Espacio Abierto - Artículo original
Lo que no mata, fortalece.
Una mirada antropológica sobre mujeres y cárceles en Córdoba (Argentina)

What does not kill you make you stronger. An anthropological regard about women and prisons in Córdoba (Argentina)

O que não mata te faz mais forte. Um olhar antropológico sobre mulheres e prisões em Córdoba (Argentina)

Lo que no mata, fortalece.. Una mirada antropológica sobre mujeres y cárceles en Córdoba (Argentina)
Runa, vol. 44 no. 1, (5- 20 pp.), Jan-Jun, 2023, doi: 10.34096/runa.v44i1.10422. ISSN: 1851-9628
Instituto de Ciencias Antropológicas, Facultad de Filosofía y Letras, Universidad de Buenos Aires


Introducción

¿Cómo se relaciona el género con la mirada social que se construye sobre las mujeres que han tenido implicancias con el delito y han atravesado el encierro? ¿Cómo las experiencias carcelarias transforman sus vidas?

Este artículo reflexiona sobre cómo, a pesar de las adversidades, privaciones, castigos y estigmas que supone la prisión, tres mujeres con las que me vinculé entre 2009 y 2021, durante el trabajo de campo en el marco de investigaciones doctorales y posdoctorales, representan a la cárcel como una posibilidad de revertir las violencias padecidas a lo largo de sus vidas antes del encierro. La etnografía me permitió estrechar relaciones de confianza con las tres mujeres que se fueron consolidando a lo largo del tiempo. Esto posibilitó conversar sobre cuestiones sensibles relacionadas con sus trayectorias de vida y sus experiencias con el delito y el encierro. A dos de ellas las conocí mientras hacía trabajo de campo entre 2009 y 2015 en una villa de Córdoba. A la otra la conocí realizando trabajo de campo en 2018 en una cárcel semiabierta de la misma ciudad. Para este artículo, decidí incluir estos tres casos porque las mujeres de La Tela eran reconocidas, “respetadas” y hasta temidas en la villa justamente por las actividades delictivas que realizaban y porque estas actividades familiares femeninas pasaban de generación en generación. El tercer caso es bastante representativo, porque se trata de una mujer con una amplia trayectoria de encierro, por lo que era “respetada” en la cárcel y, por tanto, me iba presentando a otras mujeres que me tenían confianza por mi relación con ella. Tal y como había observado en trabajos previos, la cuestión del “respeto”, o más específicamente “hacerse el malo para ser respetado”, asociada en La Tela a las prácticas masculinizadas, era también relevante para reflexionar sobre el universo delictivo femenino.

Respecto del sistema carcelario en Argentina, Daroqui (2013) analiza cómo este “animaliza” a las personas a partir de castigos físicos, requisas virulentas, condiciones inhumanas y trabas burocráticas para continuar con los vínculos familiares. Estas vejaciones lejos de contribuir con la transformación personal de los detenidos, les quitan su “condición humana”. En relación con lo que plantea la autora, he escuchado en reiteradas ocasiones durante el trabajo de campo afirmaciones tales como: el infierno de la prisión, la maldad que se necesitaba para atravesar el encierro, la conversión al mal que la cárcel suponía para las personas, ya que nada bueno podía salir de ahí. Sin embargo, también todas las cosas buenas que la prisión les había permitido, como terminar los estudios, conocer personas buenas, verdaderos amigos, aprender a defenderse, enamorarse. Por esto, el presente escrito propone analizar las porosidades de la cárcel en tanto institución de castigo, pero a la vez, como experiencia posibilitadora de aprendizajes a los que estas mujeres no habían tenido acceso antes. Es decir, cómo atravesar el encierro cobra dimensiones particulares justamente por el hecho de ser mujeres.

En este sentido, tomo el paso por la cárcel como una experiencia límite. Pollak (2006) plantea que las situaciones límite son aquellas para las que las personas no hemos sido preparadas ni socializadas. Aquellas que quiebran el orden que tenemos incorporado, habituado, y al que después tenemos que reestructurar. Así, este artículo reflexiona sobre cómo era el mundo de estas tres mujeres antes del encierro y cómo el paso por la cárcel habilitó diversas estrategias de supervivencia para afrontar el regreso a sus vidas marcadas por el sufrimiento, maltrato, estigmas y carencias económicas.

A partir de la modernidad, el encierro se convirtió en la manera legítima y civilizada de castigar (Wacquant, 2004; Elias, 2009; Sykes, 2017). Sin embargo, estudios sociológicos y antropológicos analizan el sistema penal y observan las articulaciones entre pobreza y el destino carcelario en el que terminan muchos reclusos tanto hombres como mujeres (Wacquant, 2004); Antillano, 2015; Maduri, 2015. Este trabajo se centra en la reflexión sobre cómo el género atraviesa las trayectorias de vida y experiencias de encierro de tres mujeres y cómo esto se vincula con una doble estigmatización. Por un lado, la mirada social que se conforma negativamente sobre la población carcelaria y, más específicamente, cómo ser mujer recrudece esa mirada, porque pone en tensión supuestos sociales, culturales y morales sobre lo que se espera de ellas.

