El vínculo topológico entre Plotino y el Evangelio según San Juan en torno a la metafísica de la trascendencia absoluta*

Fernando G. Martin De Blassi

Universidad Nacional de Cuyo / CONICET, Argentina

Recibido el 22 de abril de 2020; aceptado el 29 de junio de 2020.

Resumen

Desde el punto de vista no solo historiográfico sino también topológico, atendiendo a la hermenéutica textual que se desprende de las Enéadas, este trabajo pretende mostrar que el pensamiento de Plotino representa la primera respuesta racionalmente satisfactoria a la irrupción histórica sin precedentes del principio de la diferencia absoluta, establecido ya en el Evangelio según San Juan. La trascendencia del Uno-Bien evidencia otro ámbito histórico y filosófico que no pertenece ya al modo griego de comprender la naturaleza metafísica de la verdad. En Plotino, la verdad cobra la forma de una operatio, pues ella infunde en el alma un amor que la mueve hacia la unión infinita. Esta noción de la verdad se aproxima más a las contribuciones posteriores a Plotino y constituye, por ende, un punto de partida solvente para la reflexión teológica ulterior sobre la trascendencia divina y la dependencia causal del ente en el orden del ser. Para el logro de los fines propuestos, se utiliza un registro descriptivo y analítico, junto con una lectura crítica tanto de las fuentes como de la bibliografía especializada.

Palabras clave: diferencia absoluta, Evangelio según san Juan, sí mismo, Plotino.

The Topological Connection between Plotinus and the Gospel of John on the Metaphysics of the Absolute Transcendence

Abstract

From a topological and not only historiographic point of view, taking into account the textual hermeneutics derived from the Enneads, this paper aims to clarify that Plotinus’ thought represents the first rationally satisfactory response to the unprecedented historical irruption of the principle on the absolute difference, already established by the Gospel according to Saint John. The transcendence of the One-Good shows another historical and philosophical field that no longer belongs to the Greek way of understanding the metaphysical nature of truth. In Plotinus, the truth takes the form of an operatio because it instills in the soul a love that attracts her towards infinite union. This notion of truth is closer to the contributions made after Plotinus and therefore it constitutes a solvent starting point for further theological reflection on divine transcendence and the causal dependence of the entity in the order of being. To achieve the purposes, a descriptive and analytical record is used, along with a critical reading of both the sources and the specialized bibliography.

Keywords: absolute difference, Gospel of St. John, self, Plotinus.

1. El problema historiográfico de la filosofía de Plotino

Es claro que la obra filosófica de Plotino posee un carácter distintivo y, en cierto sentido, único, al punto tal de haber suscitado cuantiosas investigaciones a lo largo del siglo pasado y en el breve lapso que pertenece al actual. Según el juicio mayoritario de los especialistas, la importancia radical de este filósofo responde a la mediación de su magisterio. De allí que los intérpretes consideren que el pensamiento de Plotino constituye un punto de inflexión en la historia de la filosofía, sea que lo entiendan como la culminación de un proceso precedente o bien como el punto de partida de uno nuevo (Armstrong, 1967: 195; Rist, 1967: 213). Con respecto a esta interpretación, que procura comprender la historia del pensamiento sobre la base de un continuo en la sucesión de doctrinas, se observa que una corriente de pensamiento principia en Occidente a partir de la figura de Plotino, denominada en términos generales con la categoría historiográfica de neoplatonismo (Santa Cruz, 1997; Soto-Bruna, 2007), cuya repercusión ha tenido una influencia latente o manifiesta en ciertos autores durante el Medioevo (D’Amico, 2007: 13-31), la Modernidad (Soto-Bruna, 2000) e, incluso, la Edad Contemporánea (Romano, 1998). Asimismo, se sabe que el apelativo de neoplatónico responde a una taxonomía decimonónica con fines filológicos (von Stein, 1864; Praechter, 1909). Tales pensadores se llamaban a sí mismos platónicos por su adhesión a las doctrinas provenientes de la Academia antigua (Merlan, 19683).

Desde el punto de vista histórico, el neoplatonismo se extiende hasta la clausura de la Academia de Atenas en 529, por decreto del emperador Justiniano, y representa la última filosofía con sentido de unidad que se propagó durante el “período helenístico”.1 A su vez, el neoplatonismo se caracteriza por el intento de reunir, en una síntesis completa a la vez que renovada, los problemas metafísicos más significativos que habían sido estudiados en el curso de las ocho centurias precedentes (Baine Harris, 1976). Los autores más sobresalientes de esta escuela son Plotino, Porfirio, Jámblico, Proclo y Simplicio, quienes están lejos de limitarse a comentar los diálogos de Platón (Whittaker, 1928). Los anima también el interés por apropiarse de los frutos de la filosofía anterior, representada por Aristóteles, por el dogmatismo estoico y epicúreo, por el escepticismo y el gnosticismo, en la medida en que sus respectivas ideas fuesen compatibles con la doctrina platónica. A ello se le suma la presencia de un fuerte sentimiento soteriológico (Boissonnault, 2007), que busca trascender el mero conocer para unirse con el principio soberano de todas las cosas (Whittaker, 1969). En continuidad con este proceso de asimilación conceptual, el esquema neoplatónico relativo al movimiento propio del exitus y del reditus inspira la composición arquitectónica de las grandes Summae medievales, por mencionar tan solo la Summa de Bono de Felipe el Canciller (Corso, 2011) o bien la Summa Theologiae, escrita por Tomás de Aquino (Torrell, 1998: 72-73).

Plotino vive e imparte su enseñanza en uno de los tiempos más turbulentos de la historia de Roma: el de la crisis del s. III d.C., que comienza con el reinado de Cómodo (180-192), prosigue durante la monarquía militar de los Severos (193-235) y culmina en los años de la gran anarquía (235-268) (Burckhardt, 1945; Dodds, 1965). El filósofo pertenece a una larga etapa de la literatura helenística, cuyos representantes solo hallan consuelo en una contemplación nostálgica del pasado. Cierta perplejidad ante los avatares políticos que les toca vivir hace que los autores de la época imperial cierren los ojos ante la realidad que los rodea a fin de retrotraerse hacia un mundo ejemplar que ya no podía volver (Alföldy, 1974). Lo que realmente importa es apartarse de las realidades del momento e intentar salvaguardar, incluso imitando, la herencia de antaño, considerada mucho más valiosa que las producciones de ese entonces. Comparado con otros estadios de la literatura griega, el segmento del período imperial es un poco anodino. No abundan las contribuciones originales. Proliferan, en cambio, los epítomes y el sentimiento de aferrarse con avidez a ciertos modelos del pasado estimados como dignos de copiar (López Eire, 1973).

Cuando Plotino comienza a escribir, la actividad académica de las cuatro escuelas atenienses es poco significativa tanto en cantidad como en calidad. Su especulación se nutre en general de los aportes provenientes de las tres corrientes con las que se encuentra más familiarizado: el platonismo, el aristotelismo y el estoicismo (VP 14.4-5). De todas maneras, aun cuando participa de aquella atmósfera cultural, no deja de ser original en la asimilación de los saberes recibidos. En efecto, refuta vigorosamente posturas que se apartan de la propia, penetra la superficie de los textos e introduce correcciones como elementos medulares de un modo auténtico de filosofar (II.4 [12], 7: 1-9; 14-21; II.9 [33], 15, 1-32; IV.3 [27], 7: 1-7). Es cierto que Plotino se sirve de las enseñanzas proveídas por los autores antiguos, pero él no es ni un estoico, ni un peripatético, ni siquiera un platónico en sentido estricto. En una etapa donde era difícil ser original, Plotino desarrolla siempre y en cada caso una doctrina propia (Dodds, 1960). Si bien interpreta los diálogos platónicos (Charrue, 1978), él muestra una sutileza particular cuando discierne el acervo griego que recibe. Según el juicio de Longino, quien era a la sazón –de acuerdo con el testimonio de Porfirio– “el crítico más reconocido entre nosotros [τοῦ καθ’ ἡμᾶς κριτικωτάτου] y un censor de poco menos que de todas las obras de los escritores contemporáneos suyos” (VP 20.1-3), la innovación que Plotino propone, en lo concerniente al platonismo, sobresale frente a la de sus predecesores, puesto que su exégesis ni se agota en la erudición ni reproduce el contenido platónico al pie de la letra (Martino, 2014: 77-92).

Se advierte, por tanto, que la valoración en torno a la figura y la obra de Plotino no presenta ya hoy grandes dificultades en el campo de la erudición histórica y filológica. De hecho, las opiniones que pretenden vincular algunas contribuciones de la teología de Agustín de Hipona, o de la mística cristiana, con el andamiaje especulativo de Plotino (Rist, 1999: 386-414; Bord, 1996) coexisten en armonía con aquellas otras que acentúan, en cambio, el paganismo de este filósofo (Bréhier, 19612), en la medida en que la literatura de cuño doxográfico califica a Plotino como “la gloria de la filosofía antigua” (Moreau, 1970) o bien como “el canto de cisne de la filosofía griega” (López Eire, 1973: 77). Ello no obstante, no sucede lo mismo en el ámbito de la filosofía y, más precisamente, en el de la historia de la metafísica. En efecto, el pensamiento sistemático de Plotino ha sido objeto en este tiempo posmoderno de una revisión inusitada, que conlleva consecuencias asombrosas, pues concierne a una comprensión sin prejuicios sobre la arquitectura íntegra y conclusa de lo que ha sido la tarea epocal de la metafísica a lo largo de su propia historia. En este contexto, cabe denominar a tal elucidación crítica sobre la posición de Plotino con el justo título de logotectónica.

