ILA, Facultad de Filosofía y Letras, Universidad de Buenos Aires /
CONICET, Argentina
Fecha de recepción: 22-12-2021.
Fecha de aceptación: 22-02-2022.
Resumen
En la literatura argentina, encontramos una serie de cuerpos abyectos, señalados en diferentes momentos a lo largo de la historia, bajo el heteroimagotipo de la barbarie: indios, gauchos, inmigrantes, proletarios, cabecitas negras, villeros.
En los procesos imagológicos por medio de los que se construye lo abyecto, la violencia verbal o física suele ser el modo de señalamiento, de “poner en su lugar” al subalterno porque, como explica Kristeva: “Hay en la abyección una de esas violentas y oscuras rebeliones del ser contra aquello que lo amenaza y que le parece venir de un afuera o de un adentro exorbitante” (1980: 7).
Dentro de la tradición literaria argentina que da cuenta de esta violencia desde los primeros tiempos de la construcción de la identidad nacional en el siglo XIX hasta el presente, identificamos una serie singularizada por una de sus formas especialmente abyecta, desbordada y terrorífica: la violación “correctiva”.
En la serie que rastreamos, se destacan “La Refalosa” (1843), de Hilario Ascasubi; El matadero (1871), de Esteban Echeverría; El fiord (1969) y “El niño proletario” (1988), de Osvaldo Lamborghini. Sumamos aquí el relato de Michel Nieva “¿Sueñan los gauchoides con ñandúes eléctricos?” (2013).
Imagology of the abject: forms of violence and barbarism in an Argentine literary tradition that resignifies itself
Abstract
In Argentine literature, we can recognize a series of abject bodies marked at different times throughout history under the heteroimagotype of barbarism: indians, gauchos, immigrants, proletarians, cabecitas negras, slum dwellers.
In the imagological processes through which the abject is constructed, verbal or physical violence is usually the way of signaling, of “putting in their place” the subaltern because, as Kristeva explains: “There is in abjection one of those violent and dark rebellions of the being against that which threatens it and that seems to come from an outside or an exorbitant inside” (1980: 7).
Within the Argentine literary tradition that accounts for this violence from the early days of the construction of a national identity in the nineteenth century to the present, we identify a series singled out for one of its especially abject, overwhelming and terrifying forms: “corrective” rape.
In the series we track, “La Refalosa” (1843), by Hilario Ascasubi, El matadero (1871), by Esteban Echeverría, El fiord (1969) and “El niño proletario” (1988), by Osvaldo Lamborghini, stand out. We add here the story by Michel Nieva “¿Sueñan los gauchoides con ñandúes eléctricos?” (2013).
“… la Argentina se funda y se derrumba en la fiesta del deseo”
Julio Premat, 2002: 122
Introducción
En lo medular del proceso de autoconfiguración de un endogrupo y su separación de un exogrupo, encontramos el mecanismo con que este se constituye tanto en su autoimagen como en su rol de sujeto productor de heteroimágenes: la expulsión de su abyecto, su negativo, para llegar a forjarse como entidad totalizante y homogénea. Así, los miembros del endogrupo definen cuáles son los cuerpos percibidos como subalternos. Y para ello, no solo estos sujetos, sino también los espacios que estos habitan, son concebidos como abyectos. Un endogrupo puede conformar desde una secta, o un partido político, hasta una nación.
Julia Kristeva (1980) define lo abyecto como aquello que perturba una identidad, porque pertenece a otro sistema, otro orden, y porque no respeta las reglas, los límites, los lugares asignados. Es lo que el sujeto –o su grupo– decide purgar, separar, rechazar, para consolidarse.
Dentro de la literatura argentina, podemos reconocer una serie de cuerpos abyectos señalados, en diferentes momentos a lo largo de la historia, bajo el heteroimagotipo1 de la barbarie: indios, gauchos, inmigrantes, proletarios, cabecitas negras, villeros.
En el caso del gaucho como subalterno, el abuso fue ejercido por el poder hegemónico sobre sus cuerpos y voluntades en diversas maneras: fueron obligados a pelear en la guerra de frontera contra un indio que no era su enemigo, a cambio de mayor pobreza y marginalidad, como fue expresado en La ida de Martín Fierro; luego, en la guerra con el Paraguay; y cuando los pocos sobrevivientes ya no podían circular por la pampa alambrada, se tuvieron que incorporar al trabajo de la peonada, y fueron “apropiados” para ser convertidos en símbolo nacional, en El Payador (1913), de Lugones.
La novela escrita en francés, Pablo o la vida en las Pampas (1868), de Eduarda Mansilla –traducida luego por su hermano Lucio V. para La tribuna–, es un importante antecedente de esta serie literaria de gauchos cuyos cuerpos son apropiados por el Estado. Narra la historia de Pablo, desaparecido, y de su madre, Micaela, la única que denuncia su ausencia y es ignorada o tratada de loca por el resto de la sociedad, lo que nos ofrece un escalofriante anticipo de los desaparecidos por la dictadura y sus abuelas o madres de Plaza de Mayo.
