Sebastián Francisco Maydana
Universidad de Buenos Aires, Argentina
Fecha de recepción: 2 de agosto de 2022. Fecha de aceptación: 30 de septiembre de 2022.
Resumen
Este trabajo propone una introducción general a los estudios sobre arte egipcio antiguo. Pero la noción misma de “arte egipcio” es, cuando menos, problemática. Mientras que los estudios clásicos no dudaron en utilizarla, muy pronto se impuso la necesidad de definir precisamente de qué se trataba. Esto último probó ser muy complicado. Por el contrario, los trabajos más recientes tienden a eludir el problema descartando la categoría “arte” y prefiriendo hablar de cultura visual, iconografía, etc. Me gustaría, en estas páginas, reivindicar la relevancia de la categoría “arte” para el antiguo Egipto, y poner en tensión las definiciones que de éste se han creado a lo largo de la historia de la disciplina. Para ello traeré ejemplos del arte rupestre, que no respetan los temas y convenciones del “arte egipcio” como se entiende corrientemente. Este tipo de figuraciones, por su relación con el paisaje y su ubicación marginal con respecto a los núcleos poblacionales, resultan especialmente interesantes. Presentaré también un balance de los estudios sobre arte egipcio, para luego traer nuevas herramientas y discusiones de la historia del arte que pueden ser útiles para lograr un mejor entendimiento del arte egipcio de cualquier época.
Palabras clave: arte egipcio, paisaje, iconografía, arte rupestre
Egyptian art? An introduction
Abstract
This article presents a general introduction to ancient Egyptian art studies. But the very notion of “Egyptian art” is problematic, to say the least. While earlier Egyptologists did not hesitate to use the concept, soon the need for a precise definition became evident. This task, however, proved very difficult. On the contrary, most recent works tend to avoid the problem by discarding the category “art”, speaking instead of visual culture, iconography, etc. In the following pages, I would like to argue in favour of using the category “art” for ancient Egypt, and to discuss critically how the history of the discipline has defined Egyptian art. For this purpose, I will examine a number of rock art images that do not follow the themes and conventions of “Egyptian art” as it is commonly understood. Due to their particular relationship with the landscape and their marginal location regarding population centres, I consider them to be especially relevant. I will present a balance of the studies on Egyptian art, and then recover new tools and discussions from art history that can be useful to understand better the Egyptian art of any period.
Keywords: Egyptian art, landscape, iconography, rock art
Introducción
Aristóteles decide comenzar su Ética Nicomaquea (escrita ca. 349 a.C.) con una discusión acerca de cuál es el sentido de la vida:
Sobre su nombre, casi todo el mundo está de acuerdo, pues tanto el vulgo como los cultos dicen que es la felicidad, y piensan que vivir bien y obrar bien es lo mismo que ser feliz. Pero sobre lo que es la felicidad discuten y no lo explican del mismo modo el vulgo y los sabios. Pues unos creen que es alguna de las cosas tangibles y manifiestas como el placer, o la riqueza, o los honores; otros, otra cosa; muchas veces, incluso, una misma persona opina cosas distintas: si está enferma, piensa que la felicidad es la salud; si es pobre, la riqueza; los que tienen conciencia de su ignorancia admiran a los que dicen algo grande y que está por encima de ellos (...) Pero quizá es inútil examinar a fondo todas las opiniones (...) (EN, 1095b, 15-25).
La respuesta a la pregunta es sencilla: el sentido de la vida es la felicidad. Pero al indagar acerca de en qué consiste esa felicidad, las respuestas son tantas como personas hay en el mundo. Con muchas otras cosas, el arte egipcio por ejemplo, sucede lo mismo. Cualquier persona puede reconocerlo a simple vista, e incluso reproducirlo, pero a la hora de determinar precisamente qué es, se presentan una multitud de complicaciones.
Una primera definición, la más simple quizás, es aquella de tipo legalista: arte egipcio es arte producido en Egipto. Se puede precisar aún más esta descripción aclarando que apenas nos referimos al arte producido en el antiguo Egipto. Sin embargo, el intento de precisión reclama nuevas aclaraciones: a qué llamamos arte, qué es el antiguo Egipto, y qué hay en las distintas manifestaciones del arte egipcio que las hacen pasibles de ser incluidas en una misma categoría (ver la discusión al respecto en Riggs, 2014: 1-18). O, dicho de otra manera, cuál es el criterio que permitiría incluir en una misma categoría a una pirámide, un petroglifo en el desierto, un grafito en una estela sagrada, una pintura mural en una tumba, un ostracon decorado, y una estatua cubo del Reino Medio. O, incluso, ¿qué distinguiría a una representación “egipcia” de Alejandro Magno de una macedonia, o una esfinge egipcia de una griega?
Como se puede apreciar, la noción de “arte egipcio” es, por lo menos, problemática. Si bien los egiptólogos clásicos no dudaron en utilizarla, tal uso conllevó la necesidad de definir precisamente de qué se trataba. Y esto último probó ser extremadamente complicado. Por el contrario, los trabajos más recientes (Baines, 2007; van Walsem, 2005; Nyord, 2020) tienden a eludir el problema descartando la categoría “arte” y prefiriendo hablar de cultura visual, iconografía, etc.
