Rey de Babilonia, rey del mundo: Nabucodonosor II como modelo de realeza universal en la Mesopotamia seléucida

Ezequiel Martin Parra

Universidad Nacional de Córdoba, Argentina

Fecha de recepción: 17 de mayo de 2022. Fecha de aceptación: 5 de septiembre de 2022.

Resumen

La noción de monarquía universal fue frecuente en la ideología de Estados con gran diversidad étnica y cultural debido a que permitía definir y jerarquizar las relaciones entre la elite imperial y las múltiples elites locales. También en época helenística es posible detectar rasgos de esta ideología, en particular en las elaboraciones discursivas de la dinastía seléucida. En efecto, las fuentes griegas y babilonias sugieren que en época seléucida se produjo un modelo de monarquía universal basado en la imagen de Nabucodonosor II. Este trabajo propone que tal paradigma fue el resultado de la interacción entre la elite imperial y la elite sacerdotal babilónica, un proceso en el cual la primera procuraba mantener su dominio, mientras la segunda buscaba incorporarse en la trama ideológica del imperio manipulando su propia memoria histórica. Sin embargo, la comparación de este modelo de realeza seléucida con aquel que el mismo Nabucodonosor plasmó en sus inscripciones del periodo neobabilónico revela discrepancias sustanciales entre ambos. Se propone aquí que esto se debe a que fueron construidos sobre concepciones diferentes del origen de la legitimidad de la institución monárquica.

Palabras clave: Imperio seléucida, Nabucodonosor II, monarquía universal, ideología imperial

King of Babylon, king of the World: Nebuchadnezzar II as a model of universal kingship in Seleucid Mesopotamia

Abstract

The idea of universal kingship is a frequent feature in the ideology of large, ethnically and culturally heterogeneous polities due to its capacity to organize the relationships between the imperial elite and the various local elites in a hierarchy. This conception can also be traced throughout the Hellenistic period, especially in the discursive elaborations produced by the Seleucids. Indeed, Greek and Babylonian sources reveal that a model of universal kingship based upon the image of Nebuchadnezzar II emerged under the Seleucid rule. This paper suggests that such model resulted from the interaction between the imperial elite and the priestly elite of Babylonia: the central administration aimed to maintain its domain, while the priests tried to incorporate themselves into the ideological frame of the empire through manipulation of their historical memory. However, when compared to the kingship model that Nebuchadnezzar offered in his inscriptions during the Neo-Babylonian Period, the Seleucid model presents evident discrepancies. As will be shown, this can be explained by alluding to the different sources of legitimacy of royal power that underlie each model.

Keywords: Seleucid Empire, Nebuchadnezzar II, universal kingship, imperial ideology

Introducción

La búsqueda de dominio universal es un componente de la construcción discursiva de la monarquía helenística que sólo recientemente ha recibido atención por parte de la historiografía. Esto se debe a que durante mucho tiempo ha predominado una visión del mundo helenístico como uno donde imperó cierto equilibrio entre los diferentes Estados (Strootman, 2014a: 308). Como resultado, esta problemática se redujo con frecuencia a una cuestión de análisis de las posibilidades objetivas de expansión territorial, de suerte que, cuando estas no eran comprobadas, todo discurso universalista se consideraba o bien poco realista o bien un enunciado propagandístico sin mayor valor en el marco de un sistema donde la estabilidad política radicaba en algo así como un pacto tácito entre gobernantes para limitar los deseos expansionistas. Las explicaciones oscilan, en resumen, entre reyes insensatos y afirmaciones artificiosas.

Sin embargo, el desarrollo de una línea historiográfica que ha reevaluado el helenismo como un sistema de Estados en competencia constante, muy lejos de cualquier tipo de balance, ha permitido que las proclamas de universalismo comiencen a ser consideradas como una característica fundamental y necesaria de la realeza helenística. De hecho, hoy se admite que atañen al fenómeno mismo del imperialismo antiguo.

El Imperio seléucida resulta un buen caso de análisis para esta problemática, ya que con su carácter multiétnico y su gran expansión geográfica es un ejemplo de una dinámica imperial en la que la capacidad de gobernar radicaba en asegurarse el apoyo de grupos locales e incorporarlos en la trama del imperio. Para esto, la negociación entre la corte real y las elites nativas fue esencial.

Nuestro trabajo toma como caso de estudio la Mesopotamia seléucida y pretende determinar las contribuciones de los grupos sacerdotales de esta región en la formulación de un discurso que presentó a los reyes seléucidas como reyes universales. Postulamos que la recuperación de la figura de Nabucodonosor II fue central en este proceso, la cual fue elevada al rango de prototipo de monarca para satisfacer las necesidades tanto de los seléucidas, que buscaban fundamentar un poder que se basaba en la idea de conquista, como de las elites locales, que procuraban reafirmar su identidad a la vez que incorporarse discursivamente al proyecto de un imperio gobernado por extranjeros.

El universalismo reconsiderado

Una postura historiográfica bastante extendida considera que a partir del siglo III a.C. el mundo helenístico se caracterizó por cierta tendencia al equilibrio político. Los Estados fundados por los diádocos de Alejandro habrían adquirido fronteras más o menos estables tras casi cincuenta años de guerra, y a partir de entonces regiría entre ellos un principio de balance y autorregulación. Las declaraciones de aspiración a un dominio universal, a una conquista ilimitada de los reinos vecinos, tal como la que atribuyó Polibio a Filipo V de Macedonia (5.101.10), podrían ser explicadas como ejercicios retóricos sin base efectiva sobre la que apoyarse.

Sin embargo, desde hace un tiempo la idea de equilibrio ha sido cuestionada. En un artículo ya clásico, M. M. Austin (1986) analizó desde una nueva perspectiva el carácter de la realeza helenística y sus bases materiales e ideológicas de legitimación. Este autor señaló que, incluso cuando estos reinos asumieron formas más o menos definidas, pasados los vaivenes de las guerras de los diádocos, el anhelo expansionista siguió siendo un aspecto clave de la ideología real, en gran parte porque era la base del manejo efectivo de las economías imperiales, sustentadas por el expolio y el tributo (Austin, 1986: 456-457). Esta constatación impele a considerar la necesidad de conquista y expansión militar como un factor estructurante de los imperios helenísticos y ha sido el punto de partida para un análisis que ha tomado más en serio las proclamas de los soberanos que se hacían llamar “reyes del mundo” o “grandes reyes”.

