Confusión y silencio en Hay que llegar a las casas
de Ezequiel Pérez

Pérez, Ezequiel.
Hay que llegar a las casas. Villa Tesei: Libros de UNAHUR, 2021

Natalia Crespo

Hay que llegar a las casas narra en primera persona el retorno de un joven, instalado en Buenos Aires, a su pueblo de origen en algún punto del litoral argentino, a orillas del Paraná, ubicado presumiblemente en el sur de Santa Fe. El regreso parece ser temporal y de urgencia: se trata de un viaje al innombrado pueblo natal que emprende este narrador-protagonista, también anónimo, tras recibir una llamada de su padre, Abel, (a veces nombrado en la novela como “papá” y otras como “Abel”) en la que le informa que Andrés, el hijo mayor y hermano del narrador, se pegó un tiro.

Con una mirada detallista sobre el paisaje, un ritmo lento y sin estridencias ni melodrama para narrar los vínculos, Hay que llegar a las casas evoca por momentos la prosa de Saer. Por otros momentos se trata de una escritura lírica, descarnada en otros pasajes, y podría pensarse en cuanto a la trama como el intento de su narrador por descubrir qué queda de su familia y qué queda de su infancia en aquel pueblo en el que los jóvenes parecen estar suicidándose programadamente en grupo, o haber sufrido violencia por parte de la policía o haberse escondido. Qué está pasando con la gente joven en ese pueblo litoraleño sin nombre es la pregunta que sobrevuela toda la novela y que se alude todo el tiempo sin terminar nunca de elucidarse. Y es este tema de aludir sin elucidar el que yo considero una de las cuestiones centrales de la novela.

¿Cómo es que el hijo que retorna, su padre Abel y sus dos amigos y vecinos, los ancianos Barrientos y el Tordo, pasan juntos día y noche, todo el tiempo están conversando y, así y todo, no logran nombrar lo central? Sobre ese no decir diciendo se construye la tensión narrativa: escurridizo como las liebres y los cuises que cazaban en el monte de chicos el narrador y su hermano mayor, la verdad sobre lo que les está pasando a Andrés y al hijo de Barrientos y a otros pibes del pueblo se sugiere, se escatima, pero nunca se aclara con todas las letras.

Los personajes centrales son estos cuatro varones –tres ancianos y el joven narrador– que se mueven a tientas, desconociendo o fingiendo desconocer lo central: qué le pasó a Andrés, el hermano mayor del narrador, a quien hasta la mitad de la novela dábamos por muerto y que, de golpe, aparece encerrado en el cuartito del fondo, maniatado y amordazado. ¿Está convaleciente luego de haber sido torturado por el Rosado, el comisario sádico del pueblo?, ¿está atontado, drogado, es un fantasma? Porque algo está claro en esta trama que se torna por momentos tan neblinosa como el paisaje del río en días húmedos: Lo que queda dicho en lo que aluden sin terminar de nombrarlo, aquello silenciado pero omnipresente, se va acumulando, empieza a impregnar los objetos, los actos cotidianos, los gestos más triviales, se va llenando de espesor alegórico. El sarro que se acumula en la pava, el ventilador que no anda, las macetas que se secan, las sábanas que hieden, las remeras percudidas, los ojos nublados por lagañas, todo ese mundo material y corporal que ahonda en el deterioro cobra una dimensión connotativa que habla de la melancolía, de la desidia, del estado de duelo y del desamparo, para usar una palabra del narrador, que atraviesa a los personajes y a sus entornos.

¿Y cuándo empezó ese desamparo, esa sensación de intemperie que se tiene incluso puertas adentro, incluso dentro de la cama y bajo las sábanas? La madre se nombra como una ausencia que dejó cierta ternura prendada en detalles domésticos: las flores que alguna vez hubo en las macetas, la parra alguna vez tejida alrededor del alambre, la ropa antes lavada, alguna que otra palabra suelta. En cambio el padre, Abel, es una presencia callada, hosca, con atisbos de afecto muy cada tanto. Hombre de pocas palabras, Abel está construido sobre la morosidad descriptiva, a partir de cierto regodeo en desplegar con ilusión exhaustiva la vida cotidiana: sus gestos, sus movimientos, vacilaciones, comentarios al pasar, sus miradas hacia los amigos.