Chicas malas

Conocí a Carola en septiembre de 2010 en villa La Tela,1 donde hacía trabajo de campo para las tesis de maestría y doctorado. En estas trabajé sobre cuestiones relacionadas con la inseguridad, el miedo, el delito y las experiencias con santos de moralidad ambigua porque podían movilizar el mal y el bien a la vez. Carola tenía en esa época unos 45 años y estaba cumpliendo un tramo de su condena en la modalidad de prisión domiciliaria. Le había sido otorgada hacía pocos meses atrás porque tenía hijos pequeños a su cargo y porque su marido también estaba preso en Bouwer.2

Vos, Marina, no tenés que confiar en todos acá. Hay gente muy mala, gente que habla por hablar. Vos sabrás por lo que te habrán dicho, o sea, yo empecé a vender droga porque un día me levanté y no tenía nada, nada de nada, me habían robado todo. Me agarró una desesperación… ¿Qué podía hacer yo? ¿Cómo iba a recuperar todo? No iba a llamar a la policía (se ríe), porque acá en la villa no resolvemos así las cosas. ¿Para qué? Si la policía no sirve para nada. Si me roban, yo los voy a encarar a los que fueron, siempre son los mismos, vos sabes quiénes son. Pero en ese momento, se aprovecharon porque yo estaba sola con mis hijos, porque mi marido estaba preso. Y así empecé a vender y fui comprando cosas y después seguí. Y caí presa también. Algunos acá me dicen que soy mala porque les vendo a los pendejos, pero qué me importa, si son un cachivache. (Entrevista a Carola, octubre de 2010)

A Carola me la presentó Ivana, una vecina con cuya familia hacía un año ya teníamos una relación de confianza. Me había contado que Carola, su madre y su abuela eran tres generaciones de mujeres que vendían droga en la villa. Era un negocio femenino, ya que los hombres de la familia no se dedicaban a eso. Cozzi (2020) analiza cómo ha ido cambiando el contexto regional respecto del tráfico de droga. Para la autora, Argentina es un país de paso hacia Europa, puesto que la producción proviene de Bolivia, Colombia y Perú. Según lo que me contaba Carola una vez, la mercadería ingresa a Rosario por vía fluvial o terrestre y luego es llevada a Córdoba y otras provincias, por lo que la comunicación entre ambas provincias es fundamental para la distribución y venta.

Carola me explicaba también cuáles fueron los motivos que la empujaron a dedicarse a lo mismo que las mujeres antecesoras. Me contó que la rabia y la impotencia de saberse sola con sus hijos porque su marido y su hermano habían caído presos le impedían sentir culpa de venderles a los jóvenes de la villa.

En muchas ocasiones, diferentes personas con las que hablé me habían explicado que hacerse el malo era una estrategia para hacerse respetar entre los vecinos y evitar robos y golpizas.

No importa que seas mina, vos tenés que hacerte la mala, si te ven defenderte, aunque te roben igual, te van a respetar, te van a tener miedo y la próxima vez van a decir: “no, a la Marina no le choriemos porque se defiende”. (Nota de campo, octubre de 2010)

Esto me decía Paul una vez en octubre de 2010 conversando en la esquina con varios jóvenes varones, entre los que se encontraba Wally, uno de los hijos de Carola. Ellos me contaban cómo hacía unos días habían visto a una chica de la villa “defenderse como un hombre” tras un intento de robo en la parada del colectivo. Así, fui comprendiendo cómo la maldad estaba en estrecha relación con el miedo. Porque volverse malo para los demás, hacer que los demás tengan miedo se convertía en un capital que se utilizaba estratégicamente en ciertos contextos y frente a ciertos actores, sobre todo cuando se debía atravesar una situación de poder desventajosa o para hacerse respetar.

Bourgois (2010) analiza cómo la cuestión del respeto es fundamental para comprender la economía subterránea y la marginación étnica que padecen los migrantes portorriqueños que viven en Harlem, uno de los barrios más pobres de una de las ciudades más ricas del mundo, Nueva York. El respeto está relacionado en ese contexto trabajado por Bourgois con la lucha por la dignidad y la “cultura callejera de resistencia”. Si bien Villa La Tela es un espacio de relaciones completamente diferente y lejano a Harlem, la categoría respeto es algo a lo que los vecinos de la villa se han referido en infinidad de situaciones. Los análisis de Bourgois son iluminadores para pensar en cómo el respeto está vinculado en La Tela con la dignidad, la maldad y, en ocasiones, con el delito. Para Bourgois, la “cultura callejera de resistencia” es una red compleja de valores, símbolos y prácticas rebeldes que interiorizan la rabia. Aunque para el autor no es un universo consciente de oposición política, ha ido conformándose como respuesta a la exclusión de la sociedad convencional.