También en el plano ideológico se ha reevaluado este aspecto universalista, y se lo ha dejado de considerar como una banalidad o anomalía. En realidad, las aspiraciones de dominio universal se presentarían como una faceta clave de la ideología real, expresándose primeramente en la idea de que la existencia de un gobernante mundial en el centro de la civilización era una condición esencial, en última instancia, para la paz, el orden y la prosperidad (Strootman, 2014b: 38). Y esto adquiría mayor importancia en el marco de un sistema de Estados en continua competencia, donde el presentarse como el señor indiscutible de todos los rivales era parte fundamental de la legitimación monárquica, aun cuando esa representación fuera ficticia y poco o nada posible (Bang, 2012: 65).

Adicionalmente, se ha señalado la especial importancia de este tipo de desarrollos discursivos en Estados con una gran diversidad étnica y cultural, cuya gobernabilidad dependía en buena parte del apoyo que los poderes locales estaban dispuestos a brindar. En efecto, el fenómeno del imperialismo en la Antigüedad ha dejado de analizarse sólo en términos de dominación e imposición. En cambio, se resalta que los imperios dependían en gran parte de su capacidad de delegar una cuota de autonomía a los poderes locales y, a la vez, de mostrarse capaces de integrarlos de alguna forma, sea política, sea cultural, a la trama imperial más amplia (Lavan, Payne y Weisweiler, 2016: 5). Esta interacción entre lo local y lo imperial se revela como una negociación permanente: para los grupos locales, implicaba hacerse un lugar dentro del amplio panorama global a fin de obtener beneficios del poder imperial, mientras que para este último era cuestión de mantener su dominio y control sobre esos múltiples poderes regionales. Con esto en cuenta, si el aspecto universalista de la ideología real cumplía un rol estructurante en la configuración estatal al dar coherencia a una entidad compuesta y dispar, dado que definía la relación entre el rey y esos constituyentes del reino, entonces es lógico pensar que su elaboración misma también se producía mediante la negociación entre las partes involucradas.

En resumen, como consecuencia de estas nuevas perspectivas tanto el uso de títulos como “Gran Rey” o “Rey de Reyes” como ciertas pretensiones expansionistas que parecen injustificadas son prácticas que han comenzado a ser entendidas a partir del fenómeno del imperialismo en sí mismo.

A partir de estas premisas, nuestro trabajo tomará como campo de estudio la Mesopotamia seléucida. Esta región se ha revelado indispensable para entender la dinámica de este imperio desde que en los años ochenta quedó manifiesta la centralidad política que le adjudicaron los seléucidas, sólo superada por la de la Seleucis, en el norte de Siria (Sherwin-White, 1987: 17).

De este modo, cada vez nos resulta más evidente el fluido diálogo entre la corte seléucida y la elite local, y el alcance imperial de los resultados de estos intercambios.1 En lo que respecta al desarrollo de un modelo de monarquía universal, las elites mesopotámicas también hicieron su aporte a la ideología seléucida, proveyéndoles de una figura que, según creemos, satisfacía al mismo tiempo las necesidades de ambas partes: en el caso de las elites locales, la inserción en el gran panorama imperial; y respecto a los reyes seléucidas, un paradigma que legitimase su presencia puntualmente en la Mesopotamia, pero que a la vez contuviese elementos capaces de ser interpretados desde una visión pan-imperial. Esa figura fue el rey neobabilónico Nabucodonosor II.

La tradición de monarquía universal y el periodo helenístico

Antes de analizar las características paradigmáticas que Nabucodonosor podía ofrecer a los seléucidas, conviene contextualizar la noción de realeza universal en el periodo helenístico. Es lógico pensar que hunde sus raíces en la larga tradición mesopotámica de “reyes del universo”, que se desarrolló en el Próximo Oriente desde un periodo tan temprano como el tercer milenio a.C. Como señalamos arriba, esto tiene mucho que ver con el carácter multiétnico y multicultural de los Estados que asumieron esta concepción, y toma particular relevancia con el desarrollo de los imperios expansionistas del primer milenio (neoasirio, neobabilónico y aqueménida). El Imperio seléucida, con sus más de 4000 km2, y abarcando en sus momentos de mayor extensión los territorios entre el Mediterráneo oriental y el norte de la India, compartió no sólo un espacio común con esos imperios, sino también muchas de sus características estructurales. En efecto, se trataba de un espacio multicultural enorme sin ningún tipo de unidad geográfica más que la de ser un conjunto de regiones gobernadas por una misma cabeza visible, a saber, el rey seléucida de turno (Kosmin, 2014a: 3-4).

Así pues, se podría inferir que la conquista macedónica no habría implicado una ruptura y que los repertorios culturales disponibles podían ser utilizados sin problema por los nuevos conquistadores. En efecto, la institución monárquica babilónica fue un mecanismo dinámico que los gobernantes extranjeros utilizaron con cuidado, pues ofrecía un marco en el que tanto el rey como sus súbditos podían operar (Sherwin-White, 1987: 9). Hace tiempo se señaló el uso de titulatura típicamente babilónica y asiria de carácter universalista por parte de los reyes seléucidas, como en el caso de Antíoco I, que en el llamado Cilindro de Borsippa se denomina šar kiššati, rey del mundo, y šar mātāti, rey de los países (Kuhrt y Sherwin-White, 1991: 78). Y hace más de un siglo E. R. Bevan explicaba el epíteto de Antíoco III, μέγας, como una referencia directa a la idea de “Gran Rey” aqueménida (Bevan, 1902: 241-242).

Ahora bien, no por esto deberíamos dar por sentada la adopción de los modelos de realeza mesopotámicos, como si de una simple reproducción se tratara. El contexto específico del periodo helenístico exigía un ajuste de esos modelos a las nuevas circunstancias, dado que los fundamentos de poder de la monarquía helenística diferían de los de las monarquías del Oriente antiguo. Mientras que en estas últimas por lo general la legitimidad del rey descansaba en su relación con los dioses o un dios en particular, un rey helenístico se definía como tal antes que nada por su carisma (en el sentido weberiano del término), medido de acuerdo con su capacidad para conseguir triunfos militares (Herz, 1996: 36). De este modo, si para la ideología real babilónica la figura del Rey del Mundo implicaba que este era el garante del orden cósmico, la universalidad de la monarquía helenística debería ser entendida antes que nada como la aspiración a una conquista total por medio de las armas, a lo que volveremos en breve.2

En resumen, si queremos tomarnos en serio el componente universalista de la realeza helenística, y en particular de la seléucida, es necesario atender a las diferencias de base entre las sucesivas formulaciones del universalismo monárquico y comprender que detrás de un mismo título podían esconderse contenidos totalmente diversos. De ninguna manera debe esto llevarnos a negar la importancia de las tradiciones del Próximo Oriente en los modelos de realeza helenística, pero sí a matizar la idea de simple continuidad. Es decir, debemos preguntarnos cómo se dio efectivamente la recepción de esos modelos tradicionales en el seno de la monarquía seléucida y qué cambios ocasionó en ellos esta recepción.

