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Una historia de la música colonial hispanoamericana

Waisman, L. J. (2019). Buenos Aires: Gourmet Musical Ediciones. 480 páginas.

Javier Marín-López

Universidad de Jaén, Jaén, España

marin@ujaen.es

La entrada del siglo XXI ha planteado a los estudiosos de la música colonial algunos retos que, lejos de ser exclusivos de este campo de conocimiento, afectan al conjunto de las Ciencias Humanas y Sociales. De un lado, la acelerada fragmentación y atomización de conocimientos, en parte consecuencia de la creciente especialización de la investigación y el número cada vez mayor de fuentes, publicaciones y enfoques; esta circunstancia, unida a la existencia de incomprensibles vacíos, acaba por conformar un cuadro confuso, disperso y segmentado de la realidad que queremos estudiar. De otro, la crítica radical de paradigmas epistemológicos y formas totalizadoras y lineales de escritura histórica que, además de instrumentalizar metodologías, ocultan el carácter particular y sesgado de sus métodos, aunque lo hagan por medio de un lenguaje y unas categorías supuestamente universales y neutras. ¿Cómo encarar la compleja narración de los “grandes procesos” de la música colonial hispanoamericana ante un inabarcable manantial de estudios –algunos de muy difícil acceso–, amenazadoras zonas ignotas y la “crisis” terminal de paradigmas en la historia? ¿Cómo hacerlo en un contexto global post-neo colonial?

Estos han sido algunos de los enormes desafíos que ha tenido que afrontar Leonardo J. Waisman para la redacción de Una historia de la música colonial hispanoamericana, bienvenida y esperada monografía publicada por la editorial Gourmet Musical Ediciones en 2019. Su autor, conocido en el campo de los estudios de la música colonial por sus trabajos sobre las misiones jesuíticas, culmina con esta obra un proyecto de largo alcance cuyos orígenes se remontan a sus primeras publicaciones sobre el tema, hace casi tres décadas (Waisman, 1991). Según declara, su propósito es ofrecer un “esbozo de la vida musical en la América hispana entre los reinos de Felipe II (que accedió al trono en 1558) y Carlos IV (que abdicó en 1808)” (p. 11); para ello toma por válido el concepto de música colonial, que identifica con el conjunto de prácticas y repertorios musicales de raíz europea (ya sean académicos o populares), cultivados por peninsulares, criollos, indios, negros y sus subsiguientes cruces (excluyendo las músicas consideradas étnicas), en un contexto de clara asimetría de poderes, como se nos recuerda con la cita al semiólogo Walter Mignolo. La ambición intelectual de la empresa y la amplitud geográfica y cronológica del objeto de estudio, unido a la falta de monografías previas que pudieran servir como modelo, evidencia la relevancia histórica de la tarea brillantemente emprendida por Waisman, quien nos brinda la primera gran síntesis crítica en castellano sobre la música colonial hispanoamericana, publicada en forma de libro.1

Tras la necesaria Introducción, la obra se estructura en tres bloques o partes, que se dedican grosso modo a los siglos XVI (capítulos 1-4), XVII (capítulos 5-8) y XVIII (capítulos 9-13). Cierran el volumen dos apéndices: el primero, de 93 páginas, ofrece biografías de 210 compositores activos en Hispanoamérica entre 1550 y 1808, preparadas por Luciana Giron Sheridan y Lucas Reccitelli, miembros del Grupo de Musicología histórica de Córdoba;2 el segundo, mucho más breve (poco más de dos páginas), presenta definiciones cortas de algunos instrumentos musicales utilizados durante el periodo. Sirve de colofón un completo (e imprescindible en obras de esta naturaleza) índice de nombres, instituciones, géneros y otros términos musicales. Los bloques primero y tercero son versiones revisadas y actualizadas de textos escritos por el autor en 2000 y 2009, publicados años después en el marco de proyectos editoriales españoles (Waisman, 2004a y 2014). El bloque central, dedicado al siglo XVII, fue escrito posteriormente ad hoc con el propósito de completar la obra y contiene amplias secciones dedicadas al análisis estilístico del repertorio que están ausentes en los otros dos bloques, aunque el conjunto nunca pierde de vista el peculiar contexto histórico, social y cultural de los virreinatos indianos.3