Me gustaría, en estas páginas, proponer una introducción general a los estudios del arte egipcio antiguo, reivindicando en el proceso la relevancia de la categoría “arte” para el antiguo Egipto y poniendo en tensión las definiciones que de éste se han creado a lo largo de la historia de la disciplina. Para ello traeré ejemplos del arte rupestre, que no respetan los temas y convenciones del “arte egipcio” como se entiende corrientemente. Este tipo de figuraciones, por su relación con el paisaje y su ubicación marginal con respecto a los núcleos poblacionales, resultan especialmente interesantes. Presentaré también un balance de los estudios sobre arte egipcio, para luego traer nuevas herramientas y discusiones de la historia del arte que pueden ser útiles para lograr un mejor entendimiento del arte egipcio de cualquier época.
Breve historiografía del arte egipcio
Se suele aceptar que la egiptología como disciplina tuvo su origen en 1822, año de la célebre misiva de Jean-François Champollion acerca del desciframiento de la Piedra de Rosetta. Sin embargo, las manifestaciones visuales de la cultura egipcia eran objeto de interés académico en Europa desde mucho antes, probablemente desde las primeras décadas de la Era Moderna (Hornung, 2001).
Si algo caracterizó a los intelectuales de la modernidad temprana, esto es la convicción de estar asistiendo a un tiempo histórico especial, una “edad de oro” como la que describió Erasmo de Rotterdam (Burke, 1993: 10), caracterizada por un doble movimiento: de retorno a la Antigüedad, y de avance civilizatorio. Cuando en 1463 aparecieron en Europa ciertos libros traducidos al griego bajo el nombre de Corpus Hermeticum, el sabio florentino Marsilio Ficino dejó inmediatamente de traducir los diálogos platónicos con los que ocupaba su tiempo para dedicarle toda su atención a estos catorce libros. Habían sido supuestamente escritos por un sacerdote egipcio contemporáneo de Moisés llamado Hermes Trismegisto (Yates, 1964), y debido a que Ficino consideraba a los egipcios como los padres de la sabiduría griega era perfectamente lógico que se volcara por completo a su estudio.
La época de Ficino y de Erasmo fue llamada Renacimiento precisamente porque lo que volvía a nacer era la sabiduría antigua, condenada y sepultada durante siglos de oscurantismo escolástico. Y quien acuña la idea de Rinascità es, sin ir más lejos, el primer historiador del arte, Giorgio Vasari (Burke, 1998: 108). Lo hace para mostrar cómo el arte llega durante su tiempo, el s. XVI, a su máximo esplendor desde la Grecia clásica. En su célebre Le vite de’ piu eccellenti pittori, scultori, e architettori (Vasari, 1550) cuenta, por ejemplo, la famosa anécdota que atribuye a un joven Giotto, quien siendo aprendiz pintó una mosca tan realista que su maestro trató de espantarla sin saber que no era más que pintura en un lienzo. La historia es reveladora porque señala como virtud máxima el realismo, la idea de acercarse cada vez más a la realidad visible, al prototipo. Ese realismo era el ideal renacentista y moderno del arte.
Si Vasari fue considerado el padre de la historia del arte, en el s. XVIII vivió Johann Joachim Winckelmann, quien es reconocido como el padre de la arqueología clásica. Su obra Geschichte der Kunst des Altertums (1764) es la primera en tratar ampliamente y desde un punto de vista formal e histórico el arte egipcio. Según él, el arte antiguo tiene tres etapas principales y sucesivas: comienza con la búsqueda de lo necesario, continúa con la persecución de la belleza, y finalmente con la conquista de lo superfluo (Winckelmann, 1873 [1764]: 191). Ofrece también una serie de interesantes metáforas naturalistas para explicar las diferencias entre el arte de las diferentes civilizaciones (tomo aquí la traducción inglesa de G. Henry Lodge):
El arte del dibujo entre los egipcios puede ser comparado con un árbol que, a pesar de haber sido correctamente cultivado, su crecimiento se vio detenido por la acción de lombrices u otras alimañas; y es que permaneció inmutable, siempre exactamente igual, aunque no llegando nunca a alcanzar la perfección, hasta el período en que los reyes griegos ejercieron su dominio sobre los egipcios; éste parece ser el caso también con el arte persa. El arte etrusco, en su apogeo, se puede comparar con un arroyo turbulento, fluyendo furiosamente entre riscos y sobre piedras; esto debido a que las características de sus trazos son la severidad y la exageración. Pero entre los griegos, el arte del dibujo se asemeja a un río cuyas aguas cristalinas corren en numerosas vueltas a través de un valle fértil, llenando su cauce completamente, aunque no desbordándolo (Winckelmann, 1873 [1764]: 191-192).1
Continúa explicando, a través de bellas e ingeniosas metáforas naturalistas, la evolución del arte desde sus orígenes en Egipto hasta su punto máximo en Grecia. En un principio, dice Winckelmann, la configuración geográfica de ambos países determinó el desarrollo temprano del arte en el primero y tardío en el segundo, pero a la vez la cercanía al mar hizo que los griegos se nutrieran de los ejemplos de otras culturas para desarrollar su arte. En cuanto a los ideales, estos varían también de acuerdo a la civilización. Mientras que el ideal egipcio era la mímesis (la primera de las etapas de desarrollo), en la Grecia clásica el ideal máximo era la belleza estética (Budka, 2020: 35). Para el primer arqueólogo es la escultura griega la forma artística que mayor nivel de belleza y perfección alcanzó en la historia. Por lo menos hasta el Renacimiento, cuando se recupera el ideal griego pero independizado de la necesidad de agradar a los dioses. Había nacido el arte por el arte.