Nabucodonosor seléucida

No mucho después de su desastrosa derrota frente a Roma en Magnesia en el 189 a.C., Antíoco III realizó una visita a Babilonia. El episodio quedó registrado en un diario astronómico (ADART II, No. -187):3 el rey visitó el Esagila y, entre otros objetos, le fue presentada la túnica de Nabucodonosor II, almacenada hasta entonces en los depósitos del templo. No sabemos qué hizo Antíoco con la túnica, y resulta difícil determinar si esta realmente había pertenecido al rey neobabilónico. Como ha comentado Haubold (2016: 100), en este crítico contexto postbélico, la túnica actuó como elemento legitimante, un símbolo del apoyo al rey por parte de la elite sacerdotal que establecía una conexión directa con el glorioso pasado de la ciudad. La figura de Nabucodonosor sancionaba las acciones del seléucida y, en este sentido, operaba como un modelo de comportamiento.

El episodio da cuenta de la relevancia que el rey conservaba en la Babilonia seléucida. De hecho, para el periodo helenístico, se había convertido en una suerte de héroe nacional en la memoria histórica babilónica, un desarrollo que se puede rastrear ya desde tiempos de Nabónido (Haubold, 2013: 130). No era para menos: sus conquistas en el Levante y el amplio programa de reformas e innovaciones arquitectónicas aplicado en Babilonia habían transformado el rump state que era su reino en un verdadero imperio hegemónico en el Próximo Oriente. El periodo neobabilónico representaba un momento de independencia entre el dominio asirio y el aqueménida y era motivo de orgullo para la elite babilónica, que idealizó ese pasado y lo empleó con fines identitarios y políticos en su propio presente. Al ofrecer una figura de tal envergadura como Nabucodonosor, esta elite reafirmó su posición de centralidad en el Imperio seléucida e invitó a la monarquía grecomacedónica a formar parte de la historia local.

Como el análisis siguiente intentará demostrar, la cuestión no radica tanto en determinar si la elite imperial seléucida aceptó este modelo (la evidencia, incluyendo la entrega de la túnica a Antíoco, es bastante explícita respecto a ello). Se trata más bien de intentar comprender por qué y bajo qué premisas se lo aceptó. Para ello, en primer lugar debemos considerar los rasgos de la personalidad y los episodios de la vida de Nabucodonosor que enfatizaron las fuentes producidas en época seléucida.

Para comenzar a delinear esta imagen helenística de Nabucodonosor, podemos remitirnos al testimonio de Megástenes. Este embajador de Seleuco I en el Imperio maurya escribió un tratado etnográfico sobre la India del que sólo se conservan fragmentos. Lo sorprendente es que sea en una obra sobre esta temática donde aparezcan las primeras menciones a Nabucodonosor en la literatura griega, lo que implica que en un momento tan temprano como el final del siglo IV a.C., el rey ya gozaba de gran popularidad en el seno de la corte seléucida, incluso entre miembros con orígenes griegos.

En un pasaje de su obra, conservado a través de Flavio Josefo en Contra Apión [Jos. Ap. 1.20], Megástenes afirmó que “el susodicho rey de los babilonios superó a Heracles en valentía y en la talla de sus obras, pues dijo que subyugó la mayor parte de Libia y a Iberia” (τὸν προειρημένον βασιλέα τῶν Βαβυλωνίων Ἡρακλέους ἀνδρείᾳ καὶ μεγέθει πράξεων διενηνοχέναι: καταστρέψασθαι γὰρ αὐτόν φησι καὶ Λιβύης τὴν πολλὴν καὶ Ἰβηρίαν). En primer lugar, es evidente que esta breve mención nos ubica de lleno en el terreno de lo marcial: la idea de valentía (ἀνδρεία) y la mención a las obras o hazañas (πράξεις) acompañada por la conquista de tierras que en el imaginario griego podían aparecer como lejanas (Iberia) y exóticas (Libia), así lo dejan en claro. Pero hay más, porque en pocas líneas Nabucodonosor queda posicionado entre los más grandes conquistadores de la historia. La comparación con Heracles lo certifica, dado que era la figura del héroe viajero y civilizador por excelencia, y sus múltiples hazañas lo habían convertido en símbolo máximo de fuerza, universalismo y poder (Gatzke, 2021: 9). Desde que el mismo Alejandro lo había adoptado como insignia y antepasado, Heracles también fue asociado al ámbito de la realeza, volviéndose el emblema de numerosos monarcas helenísticos.

Un segundo pasaje de Megástenes conservado por Estrabón [Strab. 15.1.6-8] completa la referencia anterior y reafirma la imagen de Nabucodonosor como rey conquistador. En esta ocasión, su nombre aparece junto al de muchos otros monarcas históricos y míticos de gran reputación (Ciro, Semíramis, Sesóstris, Tearcon e Idantirso), se insiste en su parangón con Heracles y se plantea que sus conquistas habrían llegado hasta los Pilares (el estrecho de Gibraltar).

De este modo, para una audiencia griega, Nabucodonosor entra al podio de los reyes más destacados, cuando hasta entonces había sido prácticamente desconocido. Podría parecer extraño, pero lo más probable es que Megástenes haya tenido acceso a la historia de Nabucodonosor en Babilonia misma, dado que ese fue el asiento de la corte seléucida temprana (Kosmin, 2014a: 270-271). Por otro lado, es interesante ponderar la posibilidad de que los intermediarios que le brindaron acceso a estos relatos locales hayan sido miembros de la elite sacerdotal. Esto implicaría que la colaboración entre estos y la corte en la elaboración conjunta de un modelo de realeza estaba teniendo lugar ya en los primeros años del reinado de Seleuco I, alrededor del 300 a.C. En todo caso, que hubo algún tipo de intercambio entre ambas partes nos lo asegura el testimonio, un poco posterior, de Beroso.