Los tres bloques mencionados abordan y resuelven satisfactoriamente problemáticas de todo tipo, tanto teóricas como prácticas. Quizá la mayor de ellas derive de la necesidad de integrar en un único relato distintos tipos de música cultivada en diferentes territorios y épocas a cargo de disímiles grupos sociales y étnicos con divergentes respuestas y activos en cambiantes contextos socio-políticos. Lejos de convertir esta heterogeneidad en una traba metodológica, el autor adopta conscientemente un modelo narrativo multifocal que, pese a una narrativa subyacente de corte cronológico, descompone el relato en una trama de varias corrientes interconectadas. Ello permite a Waisman liberarse de un tratamiento totalizador y absoluto, y seleccionar los argumentos y protagonistas de cada capítulo, sorteando tácticamente los grandes vacíos existentes para concentrarse en los materiales a los que ha tenido acceso. En coherencia con esa estrategia, el resultado es una historia descentralizada y plural, con diversos focos y encuadres, que se aproxima de manera creíble y bastante personal a una realidad compleja y ecléctica, imposible de reducir a una única narrativa.4

Cada una de las tres partes muestra una estructura similar: una introducción histórica (capítulos 1, 5 y 9) que presenta sintéticamente las coordenadas en las que se desenvuelve la práctica musical asociada a la “república de indios”, es decir, parroquias, doctrinas rurales y reducciones (capítulos 3, 6 y 10), por un lado, y la “república de españoles” (capítulos 2, 7 y 11) con su contingente de instituciones blancas, por otro; se dedican secciones diferenciadas a la vida musical de otros ámbitos urbanos en los bloques primero y tercero (capítulos 4, 12 y 13), en tanto que el segundo incluye un amplio capítulo analítico (capítulo 8). La extensión de los capítulos es bastante desigual: las 72 páginas del citado capítulo 8 contrastan con las 8, 10 y 13 páginas de los capítulos 4, 12 y 13, respectivamente, lo que genera un fuerte desequilibrio que es consecuencia parcial del menor conocimiento sobre prácticas musicales profanas. La aproximación adoptada por el autor en la construcción de su relato permite y hasta invita a lecturas no secuenciales, aunque la organización de la narrativa es clara: los proyectos institucionales de peninsulares y criollos de un lado, y las diversas resistencias a su implantación por parte de los naturales y castas de otro, en medio de un proceso no lineal ni homogéneo, con múltiples bifurcaciones, fases inmóviles y vueltas al pasado, sujeto a una amplia y variada casuística de coyunturas locales.

El primer bloque, que cubre la segunda mitad del siglo XVI, ofrece una sinopsis del lento y fascinante proceso de aculturación reflejado en la diversificada vida musical americana y relata algunas de las numerosas situaciones de conflicto y rechazo por las que atravesó el proyecto utópico ideado por los europeos. La práctica musical más prestigiosa era la asociada a las catedrales, aunque su implantación en los Reinos de Indias fue a costa de una radical transformación del modelo peninsular: la fuerte injerencia de autoridades eclesiásticas en asuntos musicales, traducida en un predominio de los nombramientos directos y una ausencia casi estructural de oposiciones; la presencia constante de músicos no ordenados y casados (incluso en los puestos de mayor responsabilidad); la tendencia general a una menor movilidad (debido a las grandes distancias) y a un marcado localismo; y la contratación ocasional de ministriles indios, en los últimos peldaños del escalafón catedralicio. Entre líneas emerge una interacción constante entre las distintas esferas de la práctica musical y una revalorización del papel de los naturales, negros y mestizos como agentes activos de la cultura colonial y verdaderos protagonistas de un proceso de negociación simbólica y “apropiación resistente” (p. 87), por momentos sutil y por momentos violento, como demuestra el movimiento del taki onqoy.