Los análisis de Winckelmann resistieron bien el paso del tiempo, y hasta bien entrado el s. XX se mantuvieron como paradigmáticos para estudiar el arte de los egipcios. Fue otro alemán, Heinrich Schäfer, quien se decidió a refundar el estudio del arte egipcio a través de una obra notable con el título de Von ägyptischer Kunst (1919). Aquí, Schäfer se dedicó a describir las características que hacen al arte egipcio, pero no en comparación con los demás sistemas sino en sí mismo. No creo que sea posible exagerar la importancia de esta obra para los estudios del arte egipcio posteriores. El mismo E. H. Gombrich, quizás el historiador del arte más importante de la segunda mitad del s. XX, lo resume así en su prólogo al libro de Schäfer: “Heinrich Schäfer ha logrado recuperar la clave que necesitamos consultar si pretendemos interpretar una imagen egipcia en términos de qué es lo que se pretende representar” (Gombrich, 1974: ix).
Para empezar, Schäfer ubica el arte egipcio dentro de las tradiciones artísticas “pre-griegas”. Estas se caracterizan por (además del hecho de preceder cronológicamente al canon griego clásico) la ausencia de dos innovaciones que él considera exclusivas de los griegos: la perspectiva y el escorzo (Schäfer, 1974 [1919]: 97). Escorzo se denomina en el vocabulario del arte al principio por el cual en una representación bidimensional o con una profundidad mínima, los objetos representados ven acortadas sus líneas a medida que van pasando de un primer plano a un segundo plano. Es el efecto visual que hace que, incluso en tres dimensiones, el brazo extendido de una persona hacia el espectador aparezca como provisto de una mano descomunal en relación al hombro, por ejemplo. Como en la vida real las imágenes se presentan naturalmente escorzadas, Schäfer apunta que la representación sin perspectiva ni escorzo tiene que ser producto de un “doble proceso” (Baines, 2007: 210): la información visual y táctil es procesada por la mente, y luego es pasada por el tamiz de las convenciones tradicionales egipcias, lo cual hace que se terminen transformando en figuraciones muy distintas a lo que uno podría ver en el mundo (pero basadas en él, sin embargo). Esta forma de conocer y reproducir el mundo a través de la experiencia táctil, Schäfer la compara con el dibujo de una niña de ocho años que reproduce en su libro (Schäfer, 1974 [1919]: 90). Esta infantilización del arte egipcio o antiguo en general será una constante en los estudios acerca de ellos.
Más importante, Schäfer señala que las imágenes mentales que el artista coloca en su obra provienen de la memoria visual y táctil, y como tales tienen un mayor componente simbólico que icónico, aunque ambos estén presentes en la imagen. Como la percepción y el reconocimiento parten de las mismas tradiciones culturales, la representación visual egipcia es perfectamente decodificable para los propios egipcios. En todo caso, la virtud de Schäfer está en atribuir a los egipcios cierta complejidad en el proceso pictórico. Ya no se trata de simplemente copiar el mundo sino recordarlo y transformar las imágenes en base a la tradición.
Paradójicamente, fueron quienes quisieron mejorar la obra de Schäfer los que la hicieron más oscura. En el epílogo a la tercera edición del libro de Schäfer, Emma Brunner-Traut, célebre egiptóloga alemana, intenta hacer un resumen de las innovaciones que se encuentran en el libro. Una de las interpretaciones más difíciles de sostener por parte de la egiptóloga, y que a la vez fue ampliamente replicada por los investigadores posteriores (e.g. Angenot, 2015; Brémont, 2016; Farout, 2017), es la noción de “lo aspectivo” (Brunner-Traut, 1963). Su objetivo era reemplazar el concepto, difícil de traducir, de geradvorstellig (literalmente, “basado en imagen frontal”) de Schäfer (Peck, 2015: 372). La idea era que las imágenes bidimensionales egipcias eran siempre creadas pensando en un punto de vista frontal, sin importar dónde se posicionara el espectador luego. Así, elementos que no se podrían ver desde tal punto de vista como estanques o la planta de una ciudad eran dibujados en proyección cenital para ayudar al espectador. En todo caso, lo importante es que Brunner-Traut no sólo no discute este concepto, sino que le cambia el nombre, pasando en efecto de ser un término positivo (que responde a una característica que Schäfer reconocía en la imagen egipcia) a un concepto negativo, porque describe el objeto en base a aquello de lo que carece. En este caso, es a-spectivo, es decir sin perspectiva. La característica más saliente del arte aspectivo, para Brunner-Traut, es la de componer la imagen a partir de conglomerados de cosas diferentes (Nyord, 2013: 141). Actualmente, como señalaba más arriba, sobre todo la escuela francesa del Louvre toma la noción de aspectivo, mientras que son los investigadores de lengua alemana quienes la repudian (Verbovsek et al., 2011; Budka, 2020). Las principales objeciones son, además de la expuesta aquí, la evidente extracción evolucionista y la mirada colonialista que subestima a estas culturas. Por último, Brémont (2016: 44) propone trocar el prefijo a- por multi-, ya que correspondería mejor a la variedad de perspectivas que suelen coexistir en una misma figuración egipcia.