Beroso fue un sacerdote de Marduk contemporáneo de Seleuco I y su hijo Antíoco I y escribió en griego una obra histórica sobre Babilonia conservada sólo parcialmente, la Babyloniaka.4 Probablemente haya sido el primer tratado pormenorizado de la historia de Mesopotamia en el que se establece la existencia del Imperio neobabilónico como entidad diferente del Imperio asirio.5 Su interés por este periodo queda patente en un extenso pasaje dedicado a Nabopolasar y su hijo Nabucodonosor [Jos. Ap. 1.135-41]. El relato cuenta que mientras Nabucodonosor hacía frente a una rebelión en el Levante y Egipto, su padre enfermó y murió, por lo que, tras haber acabado con los rebeldes, tuvo que regresar a la ciudad de Babilonia, donde fue nombrado oficialmente rey por los caldeos (es decir, los sacerdotes). A continuación, llevó a cabo una profusa actividad de construcción y embellecimiento de la urbe que incluyó la creación de los famosos Jardines Colgantes para su esposa de origen persa.

Como ha mostrado Dillery (2013: 78), Beroso se mueve en tres planos a la vez: en el pasado idealizado del imperio de Nabucodonosor, en el presente de la corte seléucida y en el de una discusión con la historiografía griega anterior sobre Babilonia (fundamentalmente Heródoto y Ctesias). La conjunción de estos niveles, imposible de entender sin referirse al diálogo entre elite imperial y elite sacerdotal, terminó por crear un relato que sin lugar a duda aportó a los seléucidas un apoyo ideológico en su dominación sobre la Mesopotamia (Kuhrt, 1987: 55-56). Aquí, como en Megástenes, la faceta militar aparece en primer plano: Nabucodonosor era un gran general incluso antes de ser nombrado rey y, no por casualidad, fue nombrado como tal sólo después de haber triunfado en una campaña occidental que le permitió recuperar Egipto, Fenicia y la Celesiria. Es interesante notar que el texto insiste en la recuperación de estas “satrapías”, lo que implica que eran parte del imperio antes de la guerra. Por otro lado, el vocabulario empleado por Beroso es propio del Imperio seléucida, como el concepto de Celesiria (la “Siria hueca”) y el de sátrapa (Dillery, 2013: 81-82).

En cuanto a la geografía de este fragmento, si la ponemos a la par de lo mencionado por Megástenes, podemos sacar algunas conclusiones importantes. Primero, ambos autores insisten en el dominio babilónico sobre Egipto: Beroso explícitamente, Megástenes lo supone detrás del concepto de Libia como territorio más allá de Egipto. Para el reinado de Nabucodonosor, esto es contrafactual, pero más que verlo como un error, podemos entenderlo como un intento de incorporar al Imperio neobabilónico en la lista de poderes verdaderamente universales, como Asiria y Persia (Lanfranchi, 2013: 70). Además, esta invención podía interpelar directamente a los seléucidas en el contexto de su enfrentamiento casi constante con los ptolomeos de Egipto por el dominio de la Celesiria y Fenicia. Por su parte, las obvias exageraciones de Megástenes, en el fondo no son más que referencias a un imperio que supuestamente se habría extendido sin límites hacia el oeste, incluso más allá de Egipto. Esto no se corresponde, hasta donde sabemos, con ningún plan de conquista sistemática seléucida, pero sin dudas remite a la noción de imperio universal.

De este modo, Nabucodonosor se transforma en señor de un dominio de enormes proporciones que poco tenía que ver con los límites históricos de su imperio. Ante esta y otras discrepancias, podemos seguir la propuesta de Dillery recién expuesta y comprenderlas como respuestas propias del contexto seléucida. Como hemos adelantado, esta imagen de un rey conquistador y guerrero respondía perfectamente a los fundamentos ideológicos de la monarquía helenística.

Al principio de este trabajo mencionamos el aporte de Austin sobre la importancia de la guerra para estos reyes. Por su parte, H. J. Gehrke analizó esta relación como una dependencia de la victoria, dado que entiende que la legitimidad a la que se podía aspirar en un mundo en convulsión constante como el helenístico respondía bien a la idea weberiana de “carisma”, el cual constituye la base del poder en momentos críticos y situaciones excepcionales en las que el líder se define a partir de su individualidad y su capacidad de hacer frente a esas crisis (Gehrke, 2013: 76-78). La victoria no se justifica externamente, sino que es un fin en sí mismo en tanto es ella la que justifica el gobierno del rey. La aspiración a un dominio universal no es más que la ultimación del imperativo de hacer la guerra y triunfar en ella, y de ahí que el universalismo adquiriese en el periodo helenístico un carácter fundamentalmente militar.

En conclusión, los fragmentos de Megástenes y Beroso analizados parecen mostrar la creación de una imagen de Nabucodonosor como rey universal victorioso, creación en la que participaron miembros de la corte seléucida y de la elite sacerdotal babilónica por igual y que va en línea con las formas de legitimación propias del periodo helenístico. Fue a este Nabucodonosor, elaborado en términos funcionales a la dinastía seléucida, a quien los reyes tomaron por paradigma. Esto queda en claro al analizar la forma en que los documentos emanados de la esfera regia hicieron referencia a él y lo incorporaron en los discursos de poder y autoridad. El mejor ejemplo lo constituye el único texto en cuneiforme procedente del ámbito de la realeza: el cilindro de Antíoco I.

El cilindro de Antíoco I es una inscripción con forma de barril, del tipo que se colocaba en las fundaciones de edificios, la cual conmemora la reconstrucción llevada a cabo por este rey seléucida del templo de Nabû en Borsippa, el Ezida.6 Su redacción y entierro ceremonial bajo las fundaciones del templo se inscriben en una larga tradición mesopotámica, lo que imprime en el texto cierto rasgo arcaizante (Kosmin, 2014b: 176). En la última década, el cilindro recibió atención creciente en el marco de la discusión sobre la interacción entre el poder seléucida y los líderes no-griegos del imperio.7 La presente discusión no pretende más que resaltar algunas características ya señaladas con anterioridad, pero que son útiles a nuestros fines, a saber: aquellas posibles referencias a Nabucodonosor y aquellas expresiones de una realeza universal. Vale aclarar que aquí nos hacemos eco del enfoque compartido por los trabajos más recientes: el cilindro, lejos de ser una simple continuación de una práctica mesopotámica de larga data, selecciona y reformula la tradición babilónica a partir de las necesidades presentes del imperialismo seléucida (Stevens, 2014: 66).