El segundo bloque, el más extenso, se dedica al siglo XVII, visto tradicionalmente como una etapa de transición y sin personalidad propia que ahora es rehabilitada y considerada como una “verdadera edad de oro de la polifonía del Nuevo Mundo” (p. 139). Waisman invierte aquí el orden de los elementos, poniendo en primer lugar el capítulo dedicado a la “república de indios”; ello quizá con la idea de conceder mayor centralidad narrativa a los naturales y sus capillas musicales semi-profesionales, como ya hizo Geoffrey Baker en su estudio sobre el Cusco colonial (Baker, 2008; reseñado, entre otros, en Marín-López, 2009). Pese a lo fragmentario y localizado de las evidencias disponibles, resulta loable el esfuerzo por bosquejar procesos y tendencias de más largo alcance. La miríada de músicas catequísticas, civiles y militares de los pueblos de indios y las reducciones de frontera (en ocasiones con un estilo musical muy distinto al europeo), tenía su contrapartida en la sostenida actividad desplegada por la población blanca en capillas catedralicias, conventuales y monacales, aunque los límites en estos ámbitos se veían continuamente transgredidos. La imposibilidad de ofrecer un panorama abarcador (se han perdido, por ejemplo, todas las grandes bibliotecas misionales del siglo XVII) lleva a Waisman a concentrarse en un género mainstream para la música colonial como el villancico, ofreciendo un estudio estilístico monográfico que se articula en tres momentos: el repertorio del primer cuarto del siglo XVII de Gaspar Fernández, representante del villancico como canción; los ciclos de Navidad de Juan Gutiérrez de Padilla, con quien se produce una cristalización de modelos a mediados del siglo; y la producción de Tomás de Torrejón y Juan de Araujo, quienes reelaboran y ampliaron los modelos heredados.

El tercer bloque se configura en torno a la idea de modernización de la vida cultural y artística gracias a la llegada de las nuevas tendencias italianas y francesas, matizando en alguna medida el protagonismo de las instituciones eclesiásticas. Se ofrece aquí una valiosa caracterización de la vida musical en las reducciones americanas, el perfil general del repertorio italo-germano predominante y su pervivencia –y consiguiente transformación y re-semantización– durante largos periodos de tiempo. En el caso de las ciudades de españoles, se delinean las prácticas musicales formales e informales, religiosas y profanas, compartidas por determinados núcleos urbanos, así como sus marcadas especificidades (se afirma que en algunas catedrales de provincia, como la de Córdoba del Tucumán, directamente no había servicios con “canto de órgano”, p. 272). En paralelo, se ofrece una síntesis de las principales personalidades y corrientes musicales, desde el estilo híbrido hispano-italiano de las primeras décadas de la centuria a la recepción del estilo galante años después. En este contexto, se dedican relevadoras páginas al criollismo, que Waisman vincula con el surgimiento de una identidad local y que se traduce, a nivel compositivo, en un control consciente de las novedades recibidas y sus formas de integración en la tradición hispana por parte de algunos compositores. Pese a ello, no puede hablarse, en el caso de la América colonial, de escuelas o tendencias específicamente americanas (pp. 174-175).

Son muchos los aspectos positivos que emanan tras la lectura de esta particular obra. Uno de los más obvios e inmediatos es la preciosa labor de síntesis de abundantes y excepcionalmente dispersas investigaciones previas, cuya utilidad relativa no siempre es evidente y que aquí queda redimensionada al integrarse en una red de significados y ponerse en relación con otros elementos. Esto constituye en sí mismo un aporte no menor en el caso de la música colonial, en la que diversos condicionantes lastran cualquier intento de síntesis interpretativa: la enorme extensión y la marcada fragmentación geográfica del espacio hispanoamericano, en el que cada país, región o archivo constituye una historia aislada y autocontenida; el fuerte peso de la ideología nacionalista en la escritura de las primeras historias de la música de cada país, lo que complica el establecimiento de relaciones entre territorios estancos; y la dificultad misma no ya de acceder sino simplemente de estar al día del creciente número de publicaciones sobre música colonial, lo que convierte el rastreo bibliográfico, como sentenciara lapidariamente Gerardo V. Huseby en un “penoso proceso detectivesco, cuyos frutos son necesariamente incompletos y se hayan en gran medida sujetos al azar” (1993, p. 60).5