2. Plotino y la novedad logotectónica de su posición racional

¿A cuál depuración logotectónica se hace referencia? Precisamente, a aquella que nos ha liberado de la herencia hegeliana en relación con el modo de comprender la historia de la filosofía como una totalidad transparente consigo misma. Con el propósito de organizar la comprensión íntegra del movimiento especulativo del concepto a lo largo de los sistemas filosóficos, Hegel divide claramente en dos partes esa historia, haciendo valer el principio científico ya establecido en el Prefacio a la Fenomenología del espíritu, cuyo proceder metódico estriba en aprehender y expresar lo verdadero no como sustancia (fase antigua) sino, en la misma medida, como sujeto (fase moderna). Hegel afirma que si la filosofía es la ciencia de la verdad, la historia del desarrollo de esa ciencia debe coincidir a fortiori, entonces, con aquella doble modalidad, bajo la cual el concepto especulativo ha cobrado realidad efectiva a lo largo del tiempo. De acuerdo con ello, la estructura de esa historia se conjuga solo para Hegel en dos momentos principales: el griego y el moderno, entre los cuales media una suerte de episodio, que preludia la emergencia moderna del concepto con la figura de Descartes. Esta distinción, autorizada primero por Hegel (2010: 72), es adoptada luego por Heidegger (Porro, 2001), puesto que también para este último, la división hegeliana de lo verdadero como sustancia y como sujeto parece no estar sometida a discusión, en la medida en que el Medioevo filosófico se muestra como una mezcla indebida entre la fe y la razón (Heidegger, 2011: 54-55).

Si tanto para Hegel como para Heidegger la fase antigua de la historia de la filosofía se debilita en el momento correspondiente al neoplatonismo, entonces el pensamiento de Plotino no implicaría ya un punto de vista original, puesto que consistiría en una reproducción de las ideas oriundas de la Antigüedad griega. Con independencia de la injusticia grave en que incurre el esquema hegeliano con respecto a la Filosofía Medieval, no es posible ignorar una serie de “dificultades” (Zubiria, 1993) que cuestionan seriamente la relación de Plotino con la Filosofía Griega y la influencia recibida de parte de los autores antiguos. En primer lugar, porque no se puede evitar el contragolpe de la distancia cronológica, a causa de los seis siglos que hay entre la fundación de la Academia en Atenas y el comienzo de las lecciones de Plotino en Roma, hacia el 244 d.C. Para una consideración atenta de los hechos, es dable constatar que durante ese vasto intervalo de tiempo se dan a conocer profundos desarrollos del pensamiento, con inquietudes intelectuales peculiarmente divergentes (García Bazán, 2000; Dillon, 1992).

Conforme con el problema de la distancia histórica, conviene añadir otro reparo no menos importante, relativo al modo de enseñar una doctrina filosófica en tiempos de Plotino (Martino, 2012). En este sentido, es preciso señalar que gran parte de las escuelas paganas, durante la Antigüedad Tardía, emprende la exégesis de fuentes platónicas con una orientación que se vuelca más a la πρᾶξις antes que a la θεωρία sola. Si esta es relevante, lo es porque se ordena a aquella. Este cambio constituye por sí mismo un giro radical en relación con el ideal aristotélico de la contemplación. Sobre la base de una idea de revelación, proferida por los dioses o por los oráculos, el texto platónico se asume por inspirado. De allí que estudiar a Platón no radique en una afición tan solo cognitiva, sino que esa práctica suponga a la vez una transformación en el horizonte de la existencia (Krämer, 1964). Cada comentario al mensaje de Platón tiene por objeto la conversión por parte del disertante, como así también por parte del alumno. Tales ejercicios espirituales buscan que los miembros de cada escuela vivan conforme no solo ya con su porción más elevada –el νοῦς– sino también con una aspiración a trascender el mero conocer para lograr la plena unificación –ἑνοῦσθαι– (VP 10.28-30; Hadot, 1998: 163-189).

Sin duda alguna, conviene señalar que ya antes de Plotino se aprecia una cierta propensión a establecer la unidad como principio trascendente. Esta tendencia se encuentra influida sobre todo por la concepción platónica de la idea del Bien –como la idea que está “por encima de la esencia” [ἐπέκεινα τῆς οὐσίας] (Rep. 509b)– y también por la interpretación de la primera tesis que corresponde al ejercicio dialéctico del Parménides de Platón (142a3-4; Dodds, 1928). Sin embargo, Merlan (1963: 70) y Whittaker (1969: 104) sostienen que durante el Platonismo Medio hay una confusión en cuanto al estatuto del principio metafísico y a su correspondiente relación con la οὐσία o bien con el νοῦς (Dillon, 1996). En efecto, ciertos discursos propios de ese período hablan del Uno o del Bien mediante cualidades que no atañen sino a la inteligencia o a la esencia (Dörrie, 1960; Festugière, 1986: 92-140). Pese a esto, la comprensión del principio primero como trascedente a la realidad inteligible no goza de una claridad argumentativa en los aportes de los predecesores de Plotino. De todas maneras, este filósofo se sirve de los textos platónicos con toda libertad, no tanto para dilucidarlos cuanto para confirmar con ellos su propia doctrina (Szlezák, 1979: 193-241).

Platón dice textualmente que el Bien se encuentra “más allá de la esencia” [ἐπέκεινα τῆς οὐσίας] (Rep. 509b). Por su parte, Plotino acude más de una vez a este pasaje para autorizar con él su propia reflexión a propósito de la trascendencia del Bien. Sin embargo, tal expresión no puede ser tomada al pie de la letra (Pabón y Fernández Galeano, 1969: ad loc. cit.). Si Platón dice en aquel pasaje que el Bien está “más allá de la esencia”, es porque su propia esencia, siendo él la causa de las ideas, es diferente de la de estas. En ningún caso significa que el Bien platónico no posea por completo ninguna esencia. Para confirmarlo, basta con reparar en tres citas, que pertenecen al curso de una misma reflexión, donde Platón afirma que el Bien es: 1. “la parte más brillante de todo cuanto es” [τοῦ ὄντος τὸ φανότατον] (Rep. 518c); 2. “lo más dichoso de todo cuanto es” [τὸ εὐδαιμονέστατον τοῦ ὄντος] (Rep. 526e); y 3. que su contemplación es “la del mejor de entre los seres” [τοῦ ἀρίστου ἐν τοῖς οὖσι] (Rep. 532c). Por el contrario, el Uno-Bien plotiniano difiere absolutamente de la esencia.

Por otra parte, el Bien platónico, en tanto que principio primero, es una idea –“ἡ τοῦ ἀγαθοῦ ἰδέα” (Rep. 508e)– que se conoce siempre de manera intelectual [γιγνωσκομένη]. No obstante esto, en Plotino, puesto que el νοῦς hipostático procede del Uno-Bien, no solo es “el prototipo” [τὸ ἀρχέτυπον] (VI.7 [38], 15: 9) de todo cuanto procede a su vez de él, sino también que el νοῦς es “lo semejante al Bien” [τὸ ἀγαθοειδές] (ibid.). Este término es una creación de Platón, pero representa un ἅπαξ λεγόμενον dentro de la vastedad de sus diálogos. Platón lo emplea, en efecto, una única vez (Rep. 509a; Astius, 1956, I: 2), para caracterizar con él “la ciencia y la verdad” [ἐπιστήμη καὶ ἀλήθεια], es decir, el conocimiento verdadero, que es de naturaleza “semejante al Bien” porque procede de la idea del Bien. Platón llama ἀγαθοειδές al conocer y a la verdad que le sigue. En ningún caso Platón concibe al νοῦς como una realidad hipostática, como una sustancia una y universal. Para el fundador de la Academia, el νοῦς no es un conjunto de ideas, ni una facultad humana, sino un saber del que el alma participa cuando ella se vuelve hacia “lo que es” [τὸ ὄν] y, en consecuencia, hacia “la verdad” (Rep. 508d). De lo contrario, el alma se ve privada de νοῦς.2

Por este motivo, existe otra comprensión mucho más persuasiva en sentido filosófico, que permite dejar atrás la representación historiográfica del neoplatonismo y que torna posible de reconocer, más acá de Heidegger, la autonomía epocal de la figura de Plotino. Esta visión tan equitativa como válida es representada por el pensamiento logotectónico de H. Boeder (1998), que ha sido expuesto fundamentalmente en su Topologie der Metaphysik (1980), así como también en otros textos no menos enjundiosos, citados a lo largo de este artículo. El apelativo de logotectónico designa la manera según la cual Boeder ha logrado edificar la tarea consumada de la filosofía en la unidad de su propia historia. Para Boeder, la historia de la filosofía –concebida como un todo unitario con su comienzo, su medio y su fin– se articula en tres Épocas autónomas de igual dignidad (Boeder, 2017: I.47-66).

De acuerdo con las observaciones de Boeder al respecto, La Época Primera de la historia de la filosofía, la de la Filosofía Griega, se funda sobre la base del Saber de las Musas (Homero-Hesíodo-Solón). La Época Media de esa historia se halla determinada en su trabajo conceptual por el Saber cristiano (Evangelios sinópticos - Epístolas paulinas - Evangelio según San Juan). La Época Última está fundada en el Saber civil acerca del deber y de la libertad (Rousseau-Schiller-Hölderlin) (Boeder, 2017: I.141-142). En consecuencia, a diferencia de la categoría cronológica de Edad, la palabra Época adquiere ahora una determinación muy original. En este sentido, el pensamiento logotectónico reconoce hoy que la dignidad conceptual de la Época Media se sitúa en igualdad de condiciones con la Época Primera –cuyas posiciones metafísicas fundamentales son las de Parménides, de Platón y de Aristóteles– y que la Época Última –integrada por la obra de Kant, de Fichte y de Hegel. De esta manera, en torno a la metafísica de Plotino (Boeder, 2009: 62-86), de Agustín de Hipona (ibid. 87-122) y de Tomás de Aquino (ibid. 126-148) se configura una Época independiente de la historia filosófica, en cuyo caso el pensamiento raya en el mismo nivel que en el de las otras dos Épocas (Boeder, 2017: II.87-93).

