico, tanto en lo militar como en lo político. Tampoco aquí todos compartían la misma responsabilidad en los campos de batalla ni mucho menos en las grandes decisiones. Además, no todos habían estado en las islas y muy pocos habían detentado la decisión política. Sin embargo, en la desazón de la primera posguerra tal discernimiento era un bien escaso. Ante la sociedad que se encaminaba a las elecciones de 1983, “lo militar” era una sola cosa, sobre todo porque durante el período previo la población había experimentado masivamente su abrumadora presencia.

A la hora de pagar los costos, para una institución tan involucrada en la política nacional durante el siglo XX, la cuenta puede ser larga. Contiene deudas con el mundo civil y recriminaciones en su interior, entre las fuerzas, entre las armas y con las conducciones. Basta recordar, por ejemplo, los enfrentamientos entre la Fuerza Aérea y la Armada en 1955, la trifulca estrictamente castrense conocida como “Azules y Colorados” de 1962 y 1963, y demasiadas cuestiones encubiertas desde 1976 que salieron a la luz con los dos “golpes de palacio” del mismo año (marzo y diciembre). Malvinas no fue la excepción.

Por todo esto, cuando comencé a hacer trabajo de campo en 1989 me encontré con tres guerras distintas. La Fuerza Aérea era todo color, acción y potencia. Sin “responsabilidad específica” en el ambiente naval (Resol. 1/69) y sin adiestramiento ni equipamiento adecuado para atacar buques de guerra, se había lanzado al ruedo y había logrado importantes resultados. La Armada era todo silencio, salvo la fecha para recordar el ataque al Crucero General Belgrano. El Ejército era una olla a presión que cada tanto mostraba sus columnas de vapor, el corte de las cadenas de mando y los estallidos de los oficiales subalternos e intermedios en la Operación Dignidad de 1987 contra la conducción del Ejército. Este panorama se mostraba ante mí y ante cualquier interesado como tres memorias institucionales sobre tres guerras que debieron ser una.

 

Recapitulando

Desde 2022, la guerra de Malvinas sigue siendo uno de los temas menos estudiados por las humanidades, las ciencias sociales y también por las disciplinas militares. No integra los planes de estudio, ni siquiera como uno de sus temas. Esta ignorancia de la propia experiencia tiene varias consecuencias que van más allá de la cuestión diplomática. Una de ellas es que los protagonistas de la guerra no pueden ser entendidos ni escuchados por quienes nos ocupamos de conocer nuestra sociedad y nuestra historia; tampoco pueden ser visualizados como parte de la sociedad argentina y, mucho menos, como una manifestación del poder del Estado (no solo de los gobiernos) con todos sus ciudadanos. Hoy las Fuerzas Armadas y de Seguridad son, además, una de las principales fuentes de empleo para los jóvenes de sectores populares, quienes pretenden alistarse a la misma edad de los que fueron a Malvinas y de los que continúan ingresando a las universidades.

Investigar cómo fue la guerra implica animarse a hacer preguntas que no están respondidas de antemano. Las buenas investigaciones muestran conclusiones matizadas y respuestas alejadas de la sentencia fácil y unilateral. Allí duermen cuestiones tales como cuán fundamental fue la ESMA en la formación de los suboficiales navales que fueron capaces de mover y reparar buques y aviones y que ayudaron a poner orden en la evacuación del Crucero; cuán fundamentales fueron los rosarios para los pilotos aeronáuticos, que también hicieron gala del adiestramiento y de la decisión política de su Estado Mayor de ir a la guerra; y cuán central fue el ejemplo de suboficiales y oficiales de las fuerzas terrestres para que los soldados pudieran enfrentar al enemigo, incluso en la dura instancia del combate cuerpo a cuerpo.

Es que la guerra no es solo de los que van; es un episodio dolorosamente humano, como la carga y generalmente el orgullo que porta cada veterano 40 años después. Podríamos empezar a mirarla.

 

Referencias

Balbi, F. A. (2012). La integración dinámica de las perspectivas nativas en la investigación etnográfica. Intersecciones en Antropología, 13(2).

Bartolomé, L. J. (coord.). (2010). Argentina: la enseñanza de la antropología social en el contexto de las ciencias antropológicas. LASA-Ford y Red de Antropologías del Mundo-World Anthropologies.