John Baines encuentra una paradoja en el trabajo de Schäfer: ¿cómo hacer coexistir el supuesto “realismo” de las representaciones egipcias con el hecho de que no cuentan con perspectiva? (Baines, 2007: 208). Y es que la relación entre el prototipo y su representación ha estado en el centro de todas las discusiones acerca de la imagen egipcia, a pesar de ser evidentemente una preocupación distintivamente occidental: “el carácter relativamente realista del arte egipcio ha sido la fuente de numerosas dificultades porque llevó a muchas personas a subestimar hasta qué punto los principios de representación egipcios diferían de aquellos del arte occidental” (Baines, 2007: 208).
Los dos desarrollos más importantes luego de Schäfer fueron la idea de canon (Davis, 1985) y de decorum (Baines, 2007), ambos conceptos tendientes a explicar los procesos por los cuales la imagen egipcia, aun dentro de su variedad, mantiene un sistema de representación relativamente homogéneo a lo largo de milenios. Según Davis (1992: xiv), entre el 3300 a.C. y el 3000 a.C., una serie de convenciones a la hora de producir imágenes comenzó a cristalizarse, dando paso hacia el fin de dicho período a ciertas formas altamente estandarizadas que en conjunto constituyen el canon. Estas formas de representación serán respetadas durante milenios y a lo largo de todo el territorio egipcio.
El “decoro”, por otro lado, son las constricciones culturales que limitan los temas y las formas de figuración entre los artistas egipcios. En una palabra, aquello que define el universo de las imágenes posibles en Egipto. Tanto Baines como Davis se preocupan por dejar en claro que la figuración tan particular de los egipcios en época dinástica no se debe a limitaciones cognitivas sino a elecciones conscientes de artistas dentro de un marco cultural específico.
Otra característica corrientemente señalada para el arte egipcio es la de una unidad simbiótica entre imagen y texto (Tefnin, 1979: 219; Fischer, 1986; Manniche, 1994: 26). Partiendo de la relación entre imagen y escritura, Jan Assmann propondrá el concepto de hierotaxis (1988), la idea que tanto la escritura (que como sabemos tiene un componente icónico central) como la iconografía egipcia son intentos de ordenar el mundo a partir de principios sagrados. La interpretación debe entonces tener en cuenta que estas representaciones son vehículos para mensajes de carácter eminentemente religioso. La idea de leer el arte egipcio ha sido tomada notablemente por Wilkinson (1992) y Manniche (1994), y también para épocas prehistóricas por Davis (1992).
El presupuesto en todos los casos parece ser que la imagen, además de ser mimética de la realidad, es una especie de narrativa que es posible “leer”. Así, en 1976 G. A. Gaballa publica su Narrative in Egyptian Art (1976), visiblemente influenciado por la lingüística de los ’50 y ’60, proponiendo que la principal función del arte egipcio es la transmisión de un mensaje. Aunque el paradigma narrativo introducido por Gaballa todavía es reivindicado (Braun, 2020), apenas ahora empezamos a pensar (Rogner, 2019; 2020) en las posibilidades narrativas de la imagen, no contenidas en ella misma sino construidas en la relación entre imagen y espectador.
Por último, una idea interesante es lo que John Baines llama la “Comunidad Estética” (Baines, 2015: 5-6). En todas esas manifestaciones visuales, hechas para ser observadas y experimentadas, se ponen en juego complejas relaciones. Para empezar, está la relación, mediada por la obra, entre el artista y el espectador. Pero, continúa Baines, el espectador es múltiple, y no siempre coincide con aquel que el creador de la imagen pensó en un principio. Por otro lado, los creadores de imágenes no siempre son una sola persona, sino talleres enteros de artistas, con quienes, por ejemplo, el futuro difunto negocia un precio y ciertas pautas con respecto a las escenas que se deberán pintar en su tumba. No solo las estatuas de gran formato y la arquitectura monumental, sino también los objetos artísticos más pequeños y simples son producto de la intervención y decisión de un conglomerado de sujetos y con un amplio grupo de espectadores en vista. Incluso, señala Baines, cuando estos objetos eran inmediatamente quitados de circulación para ser colocados en tumbas y otros lugares inaccesibles: “Al crear cosas que no serían vistas, los ejecutores seguían pautas estéticas socialmente engranadas, a la vez que respondían a sus patrones humanos y a sus pares; todo esto teniendo en mente como su audiencia a los difuntos y entes suprahumanos, como receptores y consumidores” (Baines, 2015: 6).
Si bien los estudios sobre arte (lo llamen así o no) egipcio se preocuparon principalmente por determinar sus características distintivas, la mirada de los investigadores siempre ha estado demasiado afincada en ciertos parámetros occidentales que nacieron con el Renacimiento y cristalizaron a lo largo de la Modernidad (Alcina Franch, 1982: 21). El énfasis en la legibilidad de las imágenes y en su supuesto carácter narrativo y representacional, son sus principales consecuencias. El problema con ensayar otro enfoque, uno en línea con las formas de entender el mundo nativas, es que la mayoría de las herramientas desarrolladas para estudiar las imágenes egipcias parecen perder su sustento.