Dado que Boeder organiza el pensamiento de la metafísica medieval de acuerdo con un criterio no simplemente historiográfico sino también sistemático, él asevera que a partir de la figura de Plotino las posiciones que le siguen forjarán luego sus sistemas respectivos (Boeder, 2017: I.35-45). En este sentido, el método logotectónico no pretende ni reproducir lo que ya ha sido pensado ni negarlo. La logotectónica tiene la intención de presentar hoy el conjunto histórico de lo que ha sido pensado conforme con la belleza de una estructura lógica,3 en respuesta al adagio clásico que dice: “sapientis ordinare est” (Tomás de Aquino, ScG I.1).4 Ello significa que Boeder (2009: passim) nunca rechaza en la configuración de la filosofía medieval las contribuciones, por ejemplo, de los estoicos, de los epicúreos o bien de los escépticos, mucho menos de los gnósticos. Él tampoco deja de lado los aportes de otros autores medievales, como los escritos de Anselmo, de Ricardo de San Víctor o bien las obras que pertenecen a los pensadores propios de la Escolástica tardía (Juan Duns Scoto, Guillermo de Ockham, Nicolás de Cusa). Boeder asegura que tales posiciones –a diferencia de las de Plotino, de Agustín de Hipona y de Tomás de Aquino (2017: III.35-58)– responden a una tarea racional que no es posible de ser identificada con la modalidad de una razón propiamente especulativa (2017: III.15-26). ¿Por qué motivo se aplica tal distinción?

Ha sido dicho que cada Época conforma una totalidad independiente en virtud de la σοφία que determina su racionalidad correspondiente. De hecho, el mensaje del Saber de las Musas sobre la justicia de Zeus no versa acerca del mismo tema que es revelado por el Saber cristiano a propósito de la salvación del alma, ni tampoco del mismo asunto que es cantado por el Saber civil con respecto a la libertad del ciudadano. Puesto que ninguna totalidad conceptual es susceptible de ser comprendida en la esfera de la inmediatez, para reconocer la arquitectura de cada Época, es preciso primero edificarla según sus elementos lógicos constitutivos (Boeder, 2017: II.79-84). En virtud de un interés edificador, estos elementos son extraídos del mismo material que favorece el armazón de ideas ofrecido por la historia (2017: I.149-152; III.63-64). Asimismo, estos elementos estrictamente lógicos son configurados según una relación racional de tres términos fundamentales, conviene a saber, la destinación (A), la cosa (B) y el pensar (C). En este caso, Boeder dice que: “se trata de relaciones determinadas por la secuencia de sus términos [abstractos] que se completan bajo la forma de figuras, cuya cohesión depende en cada caso de uno de los tres términos específicos” (2017: III.17). El procedimiento historiográfico no se detiene en estos elementos de naturaleza crítica ni considera tampoco el hecho asombroso de que la razón –a pesar de Hegel– no ha sido nunca una y la misma durante cada una de las Épocas de la tradición filosófica. Por consiguiente, tampoco la filosofía ha sido la misma a lo largo de su propia historia (Zubiria, 2006).

Si la historia de la filosofía se compone de ideas, Boeder (2017: I.125-137) afirma que la razón –en la medida en que ella ha tenido ante sí una tarea histórica correspondiente– puede considerar su cosa propia (B), su modo particular de conocer (C) o bien la norma incondicional (A) que preside la relación del pensar con su cosa. Si la razón se articula en torno al término del pensar (C), esta razón se comporta como una razón natural. Si, empero, ella se configura en relación con su cosa (B), esta razón cobra la forma de una razón mundanal, en virtud de una diferenciación que acontece en el seno de la razón misma. La razón natural niega el mensaje de la σοφία que la precede, mientras que la razón mundanal tiende a reemplazarlo por una palabra sapiencial forjada según su propio arbitrio. Sin embargo, si la razón se ocupa en la norma o la destinación revelada por la σοφία (A), esta razón no se diferencia ya en sí misma sino que se diferencia antes bien respecto de sí misma. Respondiendo a esta distinción, la razón acomete su destino conceptual o especulativo en sentido estricto (Boeder, 2017: II.81-82).

Se mostrará en lo sucesivo cómo es que la metafísica plotiniana –a diferencia del pensamiento trazado por sus predecesores dogmáticos, escépticos y gnósticos– constituye la primera posición medieval de una razón especulativa propiamente dicha, en la medida en que se vincula lógicamente con el contenido de una σοφία precedente. Esta σοφία determina la φιλο-σοφία de Plotino en función de su tarea racional. La σοφία en cuestión atañe a la revelada en el Evangelio según San Juan (en lo sucesivo “Jn.”). Como ha sido señalado antes, la articulación teológica del Nuevo Testamento en los textos de Juan, de Pablo y de los Evangelios sinópticos constituye por sí misma la racionalidad de la Sapientia christiana en sentido estricto (Boeder, 2017: III.15-33). Tal como afirma Boeder, el contenido lógico de Jn. determina la intelección plotiniana (2017: III.38-45), el contenido conceptual de las Epístolas paulinas preside el conocimiento de la metafísica agustiniana (ibid. 45-51), mientras que el contenido especulativo presente en los Evangelios sinópticos inspira lógicamente la tarea científica e histórica absuelta por Tomás de Aquino bajo la forma de una sacra doctrina (ibid. 51-58; Metz, 1998).

Así las cosas, la logotectónica no se interesa tanto en intervenir dentro de la discusión histórica y filológica cuanto más bien en comprender y en dilucidar el movimiento seguido por la reflexión plotiniana a lo largo de su obra. De hecho, Boeder reconoce que su sistema se ha visto enriquecido por las numerosas investigaciones realizadas en torno a la figura de Plotino. Ello no obstante, él se ubica en otro ámbito que no pertenece a la erudición, en la medida en que la pregunta filosófica posibilita todo otro conocimiento histórico. De esta manera, la logotectónica ha puesto en evidencia que debe definirse la posición metafísica de Plotino como la de una razón especulativa, es decir, la de una filo-sófica en sentido propio, toda vez que la intelección plotiniana sobre la trascendencia del primer principio se vincula con el término relativo a la destinación (A) que articula la figura racional de la palabra revelada por Jn. (Boeder, 2017: I.133, n. 42). ¿Cómo se puede justificar una premisa como esta? Precisamente, a partir de una transformación del vínculo que Heidegger establece entre el poetizar y el pensar (Boeder, 2017: I.139-152; II.79-99), Boeder muestra que es pertinente comprender la metafísica de Plotino como una respuesta propiamente filo-fica a una palabra sapiencial que se manifiesta al mundo bajo una forma poética o mística, cuyo discurso no pertenece al lenguaje de la vida cotidiana. En la medida en que la razón filosófica se comporta como una razón especulativa, ella acoge el mensaje de la σοφία que la determina en función de su tarea histórica y conceptual. En efecto, la palabra sapiencial habla a todo aquel que desee escucharla, pues su asunto atañe al destino del hombre (Boeder, 2017: III.59-77).

3. La originalidad metafísica de la doctrina plotiniana

A partir de lo dicho en el apartado anterior, es dable determinar la condición unitaria de un momento de la historia de la filosofía, en la medida en que sea posible afirmar la originalidad y la validez intrínseca de un nuevo principio epocal, junto con el conocimiento fundado sobre la base de ese principio. Es cierto que esta modalidad no es la única forma posible de analizar una fase del pensamiento. Pese a ello, es muy útil para identificar y esclarecer el conjunto de ideas que han surgido dentro los límites precisos de una determinada fase de la tradición conceptual de Occidente. De acuerdo con sus reflexiones, Boeder (2009: 62-86; 2017: I.17-45, 47-66) sostiene que una lectura imparcial de las fuentes muestra que es plausible considerar el pensamiento de Plotino como el comienzo de una tarea epocal autónoma y no como la manifestación tardía de la metafísica griega. De esta manera, a la luz de la reflexión logotectónica, la posición plotiniana concibe un principio completamente nuevo, el de la diferencia absoluta entre el νοῦς y su origen: el Uno-Bien. Luego de Plotino, la metafísica del ser será desarrollada por los filósofos más representativos de la tradición neoplatónica medieval, incluido Tomás de Aquino (Kremer, 1966).

En el marco de la doctrina sobre la “diferencia absoluta” del primer principio [τὸ τοίνυν διάφορον πάντη] (V.3 [49], 10: 50), Plotino remarca la trascendencia del Uno-Bien, que se encuentra “por encima del intelecto, del pensamiento y de la vida” [ὑπὲρ νοῦν καὶ φρόνησιν καὶ ζωήν] (VI.8 [39], 16: 35-36; Hadot, 1960: 105-141). Plotino llama Uno a lo que Escoto Eriúgena en el De divisione naturae designará con el término de nihil (Inge, 1948, II: 109 ss.). De allí también la variante posible de ἀδιάφορον (H-S2: ad V.3 [49], 10, 50) para nombrar la indeterminación completa del principio. No obstante este paralelismo, el Uno es nada en el sentido de que no es ninguna de las cosas a favor de las cuales actúa como principio. De esta manera, Plotino fundamenta la generación del ser a partir de una “potencia universal” [δύναμις τῶν πάντων] (III.8 [30], 10: 1), la articulación jerárquica de lo real a través de la concatenación de las entidades subsistentes (V.4 [7], 1: 1-15) y el primado del amor en vista de un conocimiento que tiende a sobrepasar lo inteligible para unirse con el Uno-Bien (III.8 [30], 11: 22-45). El primado de la “potencia” [δύναμιν προτέραν] (V.5 [32], 12: 38) y de lo “infinito” [τὸ ἄπειρον] (ibid. 11: 1) se distingue del pensamiento griego clásico, que ha privilegiado la forma y la “medida” [μέτρον ἄριστον] como condiciones de la perfección entitativa (Reale, 2000). Es por ello que el aspecto novedoso de la metafísica plotiniana concierne a la esencia de una verdad, que aspira a convertir el propio espíritu en vista de un amor infinito. Este pensamiento se apoya en lo inteligible para trascenderlo, puesto que culmina en el contacto “con una presencia superior a la ciencia” [κατὰ παρουσίαν ἐπιστήμης κρείττονα] (VI.9 [9], 4: 3). Tal plenitud entraña la recepción de un “don” de parte del Bien, que devuelve al sí-mismo humano la semejanza que perdió luego de su alejamiento [τὸ διδὸν] (VI.5 [23], 10: 31).