Encontramos ya en las primeras líneas del cilindro algunos puntos interesantes en los que vale la pena detenerse. Como era costumbre en las inscripciones regias mesopotámicas, en ellas se presenta la titulatura de Antíoco I:

i.1

man-ti-’-ku-us lugal gal-ú

Antíoco, gran rey,

i.2

lugal dan-nu lugal šár lugal eki lugal kur-kur

rey poderoso, rey del mundo, rey de Babilonia, rey de las tierras,

i.3

za-ni-in é-sag-il ù é-zi-da

abastecedor del Esagila y el Ezida,

i.4

ibila sag-kal ša msi-lu-uk-ku lugal

heredero principal del rey Seleuco,

i.5

ma-ak-ka-du-na-a-a lugal eki

el macedonio, rey de Babilonia,

i.6

a-na-ku

soy yo.

El uso de los títulos šar kiššati, rey del mundo, y šar mātāti, rey de los países (el cual se repite en otra línea, ii.24), es un mecanismo típico para comunicar la ideología imperialista y expansiva de la realeza. Que este dominio universal depende de las armas lo dejan en claro algunos de los pedidos de Antíoco a Nabû enumerados más abajo: šu-um-qu-ut ma-a-ti a-a-bi-iá ka-šá-du ir-ni-it-ti-iá ugu na-ki-ri ú-šu-uz-zu i-na li-i-ti, “la ruina/caída del país de mi enemigo, el logro de mis triunfos, el predominio sobre el enemigo con la victoria” (i.25-27). A este podemos sumar otra súplica: kur-kurmeš ta si-it dutu-ši a-di e-re-eb dutu-ši lik-šu-du šuII, “que mis manos conquisten las tierras desde donde sale el sol hasta donde se pone el sol” (ii.17-19).

De este modo, la ideología universalista impregna el cilindro y lo hace fundamentalmente a través de tópicos usados por los imperios orientales del primer milenio a.C. Ahora bien, esta referencia a la totalidad de ninguna forma excluye componentes del discurso que aluden más bien al contexto más inmediato (Strootman, 2013: 88). De hecho, no hay contradicción en que Antíoco sea al mismo tiempo “rey del mundo” y “rey de Babilonia”. Precisamente por esto, un paradigma como el de Nabucodonosor puede manifestarse en el cilindro a través de múltiples referencias, que juegan con ambos niveles, el imperial y el local. Estas a veces son sutiles, pero estratégicas, puesto que hacen dialogar el pasado neobabilónico con el presente seléucida (Kosmin, 2014b: 188-189), los dos momentos históricos se contrastan, se entrecruzan y, al mismo tiempo, se combinan. Consideremos algunos de estos puntos de intersección.

En primer lugar, el cilindro está fechado, lo que implica una ruptura respecto a la costumbre babilónica en este tipo de inscripciones; ahora bien, esa fecha, el 43 de la Era Seléucida (=268 a.C.), tiene un significado especial porque es reminiscente de los años de reinado de Nabucodonosor. La temporalidad seléucida se vincula de este modo con la temporalidad de uno de los momentos más relevantes del Imperio neobabilónico, la muerte del gran rey.

En segundo lugar, el espacio también se vuelve una variable sobre la que establecer relaciones. En la línea i.10 Antíoco cuenta que fabricó los ladrillos del Ezida en la tierra de Ḫatti. Con esta referencia, el rey se incorpora a la tradición mesopotámica de los rituales de reconstrucción de templos, en los cuales el moldeado de ladrillos era un momento fundamental y frecuentemente señalado en las inscripciones, por lo menos desde el reinado de Sargón II de Asiria (Novotny, 2010: 118).8 Pero, por otro lado, con esta expresión Antíoco también innova, e incorpora aspectos de la ideología propiamente seléucida. Ḫatti es un término geográfico arcaizante que designaba el norte de Siria, para entonces el núcleo del Imperio seléucida. De por sí la mención a esta región da cuenta de la amplitud de los dominios seléucidas, remitiendo, aunque sea tangencialmente, a la idea de imperio universal al “provincializar Babilonia” (Kosmin, 2014b: 193). Pero además, podemos entender este modelo de conquistador y con aspiraciones universales estrictamente ligado a la figura de Nabucodonosor si, como sugiere J. Haubold (2013: 139), estas líneas hacen referencia a sus campañas en Siria.

En tercer lugar, se establece un fuerte paralelismo entre los actores del presente seléucida y del pasado neobabilónico, lo mismo que entre las divinidades imperiales y las locales. La figura de Nabû es inseparable de la de su padre, Marduk. De ahí la insistencia sobre el Esagila, el templo de este dios en Babilonia, a pesar de que la ceremonia se centre en Borsippa. El cilindro insiste en la relación padre-hijo entre ambos dioses al designar a Nabû como aplu (heredero) en varias ocasiones. Por otro lado, la expresión aplu ašarēdu (heredero principal) se aplica a Antíoco para señalarlo como hijo de Seleuco I, y también fue utilizada con extremada frecuencia por Nabucodonosor en sus inscripciones regias respecto a su padre Nabopolasar (Kosmin, 2014b: 189).9 En consecuencia, el cilindro presenta tres dobletes que invitan a ser comparados: Marduk-Nabû, Seleuco-Antíoco y Nabopolasar-Nabucodonosor.

Finalmente, hay un último punto relevante en la titulatura de Antíoco. Los títulos de šar Bābili (rey de Babilonia) y zānin Esagil u Ezida (abastecedor del Esagila y el Ezida) son parte del repertorio típico utilizado por los reyes neobabilónicos y parte integral de la ideología real de ese periodo, en la que la monarquía depende de los dioses babilónicos y se manifiesta enormemente devota a ellos, sobre todo Marduk y Nabû (Kuhrt y Sherwin-White, 1991: 78-79). Las inscripciones de Nabucodonosor son un fiel reflejo de esta ideología puesto que constantemente establecen el origen divino de su realeza: iš-tu ib-na-an-ni damar-utu a-na šar-ru-tim dag a-pí-il-šu ki-i-nim ip-qí-du ba-ú-la-a-tu-šu[…], “después de que Marduk me creó para la realeza y Nabû, su hijo legítimo, me asignó su dominio […]”.10 De hecho, la mayor parte de la inscripción de Antíoco es una larga plegaria a Nabû, y la ceremonia misma de reconstrucción del Ezida es signo del involucramiento del rey en el cuidado de su culto.