En Villa La Tela, hacerse el malo implicaba manejar ciertas destrezas corporales, uso de armas y también participar en prácticas delictivas tales como chorear,3 consumir o vender droga. Garriga Zucal (2007) observa que el “tener aguante” para ganar respeto supone poseer ciertos saberes de lucha y resistencia al dolor que se van adquiriendo a lo largo de la vida. El autor analiza el caso de barras bravas del club de fútbol de Huracán, en el cual la mayoría son hombres, por lo que “tener aguante” o “hacerse el malo”, tal y como me lo expresaron los jóvenes de La Tela, se relacionaba con prácticas masculinizadas. “Peleá como hombre” y otras expresiones similares que escuché durante mi trabajo de campo dejaban en claro que el uso combativo del cuerpo era una práctica asociada con los varones.

Carola había logrado hacerse respetar en la villa vendiendo droga, al igual que su madre y su abuela. A su vez, sus hijas se ganaban el respeto de todos peleando. Varios vecinos me habían comentado que las hijas de Carola a menudo participaban en peleas y que eran muy violentas porque sabían pelear con navaja. Esta destreza para ganarse el respeto nos muestra cómo ‘la maldad’ también puede ser ejercida por las mujeres. De hecho, cuando conocí a Carola, ella estaba preocupada porque había aparecido una joven apuñalada en la villa y los medios de comunicación locales señalaban a una de sus hijas como la responsable del hecho. La chica agonizaba en un hospital y, según pude leer en el diario Día a Día, cuando la encontraron en su casa había murmurado “Guti”, el sobrenombre de la hija mayor de Carola, por lo que ahora “la Guti” se encontraba como principal sospechosa.

Constant (2016) propone un análisis histórico sobre cómo los estudios sobre delincuencia han tendido a esencializar a las mujeres como sujetos frágiles y alejados del mundo del delito. Así, las han concebido como receptoras de violencia y no como personas capaces de ejercerla. Asimismo, Kalinsky (2013) ha analizado cómo, desde fines de los años noventa e inicios del 2000, las mujeres han venido incursionando en delitos considerados masculinos, como robo y comercialización de droga. En esta línea, Mancini (2015) se pregunta por el lugar asignado a las mujeres en un programa de prevención del delito en una villa de Buenos Aires. La autora indaga en torno al delito asociado a los varones en su rol de proveedores de las mujeres y de los hijos. Ambos aportes son relevantes para pensar en la familia de Carola y en el negocio de venta de droga a través del cual las mujeres se volvieron proveedoras de su propia familia. Condición que fue sucediendo generación tras generación porque los hombres se encontraban en prisión. Más aún, Carola me explicaba que se habían aprovechado de la ausencia de su marido para robarle y cómo a partir de esto ella comenzó con el negocio familiar. Esta economía no solo le sirvió para sobrevivir y alimentar a sus hijos, sino también para ganarse el respeto en la villa y evitar ser objeto de nuevos robos. La fama de malas se potenciaba también porque el marido de Carola se encontraba preso y Carola también había pasado una temporada en la cárcel.

Antillano (2015) y Míguez (2008) analizan cómo atravesar el encarcelamiento se convierte, para muchos jóvenes, en una oportunidad para realizar una carrera delictiva exitosa. Paradójicamente, este mecanismo es contrario a los objetivos relacionados con la transformación social que se propone el Estado a través de la privación de la libertad de quienes han cometido delitos. De este modo, la cárcel se convierte en un capital valioso para hacerse el malo, para ser temidos por los demás y respetados por su grupo de pares. En ocasiones, he observado en las reuniones que compartía con grupos de jóvenes, que cuando alguien salía de la cárcel, comunicaba sus experiencias de encierro con cierto orgullo. La categoría “carteludo”, a su vez, era usada para calificar a quienes hacían ademán de ‘sus maldades’, pero luego estas no eran demostradas en las peleas que tenían con otros jóvenes o cuando salían a robar.

Visité en varias oportunidades a Carola; me contó que había cumplido cinco meses de condena efectiva en Bouwer y luego le habían otorgado el beneficio de la prisión domiciliaria.

Yo aprendí muchas cosas en esos meses en la cárcel. Por ejemplo, me aprendí a defender. Yo antes sufría mucho con mi marido. Me tordeaba siempre, viejo y todo como estaba, andaba con pendejas de por acá. Encima me pegaba y a mis hijos también, vos vieras cómo nos dejaba. Había veces que eran las cuatro de la mañana y nos echaba de la casa y yo andaba buscando dónde dormir con todos los chiquitos. Yo siempre lo perdonaba porque no tenía adónde ir, pero ahora no, cuando salga de la cárcel, el que se va a ir es él, acá no vuelve. Una vez, apenas salí de la cárcel, fui y la hice cagar a una de las pendejas con las que me tordeaba, pero ahora ya no ¿para qué? Lo que quiero es que nos deje en paz. Antes nunca me había peleado con nadie, pero en la cárcel aprendés a la fuerza, porque si no, te pasan por encima. Aprendí un montón de cosas en la cárcel, a reconocer a la gente, se cuándo la gente es mala y cuándo es buena. Por ejemplo, vos que venís de afuera, sos buena, Marina, se te nota que no tenés esa maldad de la gente de acá. (Entrevista a Carola, octubre de 2010)