Desiderato, A. D. (2020). La movilización de los niños durante la Guerra de Malvinas. Un análisis a través de la revista Billiken y el suplemento Croniquita. En M. I. Tato y L. E. Dalla Fontana (dirs.), La cuestión Malvinas en la Argentina del siglo XX. Una historia social y cultural. Prohistoria.

Guber, R. (2001). ¿Por qué Malvinas? De la causa justa a la guerra absurda. Fondo de Cultura Económica.

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Irazusta, J. e Irazusta, R. (1934). La Argentina y el Imperialismo Británico. Eslabones de una cadena, 1806-1933. Ediciones Argentinas Cóndor.

Lorenz, Federico G. (2017). La llamada. EDUNT.

Peirano, M. (1995). A favor da etnografía. Relume-Dumará.

Quirós, J. (2014). Etnografiar mundos vívidos. Desafíos de trabajo de campo, escritura y enseñanza en Antropología. En Publicar en Antropología y Ciencias Sociales, 12(17), (pp. 47-65). Reeditado en R. Guber (comp.) (2018), Trabajo de campo en América Latina. SB.

 

Sobre la autora

Rosana Guber es Investigadora Principal CIS-IDES/CONICET. Doctora en Antropología por la Johns Hopkins University. Dirige la Maestría en Antropología Social (IDES-IDAES/UNSAM). En cuanto al conflicto bélico, ha publicado los libros ¿Por qué Malvinas? (2001), De chicos a veteranos (2004), Experiencia de halcón. Ni héroes ni kamikaze, pilotos de A-4B (2016) y Mar de guerra (2022), además de capítulos de libros y artículos académicos y de divulgación (1ª Mención divulgación UBA, 2017). En 2016 obtuvo el Premio Konex Platino en Arqueología/Antropología.

https://orcid.org/0000-0002-0469-8982

About the author

Rosana Guber is Principal Researcher CIS-IDES/CONICET. She holds a Ph.D. in Anthropology from Johns Hopkins University. She directs the Master in Social Anthropology (IDES-IDAES/UNSAM). Regarding the war, she has published the books ¿Por qué Malvinas? (2001), De chicos a veteranos (2004), Experiencia de halcón. Ni héroes ni kamikaze, pilotos de A-4B (2016) and Mar de guerra (2022), in addition to book chapters and academic and public history articles (1st Mention divulgation UBA, 2017). In 2016, she received the Konex Platinum Award in Archaeology/Anthropology.

 

 

 


[1] Una versión preliminar de este artículo fue presentada el 23 de septiembre de 2021 en una conferencia presencial en la Escuela de Guerra Conjunta de la Universidad de la Defensa Nacional, Ciudad de Buenos Aires, República Argentina. Por la iniciativa y por haberme ofrecido esa oportunidad, agradezco muy especialmente al Coronel Oscar Armanelli, al Dr. Jorge Battaglino, a la Lic. Claudia Decándido y al Cap. (R) VGM Héctor D. Tessey, quien además de ser parte de la iniciativa, hizo las coordinaciones necesarias para que el encuentro se concretara.

[2] Debo agregar aquí que en 1986 la Antropología Social argentina empezaba a formarse. Nuestros mayores se dedicaban a otras cuestiones que habían interesado en otras épocas, muchos de ellos emigraron de manera forzada y no regresaron a las unidades académicas. Mientras tanto, los antropólogos que enseñaban en las carreras de Buenos Aires y La Plata preferían calificarse como “etnólogos” y “folklorólogos”. Solo la Universidad de Misiones y el Instituto de Desarrollo Económico y Social pudieron mantener la continuidad académica de la antropología social (Bartolomé, 2010).

[3] Los simpatizantes y partidarios de Raúl Alfonsín, quien resultó electo en las elecciones del 30 de octubre de 1983, sostienen aún hoy que solo él se había opuesto a la toma de las islas y a la algarabía reinante. No obstante, los diarios de la época dicen lo contrario. Las tres líneas de la Unión Cívica Radical, es decir, la oficialista Línea Nacional que entonces encabezaba Carlos Contín, sucesor de Ricardo Balbín, muerto en setiembre de 1981, y las dos líneas disidentes, el Movimiento de Afirmación Yrigoyenista de Luis León, y el de Renovación y Cambio de Raúl Alfonsín, apoyaron la recuperación. Alguna vez alguien estudiará cómo fueron realmente los procesos de decisión partidaria y no cómo debieron haber sido.