Seeing Perfection. Ancient Egyptian Images beyond Representation

Rune Nyord (2020).

Elements in Ancient Egypt in Context. Cambridge: Cambridge University Press, 98 páginas.
ISBN 978-1-108-74414-0

Sebastián Francisco Maydana

Universidad de Buenos Aires, Argentina

Rune Nyord condensa en un compacto volumen, poniendo igual énfasis en la teoría y en su aplicación, los aportes más recientes y enriquecedores que la teoría estética y la historia del arte ofrecen actualmente a los egiptólogos. Se trata de uno de los últimos Elements, una serie de cortos aunque autorizados trabajos editados por la Universidad de Cambridge y orientados a un público amplio (ver la reseña de Marcelo Zulian en este número). A pesar de lo que se podría pensar, dicho público incluye también a los especialistas, quienes pueden beneficiarse mucho con la lectura de este libro en particular.

La pregunta inicial, tal cual la formula en la Introducción, es: “¿Qué es una imagen para los antiguos egipcios?” (p. 1). Se trata más de una declaración de principios que de una incógnita a resolver. En un primer momento, Nyord parece ubicar a toda la obra en un universo emic, en el sentido que dice partir de la percepción egipcia y no de nuestro universo de representaciones. Al continuar leyendo el libro, sin embargo, se pone en evidencia que esto no es así, sino que se va a apoyar fuertemente en los desarrollos teóricos de diversas disciplinas actuales. En cambio, lo que está diciendo con su pregunta es que va a rechazar la perspectiva egiptológica tradicional. En efecto, su diagnóstico de que la egiptología “ha tendido a focalizar su atención en las imágenes egipcias como algo que debe ser decodificado o descifrado” (p. 1) es ajustado y justifica una crítica amplia (cf. mi artículo en este número). En lugar de aquello, la propuesta de Nyord se centra en “tomarse en serio” (p. 1) las imágenes egipcias.

Sin embargo, hay otra cosa que me preocupa con respecto a la pregunta sobre qué es una imagen para los antiguos egipcios. Es que el hecho mismo de hablar de “antiguos egipcios” termina por achatar el sujeto de la imagen egipcia (es decir, el objeto de estudio del historiador del arte egipcio). Probablemente debido a la limitación de espacio, pero evidenciando a la vez una cuestión que merece mayor reflexión, Nyord estudia la imagen como si hubiera habido un espectador egipcio a lo largo de tres mil años de historia faraónica, como si todos los que se encontraban con una imagen comprendían lo mismo y experimentaban lo mismo frente a ella, y como si esa transferencia de conocimientos y emociones fuera lo que el historiador intenta descubrir.

Esto no quiere decir que no sea un punto de partida perfectamente válido. En efecto, el gesto de Nyord va en el sentido de forzar a despojarnos de nuestros prejuicios occidentales. Esto es algo que hará a lo largo de los cuatro capítulos. Su propuesta original de la existencia de un “principio de emergencia” (p. 6) es ilustrativa en este aspecto, ya que la creación (del mundo, de las imágenes, de la vida) sería un proceso por el cual algunas potencias contenidas en el material terminan por emerger, en lugar de algo que se hace con esa materia gracias al pensamiento.

Hablando de potencia, si bien demuestra estar a tono con las tendencias actuales en arqueología y teoría social utilizando palabras como afectos, relacionalidad, entanglement, performance u ontologías, no todos estos conceptos son desarrollados en profundidad, sino más bien apropiados de forma ad hoc de acuerdo a lo que busque mostrar con cada ejemplo de la iconografía egipcia. Sin embargo, sí hace un buen trabajo mostrando la amplitud de las herramientas teóricas disponibles para otros estudios.

El Capítulo 2 (el 1 es la Introducción) se dedica a analizar la terminología con que los egipcios se referían a las imágenes. Parece ser un punto de partida lógico, desde que la escritura egipcia es ideográfica y en muchas representaciones es simbiótica con la imagen, pero corre el peligro de realizar un recorte arbitrario y logocéntrico al definir qué es el “arte egipcio”.

Tres son los términos egipcios que va a examinar aquí: en primer lugar, la noción de twt, traducida generalmente por “parecerse a, ser como” (to be like, to resemble) pero que Nyord traduce como “semejanza” (likeness) (p. 9) para separarla de cualquier prejuicio mimético. En efecto, la imagen egipcia no buscaba la mímesis o “parecerse a” su prototipo visualmente, sino más bien reflejar una semejanza interna, vital. Esto contradice los principios del representacionismo y muestra sus fallas para estudiar las imágenes egipcias.