Con respecto a esto, la filosofía de Plotino tiene el mérito singular no solo de haber intuido sino también de haber brindado argumentos consecuentes para establecer al Uno-Bien como el principio absoluto de todo cuanto existe (Gutiérrez, 1990). Por una parte, el Uno es en sí mismo indiviso y recusa todo tipo de relación [τὸ ἕν]; por otra, como fundamento de lo relativo a él, el Uno es considerado el Bien [τὸ ἀγαθόν], de cuya sobreabundancia proceden las dos hipóstasis dependientes de él en cuanto al subsistir: la inteligencia [νοῦς] y el alma [ψυχή]. El fundamento que hace valer Plotino con respecto a la trascendencia del Uno-Bien constituye un signo elocuente del cambio de Época que este pensador representa. En efecto, el nuevo principio se distingue del νοῦς simple y divino, dilucidado debidamente por la metafísica aristotélica, puesto que el Uno-Bien se halla por encima de la realidad inteligible (Boeder, 2009: 62-64). La metafísica aristotélica afirma algo que parece inconcebible, conviene a saber, la existencia de un acto simple que es su propio sujeto y que no necesita sustrato alguno para ser eso que es. De esta intelección, no es posible decir que sea la de un acto ἔκ τινος, sino antes bien la de una ἐνέργεια o de una ἐντελέχεια, toda vez que si la intelección primera pensase algo anterior a ella, ese acto supondría δύναμις.5

Por su parte, Plotino insiste en el hecho de que el acto de pensarse a sí mismo no es posible si el sujeto inteligente no posee un cierto contenido. Esta crítica quiere acentuar una distinción grave: para Plotino, la intelección de la intelección, la νόησις νοήσεως de la metafísica aristotélica, implica un acto vacío. Esta afirmación supone una descalificación epocal de la θεωρία como bien supremo. Para Plotino, la intelección del νοῦς se ve acompañada de una pluralidad y, por tanto, es siempre una νόησις ἰδέων. Las Enéadas expresan que el νοῦς hipostático es una intelección de intelecciones, dado que las ideas concebidas por la inteligencia son de naturaleza múltiple y no uniforme (VI.9 [9], 3: 39-45). Ellas reciben la unidad gracias a su participación de la vida proveniente del Uno como de una potencia infinita (V.5 [32], 5: 14-27). Si Plotino se rehúsa a admitir que pueda haber un acto sin sujeto, es para afirmar otro principio no menos inconcebible que el de Aristóteles. Plotino se refiere al Uno-Bien que carece también de sustrato, puesto que se halla más allá de toda οὐσία. Ello explica la observación según la cual “cuando se afirma que el νοῦς es inteligente o que él contempla”, conviene decirlo porque el νοῦς “aprende a saber lo que él ha engendrado a partir de su contemplación de un otro”, el Bien [ὅταν αὐτὴ αὑτήν, οἷον καταμανθάνει ἃ ἔσχεν ἐκ τῆς ἄλλου θέας ἐν αὑτῇ] (VI.7 [38], 40: 50-51).

Cuando Plotino explica por qué motivo el Uno-Bien no piensa, ello responde al hecho de que él concibe siempre la inteligencia como una actividad necesitada de un cierto contenido que la determine, puesto que el νοῦς no puede determinarse a sí mismo a menos que contemple al Bien anterior a la propia actividad inteligible. Por esta razón, Plotino declara que:

ὅλως γὰρ ἡ νόησις, εἰ μὲν ἀγαθοῦ, χεῖρον αὐτοῦ ὥστε οὐ τοῦ ἀγαθοῦ ἂν εἴη· λέγω δὲ οὐ τοῦ ἀγαθοῦ, οὐχ ὅτι μὴ ἔστι νοῆσαι τὸ ἀγαθόν –τοῦτο γὰρ ἔστω– ἀλλ’ ὅτι ἐν αὐτῷ τῷ ἀγαθῷ οὐκ ἂν εἴη νόησις (VI.7 [38], 40: 32-35).

Porque, en general, si el pensamiento es del Bien, es inferior al Bien. Así que no será propio del Bien. Cuando digo que no será un pensamiento del Bien, no pretendo decir que no sea posible pensar al Bien –admitamos, en efecto, que ello sea posible–, sino que no puede haber pensamiento en el Bien mismo (VI.7 [38], 40: 32-35 [trad. Igal: 484]).

Si se supusiera que el Uno-Bien piensa, tal premisa obligaría a diferenciar en el Bien tres momentos: “él mismo” [αὐτός], la “intelección” [νόησις] realizada por él mismo y él mismo en tanto que “inteligible” [νοούμενον] (VI.7 [38], 41: 10-12). Por consiguiente, la unidad del Uno-Bien desaparecería. El Uno-Bien no piensa y, no siendo sino bueno más que por sí mismo, él “no se contempla” (ibid. 31). El acto de contemplar pertenece al νοῦς en relación con lo que se halla por encima de él. Afirmando que el Uno-Bien “no precisa” de ninguna otra cosa que pertenece al resto de los seres [μηδὲν […] ἐκέινῳ παρεῖναι] (ibid. 34), “ni siquiera de la sustancia” [οὐδὲ οὐσία] (ibid. 35), Plotino señala la distancia infinita que se tiende entre el primer principio que “no es” y su primera hipóstasis, el pensamiento inteligible [νοῦς], que existe a causa del Uno-Bien (VI.8 [39], 9: 34-43).6

El conocimiento adecuado a este principio reposa sobre lo inteligible para rebasarlo, puesto que su meta exige la conversión de la inteligencia en vista de su amor por el Uno-Bien. De esta manera, la ciencia primera plotiniana no posee una finalidad solo teórica, pues la contemplación se define como una instancia que permite orientarse hacia la unión con el principio. Considerada en sí misma, la contemplación no se muestra ya como lo decisivo para la felicidad humana, sino como un medio que encamina el ascenso del alma hacia su beatitud en la visión unitiva. En este sentido, Plotino comprende que la contemplación, al depender de un principio mucho más preciado que ella, adquiere un rol instrumental en el sentido de un “auxilio” [βοήθεια] (VI.7 [38], 41: 1) conferido al alma para orientarla hacia la unión beatífica. Si el alma necesita del intelecto como de una luz, es porque ella está “privada de visión” [τυφλαῖς] (ibid. 3). Con todo, el primer principio absoluto “no precisa de ninguna ayuda” [οὐδεμιᾶς ἐπικουρίας δεομένης] (ibid. 15), mucho menos de una luz que pueda iluminarlo. La luz es necesaria tanto para el alma como para la inteligencia hipostáticas, según la medida de cada una, toda vez que ellas carecen de unidad a causa de su multiplicidad intrínseca. Si el alma estuviese unificada, no necesitaría del intelecto como condición de la percepción de sí misma (ibid. 17-22).

Plotino arguye que hay un abismo infinito, el de la diferencia absoluta, entre el Uno-Bien y todo cuanto no es él. ¿En qué sentido? Como primer principio, el Uno es simple en su integridad (V.4 [7], 1: 12-15) y sobrepasa cualquier tipo de dualidad, inclusive la que corresponde a los actos propios de la volición o de la operación intelectiva (VI.8 [39], 4: 22-29; 13: 3). Sin embargo, el universo existe como un cosmos determinado (V.1 [10], 5: 7-9), configurado (III.8 [30], 11: 17-19), marcado (VI.7 [38], 16: 34), lleno (V.2 [11], 1: 10; VI.7 [38], 15: 18-20; 16: 16-19 y 31-35). La perfección y belleza del universo responden al poder sobreabundante del Uno-Bien (VI.8 [39], 13: 10-11). Esta sobreabundancia es un signo de la trascendencia del Uno-Bien respecto de todo pensamiento, en la medida en que el Uno-Bien está más allá de cualquier otra categoría inteligible que quiera explicarlo.

Plotino se pregunta entonces cómo es posible que todo ello provenga del Uno-Bien. La respuesta que ofrece a este dilema es la siguiente: si todos los seres provienen del Uno-Bien, ello se debe a que nada había en él. De hecho, la única forma de concebir que un todo nazca de algo, o que se funde a partir de un primer principio, estriba en pensar que el principio universal no sea nada de todo aquello derivado de él. Si el Uno-Bien no fuera sino una cosa en particular, lo que surgiría de él no sería ya un todo sino algo agregado a la serie infinita de causas. Porque el todo no sería ya un comienzo si, aparte de él, hubiera algo antes. El conjunto de los seres solo podría ser un todo si, aparte de él, no hubiese nada. Esta nada, de la que procede el todo, es precisamente el Uno-Bien. Si el Uno-Bien no fuese el verdadero principio del que participan todas las otras causas, ya no habría un todo completamente diferenciado. Para el pensamiento de Plotino, el Uno-Bien no es nada porque no es una entidad sino el generador y el principio de la entidad (VI.8 [39], 20: 40-41; VI.9 [9], 9: 2). La entidad, por su parte, depende del Uno-Bien para ser lo que es, de modo que el Uno-Bien no está relacionado con la entidad. Esto significa que el Uno-Bien no necesita de la entidad, ni depende tampoco de la entidad en lo atinente a su potencia infinita. La perfección del Uno-Bien cancela por sí misma cualquier otra relación posible y esta perfección hace que el todo, resultante del Uno, difiera absolutamente de él debido a la misma trascendencia del Uno-Bien. Por el contrario, el conjunto de los seres es lo que depende del Uno-Bien en virtud de una jerarquía causal (VI.8 [39], 20: 19-20; O’Meara, 1975).