Otro aspecto destacable de esta Historia es el cuidadoso equilibrio y la integración continental de casos provenientes de los virreinatos de Nueva España y del Perú, las dos demarcaciones político-administrativas de la América española durante gran parte del periodo estudiado. Para ello, el autor se apoya en un amplio elenco de fuentes primarias y secundarias que somete a crítica hermenéutica. Algunas de ellas han sido poco transitadas por la musicología, lo que le permite –por ejemplo– sentar las bases para una futura historia económica de la música catedralicia basándose en el historiador Enrique Dussel (pp. 136-142, pp. 150-151), dar voz a la historia musical de los indios, superando la tradicional visión hispanocéntrica (capítulos 3, 6 y 10) o plantear la primera gran síntesis sobre el criollismo musical a escala continental (pp. 289-306).6 No estamos ante una mera acumulación de datos: la información aparece inteligentemente seleccionada, organizada, jerarquizada y reducida a principios explicativos claros y precisos, con un ágil estilo de escritura y una prosa amable que cautiva y atrapa al lector. Las unidades de información se yuxtaponen, enlazan y complementan, como teselas de un mosaico, hasta ofrecer un cuadro de conjunto en el que, inevitablemente, se producen algunas asimetrías territoriales, ya sea por la escasa evidencia disponible para los periodos más tempranos en determinadas regiones (como el Caribe insular), o por las dificultades de acceso a estudios y ediciones particulares; sirvan como ejemplo de esto último trabajos anteriores en torno a la Real Audiencia de Quito7 o la publicación de partituras procedentes de las actuales repúblicas de Colombia, Venezuela, Guatemala y Bolivia,8 por mencionar algunos casos selectos.

Entre las contribuciones más originales y valiosas está la importancia concedida al análisis del repertorio, una asignatura pendiente de la musicología colonial y un aspecto que separa el libro de Waisman de síntesis previas realizadas en inglés como el capítulo de Robert Stevenson para The Cambridge History of Latin America (Stevenson, 1984); el primer borrador, aún inédito y nunca completado, que Samuel Claro-Valdés presentó en 1985 para el proyecto Music in the Life of Man: A World History liderado por Barry S. Brook, posteriormente redenominado The Universe of Music: A History (Claro-Valdés, 1985);9 o la más reciente pero problemática contribución de Daniel Mendoza de Arce (2001; reseñada, entre otros, en Restiffo, 2010). Aunque los ejemplos musicales se concentran fundamentalmente en el capítulo 8 (acaso el de mayor contribución original), otros muchos capítulos contienen brillantes discusiones estilísticas y comentarios valorativos personalizados de diversos compositores. Si bien las ediciones estaban ahí, era necesario analizarlas, interpretarlas y articularlas metódicamente a la luz de los recursos musicales en boga, la teoría coeva y los cambiantes sistemas modales y tonales, que el autor conoce y maneja con soltura (pp. 180-184). Las aproximaciones a las chanzonetas y villancicos de Gaspar Fernández y Juan Gutiérrez de Padilla resultan particularmente lúcidas y marcan un hito en el estudio de estos maestros, haciendo aflorar su gran variedad y sofisticación de recursos técnicos y configuraciones formales.