En segundo lugar, está el término sSmw, o “guías” (p. 12). Así aparecen denominadas sobre todo imágenes cúlticas. La idea de guía, que comúnmente es entendida de forma literal, es interpretada por el autor en una forma no-representacional como una manera de influir en el espacio físico que constituye el Inframundo.

En tercer lugar, aborda la idea de nfrt, derivado femenino de la palabra nfr que significa tanto lo “bello”, lo “bueno” como lo “perfecto”. Ha sido interpretada como un ideal corporal, pero es mucho más una presencia material del dios y también una imagen en sí.

Finalmente, se discute acerca de dos conceptos que generalmente son interpretados como partes del “alma” en el antiguo Egipto: el bA (p. 22) y el kA (p. 25). Estas ideas difundidas en muchísimos textos le sirven a Nyord para rechazar la noción clásica de que los dioses habitaban en las estatuas o que los egipcios no distinguían entre una efigie y la cosa real. De hecho, para ellos las imágenes guardaban con su prototipo una relación no de identidad sino de semejanza (twt).

El avance metodológico del Capítulo 3 no es precisar lo que los egipcios pensaban de las imágenes, sino ayudar a desprendernos de nuestros prejuicios modernos frente a la imagen. En particular, dirige sus críticas al modelo hilemórfico (p. 33) y al representacionismo. Este último es un conjunto de prejuicios eminentemente occidentales con respecto a la relación entre la imagen y aquello que es representado. Nyord propone volver a preguntarse acerca de la relación entre imagen y aquello representado, pensándola como una relación específicamente “egipcia”. No desarrolla sin embargo la otra parte de la crítica al representacionismo, tal y como está planteada en los trabajos de Gilles Deleuze, que es la idea de encuentro. A pesar de que esta está en el título del capítulo, la idea de las imágenes como objetos de encuentro y no de reconocimiento está completamente ausente.

En cambio, el encuentro para Nyord es con la fisicalidad de las imágenes, incluso de aquellas que comúnmente se piensan como teniendo dos dimensiones. Los materiales con que los egipcios confeccionaban sus imágenes eran elegidos deliberadamente, no eran apenas una materia a la cual imprimir una forma (como estipula el modelo hilemórfico). Los materiales se relacionan con el lugar desde donde provienen, y algunos tienen propiedades intrínsecas. El ejemplo que da es el del tópico mítico de que los dioses tienen piel de oro, es decir que cualquier estatuilla revestida en este metal tendrá cierto parentesco con las divinidades. Pero Nyord complejiza la cuestión un poco más, cuando afirma que el objetivo de dorar estas imágenes es “realizar, en lugar de expresar, la divinidad” (p. 31). Es decir que el material tiene efectos concretos sobre la realidad, no es sólo un medio para transmitir mensajes. Un ejemplo de cómo las affordances de los objetos cambian de acuerdo al material y a lo que en él está representado es el de las estatuillas de fayenza, un caso muy interesante e ilustrativo que incluso abona su teoría de una “creación por emergencia”. En una palabra, lo que quiere decir Nyord es que los materiales son poderosos en sí mismos.

En la segunda parte del tercer capítulo se ocupa de lo que John Baines denomina la “comunidad artística”, es decir, el conjunto de personajes que intervienen en la creación de una imagen: el artista o artistas, pero también los patronos y quienes encargan las obras, muchas veces funcionarios o directamente representantes de la realeza. De estos, señala Nyord, los creadores (que no duda en llamar artistas) son frecuentemente olvidados por los investigadores (p. 34), cuando en realidad se trata de importantes personajes familiarizados no sólo con las técnicas artísticas a utilizar sino con lo ritual. Incluso, el rey se presenta a sí mismo como un artesano (p. 40). Pero tanto se concentra Nyord en la creación de obras originales, que descuida un aspecto fundamental de la creación de imágenes que es la reutilización.

Los artistas, en efecto, no buscan cumplir con un encargo simplemente, sino que tienen una noción de la estética, y esto es lo que analiza hacia el final del capítulo. Básicamente, la relación entre estética y función, que muchas veces suele ser negada. Otro aspecto que discute Nyord es la accesibilidad o visibilidad de las imágenes ¿Qué hacía que ciertas imágenes fueran creadas para permanecer por toda la eternidad fuera de la mirada de los seres humanos, mientras que otras buscaban una réplica en cada retina que pudieran impresionar? Para Nyord, la existencia de las primeras implica una refutación de cualquier fin propagandístico. El ejemplo clásico es el de las estatuas que se colocaban en el serdab, prácticamente imposibles de distinguir en la oscuridad por ojos humanos. Estos ejemplos muestran que las imágenes egipcias no eran un fenómeno puramente visual, pero también que no requerían siempre de un espectador.