La procesión del ser se articula en tres momentos (V.2 [11], 1: 5-18; V.5 [32], 5: 14-27): el todo surgido del Uno-Bien es el fruto de una “generación” [γέννησις] (V.2 [11], 1: 7); luego, cuando el devenir se detiene, aparece la entidad que es una “quietud” [στάσις] (ibid. 11); finalmente, el detenimiento no solo implica un alejamiento respecto del Uno-Bien sino una “conversión” [ἐπεστράφη] hacia él para contemplarlo (ibid. 10). Cuando el ente retorna para contemplar al Uno-Bien lo hace como una inteligencia. Es por ello que Plotino afirma que el todo surgido del Uno-Bien es “a la vez ente y νοῦς” [ὁμοῦ νοῦς γίγνεται καὶ ὄν] (ibid. 13). La inteligencia es así el primero de los entes que pertenecen a la serie causal. Es lo primero que se constituye como tal dentro de la pluralidad que caracteriza a todos los seres. Por medio del νοῦς, el Uno-Bien se revela a todos los demás seres. Pero si el νοῦς consiste en una “visión” [θέα] (ibid. 12) cuyo objeto es el Uno-Bien, este no es visto tal como es en sí, sino como el νοῦς es capaz de contemplarlo. La inteligencia ve al Uno-Bien de modo que la mirada inteligible pluraliza la unidad en un universo de esencias o de formas puras (trad. Igal, 1982: 45-46).

La inteligencia es precisamente lo primero que nace del Uno-Bien que no es. El abismo que media entre “el Uno que no es” y “el todo inteligible que participa de él en cuanto a la existencia” es el abismo de la diferencia absoluta, por encima del cual se halla tendido un único puente: el de la unidad, pues todo lo que existe, está en unidad por participación. Con todo, la inteligencia es el resultado de un proceso precedente. Cuando el νοῦς afirma de sí mismo “yo soy esto”, es decir “yo soy ente” [ὄν εἰμι] (V.3 [49], 13: 24), esta proposición manifiesta que el νοῦς tiene la posibilidad de identificarse –o no– con la actividad pensante, puesto que “antes” de llegar a ser νοῦς, la inteligencia era tan solo “deseo y visión carente de toda impronta” [πρὸ δὲ τοῦτο ἔφεσις μόνον καὶ ἀτύπωτος ὄψις] (ibid. 11: 11-12). Para la filosofía de Plotino, el ente es algo literalmente dado, no existe como algo inmediato sino como un don, por obra de un “favor” [χάρις] (IV.8 [6], 6: 23; VI.7 [38], 22: 7). Esa misma diferencia absoluta que media entre el dador y lo dado expresa una verdad profunda: que el ente debe ser “constantemente preservado” o “salvado”, tal como dice el mismo Plotino [νῦν σῴζει ἐκεῖνα] (VI.7 [38], 23: 22). Pero, ¿de qué peligro la entidad debe ser “salvada”? Del apartamiento que aleja del Uno e impele al ente hacia lo exterior y, por lo mismo, hacia la multiplicidad. Tanto las palabras “salvar”, “salvación”, como sus respectivos contrarios, “perder”, “perdición”, solo tienen sentido en un ámbito donde la metafísica ha cobrado un carácter manifiestamente práctico sin perder por ello su condición de saber teórico (Hadot, 1998: 163-189).

La inteligencia hipostática es una “imagen” [ἴνδαλμα] (VI.7 [38], 40: 19) del Uno-Bien. Se trata de una primera actividad en sentido absoluto, por la cual se engendra una sustancia primera también en sentido absoluto, cuyo ser atañe a la actividad de pensar. ¿Qué cosa piensa la inteligencia? En principio –en un momento que es lógico antes que cronológico– la inteligencia contempla y piensa al Uno-Bien; en un segundo momento, ella es inteligente por sí misma, es decir, ella piensa su propio contenido y por tanto se conoce a sí misma. La comprensión plotiniana de la inteligencia hipostática como primera substancia inteligente permite remarcar que por encima de esta realidad hay “algo maravilloso” [τι θαυμαστόν] (ibid. 27) que la rebasa. De este principio, que se encuentra más allá de la realidad inteligible, no es posible predicar ni la sustancia ni la actividad noética, por el hecho de que estas dos determinaciones son posteriores al Uno-Bien. Como vida emanada del Uno-Bien (Ciapalo, 1987), la sustancia inteligible es una realidad inferior y no puede tener cabida, por tanto, en el interior del Uno-Bien.

A causa de una confrontación con la tradición filosófica precedente, Plotino comprende al Uno-Bien como un principio trascendente que, pese a su separación infinita, genera y sostiene los seres (Szlezák, 1979: 9-51). Siendo “inefable e ininteligible” [ἄρρητος καὶ ἀνόητος] (V.3 [49], 10: 43), el Uno no se manifiesta sino por el “vestigio” que imprime en lo diverso [ἴχνος <τοῦ> ἑνός] (V.5 [32], 5: 14).7 De esta manera, cada ser ostenta una traza del Uno. La unidad puede ser intensificada o disminuida, en la medida en que se aproxime a su principio o bien se aleje de él. En el caso del alma racional, la semejanza primera se pierde una vez que el alma desciende (O’Brien, 1977). Sin embargo, ella porta una huella del Uno-Bien, en virtud de la cual puede remontar y recuperar su estado de pureza original. Esta conversión puede ser designada como un retornar desde su ser otro caído hacia el sí-mismo que ya era cuando se encontraba ocupada en la contemplación del Uno-Bien. La garantía de acceso a la presencia del Uno-Bien no depende en rigor del individuo singular, sino de un “don” [τὸ διδὸν] (VI.5 [23], 10: 31) que el sí-mismo recibe a fin de participar en la semejanza con el principio (V.5 [32], 7: 21-8, 23; VI.7 [38], 41: 22-27; VI.8 [39], 12: 9-11).

Solo el Uno es verdaderamente el primer principio. Todo el resto de los entes resulta posterior y complejo (V.3 [49], 15: 10-11), cuya unidad es participada por la multiplicidad (V.5 [32], 4: 29-31). En consecuencia, la entidad misma es de naturaleza compuesta (V.3 [49], 15: 26). Plotino señala que el principio primero es “en verdad inefable” [ἄρρητον τῇ ἀληθείᾳ] (ibid. 13: 1), a raíz de la insuficiencia de nombres para designarlo y también de la ausencia de predicados que puedan definirlo (de Haas, 2001). Al momento de nombrar al Uno-Bien que se encuentra más allá del ser, solo es posible mencionar su rotunda separación con respecto a todo cuanto existe y que es determinado de manera categorial. Sin embargo, el filósofo advierte que el intelecto humano intenta comprender la naturaleza del primer principio en la medida de sus posibilidades (V.5 [32], 6: 24-25), incluso de manera mitológica (Pépin, 1955). El problema de esta empresa estriba en el hecho inevitable de que cada vez que se pretende captar al Uno-Bien mediante conceptos, el Uno-Bien deviene múltiple y se vuelve por tanto “necesitado de reflexión” [νοεῖν δεῖσθαι] (V.3 [49], 13: 10). Siendo absolutamente simple, el Uno-Bien no necesita de nada, ni siquiera de un pensamiento que pueda sintetizarlo mediante la pluralidad de sus ideas.

En relación con este tópico, la fuerza persuasiva de Plotino propone una metafísica para comprender mejor una realidad intrínsecamente paradojal, en la medida en que “el Uno es todas las cosas y ni una sola. Porque el principio de todas las cosas no es todas las cosas, pero él es en cierto sentido todas ellas” [τὸ ἓν πάντα καὶ οὐδὲ ἕν·ἀρχὴ γὰρ πάντων, οὐ πάντα, αλλ’ ἐκείνως πάντα] (V.2 [11], 1: 1-2). De modo que la predicación positiva con respecto al principio fundamental depende ante todo de una predicación negativa: “porque ninguna cosa había en el Uno, por eso mismo todas las cosas provienen de él” [ὅτι οὐδὲν ἦν ἐν αὐτῷ, διὰ τοῦτο ἐξ αὐτοῦ πάντα] (ibid. 5). Sin embargo, tal modalidad del pensamiento no implica abandonar el ejercicio racional que busca entablar una relación de proximidad con la presencia del Uno-Bien. Purificando el discurso habitual que reflexiona sobre las representaciones corrientes de la propia consciencia, Plotino reconduce el pensamiento hacia un nivel más íntimo de verdad, cuya finalidad no radica en el disfrute de lo que ha sido alcanzado de manera inteligible, sino antes bien en la unión gozosa con el Uno-Bien (Olivieira, 2007). En este sentido, el discurso filosófico acerca del Uno-Bien debe partir obligadamente desde la multiplicidad, a fin de remontarse luego hacia la causa primera (Brandâo, 2014). Para orientar este trayecto contemplativo, que marcha en un sentido inverso al modo como los seres proceden de la unidad absoluta, Plotino se apoya particularmente en el nivel del conocimiento noético. En el νοῦς, se verifica un conocimiento genuino que se despliega bajo la forma de un autoconocimiento en sentido estricto. Por debajo de la modalidad inteligible, Plotino sitúa en el nivel psíquico una especie de conocimiento discursivo, que solo es conocimiento de sí mismo en sentido traslaticio (Santa Cruz, 2006).