¿Existe un arte egipcio?
En el pensamiento occidental, decía más arriba, se observa una extendida insistencia en desestimar la noción de “arte” para la cultura visual anterior a los siglos XVI o XVII. Esto se explica porque la esfera del arte adquiere en ese momento una “autonomía” (Hauser, 1993: 414) con respecto a las otras esferas de la sociedad, como la económica y la social. Anteriormente, las manifestaciones de la cultura visual poseían una total heteronomía, es decir, que estaban íntimamente imbricadas con la política, la religión, la sociedad y la economía. Los productores (los objetos artísticos pre-renacentistas eran siempre obras colectivas) ejecutaban órdenes de acuerdo a pautas precisas y siempre motivadas por cuestiones prácticas o funcionales. Esta división tajante entre lo que es un arte autónomo y la época pre-renacentista determinó que la “historia del arte” sólo pueda ocuparse de lo primero, dejando al resto de las manifestaciones visuales huérfanas de conceptos y herramientas teóricas.
El filósofo alemán Friedrich Schelling fue quien definió precisamente cuál debía ser el objeto de la filosofía del arte: lo bello (Schelling, 1999 [1869]). Y dentro de lo bello, que incluye lo bello natural y lo bello producido, el arte corresponde a esto último. Nuevamente aparece la idea de que recién en el Renacimiento lo bello producido se independiza, a medida que surgen los talleres de Maestros y el artista pasa de ser un simple ejecutor de encargos a ser un productor de mercancías (Hauser, 1993: 375) de su propia y autónoma creación.
Recién a partir de mediados del s. XX, el filósofo de la Escuela de Frankfurt Theodor W. Adorno (2004 [1970]) cuestionará estos principios. Para él, el arte es en realidad autónomo y heterónomo al mismo tiempo. La obra de arte es temporal, ya que su apropiación y experiencia dependen en gran medida del momento histórico en que se produzca el encuentro, y por eso tiene cierta heteronomía (Adorno, 2004 [1970]: 234). Pero a la vez es autónoma, porque “niega su origen” (Adorno, 2004 [1970]: 11). Esa negación es, para Adorno, dialéctica, ya que para negar su origen necesita incluirlo y apropiárselo.
En cuanto al punto de vista de los propios egipcios, John Baines señala (1994: 67) que durante mucho tiempo se consideró que no existía el “arte egipcio”. En primer lugar, porque como se ha señalado repetidas veces los egipcios no poseían un vocablo específico para denominar el “arte” (Baines, 2007; 2015: 1; Nyord, 2020: 9).2 Y en segundo lugar, porque lo que nosotros solemos denominar “arte” no siempre es aplicable a las obras egipcias (Junge, 1990: 1). Frente a esto, Baines defiende la existencia de un arte egipcio y con ella la necesidad de encontrar una definición de lo que es arte lo suficientemente amplia como para incluir este tipo de manifestaciones (Baines, 1994: 68).
Volviendo a las definiciones occidentales del arte, para Immanuel Kant sólo se puede denominar arte a aquello que no tiene otro propósito que el arte, es decir, que es un producto destinado exclusivamente a ser experimentado y carece de función práctica (1992 [1790]: §44-46). Distingue él entre “artes agradables” (angenehme Künste) y “arte bello” (schöne Kunst), siendo el primero un entretenimiento cuya única finalidad es el goce.
Arte bello es, por el contrario, un modo de representación que es en sí mismo conforme a fin y que, aun carente de fin, promueve la cultura de las fuerzas del ánimo con vistas a la sociable comunicación.
La universal comunicabilidad de un placer implica ya en su concepto que ése no debe ser un placer del goce que surja de la mera sensación, sino de la reflexión; y así, el arte estético, como arte bello, es uno que tiene por medida la facultad de juzgar reflexionante y no la sensación de los sentidos (Kant, 1992 [1790]: 215).
Este concepto del arte como lo superfluo es aún hoy muy difundido. Y aunque puede ser cierto para algunos períodos del arte europeo, de ninguna manera es universal. Tanto permeó esta idea kantiana del arte en el sentido común y en la obra de académicos, que muchos de ellos prefieren negarle la cualidad de arte a aquellos objetos que sí tienen una función más allá de la estética, antes que reconocer que la definición de arte con que trabajan es restringida y excluyente. Se relega a estas imágenes y objetos a la categoría inferior de artesanía (Neurath, 2013), de artefactos u objetos etnográficos (Bovisio, 2013). Como señala Bovisio (2013: 1), mientras que la definición de “arte” suele hacer hincapié en las características intrínsecas de la pieza, una “pieza arqueológica” o un “artefacto etnográfico” lo son exclusivamente en tanto que son estudiadas por disciplinas específicas. El contexto de producción no es tenido en cuenta a la hora de definir este tipo de objetos.
Aquí me gustaría proponer que se le reconozca la categoría de objetos de arte a los artefactos egipcios, no con ánimo de destacar su belleza o calidad, sino para evitar excluirlos de las discusiones y herramientas generadas por la historia del arte o similares disciplinas. Como dice Alfred Gell, “El deseo de ver el arte de otras culturas estéticamente nos dice más de nuestra propia ideología y de la veneración casi religiosa de los objetos de arte como talismanes estéticos, que de aquellas otras culturas” (Gell, 1998: 33).