En los procesos imagológicos por medio de los que se construye lo abyecto, la violencia verbal o física suele ser el modo de señalamiento, de “poner en su lugar” al subalterno porque, como explica Kristeva: “Hay en la abyección una de esas violentas y oscuras rebeliones del ser contra aquello que lo amenaza y que le parece venir de un afuera o de un adentro exorbitante” (1980: 7).
Dentro de la tradición literaria argentina que da cuenta de esta violencia desde los primeros tiempos de la construcción de una identidad nacional en el siglo XIX hasta el presente, identificamos una serie singularizada por una de sus formas especialmente abyecta, desbordada y terrorífica: la violación “correctiva”. Esta expresión se suele emplear en el contexto de los estudios de género para referirse al crimen de odio que se comete contra personas de géneros y de prácticas sexuales disidentes con la supuesta intención de volverlos heteronormados. En estas páginas, se utiliza en un sentido más amplio, no solo en referencia a la cuestión de género, sino también –y sobre todo– de clase.
En la serie que rastreamos, se destacan “La Refalosa” (1843), de Hilario Ascasubi; El matadero (1871), de Esteban Echeverría; El fiord (1969) y “El niño proletario” (1988), de Osvaldo Lamborghini. Sumamos aquí el relato de Michel Nieva “¿Sueñan los gauchoides con ñandúes eléctricos?” –el primero dentro del libro homónimo publicado en 2013–, porque establece un diálogo intertextual con el resto de la serie y, a su vez, la actualiza y resignifica.
Formas de la violencia y de la barbarie
David Viñas señala, en varios textos y en sus reediciones2, que “[l]a literatura argentina comienza como una violación” (2005: 12). Y explica:
El final de El matadero y el de Amalia me sirvieron de puntos de partida para esa formulación: el cuerpo humillado del joven unitario proyectado por Echeverría y la casa desbaratada de la protagonista de Mármol. En ambos casos los soportes de lo civilizado agredidos por los símbolos de “la barbarie”; y el uso privilegiado del francés o de las fórmulas consagradas como intentos de conjuro frente a las fuerzas del afuera sobre los prestigios interiores.
En otra lectura –más mediatizada– la emergencia de la literatura argentina se trenzaba así con los inaugurales conflictos de clase (2005: 12).
Si El matadero fue escrito entre 1838 y 1840, más allá de su publicación póstuma en 1871, es anterior al poema de “La Refalosa”, de Hilario Ascasubi, escrito en el contexto del “Sitio Grande” de Montevideo (1843-1851) liderado por el general uruguayo Oribe contra los sublevados por Rivera y los unitarios exiliados que los apoyaban.
La resbalosa o la refalosa era un baile procedente del Perú, que, hacia 1835, se habría desprendido de la vieja zamba, con formas mixtas de zamacueca y de gato, muy popular en Santiago de Chile y en la región del Río de la Plata. Tuvo su versión como Refalosa federal, pero pronto se convirtió en una forma de llamar al “baile aleccionador” que la mazorca les propiciaba a los unitarios.
Ya en El matadero se menciona con este sentido plurívoco:
—Degüéllalo, Matasiete –quiso sacar las pistolas–. Degüéllalo como al toro.
—Pícaro unitario. Es preciso tusarlo.
—Tiene buen pescuezo para el violín.
—Tócale el violín.
—Mejor es resbalosa.
—Probaremos –dijo Matasiete, y empezó sonriendo a pasar el filo de su daga por la garganta del caído… (Echeverría, 1999: 90).
Cuando Ascasubi compone su poema “La refalosa”, despliega la violencia –que en El Matadero queda trunca por la súbita muerte del unitario, quien “revienta de rabia”– en una sátira de la crueldad. A lo largo de los versos, se describe con detalle el procedimiento de humillación, tortura, violación y muerte, desde la oralidad remedada de un degollador mazorquero que amenaza a “Jacinto Cielo, gacetero y soldado de la Legión Argentina”, unitario, exiliado en Montevideo durante el mencionado sitio de la ciudad. Ascasubi no solo tiene la violencia como tema, sino que, además, construye, como dice Josefina Ludmer, “una lengua brutal y asesina, la representación del mal en la lengua” (2012: 173).
La segunda estrofa del poema se centra en la preparación del cuerpo que será sometido:
Unitario que agarramos / lo estiramos; / o paradito nomás, / por atrás, / lo amarran los compañeros / por supuesto, mazorqueros, / y ligao con un maniador doblao, / ya queda codo con codo / y desnudito ante todo. / ¡Salvajón! / Aquí empieza su aflicción (Ascasubi, 1979: 31).
El procedimiento es similar al descripto hacia el final de El Matadero:
—¡Insolente! Te has embravecido mucho. Te haré cortar la lengua si chistas.Abajo los calzones a ese mentecato cajetilla y a nalga pelada denle verga, bien atado sobre la mesa.
Apenas articuló esto el Juez, cuatro sayones salpicados de sangre, suspendieron al joven y lo tendieron largo a largo sobre la mesa comprimiéndole todos sus miembros.
—Primero degollarme que desnudarme; infame canalla (Echeverría, 1999: 92).