En resumen, el ritual llevado a cabo por Antíoco, en cuanto a las coordenadas espaciales y temporales, los actores y el contenido mismo de la ceremonia se presenta en términos que remiten no sólo al pasado neobabilónico en general, sino también a la memoria colectiva de Nabucodonosor en particular. En este proceso, esta memoria también es manipulada, ya que se incorpora a un discurso en el que, como vimos, la noción de monarquía universal, expansionista y guerrera es fundamental. En efecto, esta manipulación provoca una brecha entre la imagen de Nabucodonosor que los seléucidas promovieron y otras imágenes disponibles en el repertorio cultural de Babilonia, como aquellas que resaltaban los aspectos propios de la ideología real neobabilónica. De hecho, el “Nabucodonosor seléucida” se aleja en varios sentidos del retrato que el rey elaboró de sí mismo.

¿Dos imágenes contrastantes?

Consideremos nuevamente la titulatura de Antíoco I en su cilindro. K. Stevens (2014: 73) puntualizó dos cuestiones importantes respecto al supuesto modelo de Nabucodonosor que se hallaría tras ella: primero, los títulos šar Bābili y zānin Esagil u Ezida no necesariamente remiten a este rey, dado que fueron usados por casi todos los reyes neobabilónicos y los gobernantes asirios de Babilonia. Y segundo, y más significativo para nosotros, aquellos títulos que imprimen una faceta universalista (šar kiššati y šar mātāti) no fueron utilizados por Nabucodonosor en sus inscripciones (sólo en algunos documentos económicos). En realidad, la alusión a un dominio universal debe más a la tradición asiria que a la babilónica, ya que la primera se enfocaba en la fuerza y el poder de los reyes, mientras que la segunda en su piedad y rol como protectores de ciudades.11

Así, en las narrativas de las inscripciones reales de Nabucodonosor, su rol como conquistador es secundario o aparece subordinado a otras acciones que son testimonio de su devoción a los dioses. Un buen testimonio de esto lo provee la lista de epítetos del llamado Cilindro de Nabû, en el cual, de un total de 24 títulos portados por Nabucodonosor, dieciséis están en relación con la divinidad, siete con obras de agricultura y sólo uno con la actividad militar (Ouysook, 2021: 48-50). De hecho, la circunstancia de que las hazañas militares ocupen un rol secundario en las inscripciones reales, ha provocado que la historiografía ignorase durante largo tiempo el estudio de las conquistas de Nabucodonosor, y hasta el día de hoy la trascendencia de estas últimas es relativizada (Fantalkin, 2017: 201).

En realidad, la imagen que se desprende de este tipo de textos es la de un rey sumamente comprometido con actividades relativas a la construcción, por un lado, y piadoso y obediente a los dioses, por el otro. Deberíamos cuidarnos de desligar ambas facetas, pues, de hecho, casi todas las obras reportadas en las inscripciones neobabilónicas son presentadas como el producto de un gran sentimiento de piedad a los dioses. Como afirma Waerzeggers (2011: 727): “en la jerga de las inscripciones, la infraestructura urbana se convierte en un instrumento para el beneficio de los dioses, y el rey se muestra digno de su apoyo al patrocinar su mantenimiento”.

En efecto, una revisión del corpus de inscripciones de Nabucodonosor revela que las hazañas militares son prácticamente pasadas por alto y que el foco se pone, más bien, en las obras de construcción emprendidas por el rey. Una excepción notable es la inscripción de Wadi Brisa, que trata una expedición al Líbano de manera relativamente detallada (Ephʿal, 2003: 178). Lo interesante es que incluso en ella los acontecimientos militares reciben un tratamiento breve. Adicionalmente, el final del texto conservado explica las verdaderas razones de esta conquista: la explotación de los recursos de la zona y la construcción de caminos para acceder a ellos (Da Riva, 2010: 174). Esto va en línea con lo que establecen otras inscripciones que aluden a expediciones a tierras lejanas y la destrucción de enemigos.12 En ellas, estos relatos son fórmulas legitimantes que simplemente proveen a los proyectos de construcción (el verdadero tema de los textos) de un marco histórico más profundo, porque explican el origen de los materiales y el tributo traídos para emprender dichas obras (Ouysook, 2021: 59).

En resumen, justamente aquella faceta del rey en que más insistieron las fuentes helenísticas cumplía un rol secundario en la imagen que Nabucodonosor proyectó de sí mismo en vida. Ahora bien, esto no implica que las campañas de Nabucodonosor no hayan tenido consecuencias significativas o que no haya sido percibido como un gran conquistador ya en su tiempo: las crónicas babilónicas y los testimonios bíblicos destacan justamente este aspecto. De hecho, es muy probable que por lo menos Beroso haya podido acceder directamente a ciertas fuentes históricas en acadio para escribir su narrativa de conquista, como la célebre Crónica Babilónica (Beaulieu, 2006: 121-124).

Sin embargo, a priori, se podría decir que durante el dominio seléucida las fuentes ofrecen una figura marcial de los reyes, mientras que lo militar se subordina a los otros aspectos de la realeza en las inscripciones neobabilónicas, siendo esta una característica general de las fuentes de este periodo (Waerzeggers, 2011: 729).

En todo caso, el desajuste entre ambas visiones prueba que la ideología real babilónica tenía intereses muy diferentes a los de la ideología seléucida. Pero en ningún caso significa que estas diferentes facetas del rey (conquistador, por un lado, constructor y servidor de los dioses, por el otro) se hayan anulado entre sí, ni en el periodo neobabilónico ni en el helenístico. Creemos que en realidad hay una fuerte dependencia entre ambas durante los dos periodos, sólo que el énfasis se pone mayormente en una o en otra.

Para mostrar cómo ciertas facetas de la ideología más tradicional neobabilónica permearon los discursos helenísticos, nos enfocaremos en un tópico sumamente recurrente en las inscripciones reales de Nabucodonosor y que va en línea con la imagen del roi bâtisseur delineada más arriba: el cuidado de los templos.