En paralelo al relato del retorno al pueblo, otro relato se va contando, también desde el punto de vista del narrador: el recuerdo del primer día en que los hermanos salieron solos a cazar perdices por el monte. Era de noche y llevaban varias capas de ropa encima, la Marlin 22 y el rifle de aire comprimido y, sobre todo, la misión –autoimpuesta– de traer unas cuantas perdices que le aliviaran la carga de manutención al viejo Abel. La madre ya no estaba y esa orfandad tenía, como las muchas medias dentro de los zapatos, varias capas: el frío del monte, el miedo a ser descubiertos, la inexperiencia y el temor por aquellas armas, la veneración y el cariño hacia el hermano mayor, la infancia terminándose esa misma noche. Con las panzas y los oídos pegados a la tierra, en pleno invierno, esos hermanos intentando cazar dan la medida de toda esa intemperie afectiva: aquella noche corona un rito de iniciación para el narrador, es el ingreso en el mundo masculino y adulto de la caza de perdices, es la medida de su orfandad y deviene, una vez muerto o herido o afantasmado Andrés, en recuerdo idealizado.

¿Hay otras mujeres, además de la madre, en esta novela eminentemente de varones? Quizás lo varonil no resida solo en la exclusividad de personajes masculinos sino en las filiaciones literarias que pueden trazarse –al menos las que yo trazo aquí: algo de Saer en el neorrealismo descriptivo, en ese mundo de pueblo santafesino junto al río Paraná, algo de Mariano Quirós en el relato de la caza de perdices, en la hosquedad de esos hombres huraños –pienso en una novela como La casa junto al Tragadero—, algo de Bajo este sol tremendo de Carlos Busqued en la construcción de ese ámbito sórdido de hombres solitarios y un tanto acumuladores que pasan el día lidiando con artefactos rotos y viejos. Pero el paisaje del río, el ámbito rural de hombres borrachos, de silencios, pobrezas y violencias es también el universo narrativo de Selva Almada en textos como Ladrilleros o El viento que arrasa. En cuanto a personajes, hay una sola mujer –además de la madre evocada– de aparición brevísima pero reveladora: la hija de la dueña de la mercería que se le acerca al protagonista, en actitud seductora y desembozada, y a quien él describe con cierta mirada burlona y despreciativa. Su intervención es crucial en la novela: “Nos están matando. Deberías preocuparte”, dice, mientras se acomoda las tetas debajo de la remera y sonríe de costado. Este personaje, anónimo y fugaz, parece la voz de las prescripciones morales y familiares del pueblo: los jóvenes que se quedan denuncian ante quienes se fueron lo que está sucediendo. Denuncia sin terminar de nombrarse, denuncia en retazos.

El misterio tiene varias aristas en la novela: no solo se trata de descubrir qué está pasando con los jóvenes sino cuánto se sabe en el pueblo y quiénes son los que saben. Hay una red, invisible pero latente, de vigilados y vigilantes: persianas que se suben y bajan de golpe, puertas entreabiertas, paseantes sospechosos a la hora de la siesta, rumores, chismes, programas de televisión que advierten sobre muertes inminentes. La amenaza sobrevuela y toma forma en la figura grotesca y amenazante del comisario del pueblo, el Rosado.

Novela sobre la violencia que el Estado ejerce sobre los ciudadanos, sobre el desamparo, novela de sentidos difusos y connotados, de artefactos y afectos que alguna vez funcionaron pero ya no, Hay que llegar a las casas puede pensarse como una novela sobre la enunciación: es decir, sobre lo que queda dicho en aquello que se dice. Relato de orfandad, de intemperie, de duelos no concluidos. Pero esta melancolía se contrarresta con todos los sentidos sugeridos en el título: el ritmo del andar, el mandato del camino aún por recorrer, la casa como destino añorado pero también como testimonio de una carencia, como testimonio de una intemperie. Más aún es todo lo que el título no anticipa y le queda a les lectores descubrir: una novela que inaugura, apropiándose de una tradición y resignificándola, una voz literaria de tono propio.