Sea de ello lo que fuere, el objeto último de la contemplación no consiste en la identidad del propio acto intelectivo, pues la realidad inteligible, por comparación con el Uno-Bien, sigue siendo algo dual eo ipso múltiple (VI.9 [9], 2: 40-47). Como cada ser humano es un viviente que contempla, el espíritu humano tiene la posibilidad de intensificar el grado de luz recibida de acuerdo con la distancia que afecta su propia visión. El acto de ver es el mismo, puesto que la luz recibida es la misma. Sin embargo, la potencia de una iluminación tal se va debilitando a medida que cada uno se aleja de la fuente luminosa (VI.4 [22], 9: 25-33). En consecuencia, aunque el alma sea iluminada, el acto de ver conlleva la decisión de convertirse hacia una visión cada vez más clara (Dörrie, 1973). Esta atracción es provocada por una belleza que reside en la paz el mundo inteligible (V.5 [32], 8: 1 ss.). Si bien la contemplación plotiniana es designada con términos referidos a la percepción intelectual [θεωρεῖν, εἴδω], la decisión de querer ver mucho más alto y claro implica de suyo un aspecto no solo teórico sino también práctico, dado que: “es necesario dar un salto a fin de aproximarse al Uno primero” [Χρὴ τοίνυν ἐνταῦθα ᾆξαι πρὸς ἕν] (ibid. 4: 8).

El mundo inteligible no se encuentra solo en el exterior sino también en el interior del alma misma (V.1 [10], 10: 1-6). Por tanto, el “retorno” [ἐπαναγαγεῖν] (VI.9 [9], 3: 18) desde las cosas sensibles reclama primero que el hombre se detenga, se vuelva luego hacia el interior de sí mismo (O’Daly, 1973: 20-51) y que se “eleve” [ἀναβεβηκέναι] (VI.9 [9], 3: 21) por encima de sí mismo. Estando ya en la inteligencia como en su propia “morada” [ἑστίαν] (VI.2 [43], 8: 7), el alma está “despierta” [ἐγρηγορυῖα] (VI.9 [9], 3: 24) para recibir lo que ve la inteligencia purificada y contemplar lo purísimo con el ápice de la inteligencia (ibid. 3: 24-27). Reposar en la inteligencia no significa que el alma se iguale con el Uno-Bien, puesto que la visión del primer principio es el fundamento definitivo no solo de su propia existencia sino también de su felicidad cumplida. El fin del retorno ascendente no consiste tan solo en conocer al Uno-Bien sino también en tocarlo (Zamora Calvo, 2018: pto. 6), en ser-uno junto con él, en el marco del gozo que otorga su presencia luminosa. Esta meta es lo que el hombre persigue desde su nacimiento (V.5 [32], 12: 10 ss.). Por consiguiente, el conocimiento del Uno-Bien no consiste en el acto de pensar, sino en la recepción de un don por el cual uno mismo “es salvado” [τῷ ἓν σῴζεται] (V.3 [49], 15: 12). En la semejanza con el Uno-Bien, el alma es reconducida hacia la fuente de donde ella recibe la gracia para vivir con plenitud. Solamente allí, ella puede ser dichosa. Si una visión tal es repentina e indescriptible, lo que ha sido visto permanece en el interior de la memoria.8

4. Le deuda topológica de Plotino con respecto al Evangelio según San Juan

En lo concerniente a la relación conceptual que cabe trazar entre la philo-sophia de Plotino y la sophia cristiana, es importante señalar ante todo los testimonios siguientes para tener en cuenta que las reminiscencias de las Enéadas de Plotino al texto de Jn. no son anacrónicas. Agustín de Hipona relata en sus Confesiones que luego de haber leído “ciertos libros de los platónicos” [quosdam Platonicorum libros] (VII.9.13),9 encontró en ellos una correspondencia fundamental con lo dicho en el Prólogo de Jn., “no ciertamente con estas palabras pero con idéntico sentido y con el apoyo de múltiples y variadas razones” [non quidem his verbis, sed hoc idem omnino multis et multiplicibus suaderi rationibus] (ibid. [trad. Magnavacca: 189]). Agustín menciona haber leído también estos Libri Platonicorum en otros pasajes de su extensa obra. De esos lugares, cabe señalar los siguientes: Contra Acad. II.2.5; Conf. VIII.2.3-5; De vera relig. IV.7; De civ. Dei IX.23 (Alby, 2009: 19-30). Asimismo, el Hiponense se muestra respetuoso hacia la vertiente platónica del pensamiento, en la medida en que venera a Platón y a sus epígonos por “haber llegado a descubrir cosas importantes con el auxilio divino […] y por haber ofrecido soluciones válidas para lograr una conducta digna y conseguir la felicidad humana” [Et quidam eorum quaedam magna, quantum divinitus adiuti sunt, invenerunt; […] quod agendae bonae vitae beataeque adipiscendae satis esse possit] (De civ. Dei II.7 [trad. Capánaga: 64]). En este sentido, es evidente por cierto la estima que Agustín manifiesta a favor de Plotino, a quien considera el intérprete más autorizado de la obra de Platón (De civ. Dei IX.10).

Gracias a la pericia erudita, hoy es posible afirmar que, si bien Agustín menciona a Plotino, Porfirio, Jámblico y Apuleyo como fuentes platónicas (De civ. Dei VIII.12), él conoció recién a los dos últimos luego de su conversión. A propósito de los dos primeros, el consenso de los especialistas no es renuente para admitir como verosímil la tesis de que algunos tratados de las Enéadas de Plotino hayan sido conocidos por el Hiponense mediante la versión latina de Mario Victorino (Hadot, 1993; García Bazán, 1977: 315-329). La crítica señala en particular los tratados pertenecientes a I.6, I.8, III.2-3, V.1-3, VI.6 y VI.9 para delimitar las fuentes textuales de la lectura agustiniana (Magnavacca, 2011: 204, n. 21). Tal como afirma J. C. Alby (2009: 20-21) al respecto:

El erudito rétor romano Cayo Mario Victorino fue el traductor de este conjunto de obras que llegó hasta Agustín. Profundo conocedor del mundo greco-romano de entonces, Mario Victorino abrevó en las fuentes de escritos neoplatónicos y medioplatónicos que circulaban en Roma, en la escuela iniciada por Plotino, continuada por Porfirio y en relaciones cercanas con los que asistían a la escuela abierta en Pérgamo o en Apamea de Siria por Amelio Gentiliano, el otro asistente de Plotino. El énfasis en la contemplación que pregonaba este gran Neoplatónico, pasó al neoplatonismo romano conservado por Porfirio y se complementó con la teúrgia de los Oráculos Caldeos, configurándose así una imagen más completa del platonismo pita- gorizante del propio Platón. Este clima intelectual conocido con solvencia por Mario Victorino, puede haber llegado por su medio hasta Agustín quien, bajo la denominación de “libros de los platónicos”, es posible que incluyera las siguientes obras: el libro II de Sobre el Bien de Numenio de Apamea, que se elaboró en torno a la exégesis de Timeo 27d6-28d4; algunas Enéadas de Plotino, tales como I, 6, V, 1(10), IV, 3 (27); III, 8 (30); III, 7 (45); III, 2 (47) y El retorno del alma o La filosofía de los oráculos de Porfirio.

La filosofía de Plotino, ¿no es acaso la réplica más dura contra el “escándalo” (Jn. 6: 60) que supone la encarnación del Verbo? (Bultmann, 1980: § 46, 456-465). Pese a todo, la dureza de esa respuesta no es empero un obstáculo para que Agustín afirme que los pasajes platónicos no son hostiles al contenido de Jn., y que el mensaje conceptual de los pensadores platónicos puede anticipar la lectura de ese Evangelio a modo de propedéutica (Henry, 1934: 104 ss.). En este mismo orden de ideas, conviene precisar que Plotino recibe por su parte las enseñanzas de su maestro Amonio Saccas en Alejandría (Dodds, 1960: 1-32; Schwyzer, 1983). Clemente y Orígenes habían vivido también en esa ciudad (Crouzel, 1991). Estos dos autores se encuentran ligados muy estrechamente al mensaje de Jn. Por otro lado, Eusebio de Cesarea (Prep. Ev. XI.19) menciona que el “bárbaro Amelio”, el más allegado de los discípulos de Plotino (VP 3.38 ss.), redacta un tratado y hace concordar sus propias afirmaciones con la teología expuesta en el prólogo al Evangelio del “hebreo Juan”. Asimismo, Plotino era bien conocido para Eusebio, de suerte que su reflexión sobre las hipóstasis forman parte del elenco de referencias no bíblicas presentes a la sazón en la Praeparatio Evangelica, como un intento por congeniar la filosofía platónica con el mensaje sagrado proferido por Moisés (Seoane Rodríguez, 2015: 96-110). De allí que no sea inverosímil suponer que Plotino haya estado cuando menos familiarizado con un entorno cultural, donde la tradición joánica era muy bien reputada y cuyo κήρυγμα era considerado el más destacado de la revelación cristiana (Bultmann, 1980: 418-429).

En razón de esta eminencia, Orígenes (Comm. Jn. II.14.62-63; VII.37 - VIII.46.78-83) asigna al texto joánico un rango πνευματικός, cuya interpretación encuentra en los “perfectos” [τέλειοι] a los destinatarios más apropiados, por la identificación que logran entablar con la mente de Cristo, mediante el discernimiento de los sentidos espirituales (Ciner, 2008). En el escrito de Jn., la divinidad de Cristo se ilumina sin mezcla. Esta pureza se presenta a través de los giros que comienzan por la revelación que Jesús manifiesta de sí mismo con la fórmula de “Yo soy”: la luz del mundo; el camino, la verdad y la vida; la resurrección; la puerta; el buen Pastor; el alfa y omega. Ninguna de tales sentencias consiste en una proposición apofántica, sino que ellas revelan los signos de la gloria del poder divino (Comm. Jn. IV.22.66-69). Esta gloria trascendente a todo pensamiento es lo que se revela como el término concerniente a la destinación (A) de una tarea metafísica ulterior (Boeder, 2017: III.77). Es oportuno, entonces, considerar este asunto con mayor detenimiento.