Reyes y templos

En la Babilonia del primer milenio, la imagen del rey como proveedor y guardián de los templos es uno de los componentes clave de la ideología monárquica, lo que se manifiesta, por ejemplo, en la frecuencia del uso del título de “abastecedor del Esagila y el Ezida”, zānin Esagil u Ezida. Este tipo de actividades se enmarca en la ya mencionada figura del rey piadoso, puesto que ponía en juego la relación misma entre el monarca y la divinidad: en efecto, los trabajos no sólo debían ser aprobados por los dioses, sino que ellos eran sus instigadores originales (Waerzeggers, 2011: 730).

Si volvemos a los textos helenísticos citados, vemos que la figura de Nabucodonosor que nos transmiten también contiene trazos de estos conceptos. Tanto Megástenes como Beroso hicieron referencia a la actividad constructora del rey en términos generales, lo que se condice con el programa arquitectónico que él mismo dejó plasmado en sus inscripciones. La cita de Beroso en Flavio Josefo a la que hemos aludido con anterioridad resulta muy informativa en este respecto, y de particular interés es la siguiente constatación: αὐτὸς δὲ ἀπὸ τῶν ἐκ τοῦ πολέμου λαφύρων τὸ τε Βήλου ἱερὸν καὶ τὰ λοιπὰ κοσμήσας φιλοτίμως, “y él [Nabucodonosor] adornó el templo de Belo [Marduk] y los demás con los despojos de la guerra de manera muy notable” (Jos. Ap. 1.139). Es interesante comprobar la estrecha relación que se establece aquí entre guerra y cuidado de los templos. Como en las inscripciones de Nabucodonosor mencionadas más arriba, el valor de la riqueza obtenida en las campañas (τοῦ πολέμου λαφύρων) se pondera en virtud del empleo que se le da en obras de construcción, pero aquí este uso aparece más como una consecuencia de las conquistas que como el fin que justifica las mismas.

Destaquemos que este mismo pasaje aparece en otra obra de Josefo, Antigüedades Judías (Jos. Ant. Jud. 10.219), en la cual, tras la cita de Beroso, el autor alude al libro de Megástenes, y asegura que también él habló de todas estas acciones. Esto nos ayuda a comprender hasta qué punto también la imagen de Nabucodonosor como constructor penetró, a la par de su personalidad belicosa, en el imaginario de la época helenística. Aún más: su misma presencia en las fuentes indica que era un aspecto importante para el paradigma de realeza que representaba Nabucodonosor y que, si los seléucidas consideraban imitarlo, también en esto se debían esforzar.

De hecho, existe cierta evidencia acerca del involucramiento de los seléucidas en el cuidado y patrocinio de los templos babilónicos. Es evidente que el Cilindro de Antíoco I es la fuente más consistente y completa en este aspecto, por cuanto es un testimonio directo de la participación del rey en los rituales y financiamiento de obras de reparación. Aquí nos gustaría retener simplemente lo siguiente: inmediatamente después de su pedido de conquistar todas las tierras que se encontraban entre el este y el oeste, solicita a Nabû lo siguiente: man-da-at-ti-ši-nu lu-us-ni-iq-ma a-na šuk-lu-lu é-sag-íl ù é-zi-da lu-bi-il, “que pueda yo inventariar su tributo y llevarlo al Esagila y al Ezida” (ii.19-21). Es decir, el dominio universal obtenido mediante la conquista se entiende en relación con la conservación de los templos babilónicos, tal como hemos visto en el caso de las inscripciones de Nabucodonosor y los testimonios de los historiadores seléucidas.

Adicionalmente, varias crónicas y diarios astronómicos contienen información sobre la participación de los seléucidas en el mantenimiento de templos, siendo frecuente la escena del rey de turno removiendo escombros.

Comenzando por Seleuco I, la evidencia es escasa y de difícil interpretación. En el 320 a.C., poco después de que llegó a la ciudad como el nuevo sátrapa, los sacerdotes parecen haberle pedido financiamiento para llevar a cabo las reparaciones (BCHP 3, obv.25). No obstante, no está claro si Seleuco accedió al pedido (Anagnostou-Laoutides, 2017: 153). El mismo documento (BCHP 3, obv.13 y 31) también señalaría la realización de obras en el Esagila en los años 311/310 y 309/308, es decir, en los primeros años del reinado de Seleuco (Kuhrt y Sherwin-White, 1991: 81).13

Las fuentes son mucho más claras respecto al obrar de Antíoco I. La llamada Crónica de la Ruina del Esagila da cuenta de que, tras oficiar sacrificios pertinentes, “el príncipe [Antíoco I], sus ejércitos, sus carros y sus elefantes removieron los escombros del Esagila”, dumu-lugal [erín-me]š-šú gišgigir-meš-šú (u) am-si-meš<-šú> sahar-hi-a šá é-sa[g]-g[íl i]d-de-ku-ú (BCHP 6, obv.7-8). Otra crónica (BCHP 7, obv. 2-6) contiene información acerca de reparaciones en el Esagila y el Ezida. Existe una ulterior mención a la limpieza de escombros en otra crónica (BCHP 5, obv. 5), pero no es segura (van der Spek, 2006: 272).

De los reyes posteriores la evidencia es mucho más escasa. Vale la pena aludir al diario astronómico del 245 a.C., que presenta a Antíoco II y su familia como participantes en la reconstrucción de un muro de este mismo templo (ADART II, No. -245, 11-13). La referencia a la familia real es una novedad del periodo seléucida que se corresponde con el énfasis que las monarquías helenísticas en general dieron al rol de la reina y los príncipes, y no hay nada similar en los diarios de los periodos aqueménida y arsácida (Visscher, 2020: 93).14

Está claro que los seléucidas se apropiaron de la faceta de zānin Esagil u Ezida toda vez que dieron continuidad a la tradicional reparación de santuarios mesopotámicos. Cierto, resulta difícil dilucidar hasta qué punto estaban siguiendo el modelo particular de Nabucodonosor al obrar así, y no una idea más general del monarca neobabilónico prototípico. En cualquier caso, creemos que nuestro análisis ha ofrecido ciertos indicios de que, si la ideología real babilónica penetró en los seléucidas (y lo hizo), esto fue en buena medida a través de la figura de Nabucodonosor II. En ella, sin embargo, estas ideas no quedaron inertes. Al contrario, fueron puestas en relación con componentes novedosos propios del contexto político y cultural helenístico, lo que llegó a provocar incluso una inversión del ordenamiento tradicional de los componentes: la guerra pasó al primer plano y los aspectos ligados al culto divino quedaron en función de esta. En definitiva, la continuidad no se dio sin transformación.