La sólida formación internacional de Waisman en repertorios “centrales” le proporciona un amplio e informado marco de referencia.10 No sorprende, por ello, que en su caracterización de determinados maestros coloniales recurra a Giacomo Carissimi y la música italiana de mediados del siglo XVII (pp. 221, 226, 235) o al intermezzo italiano de principios del siguiente (p. 238), o a que, en el trabajo compositivo por módulos o bloques constructivos yuxtapuestos característico del villancico en la segunda mitad del Seiscientos, establezca relaciones con géneros europeos tan distintos como el madrigal del siglo XVI o la sinfonía del siglo XVIII (pp. 215-220). Pero lo más significativo es que en el patrón de análisis desplegado se deja a un lado la permanente preocupación por modelos absolutos de calidad artística y la obsesiva comparación con tipos ideales europeos; muy al contrario, Waisman se muestra partidario de comprender la música colonial en sus propios términos, características y condicionantes, como reflejo de una complejidad de estrategias técnicas y negociaciones estéticas entre modelos cosmopolitas y usos locales que conviven en un universo cambiante, lleno de contrastes y fértil en sincretismos.

La tesis central de Waisman es escribir una historia descentralizada y alternativa de la música colonial. Sin embargo, los ejes epistemológicos presentes y ausentes acaban por configurar un relato en cierto modo canónico, tradicional y hasta contradictorio, sobre todo cuando se pone en diálogo con publicaciones previas del autor. Así, aunque él mismo había insistido en la necesidad de revisar el uso de los conceptos de “autor” y “obra” al hablar de música colonial (Waisman, 1998) y había subrayado los problemas asociados a la escritura de biografías (Waisman, 2009), los sujetos principales del relato son convencionales maestros de capilla activos en las Indias y sus creaciones vocales polifónicas, relegando los repertorios no escritos, la música instrumental o el omnipresente y anónimo canto llano a una posición bastante marginal.11 El hecho de introducir un apéndice con entradas biográficas de orientación enciclopédica y los criterios mismos de selección son sumamente reveladores del rol central concedido al binomio autor-obra: incluye “solo músicos compositores […] cuya música se conserve” (p. 330); además, se aplican con cierta laxitud y contienen algunas fallas, omisiones e inconsistencias, como el propio Waisman reconoce en su presentación (p. 330).12 El uso de la terminología histórico-estilística europea también está presente y sirve para rotular capítulos como el 7 (“la floración del barroco musical”), aunque el mismo autor había advertido en otros textos lo peliagudo de su aplicación al medio musical americano (Waisman, 2016, p. 67). Por último, el papel crucial de los intérpretes y las prácticas de ejecución, así como su significado para los oyentes del periodo colonial, son aspectos mencionados de pasada (pp. 83-85); quizá hubieran merecido un tratamiento más extenso que sirviera de contrapeso al modelo centralizado autor-obra, sobre todo considerando la reconocida relevancia del tándem intérpretes-audiencias para “definir una identidad propia de la música colonial hispanoamericana” (Waisman, 2004b, p. 122).

Desde una perspectiva puramente editorial, hay aspectos susceptibles de mejora, algunos de los cuales probablemente no son responsabilidad del autor. Una obra de este tipo, llamada a tener un amplio uso en universidades y conservatorios de todo el mundo, hubiera merecido una impresión de mayor calidad, nitidez y detalle (las carencias se hacen particularmente evidentes en los pentagramas de los ejemplos musicales, convertidos en líneas de puntos, al menos en el ejemplar utilizado para esta reseña). Elementos editoriales tan dispares como las figuras, las gráficas y las tablas quedan agrupados bajo un mismo rubro, el de “Figuras”, del que no se ofrece un índice (tampoco se hace de los más de treinta ejemplos musicales). Además, considerando la riqueza y la originalidad de la iconografía musical colonial, el aparato gráfico del volumen resulta bastante limitado, pues se reduce a dos mapas modernos de la América española (p. 26 y p. 245), dos láminas de la archicitada crónica de Felipe Guamán Poma de Ayala (p. 66 y p. 78) y un facsímil icónico del Hanacpachap (p. 169). Una revisión final más cuidada hubiera permitido corregir pequeños detalles formales, como vacilaciones en la capitalización de determinadas palabras como “compañía” (en referencia a los jesuitas, p. 75), la ausencia de comillas de cierre en casi todas las referencias bibliográficas abreviadas que figuran en nota al pie, algunos errores en la escritura de nombres (Stephen en lugar de Steven, p. 287 y p. 450; Barroeta en lugar de Barroeto, p. 297, p. 308 y p. 318) y la falta de algunas tildes, incluida la que se deslizó en la primera palabra del resumen en la contracubierta, entre otros aspectos.