En occidente, en efecto, la obra de arte ha estado teñida desde la época de Kant de cierta esencia sobrenatural, que es lo que Walter Benjamin llama “el aura” (2003 [1936]). La experiencia aurática, extática, que el espectador tiene en presencia de la obra de arte se da porque hay algo en la esencia de esta que la diferencia de cualquier otra imagen. Esta definición esencialista se encontró, naturalmente, contrariada por todas las vanguardias del s. XX. Es por ello que se tendió a pensar al arte a partir de una definición institucional: es arte lo que el conjunto del “mundo del arte”, es decir museos, críticos, los propios artistas y marchands, consideraban que era arte (Danto, 1964). Esta definición es un paso adelante porque reconoce que no hay nada en el objeto de arte que lo haga intrínsecamente artístico, pero también ofrece inconvenientes en aquellos casos en que no existen “instituciones artísticas” de ningún tipo. Es decir, prácticamente en todos los grupos humanos de la historia. En aquellos casos, incluso objetos que no tienen valor artístico en sus comunidades de origen se transformarían en objetos artísticos por el solo hecho de ser expuestos en un museo occidental. Entre las voces que se opusieron a esta definición, Howard Morphy (1994: 648-685) intentó superar la estrechez de esta clasificación a través de una doble definición: para él, son objetos de arte aquellos que o bien intentan transmitir significados a través de un lenguaje visual, o bien fueron fabricados con el objetivo de suscitar una respuesta estética que siempre es cultural. Finalmente, Gell propone un enfoque antropológico en el cual el arte es definido como “un sistema para la acción, pensado para cambiar el mundo más que para codificar proposiciones simbólicas acerca de él” (Gell, 1998: 6). En esta visión, cualquier imagen puede ser considerada artística, desde un cuchillo ceremonial hasta una pieza de mobiliario decorada. Por ello, considera que hay que abandonar las discusiones interminables (y en la mayoría de los casos elitistas) acerca de qué cosa es o no es una obra de arte. Más importante aún, lo que logra Gell es redefinir la relación entre los objetos de arte, el mundo que los rodea y quienes los experimentan o estudian.
Al respecto, Whitney Davis señala que
tanto los historiadores del arte como los arqueólogos que piensan de forma antropológica o histórica tienden a pensar al artefacto-signo como un todo en sí mismo. La antropología y la historia quieren que sean completamente simbólicos, indéxicos o icónicos, además de marcadores funcionales o ideológicos (...) antes que cosas producidas, elementos dentro de una cadena de réplicas, y complejos pero siempre incompletos objetos mediados por la intencionalidad (Davis, 1992: 1).
La definición antropológica de Gell, a la vez que se aleja de la estética de Kant, permite pensar al arte egipcio como situado en relación con su comunidad estética y el espacio donde interviene. Como veremos a continuación, esto abre inmensas posibilidades al investigador que intenta comprender los grupos humanos que produjeron ese arte. Por todo ello, hablar de un arte egipcio no sólo es posible sino necesario.
Antropología del arte
El enfoque antropológico de Gell se inscribe en lo que fue llamado el Giro Icónico (Méndez, 2003; Moxey, 2008). Se trata de un movimiento operado a fines del s. XX en los estudios sobre la imagen y cuya propuesta básicamente consiste en des-estetizar el arte, quitándole la exclusividad de tal denominación al arte occidental, y permitiendo que se aprovechen las teorías estéticas para estudiar imágenes no-occidentales. Esto ha permitido interesantes estudios acerca de la imagen egipcia (Nyord, 2020; Polkowski, 2020) y del Cercano Oriente Antiguo (Bahrani, 2011).
Hasta el siglo pasado, los sociólogos del arte como Arnold Hauser y los iconólogos como Erwin Panofsky tendían a pensar la imagen como repositorio y vehículo de información, el primero de información acerca de la sociedad que la creó y el segundo a partir de jerarquizar una serie de datos que estarían “codificados” en la obra de arte (Panofsky, 1970 [1957]).
Más recientemente, la idea de que la imagen tiene un sentido en sí misma comenzó a ser cuestionada (Didi-Huberman, 2006). Incluso la unicidad y la completitud de las obras artísticas es puesta en discusión (Gell, 1998; Ingold, 2012), y en cambio se entienden como teniendo diferentes significados de acuerdo al momento, al lugar y al espectador. Es en este sentido que se empiezan a investigar sobre todo los efectos de la existencia de imágenes, más que las imágenes por sí mismas (Mitchell, 2005).
Otra de las discusiones dentro de la antropología del arte, prolífica en las últimas décadas, ha girado alrededor de si la imagen tiene sobre todo un sentido evocativo o no. Hans Belting (2007) relaciona la creación de imágenes con la necesidad de traer a la actualidad personajes o eventos de la memoria. Esto es, de volver a presentarlos, o representarlos. Por el contrario, representantes del giro icónico sobre todo en lengua inglesa (Moxey, 2008: 133; cf. Maydana, 2021: 110) se vuelcan a pensar la imagen como “presentificación”. Es decir, que hace presente algo que no está, pero que no necesariamente implica evocar otras imágenes u objetos de la realidad física. Como veremos, este segundo enfoque puede ser útil para pensar el arte egipcio.