Sin embargo, lo que en El Matadero se frustra por la muerte del unitario, en “La Refalosa” se lleva a cabo hasta las últimas consecuencias, como se describe en las dos últimas estrofas:
¡Qué jarana! / Nos reímos de buena gana / y muy mucho, / al ver que hasta les da chucho; / y entonces lo desatamos / y soltamos; / y lo sabemos parar / para verlo refalar / ¡en la sangre! / hasta que le da calambre / y se cai a patalear, / y a temblar / muy fiero, hasta que se estira / el salvaje: y, lo que espira / le sacamos / una lonja que apreciamos / el sobarla, / y de manea gastarla. / De ahí se le cortan las orejas, / barba, patillas y cejas; / y pelao / lo dejamos arumbao, / para que engorde algún chanco, / o carancho (Ascasubi, 1979: 33-34).
Las obras de Lamborghini que sumamos a la serie siguen el mismo ritual de ostentación de poder en el que los cuerpos son vejados y mutilados. En El fiord, la violación la hace el jefe hacia los subalternos en una orgía salvaje y caricaturesca. En “El niño proletario”, tres niños burgueses someten y asesinan a otro de clase baja. Ambos textos despliegan una parodia satírica, de imágenes de violencia sexual brutalmente explícita y punzante, de hipérboles grotescas.
En su libro El género gauchesco, escrito en 1988, Josefina Ludmer clasifica a “La refalosa” de Ascasubi, como “la primera fiesta del monstruo” (2012: 173), porque, efectivamente, es la primera que se lleva a cabo en la ficción. En 2001, Adriana Astutti y Sandra Contreras hablan de “serie” y de “las fiestas de la gauchesca” en plural, entre las que incluyen El Matadero y “La Refalosa”, y de su reescritura en el cuento lamborghiano “El niño proletario” (18-20). Esta denominación de “fiesta”, en ambos casos, hace referencia al cuento titulado “La fiesta del monstruo”, que, bajo el seudónimo de H. Bustos Domecq, escribieron Jorge Luis Borges y Adolfo Bioy Casares en 1947 –un año después de la asunción de Perón como presidente– y publicaron recién en 1955, año del golpe de estado de la autodenominada “Revolución Libertadora”. El cuento narra un momento del histórico 17 de octubre de 1945 en que “la chusma” se desplaza en respuesta al llamado del “gran Buenos Aires”. Se describe la llegada de la “horda” proletaria con marcas lingüísticas y conductuales de barbarie, el avance sobre la ciudad, y el acontecimiento: el asesinato brutal de un joven judío que se rehúsa a saludar al “Monstruo”, en referencia a Perón, que estaría por dar un discurso sobre la Plaza de Mayo.
“La refalosa” es la primera fiesta del monstruo. La categoría de fiesta es uno de los ejes del género y significa: espacio ideal del uso de los cuerpos, el paraíso de los usos de los cuerpos. La del monstruo de Borges-Bioy, la fiesta orgiástica de El fiord, y también la “junción” del trabajo a caballo en la estancia en La ida. [...]. La fiesta no solo es el espacio ideal del uso de los cuerpos sino el espacio mismo de la alianza, o la alianza misma, militar, económica, política, policial, sexual (Ludmer, 2012: 180-181).
En el libro de Michel Nieva que sumamos a esta serie, ¿Sueñan los gauchoides con ñandúes eléctricos? (2013), la compleja parodia que se construye es, en sí misma, monstruosa: abarca desde el género gauchesco hasta la ciencia ficción, especialmente en sus referencias a ¿Sueñan los Androides con Ovejas Eléctricas? (1968), de Phillip K. Dick, pero también vampiriza todo resto textual que tiene a su alcance. Ya el epígrafe es de Osvaldo Lamborghini: “¡El país argentinoide!” (Nieva, 2013: 5), tomado de su poema “Ayer”, en referencia a otro trauma de violencia más reciente: “en el país argentino estéril / de los estériles militares argentinos. / Me acuerdo que Perón decía: ‘–No, / si las armas no las tienen de adorno, / lo que tienen de adorno es la cabeza’. ¡El país argentinoide!” (Lamborghini, 2012: 185).
El primero de los seis relatos que componen el libro de Nieva, el homónimo, introduce otro tipo de monstruo, el androide, creado en la frontera entre la máquina y el humano. En el contexto de un mundo incipientemente distópico y tecnificado, se han lanzado a la venta cinco modelos de androides para servicio personal y doméstico, que están inspirados en personajes emblemáticos de la cultura local: tangueroide, borgesoide, peronoide, gauchoide y kirchneroide.
Al comienzo del relato, en una nota al pie, se explica que el mercado debió lanzar una segunda generación de androides porque la primera había resultado tan similar a los humanos de carne y hueso que el “estado chino los utilizaba para reemplazar a los opositores que encarcelaba, torturaba y desaparecía” (2013: 8) y fueron discontinuados para evitar estos (ab)usos.