El mal y el bien eran categorías en oposición que Carola y la mayoría de los vecinos con los que conversé usaban a menudo para clasificar a las personas que la rodeaban. Hasta yo misma era ubicada del lado del bien, por no pertenecer al universo de relaciones sociales de la villa. Así, en dos oportunidades había llamado la atención a su cuñada Lara, que vivía con ella, porque me hacía chistes sexuales, me ofrecía cocaína y me amedrentaba preguntándome si no me daba miedo meterme en la casa de transas.4 Carola la reprendía explicándole que yo era buena, que venía de la universidad, y se disculpaba conmigo manifestando sentir vergüenza por el comportamiento de Lara. Después de un tiempo, Lara se relajó y hasta me invitaba a conversar con ella. Comprendí entonces que la maldad era una manera de marcarme límites a mí, que venía de afuera de la villa. Carola y sus hijas me habían aceptado, pero Lara imponía respeto y me recordaba que desconfiaba de mí, mientras me ponía a prueba ofreciéndome la mercadería que tenían a la venta. Lara me estaba marcando que por “más buena que yo fuera” y que por más que viniera de la universidad, yo tenía que respetarlas. Por el contrario, Carola, tras su paso por la cárcel había aprendido a distinguir a las personas y, por tanto, sabía que yo no iba a denunciarla a la policía, a juzgar su vida, ni tampoco a hablar chismes sobre ella con los otros vecinos. Carola me decía:

“Yo cambié mucho ahí Marina, si vos me hubieras conocido antes de ir presa, capaz no te hubiera hablado, hubiera sido así como Lara, así que te falta el respeto” (Carola, octubre de 2010).

Para Carola, Lara me faltaba el respeto a través de los chistes y del ofrecimiento de droga. Como yo -según su mirada- no tenía la maldad de las personas de la villa, era Carola la que me defendía y le marcaba a Lara que debía respetarme. Sin embargo, con el paso del tiempo y de que fuimos relacionándonos cotidianamente, Lara dejó de hostigarme y hasta me decía que me extrañaba cuando no iba a visitarlas. Por otra parte, para Carola, la cárcel se había convertido en una experiencia de aprendizaje, le había dado herramientas para solucionar sus problemas matrimoniales y también la destreza para reconocer las intenciones de las personas que la rodeaban. Condición que, a su vez, era muy necesaria para su negocio, como me había explicado una vez.

Ser libre tras las rejas: paradojas del encierro

Ana tenía unos 40 años cuando la conocí en el Establecimiento Penitenciario Número 4 Colonia Abierta Monte Cristo, durante los talleres que llevamos a cabo en 2018 y 2019 en el marco de un equipo de extensión universitaria subsidiado por la Secretaría de Extensión de la Universidad Nacional de Córdoba. Hacía casi 20 años que Ana estaba presa, y durante su condena había recorrido tres penitenciarías de la provincia de Córdoba: Villa María, Bouwer y Monte Cristo, donde estaba cumpliendo el último tramo con el beneficio de la semilibertad por tener buena conducta. Se encontraba alojada en una cárcel semiabierta y, por lo tanto, tenía permitidas las salidas diurnas para ir a estudiar Historia, carrera que había comenzado en los años de encierro, tras finalizar sus estudios secundarios.

El taller de extensión universitaria a nuestro cargo no solo incluía jornadas de producción de collages artísticos con la coordinación de una reconocida artista plástica de Córdoba y posteriores debates sobre temáticas abordadas en ellos, tales como la libertad y el encierro, la identidad, los sueños. Además, el taller suponía visitas a diferentes museos de la ciudad a las cuales los participantes podían concurrir custodiados por guardiacárceles. Las salidas se volvían excelentes oportunidades para conversar más relajados, ya que compartíamos el almuerzo y la posibilidad de varias horas fuera de la cárcel. Durante una larga charla que pudimos tener con Ana en una visita al Museo de Antropología, me contaba cómo era su vida antes de la cárcel:

Tuve una niñez complicada, Marina. Mucho maltrato, entonces para mí, ser madre fue una escapatoria. A los dos días de nacida, mi mamá me regaló a una tía, y dos años después me fue a buscar para que cuidara a mis hermanos. Ella estaba embarazada. A los 5 años me tocó internar sola a una hermana bebé. La interné yo con 5 años, estaba sola con ella, me acuerdo que tenía hasta el pintorcito rojo puesto para ir al jardín. La llevé al hospital y quedó internada. Al rato vinieron mi mamá y mi papá. Mi hermana se murió en mis brazos. Yo la alcé, tenía los ojitos bien abiertos y sonreía y se murió en mis brazos. Me crie con esa imagen. Y después empezaron a nacer mis otros hermanos. Y bueno, mi infancia fue difícil; mucho maltrato de mi papá hacia mi mamá y de mi mamá hacia mí. A los 18 años me fui de mi casa, cuando quedé embarazada de mi primera hija. A los 20 años, yo ya tenía dos hijas, estaba sola porque me había separado del papá y el juez del pueblo me dio a tres de mis hermanos para que yo me haga cargo porque mi mamá los tenía tirados. Imaginate Marina, a mí nadie me preguntó si yo podía, yo ya tenía a mis dos nenas y estaba sola. La verdad es que yo necesitaba mucho a mi mamá. A veces pienso que me hubiera gustado sentir alguna vez lo que era tener una mamá, pero doña Clara nunca fue eso para mí. Nunca sentí el calor de un hogar, de una madre, nunca. Ella nunca se preocupó por nosotros, a veces creo que a mí me odiaba. Una vez un amigo de mi papá abusó de mi cuando tenía ocho años y mi mamá me dijo que la culpa había sido mía. Durante muchos años pensé eso, acá en la cárcel cuando empecé terapia pude entender que no era así, que una nena no puede tener la culpa de nada. (Entrevista con Ana, octubre de 2019)

Kalinsky (2013) analiza la relación de las mujeres con trayectorias delictivas y con experiencias de encierro con sus madres. Esta autora observa cómo, en general, estas mujeres provienen de familias abusivas. Ellas mismas han sido víctimas de abusos y sus madres los han justificado o encubierto. De esta manera, a diferencia de la mayoría de los hombres presos, las mujeres no son visitadas por sus madres durante su estadía en la cárcel y tampoco reciben apoyo de estas cuando salen en libertad condicional, por lo que muchas veces estas mujeres regresan a un ambiente de riesgo.

Ana vivía en un pueblito cercano a la ciudad de Villa María donde pasó toda su infancia y donde vivió antes de caer presa. A los pocos meses, logró que la trasladaran al complejo penitenciario en Bouwer, ya que en la ciudad de Córdoba tenía más oportunidades para estudiar y trabajar intramuros.

Así que me hice cargo de todos los chicos yo sola. Trabajaba en Cáritas pero no me alcanzaba, así que también trabajaba en una carnicería. Hacía la limpieza general y me daban las achuras, todo lo que sobraba. Pero imaginate con cinco niños. Empezaban a quedar descalzos y yo no tenía ni para darles de comer. Nunca quise acostarme con alguien por plata porque me daba asquito. Pero un día, mi hija más grande me dijo que tenía hambre y yo no tenía nada para darles. Y entonces me guardé el asco y así pude arreglar el techo de mi casa, comprar camas para todos, porque dormíamos en dos camas nada más; pude comprarles conjuntitos de ropa, imaginate. (Entrevista a Ana, octubre de 2019)

Ana y yo conversábamos mucho durante las jornadas en Monte Cristo y también por WhatsApp ya que, al ser una cárcel semiabierta, estaba permitida la tenencia de teléfonos celulares. Como me explicaba la jefa del área de Educación de esa penitenciaría en una oportunidad, el periodo de tratamiento contemplado en la Ley nacional 24.660 se aplicaba una vez concluido el juicio y obtenida la condena y se dividía en tres fases. Sin embargo, en Córdoba hubo una reformulación en el artículo 23 y se agregó una fase más. De modo tal, dicho tratamiento quedó conformado en las siguientes fases: a) Socialización, b) Consolidación, c) Afianzamiento, d) Confianza. Al finalizar el tratamiento, las personas privadas de libertad comienzan el periodo de prueba. En Monte Cristo además, tienen como lema principal “la autodisciplina”, a partir de la cual se espera que las personas puedan regular su propio comportamiento antes de salir en libertad. Monte Cristo tenía características diferentes a las de una cárcel común. Según me relataron los participantes del taller durante los encuentros, a diferencia de otras penitenciarías, tenían libertad para circular por campo abierto durante todo el día hasta la noche, que cerraban las puertas de acceso a las viviendas. Así, este establecimiento penitenciario no tenía el aspecto de otras cárceles que había conocido. Los pabellones, a los que ellos llamaban “sectores”, estaban compuestos por casas en donde convivían grupos de tres o cinco personas en el caso de los hombres. Durante una jornada del taller de extensión un grupo de mujeres, me contaba que:

Es muy diferente para nosotras. No podemos salir de nuestras casas solas. Si queremos salir, tenemos que esperar que nos vengan a buscar las guardias. Los hombres sí pueden ir donde quieran pero nosotras no. Tampoco podemos usar el salón para las visitas cuando están ellos, porque acá no quieren que nos juntemos. Nos juntamos con ellos acá en el taller cuando vienen ustedes, pero vos viste que a nosotras nos traen las guardias y siempre se queda alguna a sapear. (Nota de campo, junio de 2019)

Monte Cristo había sido una cárcel masculina hasta abril de 2018, justo cuando empezamos con los talleres de extensión. En ese mes comenzaron a llegar primero un grupo de ocho mujeres y luego, en 2019, cuando estuvo construida la otra vivienda, llegaron ocho mujeres más. Según nos explicaban las educadoras y la vicedirectora de la cárcel, las diferencias que había entre las libertades de ellos y las restricciones de ellas se debían al cuidado y la protección de la ‘integridad de las mujeres’.