Conclusión

Este trabajo ha intentado demostrar que el proceso por el cual Nabucodonosor II se convirtió en un modelo de realeza para los reyes seléucidas implicó una elaboración específica que atendía a las necesidades ideológicas y discursivas propias del periodo helenístico. En efecto, la imagen de dicho rey que proyectan los documentos seléucidas difiere en puntos nada despreciables respecto a aquella transmitida por los testimonios neobabilónicos. Era esta una imagen compleja, en la que elementos tradicionales y novedosos entraron en diálogo gracias a la acción conjunta de miembros de la corte imperial y de la elite local. A partir de ello, podemos realizar dos observaciones finales.

Primero, el análisis sugiere que este modelo es el producto de una recepción no lineal ni pasiva de la figura de Nabucodonosor. Hay fuertes indicios de que en la construcción de este paradigma, las fuentes mesopotámicas y la memoria local jugaron un rol fundamental. Pero estas debían ser adaptadas a las nuevas condiciones del presente, y de ahí que ciertos aspectos que antes ocupaban un lugar secundario en el plano ideológico fueron puestos en primer plano. El componente del universalismo, y especialmente del universalismo conseguido mediante conquista, es un claro ejemplo de ello. Ciertamente, la aspiración a un dominio mundial fue un componente menor en la ideología de los reyes neobabilónicos, y parece responder antes que nada a la concepción de la institución monárquica propia del periodo helenístico, es decir, la de un rey que demostraba su legitimidad mediante actividades bélicas. No obstante, no por eso deberíamos ver la primacía que se le concedió en el caso del “Nabucodonosor seléucida” como una innovación total o una descarada manipulación de la historia. En realidad, si este rey pudo encarnar el modelo de “rey del mundo”, fue porque había suficiente material acerca de sus acciones militares sobre el que trabajar y construir ese modelo.

Segundo, no deberíamos perder de vista que todo este proceso fue el resultado de la dinámica del Imperio seléucida: un diálogo incesante entre elite local y elite imperial. El concepto de rey del universo trascendía la realidad de la Babilonia seléucida, pues también tuvo desarrollos que poco tenían que ver con la tradición y la historia mesopotámica. Es el caso de Alejandro Magno, que también se volvió un arquetipo de realeza universal, a través de un desarrollo que involucró las nociones de panhelenismo y que se fundamentaba en el pensamiento político griego. Nabucodonosor fue, en este sentido, un modelo paralelo, y aunque quizás pudo haber tenido una relevancia a nivel imperial, no podemos descuidar que es una respuesta con un fuerte matiz local.

Lo que el caso tratado nos revela es que la noción de “rey del mundo” era abierta, un título que debía llenarse de contenido, lo cual se podía conseguir a través de la reelaboración del pasado en relación con el presente. Compete al estudioso moderno, pues, no dar por sentado el sentido de la misma, sino comprometerse con el estudio de su contenido específico, sin dudas variable temporal y espacialmente.

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1 Véase, por ejemplo, Kosmin (2014b), Haubold (2016) y Stevens (2016).

2 Esto no implica, sin embargo, una necesaria oposición de ambos principios, el militar y el cosmológico. La ideología de los reyes neoasirios es buena prueba de ello, con sus referencias constantes a la voluntad del monarca de “ensanchar el país”, lo cual, no obstante, se revela en última instancia como un mandato divino (Liverani, 2017: 5). Tal mandato celestial está prácticamente ausente en las formulaciones helenísticas.

3 Los diarios astronómicos son una serie de textos procedentes de Babilonia que contienen información sobre observaciones rutinarias del cielo, la economía y algunos eventos políticos importantes. Aquí nos basaremos en la edición de Hunger y Sachs (1989), digitalizada por la plataforma de Edition Topoi, disponible en: http://repository.edition-topoi.org/collection/BDIA.

4 Este no es el lugar para discutir los pormenores de la vida y obra de Beroso. A modo de introducción, remitimos a Haubold et al. (2013).

5 La historiografía griega que trató el tema de la sucesión de los imperios orientales, siendo el mejor ejemplo la obra de Heródoto, había canonizado la secuencia Asiria – Media – Persia y excluido totalmente el Imperio neobabilónico, cuya existencia ni siquiera era planteada (Lanfranchi, 2013: 62).

6 Utilizamos aquí la edición preparada por Stevens (2014). Una edición anterior fue preparada por Kuhrt y Sherwin-White (1991).

7 Destacan Haubold (2013), Strootman (2013), Kosmin (2014b) y Stevens (2014).

8 Por ejemplo, un prisma de Esarhaddón hallado en Aššur registra la participación del rey en este ritual: “Yo, el piadoso esclavo que lo reverencia, me puse un mandil y fabriqué ladrillos con mis manos puras” (Lichty, 2011: 57 V.28-32).

9 Cf. Langdon (1905: 1 I.9, 3 I.9-10, 7 I.13, 11 I.8, 13 I.21, 14 I.12, 15 I.20, 16 I.13, 7 I.14, 19 I.21).

10 Langdon (1905: 26 VII.26-29).

11 A pesar de esta caracterización general, vale aclarar que la representación que la monarquía asiria hace de sí misma en términos bélicos también contiene la noción de piedad y de cercanía con los dioses, aunque de una forma diferente a la ideología neobabilónica, dado que la guerra es, en palabras de Liverani (2016: 27), el “aspecto ejecutivo” de un mandato divino (cómo se realiza).

12 Cf. Langdon (1905: 9 III.18-22): “a los muchos pueblos que Marduk, mi señor, me dio en la mano los puse bajo el dominio de Babilonia. En su interior junté la producción de las tierras, los productos de las montañas, la riqueza del mar”.

13 Esta interpretación es debatida, debido a la difícil lectura de la tablilla. Van der Spek (2006: 271-272) se inclina a creer que, en realidad, la crónica señala que en esos años los escombros no fueron removidos.

14 Esto es comparable a la aparición de Estratónice en el Cilindro de Antíoco y los múltiples mecanismos por los cuales esta inscripción incorpora a la familia del rey en la reconstrucción del Ezida. Estos aspectos del cilindro han sido analizados con detalle por Kosmin (2014b: 180-188).