Dentro de la nueva oferta de productos, el narrador protagonista elige comprar un gauchoide, por ser oriundo de San Antonio de Areco y descendiente de una familia “de campo”, aunque ahora vive como un hombre de ciudad. Pronto recibe a don Chuma, en su domicilio, embalado como producto “para ensamblar”, y que, en su comportamiento, parodia la tradición gauchesca: habla en versos octosílabos, cita partes de Martín Fierro o de Santos Vega, baila chacareras, cuenta anécdotas de campo, duelos y pulperías, y –a pesar de que los androides de segunda generación no tienen emociones propias, según aseguran sus fabricantes– transmite “el sentimiento oceánico y casi místico de galopar la pampa sobre algún zaino” (2013: 8-9). Cuando esta emoción inexplicable se empieza a manifestar en un sentimiento de disconformidad creciente, como si su lugar de subalterno fuera insoportable para este gauchoide, que no cesa de repetir “[h]abría preferido no hacerlo”, al estilo de Bartleby, el escribiente, personaje de Melville, que insistía con su famosa frase “Preferiría no hacerlo”, como forma de resistencia al absurdo de la productividad permanente.
Al narrador protagonista se le ocurren dos posibles soluciones ante la insatisfacción de su gauchoide: darle algo de libertad para recuperarlo anímicamente o “rectificarlo” para ponerlo en su sitio y que obedezca nuevamente. Para la primera, piensa que le vendrá bien a don Chuma entrar en contacto con la naturaleza de la pampa, como si fuera este el hábitat propio del androide en realidad; para la segunda, le pedirá ayuda a un amigo de su primo Francisco, llamado Juan, también de Areco, y gerente de una fábrica de aceite de soja en la que todos los empleados son gauchoides, por lo tanto, tiene experiencia para ponerlos “en su lugar”. Por esta razón, considera buena idea volver al campo.
Sin embargo, el viaje le servirá para constatar que el abuso de los androides continúa en la segunda generación. El primo Francisco confiesa que “detestaba a los androides: tenía algunos trabajando de peones en sus campos, y me había contado cómo los maltrataba y, a los que le parecían más atractivos los sodomizaba” (2013: 15). Impactado por estas declaraciones, el protagonista opta por la primera solución y deja al gauchoide disfrutar de la libertad de la pampa. Sin embargo, el efecto no es duradero, y don Chuma les prepara el asado con reticencia mientras repite su trillada frase. El primo promete ocuparse e idea un aleccionamiento que resulta una violación “correctiva” del gauchoide, sangrienta y espeluznante, en una escena gore donde el lenguaje soez y grotesco de Francisco remeda la escena descripta en “La refalosa”.
El “correctivo” no mejora el estado anímico del gauchoide, sino que lo empeora; y el relato termina, irónicamente, con un juego del ahorcado cuya respuesta es la frase nuevamente repetida por don Chuma: “Habría preferido no hacerlo”.
El episodio de la violación, por su grado de horror y de perversión en el disfrute del dolor y la humillación del Otro, reescribe los narrados acerca de cuerpos humanos sufrientes que citamos. No obstante, el hecho de que aquí se trate de un androide genera una forma de distanciamiento entre los lectores.
En una entrevista que Juan Rapacioli le hace al propio Michel Nieva, el autor explica por qué eligió el cuerpo de un gauchoide para narrar esta historia:
Fue fundamental el ensayo de Josefina Ludmer “El género gauchesco”, donde se postula que el Estado se apropió del cuerpo del gaucho para someterlo al servicio militar, mientras que los intelectuales hicieron un uso literario de la voz, generando una disociación entre las partes del gaucho.
Esa me pareció una idea muy potente porque se puede extender en el tiempo con otras figuras, como el “cabecita negra” o el “desaparecido”. Me interesaba pensar qué pasaba con ese cuerpo.
Así aparece el “gauchoide”, que sería el retorno grotesco de lo reprimido, algo que es menos que un humano y justamente se lo elimina porque no se lo considera humano. Porque el gaucho se constituyó como la figura arquetípica de lo argentino, pero para construir esa figura fue necesario matar al gaucho de verdad (Nieva en Rapacioli, 2014).
La relación que establece aquí entre los gauchos y los desaparecidos tiene ramificaciones en el resto del volumen, y nos remite a otro trauma no resuelto, de un pasado más reciente. En los siguientes relatos/partes del libro, hay diversos finales alternativos que profundizan el horror, lo fantástico y el grotesco: en el primero, el gauchoide sobrevive, pero no modifica su anomalía; en el segundo, el protagonista narrador se desmaya del espanto y, cuando despierta, descubre que el gauchoide ha reaccionado y ha decapitado a su primo y al amigo, se ha fugado y convertido en gaucho matrero, para luego unirse a una facción de gauchoides guerrilleros y al ejército del ERG (Ejército Rebelde de Gauchoides), en alusión paródica al ERP histórico. Otro de los finales alternativos –todavía el narrador elucubra algunos más, incluso uno que narra su propia muerte a manos del androide, que ya no lo reconoce–, y don Chuma, en lugar de recuperar su libertad en la llanura pampeana, es visto “desalambrando vastos campos de soja” (Nieva 2013: 49). Este final nos muestra el campo, que en otro tiempo fue un escenario romántico, como un espacio más tomado por el capitalismo tardío, los grandes negociados y las especulaciones bursátiles, y nos recuerda la creciente devastación de los suelos desgastados por los monocultivos, especialmente de soja.