Nuevamente Alfred Gell (1992) es uno de los principales proponentes de dar más crédito al objeto artístico que el de simplemente recordar a los difuntos o sus acciones. Para él, el objeto de arte, en virtud de la habilidad técnica puesta en su creación, puede producir efectos diversos en los espectadores. De hecho, continúa, ese efecto, que él llama “tecnologías del encantamiento” (Gell, 1992: 68-69), es buscado y calculado para ejercer influencia no sólo en las personas que lo experimenten sino en el paisaje en que se inscriben.
El arte rupestre tiene la particularidad de quedar fijado en el mismo lugar de su creación (Graff, 2009: 17), por lo que puede decirse que se trata de una instalación. La relación con el paisaje es fundamental para entender el arte rupestre (Darnell, 2009), y en este sentido es importante intentar definir las intenciones de quienes crearon este tipo de imágenes. Veamos un ejemplo.
En la margen occidental del Nilo, apenas seis kilómetros al norte de la actual ciudad de Asuán, se descubrió un conjunto muy rico de inscripciones y petroglifos grabados en la roca. El sitio, cercano a la actual población de Nag el-Hamdulab, ya había sido reportado hacia 1890 (Hendrickx y Gatto, 2009; Hendrickx et al., 2009), pero recién en este siglo y gracias a la insistencia de algunos investigadores egipcios, una expedición logró re-descubrir el sitio.
Una de las escenas más interesantes (Figs. 1 y 2), es reconocida por Stan Hendrickx y algunos colegas como la primera expresión de iconografía real egipcia (Hendrickx et al., 2012a). En ella se observan varios personajes rodeados de botes. Algunos de los personajes sostienen estandartes o insignias, mientras que otros tienen lo que parecen ser armas. En el centro de la imagen, se destaca un personaje que parece portar una “corona” en la cabeza, a la vez que sostiene un bastón o cayado. Estos son clásicos atributos de poder real (Hendrickx, 2011: 110) que, al combinarse con otros motivos que suelen estar asociados a los liderazgos predinásticos, pero no a los reyes posteriores (el perro acompañando al personaje central, por ejemplo), permite a los investigadores pensar esta composición como una “escena de transición” (Hendrickx y Gatto, 2009: 149; Hendrickx et al., 2012a: 1073). En trabajos posteriores (Hendrickx et al., 2015: 104) precisan la datación en Nagada IIC-D. La transición se da tanto en términos sociopolíticos como iconográficos, y por ello mismo resulta interesante para este trabajo.
Como vimos anteriormente, desde un punto de vista espacial es necesario considerar a todas las escenas del sitio como un conjunto coherente y en interacción, en lugar de estudiar cada escena por separado como si fueran unidades autocontenidas de sentido. Como señala Pawel Polkowski (2020), incluso en los casos en que las distintas escenas de un sitio fueran creadas por distintos artistas y en momentos diversos, inevitablemente la experiencia de los espectadores posteriores las identificaría como una unidad. En algunos casos es posible reconocer la voluntad de unir imágenes de diferentes paredes rocosas, como en un ejemplo de la misma zona, a pocos kilómetros en la margen opuesta del Nilo, en un lugar conocido como Khor Abu Subeira. Allí, es posible ver en paredes opuestas un hipopótamo por un lado y un cazador por el otro, visiblemente implicado en el acto de cazar al gran animal (Gatto et al., 2009: 162. Lamentablemente, la publicación no cuenta con una fotografía de estas escenas).
En las escenas de Nag el-Hamdulab también hay varios cazadores munidos de arcos, algunos portando estuches fálicos, además de varios animales que cargan importantes significados en la iconografía egipcia antigua como el hipopótamo, la gacela, el avestruz, la jirafa (un animal de poderosa simbología solar, cf. Huyge, 2002; Darnell, 2009). También aparece el toro como probable representación del rey (Hendrickx et al., 2012b: 295). Otros personajes de la misma escena controlan bóvidos domésticos.
Finalmente, se destacan ciertos animales ubicados en un panel cercano al de la Fig. 1, que Hendrickx et al. (2012b: 304) identifican como híbridos de leones y peces siluros. Al ser el león un animal poderoso y el siluro un pez asociado con la realeza (su imagen está presente en el nombre mismo de Narmer), se puede pensar a estos animales como expresiones exacerbadas de la realeza temprana. Por cierto que la existencia de animales híbridos excluye la posibilidad de pensar en algún tipo de prototipo “real” para estas figuraciones, por lo que el paradigma representativo y el narrativo no se pueden aplicar a estas presentificaciones. Más que una imagen de algo real, se trata de construcciones de sentido en forma visual que apoyan la imagen que la realeza egipcia temprana intenta ofrecer de sí misma.
Fig. 1. El conjunto de arte rupestre de Nag el-Hamdulab, fotografiado en 2009, presenta un notable deterioro con respecto a fotografías anteriores de ese sitio (Hendrickx y Gatto, 2009: 150).
La disposición de las figuras en el espacio obedece no sólo a las convenciones de las figuraciones del período sino también a la topografía de la pared en que están instaladas. Y si bien algunos temas del decorum faraónico están presentes en estas escenas, la ausencia de un sistema de registros, e incluso de cualquier línea de suelo, permite reconocerla como una representación pre-canónica (Davis, 1992).