Quizá la principal (y única) reserva a la lograda empresa de Waisman se relaciona con los estrictos límites cronológicos impuestos al relato (1550-1808), consecuencia de las fronteras marcadas por los proyectos editoriales que integraron en origen los bloques 1 y 3 (explicitadas y justificadas por el autor en la introducción), pero que a la postre llevan a dejar fuera los fascinantes periodos extremos de la historia colonial, aquellos en los que se configura y descompone la organización político-social de las Indias Occidentales. Por un lado, se omite toda la primera mitad del siglo XVI, que incluye los primeros contactos euro-americanos y la posterior “conquista”, momento a partir del cual se establecen las bases de la cultura colonial; se echa en falta, pues, una discusión crítica de la función del sonido y la danza durante el denominado “encuentro de culturas”, una valoración de la terminología y las referencias musicales recreadas por los primeros cronistas (sin duda reflejo de modos de escucha europeos) y un repaso a los fundacionales proyectos de implantación de la cultura musical hispana en las esferas religiosa y secular.13

Por otro lado, quedan fuera de la narración las primeras décadas del siglo XIX, una época de profundas transformaciones y llena de paradojas, caracterizada por una fuerte pervivencia de discursos y prácticas coloniales en torno a la música. El abrupto corte en 1808, justificado como una decisión “meramente de conveniencia” (p. 14), podría resultar cuestionable al menos por dos motivos: mutila la historia colonial de territorios tan representativos como la Alta California española o las Capitanías Generales de Cuba y Puerto Rico (con gobierno colonial hasta 1898), y deja en penumbra a la última generación de compositores coloniales del continente, formados en el tercio final del siglo XVIII y activos durante las primeras décadas del siglo XIX (con las guerras de independencia hispanoamericanas como telón de fondo). Los amplios catálogos de estos maestros locales, a la vez cosmopolitas y patriotas, tienen mucho que aportar al conocimiento de las prácticas musicales en las primeras décadas de vida republicana.14 La necesidad de que futuras síntesis amplíen el marco cronológico resulta, pues, determinante para hacer un seguimiento de los usos, desusos, interacciones y transformaciones de la tradición musical colonial, de la que también formaron parte una serie de actores en la distancia aquí no considerados: los compositores europeos que no viajaron a América, cuyos repertorios –ampliamente conocidos e imitados– ocuparon una posición central en la praxis musical de los virreinatos.

Los comentarios anteriores no han de empañar, en modo alguno, las excepcionales aportaciones que confluyen en esta inspiradora Una historia de la música colonial hispanoamericana, que es –como acertadamente refleja el título– una de tantas posibles, y que cumple de sobra con las altas expectativas que genera. Como toda buena obra, estimula el pensamiento, abre múltiples relaciones entre conceptos y establece nuevas líneas de trabajo que merecen estudios en profundidad. Con las restricciones pero también con el potencial de un manual de síntesis adaptado a los marcos teóricos actuales, esta contribución de Leonardo J. Waisman (que sería bueno traducir al inglés y hacerla acompañar de una sucinta discografía o lista de reproducción e, idealmente, una antología de obras) hará más visible la música colonial en el paisaje musicológico internacional y facilitará la incorporación de todo un continente a los desarrollos divergentes y las trayectorias multilineales de la historia global.