Lo cierto es que el libro avanza in crescendo hacia el horror: la distopía llega a ser un apocalipsis en el que las máquinas se vuelven en contra de los seres humanos, o en el que los monstruos se vuelven en contra de sus creadores, puesto que Nieva cruza, también, los imaginarios y las criaturas de Mary Shelley y Phillip Dick para componer su obra. Sus gauchoides son, en definitiva, androides con partes que se ensamblan, que parecen dar vida nueva al gaucho arquetípico de otros tiempos.
Imagología de lo abyecto
Cuando la literatura profundiza en problemáticas como las de la identidad, la alteridad, las clases sociales, los géneros sexuales o los derechos humanos, la imagología puede contribuir a la identificación y la deconstrucción de un determinado imaginario social a partir de las imágenes que un texto literario encierra. Esta disciplina no solo ayuda a comprender la idea del Otro a partir de su representación, sino también a tomar conciencia de un Yo con respecto de ese Otro.
Antonio Martí define la imagología de la siguiente manera:
El estudio de las imágenes, los prejuicios, los clichés, estereotipos y, en general, de las opiniones sobre otros pueblos y culturas que la literatura transmite, desde el convencimiento de que estas imágenes, tal como se definen comúnmente, tienen una importancia que excede el mero dato literario o el estudio de las ideas y de la imaginación artística de un autor; por tanto, el objetivo actual de la imagología sería revelar el valor ideológico y político que puedan tener ciertos aspectos de una obra literaria en tanto que condensan las ideas que el autor comparte con su medio social y cultural, al mismo tiempo que cuestionan la propia identidad cultural, en una relación dialógica en que identidad y alteridad se presuponen como algo más que un tema (2005: 384).
La imagología apunta a hacer tangible la complejidad formal e ideológica de los textos y orienta sus lecturas actuales en función de nuevas corrientes de pensamiento, especialmente en contra de la diferencia como causa de hostilidad y del patriarcalismo. Nos ayuda a abordar mejor un tipo de literatura que se yergue sobre la fractura de la moral y la legalidad en el vínculo humano dentro de determinados contextos o acontecimientos históricos.
En la construcción del carácter negativo del Otro considerado como una amenaza, se llega a elaborar representaciones de lo abyecto, de lo monstruoso de la alteridad. En el proceso de construcción de la imagen del Otro, se elabora, por contraste, la del Yo, en sentido especular.
A lo largo de la serie que delineamos en los apartados anteriores, van apareciendo los imagotipos que se tensionan con cada enfrentamiento de palabras y de cuerpos. Se podría comenzar por recurrir a la simplificación del binarismo “civilización y barbarie”, pero, en el análisis, las posibilidades se vuelven rizomáticas.
Por empezar, en El matadero y en “La Refalosa”, se emplea un mismo recurso de inversión: tanto Echeverría como Ascasubi, exiliados en Uruguay por el terror rosista, para poder representar su rechazo a los federales, tuvieron que imaginar la forma del odio que sentirían por ellos mismos los federales. Por este motivo, en ambos textos, la voz que se construye es la del mazorquero, que llama “salvajón” al unitario en “La Refalosa” o grita “mueran los salvajes unitarios” en El Matadero. Es decir, se construye una voz que habla de Otro como bárbaro con una serie de heteroimagotipos ya consolidados en la construcción de la barbarie. Desde el lenguaje, se lo nombra como “salvaje”; desde lo corpóreo, se lo carnea como a un animal, del que se van mencionando las partes como las de las reses; y, desde lo simbólico, se le corta la lengua, se lo silencia, antes de ultimarlo.
El efecto que se busca producir a través de estas voces es que el imagotipo de la barbarie pasa del Otro al Yo, puesto que la imagen se invierte frente a lo abyecto de la “violación correctiva”. Por más monstruoso que se describa al Otro desde el lenguaje, la secuencia imagológica que se compone en el texto sobre la víctima de la violencia lo humaniza, y el monstruo termina por ser el que ejerce dicha violencia, y el que la verbaliza, que suelen ser el mismo individuo, o varios que forman un solo grupo en su comportamiento gregario.
Estos recursos son identificados en estos textos y luego empleados, a su vez, en “La fiesta del monstruo” por Borges y Bioy para construir su narrador peronista. Además, en este cuento, queda en evidencia algo que en la gauchesca parece dado de suyo, por su origen paródico del habla del gaucho: el uso del lenguaje popular para construir la imagen de la barbarie. Sin duda, lo que tienen en común estos textos es que la “civilización” se autoposiciona extradiegéticamente en el lugar de la cultura letrada.
Si volvemos a la idea de Kristeva (1980) de que lo abyecto es aquello que resulta una amenaza al orden hegemónico porque no respeta los lugares asignados ni sus límites, podemos repensar la significancia de los espacios en los tres textos de la serie mencionada hasta aquí. El unitario del texto de Echeverría ingresa al espacio del matadero –como el toro antes entra con las vacas para ser carneado–, al que no pertenece por abyecto; y la muerte del toro anticipa la del unitario, sacrificado absurdamente por estar en el lugar equivocado. El unitario de la refalosa es un soldado gacetero –lo más cercano a un periodista o corresponsal de esos tiempos– y está en Uruguay, probablemente exiliado, defendiendo una plaza de Montevideo que los federales intentan tomar en apoyo al general Oribe; es decir, en una batalla que ni siquiera es del todo suya. El judío de “La fiesta del monstruo” se cruza con una manifestación peronista, que irrumpe desde las afueras al centro de la ciudad, la Plaza de Mayo, lo que se describe como penetración violenta.