“Yo creo que si acá estamos porque tenemos buena conducta y convivimos todos con el acuerdo de autodisciplina, nosotras deberíamos tener los mismos derechos. Si yo quiero ponerme una minifalda nadie debería ni mirarme, porque si acá no nos respetan, imaginate afuera”, le dijo Ana a un guardia cárcel una vez (Ana, marzo de 2019).

Ana no se callaba nunca, y por eso se había ganado la antipatía del servicio penitenciario, según me explicaba durante una salida al Museo Palacio Ferreyra en noviembre de 2019. En varios relatos, las mujeres presas en Monte Cristo habían contado que hay ciertas ropas que no pueden usar pasando el umbral de su casa. Así, las musculosas de breteles finitos, las minifaldas, tops o pantalones cortos están prohibidos para circular en los espacios por donde pasan los hombres.

A mí me odian acá porque yo me hago respetar. Mirá si me van a venir a decir algo con los años que llevo acá adentro. He tenido muchos problemas, incluso me he tenido que pelear un montón de veces, pero nunca perdí la conducta. Y las guardias también me respetan. A veces nos dicen: “eh, ustedes, choras, vengan”, y yo les contesto: “yo no robé nunca nada en mi vida, yo estoy acá por homicidio” (Ana Noviembre de 2019).

Me explicaba Ana que a veces tenía que hacer un uso estratégico de su condena, es decir, recordarles el motivo por el cual estaba presa, para contrarrestar las faltas de respeto tanto de sus compañeras de prisión como de las guardias.

¿Y cómo fue que aprendiste a hacerte respetar?, le pregunté en una oportunidad. Mirando, escuchando, con ustedes, con los talleres de derechos humanos, aprendí que, a pesar de lo que hayamos hecho, nadie nos puede maltratar, ni tus propias compañeras ni la policía. La cárcel te transforma, Marina, aprendés de cada mirada, de cada movimiento del otro. La cárcel te endurece, el maltrato del otro te hace fuerte. Es así, lo que no nos mata nos fortalece. (Ana, noviembre de 2019).

Ana me contaba que, a pesar del encierro y las cosas que se vivían adentro, tales como los castigos físicos de los guardias, las peleas con las otras presas, el frío, el hambre, el hacinamiento, las desigualdades de género, la falta de sus hijas, la cárcel representaba, en cierta manera, su liberación.

Me dirán que estoy loca, pero yo lo sigo sosteniendo y es que yo fui libre acá adentro, Marina, porque ya mi mamá no me mandaba, no me maltrataba, porque ya mi pareja no me mandaba ni me maltrataba. Porque yo ya podía decir sí o no, podía decidir, pero lo pude hacer dentro de una cárcel, aprendí a ser libre tras las rejas. (Entrevista a Ana, octubre de 2019)

Ana definía su vida entera con la palabra ‘maltrato’. Primero, por parte de su madre, y luego, por parte de un hombre con el que había empezado a convivir poco antes de caer presa. Ese maltrato luego se trasladó a su vida en la cárcel, donde aprendió a revertirlo.

Acá es difícil tener amigas; hay una lógica de cuánto tenés, cuánto valés que a mí me costó entender al principio, pero después te vas endureciendo (…) Pero también aprendés a cuidar a tus compañeras cuando hace falta. Cuando la estuve pasando mal, o por ejemplo, cuando estuve por parir acá adentro me acompañaron, me tendieron una mano, y eso no se olvida nunca. (Entrevista con Ana, noviembre de 2019).

Segato (2007) reflexiona sobre cómo la racialización de las personas encarceladas se encuentra muy naturalizada en América Latina y cómo esto se vincula con una construcción histórica y sistemática de indeseabilidad que recae sobre algunas personas como efecto de la modernidad y que involucra procesos coloniales y poscoloniales de constitución de un ideal de nación.