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Biografía / Biografia / Biography

Javier Marín-López

Doctor y Magíster en Musicología por la Universidad de Granada y Profesor Titular de Música en la Universidad de Jaén (España). Ha estudiado diversos aspectos de la cultura musical latinoamericana y española durante los siglos XVI al XIX, con particular énfasis en sus procesos de intercambio transatlántico en el más amplio contexto europeo. Entre sus publicaciones recientes se cuentan artículos y Resenas en prestigiosas revistas internacionales y la edición de los libros Músicas coloniales a debate. Procesos de intercambio euroamericanos (Madrid: Instituto Complutense de Ciencias Musicales, 2018) y El villancico en la encrucijada: nuevas perspectivas en torno a un género literario-musical (siglos XV-XIX) (Kassel: Reichenberger, 2019; coed. Esther Borrego). En la actualidad es director de la Revista de Musicología, coordinador de la Comisión de Trabajo “Música y Estudios Americanos” (MUSAM) de la Sociedad Española de Musicología y dirige el Festival de Música Antigua de Úbeda y Baeza (FeMAUB). Además, es miembro del equipo de investigación de la plataforma digital Books of Hispanic Polyphony IMF-CSIC, https://hispanicpolyphony.eu


1 El libro divulgativo del músico, director coral y periodista Ramiro Albino (2016), basado en la concatenación de citas tomadas de diversos autores (entre ellos el propio Waisman), no se ubica en el campo de la investigación propiamente musicológica.

2 Sobre la conformación de este grupo de investigadores en la Universidad Nacional de Córdoba bajo el liderazgo del mismo Waisman, véase Restiffo (2019). Varios miembros del Grupo también colaboraron en un volumen de este investigador inmediatamente anterior al aquí reseñado (Waisman, 2015).

3 La articulación de textos originalmente independientes, escritos en diversos momentos y con distintos criterios, genera pequeñas disfunciones al integrarse en una única narrativa; sobre esta cuestión y las divergencias de los bloques 1 y 3 con respecto a las versiones anteriormente publicadas, véase Pérez González (2019, pp. 139-141).

4 El propio autor justifica in extenso su enfoque teórico en Waisman (2017).

5 Las palabras de Huseby no han perdido su vigencia en la actual era de Internet. Huseby fue el editor general de la Bibliografía Musicológica Latinoamericana, un proyecto conjunto de la Asociación Argentina de Musicología y la Revista Musical Chilena del que se publicaron dos volúmenes en tres números monográficos de la Revista Musical Chilena (177 [enero-junio 1992], 178 [julio-diciembre 1993] y 181 [enero-junio 1994]). Un proyecto paralelo en el tiempo, específicamente centrado en el ámbito colonial, fue liderado por Cetrangolo y Giuliani, 1992.

6 Algunos recursos para hispanizar el estilo italiano, así como ejemplos de piezas con textura “hueca” de 2-3 voces agudas y acompañamiento de bajones, similares a las encontradas en Sucre, también están presentes en compositores peninsulares como José Martínez de Arce o Juan Francés de Iribarren. ¿Hasta qué punto el empleo de bajones obligados en diálogo con un grupo reducido de voces refleja un americanismo o constituye una simple evolución estilística de los “coros de ministriles”, típicos del villancico hispano del siglo XVII, que mantuvieron su vigencia hasta finales del siglo XVIII, en particular en géneros como las lamentaciones y los versos de Miserere?

7 Cf. Harrison (1973); Cazorla (2000) y Godoy Aguirre (2004).

8 Véase Bermúdez (1988) y Restrepo (1996) para Colombia; la mítica edición de Plaza (1942-43) –considerada la primera edición monumental de música colonial– para Venezuela; y Lehnhoff (1990), que incluye transcripciones de diecisiete obras del guatemalteco Rafael Castellanos no incluidas en la traducción española de 1994. Resulta sorprendente no encontrar referenciada ninguna de las numerosas ediciones de Piotr Nawrot publicadas por la Cooperación Española en Bolivia, la Editorial Verbo Divino y el Fondo Editorial APAC, y que Waisman cita en otros trabajos de su autoría.

9 El fallecimiento de Samuel Claro-Valdés en 1994 hizo que Malena Kuss, la directora ejecutiva del proyecto desde 1996, encargase a Stevenson la contribución dedicada al periodo colonial, que fue completada en 1999; se trata de una versión notablemente revisada y expandida de su texto de 1984 (Stevenson, 1984), ahora titulada “Music in the American Viceroyalties” y ya con ejemplos musicales (Stevenson, 2020). Este trabajo estaba destinado a publicarse en Music in Latin America and the Caribbean: An Encyclopedic History, editado por Malena Kuss, y del cual se imprimieron los dos primeros volúmenes en 2004 y 2007. El ensayo panorámico de Stevenson será dado a conocer en breve, en edición electrónica, en el tercer volumen de esa serie. Agradezco esta información a Malena Kuss.