Según Judith Butler (2002), la percepción de los espacios y la construcción de lo abyecto tienen una profunda vinculación:
Lo abyecto designa aquí precisamente aquellas zonas “invivibles”, “inhabitables” de la vida social que, sin embargo, están densamente pobladas por quienes no gozan de la jerarquía de los sujetos, pero cuya condición de vivir bajo el signo de lo “invivible” es necesaria para circunscribir la esfera de los sujetos (19-20).
En Homo sacer. El poder soberano y la nuda vida (1998), Agamben explica que el valor (o el disvalor) que se le otorga a la vida es lo que estructura la biopolítica de la sociedad en la modernidad. El Estado decide “sobre el umbral más allá del cual la vida deja de ser políticamente relevante [...] y, como tal, puede ser eliminada impunemente” (1998: 176). Por medio de la expulsión violenta de los cuerpos extraños y peligrosos, la nación se constituye como un espacio total, homogéneo y cerrado.
No es posible comprender el desarrollo ni la vocación nacional y biopolítica del Estado moderno en los siglos XIX y XX si se olvida que en su base no está el hombre como sujeto libre y consciente, sino, sobre todo, su nuda vida, el simple nacimiento que, en el paso del súbdito al ciudadano, es investida como tal con el principio de soberanía. La función implícita aquí es que el nacimiento se haga inmediatamente nación, de modo que entre los dos términos no pueda existir separación alguna (1998: 163).
En los espacios de lo abyecto, la violencia circula como forma de jerarquización y de “purga” social.
A su vez, otras son las torsiones imagológicas que encontramos en los dos textos de Lamboghini que consideramos parte de esta serie. En “El niño proletario”, los que ejercen la violencia desde el lenguaje y en los cuerpos son los que se autoperciben no solo como civilizados, sino también como letrados. El autor le da la voz a quien construye lo abyecto desde la cultura hegemónica y así le restituye su lugar. En decir, vuelve a invertir la inversión ya realizada por Echeverría, Ascasubi, Borges y Bioy.
En palabras de Astutti y Contreras (2001), “[e]l niño proletario ordena la serie: devuelve a cada uno su lugar. […]. Como decíamos, ordena la serie. La lee perversamente para mostrar lo que la serie tenía de perverso” (19-20).
En El fiord, en cambio, Lamboghini ubica al amo y a sus subalternos en el mismo espacio cerrado, donde el sometimiento es absoluto, y las relaciones de poder ya están determinadas por la violencia. No obstante, desde el lenguaje y el comportamiento, tanto el amo como sus víctimas son construidos a partir de los imagotipos de la barbarie. A pesar de existir una pugna de clases, la barbarie ha copado todo el espectro, no hay lugar para su contracara letrada. En este caso, la lucha de clase se vuelve rebelión: la muerte del amo a manos de sus subalternos es lo que les permite luego salir a militar como clase proletaria. La voz narradora le pertenece al más lúcido de los subalternos: ni al amo, ni a la víctima que pierde la vida, sino al que vence en la revolución contra quien lo sodomiza.
En ¿Sueñan los gauchoides con ñandúes eléctricos?, las torsiones lamborghianas de la serie son continuadas por Nieva, como se señala ya desde el guiño de su epígrafe. El gauchoide podría ser construido como el Otro monstruoso desde la perspectiva de los sectores “civilizados”, pero, pronto, se puede percibir como víctima del poder hegemónico, tal como sucede en Martín Fierro con el gaucho histórico, obligado a sumarse al ejército con la leva. De esta manera, la frase “Habría preferido no hacerlo” se multiplica en significados.
Asimismo, tal como lo interpreta Lucía De Leone, el tratamiento del gauchoide también se acerca al del niño proletario, porque el modelo de don Chuma no solo es explotado como esclavo por los productores agrícolas, sino sodomizado por sus perversos patrones/dueños:
Bien, pasada la etapa de endurecimiento, a Chuma le rebanan los dedos con pinzas, laceran sus piernas, y con la picana le agujerean zonas del cuerpo para abrir zonas más ensanchadas y elásticas que el ano que venía de fábrica (poco flexible, seco) y lubricadas con la propia sangre del cuerpo androide. El humo nauseabundo del quincho de la estancia donde se tortura a Chuma reemplazaría al barro de la zanja donde violan a Estropeado, el personaje del cuento de Lamborghini; la erótica sobre el cuerpo tecnificado, que sin embargo emana olor a carne quemada con cada picanazo, sustituye la mirada deseante y clasista sobre el cuerpo raquítico y sucio del proletario. Los gritos son los mismos (De Leone, 2017: 14).