A su vez, Segato (2018) analiza cómo las experiencias de mujeres presas están atravesadas por cuestiones raciales, de clase y también de género que convergen en un contexto histórico determinado. Así, la autora observa cómo las trayectorias de las mujeres entrevistadas comparten un mismo origen de maltrato, violencia y sufrimiento. De este modo, pensar en las mujeres y el encierro es también incorporar la experiencia histórica femenina. Esta experiencia, según aclara Segato, no está construida en base a una esencia, sino a una historia acumulada a lo largo de los siglos. Para Segato (2010), la experiencia femenina posibilita poder identificar el propio sufrimiento, a diferencia de la experiencia histórica masculina, en la cual el mismo mandato de masculinidad patriarcal imposibilita poder considerar su condición de víctima. Por tanto, la maldad que veíamos en el acápite “Chicas malas” podría tomarse como una manera de invertir esta condición de víctima construida en relación con los estigmas padecidos por vivir en una villa, por las carencias económicas y por la necesidad de revertir una imagen femenina asociada con la fragilidad, puesto que esta se opone a la imagen de peligrosidad y maldad que se necesitan para conseguir el respeto de los pares, dentro y fuera de la cárcel. De esta manera, Ana hace uso de su peligrosidad para contrarrestar el maltrato de sus compañeras y guardias. Mientras que desde Monte Cristo se intenta sostener esa imagen de mujeres indefensas que necesitan del control penitenciario para proteger su integridad respecto de sus compañeros hombres que se encuentran presos en el mismo establecimiento. Sin embargo, en la misma institución carcelaria, los castigos físicos y las faltas de respeto no tienen diferenciación por género. Según me contaron la mayoría de las mujeres con las que conversé, habían recibido castigos físicos virulentos por parte de los guardias en algún momento de su trayectoria de encierro. Esto incluía, por ejemplo, haberlas dejado durante horas esposadas a una columna en el patio de una prisión similar a la época de la esclavitud. También me relataron cómo cuando una compañera había sido golpeada, se activaban lazos de contención entre las compañeras de celda para cuidar de sus heridas y contribuir con la recuperación.

Asimismo, como plantea Ojeda (2013), la cárcel tiene una lógica paradojal en la cual conviven el encierro y el castigo institucionalizado con la solidaridad, alianzas y afectividad entre las mujeres que comparten la condición de encierro. La autora reflexiona sobre cómo los pactos y afectividades entre las mujeres se vuelven estrategias de supervivencia ante la situación extrema de la cárcel. Sin embargo, esta solidaridad no anula las diferencias de poder entre las mujeres presas ni los conflictos propios de la convivencia forzada. Estos aportes se vuelven valiosos para analizar lo que relataba Ana respecto de la importancia de ganarse el respeto entre sus pares y cómo los años de prisión le habían dado herramientas para poder comprender las paradojas de la cárcel. Segato (2018) reflexiona sobre cómo las mujeres en la cárcel, en re-unión con otras con las que comparten trayectorias de vida signadas por diferentes tipos de violencias, así como también su condición de presas podría volverse un espacio interesante donde encontrar herramientas para conocer sus derechos y aprender a defenderse a partir de una misma experiencia de feminidad compartida.

Las mujeres se cansaron que les dejaran los ojos morados…

“Las mujeres se cansaron de que les dejaron los ojos morados, aprendieron a defenderse y ahora son ellas las que mandan, Mari”. Esto me advirtió Gastón antes de llevarme a la casa de Sabrina una siesta en septiembre de 2015. A Gastón lo conocía desde el 2009 y teníamos una relación de profunda amistad y parentesco, ya que yo me había convertido en madrina de su sobrina mayor. Él se había ofrecido a acompañarme a la casa de Sabrina, una mujer de unos 40 años a quien yo ya conocía porque muchos de los jóvenes de Villa La Tela con los que me relacionaba ‘le iban a comprar fasos’.5 Gastón me iba a acompañar porque según él: “Sabrina es buena pero está re loca y capaz te corre de vuelo. El marido siempre anda a los tiros con todos pero vos no tengas miedo porque la que manda en esa casa es la Sabrina”. Tras esas advertencias, partimos a la casa de esta mujer en quien yo tenía un interés particular porque era devota de San La Muerte. En aquel momento, yo estaba trabajando en la tesis doctoral en un cruce temático entre personas que tenían trayectorias delictivas y experiencias espirituales con santos de moralidad ambigua o “santos malos”, como les decían algunos vecinos de la villa.

Sabrina nos abrió la puerta y tras una corta pero contundente presentación, Gastón se fue. Ella me invitó a pasar a su casa y a partir de ahí comenzamos a construir una relación de confianza. Me contó que hacía unos meses había salido de la cárcel de Bouwer tras una condena de tres años y de cómo en la cárcel se había aprendido a defender.

Mi vida es muy difícil, Marina, te voy a contar. Yo antes vivía en Villa Adela, con mi papá y mi hermano, mi mamá se murió cuando yo era muy chica. Después se murió mi papá y me quedé con mi hermano, que me golpeaba mucho. Siempre me pegaron en mi casa y yo un día me cansé y a los 14 años me vine a vivir acá a la villa. Me junté con mi primer marido, el papá de mis hijos más grandes. Me separé porque me pegaba mucho también y me junté con Morti, el papá de mis hijos más chicos, que también me pegaba, pero ya no. (Entrevista con Sabrina, septiembre de 2015)

Sabrina me contó que estaba pasando un momento muy terrible de su vida cuando la conocí. Su hijo mayor había tenido una sobredosis de droga y tenía que cuidarlo para que no volviera a suceder. Sin embargo, esta tarea no era fácil, porque en la casa de Sabrina estaba la mercadería que vendía y, en ocasiones, su hijo se ponía muy violento. Estaba prácticamente sola lidiando con ese problema porque su marido, Morti, pasaba muchas horas fuera de su casa. Estaba en ese momento muy enojada porque sus vecinos hablaban mal de ella y la responsabilizaban de lo que le sucedía a su hijo.