En este sentido, formula la tesis central de este trabajo de la siguiente manera: “ciertos aspectos de la imagen, como su iconografía, son vistos como una forma de capturar un poder en forma material, más que apenas consistir en un mensaje a decodificar o apreciar” (p. 50). El ejemplo de las estatuas cubo (p. 53) le permite explicar de qué manera las imágenes no son mensajeras de algo sino intervenciones ontológicas entre la materialidad y lo visible.

Una pregunta central en el llamado Giro Icónico es la que plantea en el Capítulo 4: ¿qué hace una imagen? Y la respuesta la busca en los tres posibles “usos” (p. 54) de una imagen, que se distinguen en la relación entre ella y la entidad representada. Esta relación puede ser de “presentificación”; se puede manipular la imagen para lograr cambios en su prototipo; y también se puede transferir a la imagen alguna entidad, quizás enfermedades, y en este caso la relación entre imagen y prototipo es sólo temporal. De esta última se ocupa sólo brevemente, ya que no son comunes en Egipto.

En cuanto a la “presentificación”, este concepto él lo toma de Jean-Pierre Vernant, lo cual puede prestarse a confusión porque los exponentes del Giro Icónico lo utilizan también pero en un sentido muy distinto. Para Vernant, hay una conexión ontológica entre la imagen y la persona representada que hace que la primera pueda considerarse una manifestación de la segunda. Esta conexión se encuentra en potencia, y puede ser activada en cualquier momento, como por ejemplo cuando Tutmosis IV se encuentra con la Esfinge de Giza (p. 57).

La imagen puede también utilizarse para inducir cambios en la entidad representada, es decir que, teniendo en cuenta la misma conexión ontológica que demuestran las imágenes que presentifican, de forma contrafáctica se puede provocar mediante la imagen que algo suceda (p. 63). Los ejemplos que da son las figurillas de fertilidad, que aseguran la buena marcha del parto, y en el polo opuesto las figuras de execración, que naturalmente funcionan para prevenir el éxito de la figura representada, llegando incluso a romper deliberadamente las figuras para lograr una ruptura ontológica de las potencias del ente representado (sea este un enemigo, un rival político o un animal peligroso).

Luego de proponer algunas distinciones con respecto a los shabtis, dedica las últimas páginas de su libro a la cuestión de la iconoclasia y la modificación de imágenes (pp. 70-75). A mi entender, esta cuestión demanda un espacio mucho mayor, ya que se trata de prácticas ampliamente difundidas y muy interesantes, que además tienden a cuestionar (cosa que no hace Nyord) la idea de que una imagen está “terminada”. Las imágenes son cambiantes, nunca son algo completo, y la falla al ver esta realidad es una herencia del pensamiento hilemórfico que no se termina de sacar de encima, y un problema grave en su argumento.

En la Conclusión destaca que sus apuntes hicieron hincapié en la alteridad de las imágenes egipcias, a fin de destronar varios prejuicios comunes. En este sentido, la tarea que realiza es grande. Otras cuestiones como la narratividad, el simbolismo y la auto-representación quedaron consecuentemente afuera. Los ejemplos que utilizó también son acotados, reduciéndose a los milenios II y I a.C. y sobre todo al Reino Nuevo. Para realmente demostrar la utilidad de las herramientas que propone, hace falta aplicarlas a una variedad mayor de imágenes y períodos, aunque dos hechos justifican este recorte. Por un lado, su propia experticia, que se concentra en estos períodos. Pero, por otro lado, la idea de que hay un “pensamiento egipcio” hace superfluo considerar distintos períodos, ya que se supone que sus actitudes frente a la imagen serían más o menos similares. Esto es un error de apreciación, que sin duda investigaciones posteriores pondrán en evidencia.

El libro de Nyord tiene una virtud muy grande que es la de abrir caminos. En ningún momento se propone como un punto de llegada, el fin de una larga y erudita investigación especializada. Por ello mismo, aun habiendo señalado algunos puntos que considero fallas, celebro su aparición. Mis críticas van apenas en el sentido de señalar posibles puntos de mejora, pero esto implica que no es una obra definitiva, terminada, sino que, todo lo contrario, es un punto de partida para nuevas investigaciones. En ese sentido, es una adición valiosa a la biblioteca de cualquier investigador interesado por el arte egipcio.