Dentro del imaginario de la narrativa distópica de Nieva, la presencia de estos androides poshumanos perturba el orden social con la posibilidad de nuevas formas de vinculación y de violencia, y esto desata una sensación de amenaza, que se va narrando con diversas variables entre víctimas y victimarios, que pueden cambiar mucho –o directamente invertirse– de un relato a otro dentro del volumen. Pasamos así del gauchoide violado en el primer relato al montonero en uno de los finales alternativos.
el novum de la cf política del siglo XX y XXI implica que hay tecnologías de poder y ciencias empleadas como parte del control social. Finalmente, el carácter de la cf política latinoamericana es crítico: cuando representa lo político, en cualquier momento de la historia, demuestra sus tensiones y contradicciones y, respecto a la política, exhibe mundos posibles, aunque suenen a soluciones contradictorias. Empero, es notable que, sobre todo en el siglo XXI, la cf realce a identidades otras u originarias cuyos rostros eran ignorados en las literaturas nacionales (Mendizábal en Kurlat y De Rosso, 2021: 199-200).
Dentro de esas identidades otras que señala Mendizábal, está la del gaucho. No obstante, Nieva no construye al gaucho sin más, sino a este gauchoide “para ensamblar”, que presenta una mayor distancia con el lector que las otras víctimas –humanas– de la violación “correctiva” del resto de la serie literaria. Esta distancia facilita una lectura crítica respecto de la “responsabilidad” del Otro sobre la construcción de su propia abyección, puesto que se trata de un androide producido en masa, programado para decir y hacer lo que quiere el comprador/dueño, y sometido a las formas de trabajo/servicio que las personas consideran deleznables. En definitiva, este poshumano es un espejo distorsionado y refractario, un mirage3, de los “subhumanos” –por abyectos– que encontramos a lo largo de la serie. Así, en el relato de Nieva, se vuelve evidente la construcción de la subalternidad abyecta desde el poder hegemónico, porque esa “construcción” no solo aparece en el lenguaje y en el plano de lo simbólico, sino en la materialidad de la fabricación en cadena de eso cuerpos artificialmente humanos, en el sentido más literal.
Otro modo de distanciamiento en el relato de Nieva se produce por la narración en tercera persona como testigo de la violencia, sostenida a duras penas por el protagonista y dueño de don Chuma, quien –por primera vez en toda la serie– no participa de la violación “correctiva”, ni como victimario ni como víctima, y, en cambio, se desmaya ante el horror de le escena. Insisto, se trata de una narración “sostenida a duras penas” porque es interrumpida, a cada momento, por las interjecciones de odio del perpetrador, que va trazando, metonímicamente, la anatomía de su presa, como la de una res que va al matadero, tal como en “La Refalosa”, para luego desarticular y agujerear ese cuerpo otro, hasta quebrarlo, someterlo.
En todos los textos con los que venimos trabajando, encontramos recursos en común: la parodia de lo popular, el grotesco en las descripciones –por medio de la cosificación, la animalización o la teratologización de los cuerpos–, la hipérbole del lenguaje y la corporalidad, el gore de lo estético en el desborde escatológico y el sentido del humor en la ironía.
El gaucho literario ya trae a cuestas su parodia, en el lenguaje remedado y vulgar, en el vestuario ensamblado o disfraz, en la irreverencia de su propio carácter. Lo explica el hermano de Osvaldo, Leónidas Lamborghini, en su ensayo “El gauchesco como arte bufo”: “cumple en forma paradigmática aquello de asimilar la distorsión del Sistema y devolvérsela multiplicada. En esos momentos, responden a la befa, a la burla del Sistema, con el recurso de la parodia en su expresión más corrosiva” (2003: 117).
El subalterno abyecto que nos ofrece Nieva trae, a su vez, toda esta puesta en escena redoblada: de guacho y gaucho, a gauchesco, y ahora a gauchoide. Es más: de la fusta o de la mano como fusta del gaucho federal, de la faca del matasiete y de la piedra del peronista, o del pene enorme y erecto del niño burgués, se pasa a la picana eléctrica que chamusca la carne del androide; de esta manera, la serie sostiene la mostración del vínculo real y material entre las tecnologías de control y los cuerpos abyectos.
El propio Nieva sigue dándoles forma a estas ideas en su libro de ensayos de 2017, titulado Tecnología y barbarie, en el que explica que:
Si el fusil Remigton Patria y el telégrafo facilitaron hacia 1880 el genocidio indígena, hubo que esperar 100 años para que el alambre de púas y la picana eléctrica replicaran, entre 1976 y 1984, el modelo de confinamiento y matanza de vacas en la desaparición y tortura de más de 30000 personas.
Nuestra literatura entonces nace y es recorrida por este nudo problemático, la idea de que la tecnología es la frontera entre la civilización y la barbarie, su punto exacto de unión, de fricción y de cruce. […]. Parafraseando a Goya, la tecnología nos permite afirmar que el sueño de la civilización engendra barbarie (Nieva, 2020: 10-11).
En este sentido, resulta doblemente significativo que, durante el primer intento del protagonista de “reparar” el ánimo de don Chuma llevándolo al campo para dejarlo disfrutar de la naturaleza, el gauchoide se encuentre con el límite del alambrado y solo llegue a realizar una pantomima de libertad, cabalgando entre esos límites impuestos, “cuando chocaba contra el último alambrado, volvía, pero con una velocidad prodigiosa, su cabellera y el poncho flameando al viento” (2013: 16), de modo que pronto su frustración vuelve a emerger con la frase remedada de Bartleby. El fracaso de este primer intento de “reparación del orden”, de la “puesta en su lugar” del subalterno, lleva al segundo intento, que termina en la violación “correctiva”.