Fig. 2. Dibujo de la escena No. 7 de Nag el-Hamdulab (tomado de Hendrickx et al., 2015: 114).
Otro ejemplo relevante lo constituyen las llamadas “impresiones de sandalia”, halladas en enclaves significativos de los desiertos egipcios (Fig. 3). El panel reproducido aquí es interesante por la yuxtaposición de varias imágenes individuales en diferentes momentos de la historia. Probablemente, a un petroglifo de sandalia original se le hayan añadido pies y sandalias adicionales, así como estandartes con imágenes de dioses egipcios como Seth y Amón-Ra. Estas figuraciones datan de tiempos dinásticos (Polkowski, 2018: 383), y en particular las sandalias no se suelen hallar en otras instancias que no sean el arte rupestre. En este sentido, es importante recordar que “el sentido del arte rupestre no reside en su forma, sino que emerge dentro del campo de relaciones entre imagen, observador y paisaje” (Polkowski, 2018: 384). El autor continúa señalando que las sandalias son marcas de presencia, que algún viajante dejó en el lugar para influir efectivamente en el paisaje, y tal influencia es confirmada por la “atracción iconográfica” (Darnell, 2009) que tal imagen suscitó, al punto que otros decidieron dejar una marca similar en el mismo sitio.
John C. Darnell (2013 : 80) señala que las inscripciones en paredes rocosas tienen cierto poder transmutador, con respecto al paisaje. Convierten en efecto un espacio rico en hitos naturales en uno que además posee toda una topografía socializada. Este es precisamente el sentido de las figuras monumentales de Mentuhotep II, realizadas en el pasaje del Primer Período Intermedio al Reino Medio en Wadi Shatt el-Rigal (Fig. 4; Petrie, 1888: lám xvi, 489; Caminos y Osing, 2021). A la vez que el soberano domina el paisaje, también es representado en una escala enorme respecto a su madre que lo acompaña en la escena, los eventuales observadores, y la misma pared rocosa. Además, la morfología y los accidentes de la propia pared son los que permiten que el artista desarrolle las tecnologías de encantamiento (Gell, 1992) que garantizan la efectividad de la figuración.
Fig. 3. Impresiones de sandalias junto a estandartes con dioses egipcios, halladas en el oasis de Dakhla, Desierto Occidental (Polkowski, 2018: 394 fig. 11).
En cuanto a la pregunta: estas manifestaciones de arte rupestre, ¿son arte? Esto depende exclusivamente de la definición que tomemos. Al tener un sentido celebratorio de la autoridad del líder, las escenas de Nag el-Hamdulab y las de Wadi Shatt el-Rigal no serían ni superfluas ni autónomas, sino decididamente cargadas de intencionalidad. Por ello, en el sentido de la antropología del arte de Gell, que precisamente se concentra en el análisis de las intenciones y efectos de este tipo de imágenes, se pueden entender como objetos artísticos. La intención de influir en el paisaje y en los espectadores está claramente presente, y aún hoy es posible comprender la significación general de las escenas con relación a una realeza egipcia en el momento preciso (Nagada IIC-D) en que pugna por extender su poder a todo el territorio egipcio (Campagno, 2018: 58-59); y también con relación a un rey que es considerado el unificador del territorio egipcio luego de un período de descentralización. La comunidad estética que creó y experimentó estas escenas, logró construir una gramática visual de (auto)representación de la élite que acompañó su avance al frente de la comunidad del valle del Nilo.
Fig. 4. Figuración monumental de Mentuhotep II en Wadi Shatt el-Rigal. Fotografía de Roland Unger bajo licencia Creative Commons, tomada de https://www.wikidata.org/wiki/Q97751151#/media/File:WadiShattRigalMentuhotepII.jpg.
Conclusiones
Al cuestionar la definición moderna, restringida y exclusiva, de “arte”, comprendemos que hablar de arte antiguo y de arte egipcio en particular no sólo es posible, sino que es necesario. No hacerlo implicaría renunciar a todas las valiosas herramientas que la historia del arte y más recientemente la antropología del arte y el Giro Icónico construyeron a lo largo de los años. Esto es fundamental en tanto que, como hemos visto, la disciplina egiptológica posee un déficit teórico importante a la hora de analizar las manifestaciones artísticas de la cultura egipcia. En particular, he criticado la postura que ve en el arte egipcio un vehículo para transmitir información, y que además es posible leer como si de un texto se tratara. Por el contrario, creo haber demostrado que las particularidades de la iconografía exceden ese vínculo lineal, ya que el significado visual se construye relacionalmente entre los distintos componentes de la “comunidad estética” que intervienen y el medio en que se instala.
Aunque en esta oportunidad tomé ejemplos exclusivamente del arte rupestre, por considerarlo elocuente en cuanto a los puntos que intenté demostrar, creo que todas las manifestaciones artísticas del antiguo Egipto entre el período Predinástico y la conquista romana son pasibles de ser examinadas desde un punto de vista antropológico y no exclusivamente formal o estético. Por último, recordando el carácter introductorio de este artículo, quisiera destacar que los aportes de la teoría estética y de la antropología del arte no se circunscriben apenas a las propuestas y conceptos discutidos (someramente, incluso) en estas páginas, y serán objeto de futuros trabajos sobre este extenso tópico.
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