Boeder (2017: III.27, 30-32) señala que la destinación que puede reconocerse en el texto de Jn. no atañe a Dios solo sino a la revelación que Dios hace de su misma gloria (¿es que acaso algún ser humano podría llegar a conocer por su propias fuerzas la naturaleza de un Dios trascendente al mundo?). La gloria es revelada en la ocultación misma del “Verbo que se hizo carne y habitó entre nosotros” [ὁ λόγος σάρξ ἐγένετο καὶ ἐσκήνωσεν ἐν ἡμῖν] (Jn. 1: 14).10 Dios está presente en su gloria que se manifiesta a los hombres mediante la encarnación del Verbo. Los discípulos “contemplan su gloria, la gloria que recibe del Padre como Hijo único, lleno de gracia y de verdad” [ἐθεασάμεθα τὴν δόξαν αὐτοῦ δόξαν ὡς μονογενοῦς παρὰ πατρὸς πλήρης χάριτος καὶ ἀληθείας] (1: 14-15). La unidad gloriosa entre el Hijo y el Padre es manifiesta a través de los signos relativos a los milagros (2: 11). Según Jn., el creyente que reconoce la realidad del Hijo en los signos de su gloria ve también al Padre en el Hijo. De modo que la unión con el Padre a través de la visión del Hijo se acredita en esa misma gloria, que se torna visible por medio de los signos revelados por el Hijo.11 Para Jn., estar en la luz equivale a tener la vida verdadera, por haber renacido de lo alto (3: 5-8), toda vez que la vida se difunde como luz (1: 4). Jn. muestra que el Hijo cumple las obras de quien lo ha enviado, por ser “la luz del mundo” (9: 4-5). La luz no solo permite ver sino también se recibe como un don, en la medida en que ella establece un juicio contra las tinieblas (9: 39; Bultmann, 1980: 430-486). Tener la luz de la vida significa, por tanto, haber sido despertado al milagro de la visión (9: 7). El creyente que acoge este don tiene un mismo espíritu con su Señor. Tal creyente armoniza su pensamiento en consonancia con el de Cristo, así como Él y el Padre son uno en la unidad de una misma gloria (10: 30; 17: 21).

El texto de Jn. habla de Cristo en los términos de una “luz verdadera” [τὸ φῶς τὸ ἀληθινὸν] (1: 9), que protege al mundo y a su vitalidad intrínseca, puesto que el mundo no deja de ser parte de la creación y es comprendido –desde el envío del Hijo– como aquello amado y salvado por Dios en lugar de condenado por él (Bultmann, 1980: 441-447). Al igual que Plotino, el texto de Jn. determina conceptualmente la gloria infinita de acuerdo con los verbos referidos a un “aparecer y un desaparecer” [ἀλλὰ φαίνεταί τε καὶ οὐ φαίνεται] (V.5 [32], 8: 2-3), acción que implica en cada caso un ver y un no-ver por parte de los hombres (Jn. 16: 16-18), según una verdad que no es tan solo vista por la comprensión discursiva sino también obrada, toda vez que ella se establece a raíz de la unión con el Salvador (3: 19-21; 9: 25). Jn. habla también del gozo inconmensurable generado a causa de la unión con la presencia del Salvador (15: 11) y del amor que acontece por el don ilimitado de su presencia (15: 12-17). El relato de la pasión de Jesús narrado por Jn. pone de manifiesto el señorío libre del Hijo en virtud de su unión con el Padre (8: 31-47). Nadie lo mata, sino que el Cristo entrega su vida, puesto que tiene el poder de darla a la vez que de recobrarla (10: 18). Esta potencia funda el amor entre el Padre y el Hijo, cuya diferencia radical con respecto al amor mundano determina la forma de un mandamiento nuevo (13: 34; Boeder, 2017: III.119-130).

En el texto de Jn., la gloria divina se revela en la medida en que los discípulos están unidos con su Señor, incluso en el acto repulsivo que consiste en “comer su carne y beber su sangre” (6: 55). Esta unidad con el Señor, que trasciende la dimensión corpórea, no atañe a un lugar común en la palabra de Jn. (17: 18, 20). Tampoco estriba en una categoría del entendimiento, mucho menos en el acto que se ordena hacia la consecución de la propia forma, porque la unidad espiritual no se basa en la actualidad de la sustancia. Por el contrario, tal unidad aspira a rebasar la forma finita a fin de alcanzar una semejanza infinita con el Señor (13: 15-16). Esta infinitud entraña despojarse del modo propiamente natural de pensar. El creyente debe renunciar a comprender la revelación del Verbo como algo meramente carnal (6: 50-53, 63). Los diálogos que el Cristo entabla con cada uno de los interlocutores que aparecen en el texto de Jn. –por ej. Nicodemo, la Samaritana, Marta, Felipe– no son solo de índole carnal, sino que cada una de las locuciones del Cristo es siempre de naturaleza espiritual o inteligible. Según Jn., si el ser humano quiere ser eternamente dichoso (13: 17), debe renunciar a su forma habitual de pensar (6: 60-62) y debe permanecer en aquel que es Señor (6: 56; 15: 4). La unidad en el poder [δύναμις] del Verbo que salva no deviene sino audible en el texto del Evangelio según Juan [ἵνα πάντες ἓν ὦσιν καθὼς σὺ πάτερ ἐν ἐμοὶ κἀγὼ ἐν σοί] (17: 21). Procediendo de una gloria originaria, una gloria revelada por una palabra de naturaleza sapiencial, esta unidad establece una diferencia absoluta con respecto a la razón natural (17: 1-5). El predicado de absoluto quiere decir que se trata de una diferencia rotundamente trascendente a toda otra distinción que pueda introducirse en el plano ontológico, en razón de la dependencia que reclama de parte de una gloria por la cual todo el mundo está sostenido en su integridad. En consecuencia, esta diferencia absoluta en virtud de una gloria que se funda en la unidad trascendente al pensamiento natural solo puede ser materia adecuada para una tarea propia de un pensamiento especulativo, gracias a una lógica como la de Plotino (Boeder, 2017: III.31-32).

A esta altura de la cuestión, luego del análisis textual desarrollado por Boeder (2017: III.71-77), es absurdo preguntarse desde el punto de vista filosófico si Plotino conoció realmente el texto de Jn. La filosofía de Plotino apunta a la unificación del alma con su propia inteligencia, en el marco de una presencia soberana (V.5 [32], 3: 4-20), cuya potencia de vida (VI.9 [9], 5: 36) se vuelve ostensible como “luz boniforme” [φωτὸς ἀγαθοειδοῦς] (VI.8 [39], 15: 19). La verdad de esta luz reposa en la paz inteligible que refleja la belleza de lo alto. Es necesario subir allí para estar en calma. En primer lugar, Plotino exhorta a “entrar en sí mismo y luego contemplar” [ἄναγε ἐπὶ σαυτὸν καὶ ἴδε] (I.6 [1], 9: 7) a fin de prepararse “para ser espectador” [θεατὴν εἶναι] y “aguardar con serenidad hasta que el Uno-Bien aparezca” [ἡσυχῇ μένειν, ἕως ἂν φανῇ] (V.5 [32], 8: 3-5). Trabajando en la conversión del modo habitual de pensar, Plotino afirma que el ser humano puede generar una disposición para recibir la luz que le viene del principio. El alma que desciende, para ocuparse en el cuidado de su propio cuerpo, se ha como entenebrecido. Con todo, aun cuando el ser humano esté acechado por las tinieblas, su alma puede recordar la huella del Uno-Bien a raíz de que su pensamiento no carece de autonomía con respecto a la materia. El alejamiento del alma no afecta al Uno-Bien por el hecho de que el mundo está supeditado a él. La oscuridad no tiene poder sino en la medida en que repele la luz (Jn. 1: 5), solo así su maldad se determina como negación de la bondad del Uno-Bien y no como una fuerza equiparada a la de aquel (I.8 [51], 5: 26-34).

Bajo la singular trascendencia del Bien, las tinieblas y su respectivo accionar [τὸ ἐσκοτισμένον] (I.8 [51], 8: 40) carecen de poder propio.12 La luz procedente del Uno-Bien implanta en el alma un deseo de “unidad entre el espectador y el espectáculo” [ὁμοῦ θεατῆς τε καὶ θέαμα] (VI.7 [38], 36: 11) que reina en la inteligencia. La vida inteligible es la “más deleitable” [ἀσμενιστὴν] (I.4 [46], 11: 24), pues estriba en un “ver” [ὁρᾶν] (VI.9 [9], 9: 55) en el que “ambos, el vidente y lo visto, llegan a ser uno” [τό τε ὁρῶν καὶ ὁρώμενον, […] Ἓν ἄμφω] (ibid. 10: 13), cuya actividad deviene “luz pura” [φῶς αὐτὸ καθαρὸν] (ibid. 57-58), siempre que “sea lícito ver” [ὡς ὁρᾶν θέμις] (ibid. 56). Estando allí “como sobrecogido o inspirado, [el hombre dichoso] ha llegado a ingresar en un reposo sereno y en un estado inconmovible” [ὥσπερ ἁρπασθεὶς ἢ ἐνθουσιάσας ἡσυχῇ ἐν ἐρήμῳ καὶ καταστάσει γεγένηται ἀτρεμεῖ] (ibid. 11: 12-14).