Conclusión
A lo largo de toda la serie de textos que aquí trazamos, podemos rastrear la pugna de la que hablaba García Mellid:
La historia argentina, por lo tanto, se bifurca en la lucha por la ley y en la lucha por la libertad. Los “grupos ilustrados” que son los que pujan por la primera, han constituido, en los diversos períodos, el unitarismo, el progresismo, el unicato, “el régimen” y la oligarquía. El pueblo, adherido a la causa de la libertad, ha sido impugnado por tales círculos como gaucho, montonero, compadrito, chusma y descamisado. La realidad está por debajo de los calificativos… (1985: 23).
Maristella Svampa toma esta cita de García Mellid en su clásico ensayo El dilema argentino: civilización o barbarie, de 1994, para reafirmar que “la oligarquía como enemigo histórico del Pueblo se define, en primera instancia, por la voluntad de reprimir la expresión desordenada de la libertad, conteniéndola en dispositivos legales” (2006: 350; el subrayado está en el original).
A esta pugna entre legalidad y libertad, se suma hoy el escenario distópico del capitalismo tardío y sus formas de mercantilización de la naturaleza: todo territorio no accesible para la explotación económica es otra forma de lo abyecto y de lo salvaje. Y son, justamente, los textos de Nieva los que agregan esta variable a la tensión de la disputa. En Tecnología y barbarie, el autor desarrolla el punto: “de acuerdo al proyecto civilizatorio agroexportador, la forma en la que indios y gauchos habitaban la tierra era una pesadilla horripilante, un desperdicio inconcebible de esas vastas llanuras” (Nieva, 2020: 12). Y, a continuación, se detiene en la descripción que Sarmiento hace del “gaucho malo” en Facundo. “El gaucho malo, cuenta Sarmiento, si tiene hambre y está tentado de comer legua de vaca, se roba una vaca, le corta la lengua, se la come, y deja que el resto de la vaca se muera desangrada y se pudra” (2017: 12). Así se construye al Otro abyecto para el sistema productivo: ese gaucho es “malo” no solo porque roba la vaca en lugar de criarla, sino también porque no se adapta a las reglas de máximo aprovechamiento y cero desperdicio de la lógica capitalista.
La ciencia ficción distópica de Nieva se interesa en mostrar la relación directa que existe entre las violencias contra el territorio y las violencias contra los cuerpos que lo habitan. Don Chuma “retorna” a una pampa actual, productora de soja transgénica. Y los otros gauchoides que encuentra en ese espacio son explotados como mano de obra para este monocultivo, que, a su vez, explota el suelo por agotamiento de sus nutrientes. Nieva busca llevar al límite la pregunta por la violencia contra esos cuerpos abyectos y sus entornos naturales, y, para ello, la formula con el propio lenguaje de la violencia política.
La misma asociación de los cuerpos físicamente sometidos con el territorio abusado apareció luego en la frase “… la Naturaleza violada es el permiso de todas las violaciones reiteradas” (Aboaf, 2019: 81; el destacado es del original), que pertenece a la última novela de la trilogía distópica de Claudia Aboaf, El ojo y la flor, y pronto se convirtió en un alegato del movimiento ecofeminista en el país.
A modo de cierre, recordamos que César Aira aseguró, en su prólogo de Novelas y cuentos I (2010), que, en El Fiord, Lamborghini había logrado reescribir El Matadero; en cambio, según Josefina Ludmer (2012), Osvaldo reescribió “La Refalosa”. Y tal ambivalencia se debe a que estos textos son el anverso y el reverso de una misma tradición literaria. A ella, se suma el relato sobre el gauchoide Chuma, inventado por Michel Nieva, pieza de tecnología androide, en quien la cosificación de todas las otras víctimas de la abyección –seres de carne y hueso, no aptos para el ensamble y el desensamble– se parodia y se resignifica.
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1Según los últimos avances en imagología: “las imágenes más complejas se denominan imagotipos y se conforman a partir de la confrontación del heteroimagotipo –imagen del Otro– con el autoimagotipo –imagen de sí mismo–. Los imagotipos son la suma de estereotipos, prejuicios e imágenes sobre la cultura del Otro en contraste con la propia. Son fenómenos muy dinámicos que cambian bajo la influencia de la Historia, según las circunstancias políticas, económicas y sociales de las distintas épocas” (Pérez Gras, 2016: 11).
2Véase sobre el asunto de las diversas versiones de esta afirmación el artículo de Alejandra Laera: “Para una historia de la literatura argentina: orígenes, repeticiones, revanchas”, en la revista Prismas, Vol. 14, N.º 2 (2010: 163-167).
3La imagología colabora en la lectura hermenéutica de textos que surgen de la convivencia o del conflicto entre dos o más culturas/etnias/comunidades/géneros/clases, en los que se construye una imagen del Otro y su mundo. Esta imagen suele presentarse idealizada, invertida o distorsionada, lo que para la imagología se denomina mirage (“espejismo”, en francés) (Pérez Gras, 2016: 12-13).