10 Waisman realizó su tesis sobre el madrigal renacentista italiano (Waisman, 1988) y es autor de varias ediciones sobre ópera bufa del siglo XVIII publicadas por el Instituto Complutense de Ciencias Musicales. Adicionalmente, ha dirigido conjuntos de música antigua como Musica Segreta (con el que grabó 2 CDs de música colonial en 1992 y 1994), Vox Antiqva y Compagnia Scaramella, entre otros, lo que le permite tener un conocimiento práctico del repertorio.

11 Sobre estos temas no había demasiados estudios antes de marzo de 2014, cuando se cerró la redacción del volumen, pero en el caso del canto llano se disponía de la visión de conjunto ofrecida por Stevenson (1968, pp. 172-199), que estimuló la realización de estudios monográficos sobre impresos y manuscritos específicos (Housty, 1970; Duncan, 1975; Madsen, 1984).

12 A modo de ejemplo: se ubica el fallecimiento de fray Cristóbal de Ajuria en México y no en Chile (p. 333); se indica que Francisco de Vidales fue maestro de capilla en la Catedral de México entre 1648 y 1654, años en los que el maestro titular era su tío Fabián Pérez Ximeno (p. 417); se afirma que Antonio Durán de la Mota (p. 360), Andrés Flores (p. 365), Eustaquio Franco Reboyo (p. 367), Pablo Grandon (p. 370) y Estanislao Leyseca (p. 380) tienen obras conservadas en el denominado “Cancionero mariano de Charcas”, que no constituye ninguna fuente histórica, sino una recopilación de letras cantadas en Charcas dedicadas a María publicada modernamente (2009) por Andrés Eichman. Por otro lado, varios compositores con obra conservada anterior a 1808 quedan fuera del nomenclátor, como Melchor Tapia Zegarra (ca. 1755-ca. 1818) o José Francisco Delgado (1771-1829), activos en Lima y Ciudad de México, respectivamente, y objeto de sendas tesis doctorales en la década de 1970 (Eyzaguirre, 1973; Nichols, 1975); sí se incluye, en cambio, a compositores de cronología incluso más tardía como José Antonio Picassarri (1769-1843) o Manuel Robles (1780-1837). La nómina de misioneros músicos tampoco es exhaustiva, quizá porque no pueda serlo: se menciona a Pedro de Gante, Luis Berger o Anton Sepp, pero se omite a otros relevantes como Juan Vaseo [Vaisseau]. En algún caso puntual, el apéndice 1 corrige y precisa detalles con respecto a lo indicado en los capítulos. Es el caso de Pedro Bermúdez, quien no fue maestro de capilla “en la Catedral de Antequera (actual Oaxaca)” (p. 51) sino en la Colegiata de Antequera (Andalucía), y cuyo “fugaz y misterioso paso” (p. 52) por Guatemala queda esclarecido en el apéndice (p. 343). Finalmente, el Miguel Osorio [Ossorio] que Perdomo ubicó en Bogotá en el siglo XVIII, y del que se “desconoce toda información biográfica” (p. 392), probablemente se corresponda con el maestro de capilla del mismo nombre, activo de la Colegiata del Salvador de Sevilla entre 1668 y 1678.

13 La existencia del estudio en inglés de Gary Tomlinson, The Singing of the New World: Indigenous Voice in the Era of European Contact (2007), por sofisticado que sea, no parece un motivo justificado para no tratar ese periodo, sobre todo considerando la vocación de libro de texto de la obra de Waisman.

14 El hecho de compartir un marco temporal y unos factores históricos y sociales comunes lleva a José Manuel Izquierdo König (2018) a agrupar a estos compositores en una misma generación que apropiadamente denomina “perdida”.