A partir de lo dicho, se puede colegir que la reflexión plotiniana está relacionada de manera recursiva con el mensaje revelado en el texto de Jn., en la medida en que el filósofo priva al Uno-Bien de ser algo susceptible de comprenderse mediante los conceptos propios del entendimiento (Boeder, 2017: I.43-45). El Uno-Bien está por encima de los nombres que puedan designarlo de un modo o de otro. En este sentido, la tarea conceptual de Plotino permite comprender con mayor precisión la importancia del mensaje ofrecido por Jn. (16: 16), toda vez que la obra de Plotino no deja de señalar la contradicción a que llega la meditación humana cuando pretende conocer la realidad de un principio absoluto que es y a la vez no es (V.2 [11], 1: 1). El Uno-Bien es inefable y sobrepasa las categorías del conocimiento (V.3 [49], 13: 1). Plotino afirma que el νοῦς es la primera hipóstasis que engendra y contiene la multiplicidad de las ideas. Entre el Uno-Bien –que se encuentra más allá de la realidad inteligible– y todo lo otro que pertenece al orden de los entes, el filósofo establece una diferencia radical. Diferencia tal que no podría jamás ser resuelta por la iniciativa fortuita de un espíritu o de un alma en particular. Los seres humanos no pueden recibir noticia de un principio trascendente sino por obra de una revelación; y esta, en cuanto revelación positiva de naturaleza epocal –la revelación neotestamentaria– había llegado ya a los hombres cuando Plotino despliega su propia doctrina. Si Plotino no llegó a reconocer el libro de Jn. como un texto inspirado, no por ello dejó de mostrar por cierto cómo es que la inteligencia especulativa debe responder a la exigencia de una revelación procedente de la munificencia del Uno-Bien (Boeder, 2017: I.51-54).

Dado que la inteligencia se constituye como tal por obra de una conversión [ἐπιστροφή],13 Boeder (2017: I.52) sostiene que la filosofía de Plotino se apoya expresamente sobre la base de un pensar “converso”, es decir, religioso y, por lo mismo, un pensamiento que no se torna hacia la contemplación de los entes o hacia el ser de los entes, sino que se vuelve “hacia la fuente” de donde ha brotado el ser mismo [εἰς αὐτὸ ἐπεστράφη] (V.2 [11], 1: 9-10). Considerar esto es igualmente importante en relación con Heidegger. En Plotino, cada vez que el hombre atiende a su propia interioridad, el movimiento de la conversión deviene un ascender hacia el primer principio, hacia el vínculo que religa al hombre con la presencia del Uno-Bien. Por consiguiente, la relación entre el principio absoluto y el resto de los seres es definida en función del retorno de lo exteriorizado hacia el Uno-Bien, que es concebido como la causa eficiente y perfecta de la verdadera felicidad.

5. A modo de conclusión

Los resultados que han sido alcanzados a lo largo de este trabajo pueden ser enunciados de la siguiente manera. En primer lugar, conviene señalar que la finalidad de la metafísica de Plotino es ante todo práctica y no solamente teórica, puesto que la idea de verdad posee una connotación esencialmente operativa desde el punto de vista del retorno del alma (Zubiria, 1995: 82-158). En Plotino, el concepto de verdad cobra la forma de una operatio porque mueve al amor de unión (Pigler, 2002). De esta manera, aun cuando Plotino haya tomado contacto con ciertos aportes de la filosofía precedente, sus contribuciones constituyen por el contrario una innovación radical respecto de los tópicos fundamentales de la Academia antigua. Luego de Plotino, hay posiciones ulteriores como la de Dionisio Areopagita y la de Tomás de Aquino, que fundan sus respectivos aportes sobre la base de la trascendencia y la bondad del principio primero (Geiger, 19532; Te Velde, 1995).

Por otra parte, no es ni absurdo ni extraño suponer que la diferencia infinita que media entre la bondad del Uno primero y las hipóstasis procedentes de él –el νοῦς y la ψυχή– se retrotrae especulativamente a los términos empleados por el texto de Jn. a propósito de la encarnación del Verbo. En efecto, Jn. establece una diferencia absoluta que se manifiesta en la oposición rotunda que se tiende entre el λόγος divino y la carne, así como también entre la luz y las tinieblas (Boeder, 2017: III.57). Con respecto a lo incondicional de la destinación contenida en la palabra sapiencial (A), es decir, con respecto a la contradicción que la gloria divina somete a cada ser humano, puesto que esa gloria revela su amor en la carne, siendo algo de suyo repulsivo para una comprensión natural o mundanal (Jn. 6, 60-66), la razón estrictamente metafísica no busca rechazar tal contradicción, mucho menos intenta reemplazar ese saber por algún otro un poco más accesible al intelecto humano. Antes bien, por ser la obra de una razón metafísica, esto es, especulativa, la filosofía de Plotino está pertrechada a la vez por una lógica con la fuerza de persuasión que le otorga el asentimiento [πειθ] (VI.7 [38], 40: 4), a los efectos de forjar con solidez un argumento necesario y satisfactorio. Esta filosofía enseña, entre otros aspectos, que el contenido de la palabra originaria revelada en el texto de Jn. comunica un mensaje cuya dignidad merece ser escuchada y, por lo mismo, pensada (Boeder, 2017: III.62-64).

En resumidas cuentas, la filosofía actual tiene ante sí un concepto profundamente novedoso y esclarecedor al afirmar que el texto de Jn. precede a la filosofía de Plotino y la determina en cuanto a la inteligibilidad de su propio asunto. Esta precedencia de la sophia de Jn. con respecto a la philo-sophia plotiniana es puramente lógica antes que cronológica, en la medida en que solo lo racional puede hacer surgir algo racional [λόγον διδόναι] (Boeder, 2017: III.32-33; Vancamp, 2005). El pensamiento plotiniano de la “salvación” (VI.7 [38], 23: 22-24) del ente por parte del Uno-Bien –“salvación” en el sentido ya mencionado de una incesante donación de ser– adquiere un claro significado epocal. Ese ámbito es el de la Época Media, cuya sabiduría inicial –el saber neotestamentario– se presenta a sí misma como la “buena nueva de la salvación” (Ef. 1: 13; Hch. 13: 26), y en la que Dios mismo, en la persona del Verbo, se revela como “salvador del mundo” (Jn. 4: 42; I Jn. 4: 14). En conclusión, la comprensión filosófica de Plotino se sitúa como una respuesta especulativa a una σοφία histórica, la palabra sapiencial revelada en el texto de Jn. El modo original e inusitado de comprender logotectónicamente la relación entre “σοφία” y “φιλο-σοφία” constituye la transformación más profunda y más fructífera del vínculo entre poetizar y pensar que haya sido concebida desde la meditación de Heidegger acerca del sentido del ser hasta el presente de la posmodernidad actual (Boeder, 2017: II.15-36, 79-99).

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1 Se toma esta expresión en un sentido relativamente amplio, porque designa el segmento que media entre la muerte de Aristóteles y la aparición de la escuela neoplatónica en Roma, bajo la enseñanza de Plotino, en el s. III d.C. Por su parte, Tarn y Griffith (1982: 9) consideran que el período helenístico propiamente dicho abarca los tres siglos que van desde la muerte de Alejandro, en 323, hasta el establecimiento del Imperio Romano por Augusto, en el año 30 a.C.

2 Agradezco en esta ocasión a M. Zubiria (2019), por haberme permitido leer las observaciones de estos últimos párrafos en su reciente Comentario inédito al Tratado 38 (VI.7).

3 Según Boeder (2017: II.83), “σοφία” significa ante todo “ἀρετὴ τέχνης”, en atención a un λόγος capaz de establecer un orden entre cosas diferentes “εὖ κατὰ κόσμον”.

4 Aristóteles, Met. 982a18: “οὐ γὰρ δεῖν ἐπιτάττεσθαι τὸν σοφὸν ἀλλ’ ἐπιτάττειν”.

5 Cf. Evans-Civit, 2012: s. v. cit.

6 Aun cuando se trate de un lugar común en la literatura acerca de Plotino hablar de tres hipóstasis: el Uno, la inteligencia y el alma, estas, en rigor, son dos. El Uno no es una hipóstasis propiamente dicha, sino –como lo dice el mismo Plotino– una cuasi hipóstasis, algo que se asemeja a la actividad subsistente lato sensu, pero que no lo es stricto sensu (VI.8 [39], 7: 31- 54). Por otra parte, predicar del Uno el término de hipóstasis no hace justicia a la doctrina de la diferencia absoluta. Tal como será explicado, la hipóstasis está sometida o subordinada a un Primero de suyo trascendente, por una dependencia causal en el orden del ser. Por consiguiente, en esta tesis se considera que la inteligencia y el alma son las hipóstasis primera y segunda, respectivamente (Dörrie, 1976: 286-296).

7 Cf. Sleeman y Pollet, 1980: s. v. ἴχνος, 517, 43 ss.

8 En cuanto a la importancia del elemento místico en la doctrina de Plotino, conviene aclarar que las opiniones de los especialistas no son del todo unánimes. Para una síntesis de aquellas posturas favorables o desfavorables en relación con esa materia, cf. Martino (2010 et 2012). En este trabajo, se considera que el discurso plotiniano puede ser catalogado con toda propiedad como “una mística de la inmanencia, encuadrada dentro de una metafísica de la trascendencia” (Puech, 1978: 69).

9 El contenido de V.1 [10], 6-7 y de III.2 [47], 16 es el que coincide con mayor claridad con los versículos de Jn. 1. Esta sincronía de verdades es señalada nuevamente en De civ. Dei X.2.

10 Se sigue la ed. de Aland (20145).

11 Cf. Coenen, 1994: s. v. ὁράω: ver, aparecerse, 329.

12 Cf. Sleeman y Pollet, 1980: s. v. σκοτίζειν, 939, 40 ss.

13 Es claro que Plotino prefiere utilizar el vocablo “ἐπιστροφή” en lugar del de “μετάνοια” (II.1 [40], 4: 30; II.9 [16], 6: 2-3). Ello responde a una refutación del filósofo contra los argumentos gnósticos sobre el arrepentimiento del alma, luego de su caída en el mundo físico (trad. Igal, 1982: 502-503, n. 49).

* El siguiente texto es una traducción del autor a partir del original en francés publicado en este mismo volumen.