Yo no soy mala, Marina, yo soy buena, hago lo que hago por mis hijos. No me separo para que ellos tengan a un padre, hago de todo para que no les falte nada. Cuando salí de la cárcel, no tenía ni qué darles de comer, hasta uno de mis hijos tuvo que salir a robar. Y yo no quiero eso. Acá te van a decir que yo estoy reloca y es así, yo no me callo nada, y si no me respetan, yo tampoco. Acá me tienen miedo y le tienen miedo a mi santo, por eso me respetan. (Entrevista con Sabrina, octubre de 2015)

Según me explicó, encontraba consuelo y protección en san La Muerte, quien la ayudaba con su negocio para que la policía no encontrara nada si había allanamientos en La Tela. Sabrina estaba con un cuadro de depresión y había días que no podía levantarse de su cama y hasta se le había cruzado la idea de suicidarse. Sin embargo, el santo le daba fuerzas cada día, ella ‘sentía su presencia’ a partir de la cadena de favores, promesas y cuidados que había establecido con él a través de un altar y una gruta que Sabrina había hecho construir para él. La relación con san La Muerte era tan ambigua como lo era el santo. Una relación embebida en las porosidades entre el amor y el miedo. Porque el santo cumplía eficazmente todos sus pedidos, pero Sabrina sabía que, si ella no cumplía sus promesas en tiempo y forma, san La Muerte podía hacer que le viniera el mal. Según me contó, lo había conocido en la cárcel. Hacía poco menos de un año, Sabrina había salido en libertad condicional. Una mañana en que la visité me contaba que

Yo estuve presa, Marina, y ahí la pasé mal, pero ¿sabés qué? Hay algo que yo aprendí estando en la cárcel, a defenderme. Porque a mí, antes, mi marido me golpeaba mucho, morada de los moretones me dejaba, embarazada y todo. Una vez me pegó tanto que me hizo perder un embarazo, y yo en la cárcel aprendí a defenderme. Porque allá tenés que defenderte, a veces a alguna se le cruza algo y vienen con un cuchillo y vos tenés que pelear, y así yo aprendí, y cuando salí le dije a mi marido: “vos no me volvés a pegar nunca más”. Un día me dijo que se iba con otra mujer y yo me puse como loca, el me pegó y yo me juré que iba a ser la última vez. Lo perseguí con un cuchillo y nunca más me volvió a pegar. Lo tengo amenazado que un día lo voy a matar y lo voy a poner al cuerpo, acá abajo, donde tengo un pozo, cerca de la gruta de mi santo. (Entrevista con Sabrina, octubre de 2015).

Es imprescindible abordar la historia de Sabrina, que es similar a la de muchas mujeres de villa La Tela, como me explicó Gastón, desde una perspectiva de género. Para Segato (2010), el género es una categoría que organiza la estructura de relaciones sociales y los significantes a partir de los cuales se percibe y se construye dicha estructura. Impone al mundo una ordenación jerárquica y contiene la simiente de las relaciones de poder en la sociedad (Segato, 2010, p. 55). Otros autores a los que refiere Segato, como Simone de Beauvoir, María Luisa Heilborn y Margaret Mead, reflexionan sobre cómo se da una oposición binaria en esa estructura en la cual existe una distribución desigual de poder, que puede contener la posibilidad de inversiones y permutas pero nunca de simetrías (Segato, 2010, p. 55). A su vez, esa estructura simbólica, arcaica y patriarcal es la que viene definiendo histórica y culturalmente las feminidades y masculinidades, y la que ordena, regula y norma las relaciones entre sí. Por tanto, la moralidad está muy relacionada con este sistema simbólico de valores que se traduce en las relaciones concretas entre los hombres y las mujeres de La Tela, como vimos. En general, en la villa, la mayoría de las familias provienen del interior de Córdoba o de zonas rurales de Salta, Santiago del Estero y Catamarca, donde los roles de género estaban definidos de tal manera que eran los hombres los que históricamente salían de la casa para trabajar y recibir un salario remunerativo por dichas tareas; mientras las mujeres quedaban en el hogar al cuidado de los hijos y de las tareas domésticas sin recibir contraprestación económica por ello. Con el advenimiento de la modernidad y de la movilización de las familias hacia las grandes urbes en busca de mejores oportunidades de vida, se ha venido produciendo un quiebre respecto de esa antigua organización de los roles de hombres y mujeres en relación con el trabajo. Es así como desde hace tres generaciones, en Villa La Tela, las mujeres se vieron en la necesidad de trabajar fuera de sus hogares para poder subsistir y afrontar las exigencias de vida que impone la ciudad. Esto se relaciona con las necesidades de consumo, pero también con las distancias que supone una ciudad en constante crecimiento como Córdoba. De esta manera, las mujeres que salen a trabajar pasan varias horas afuera y muchas veces, son criticadas por otras debido a que ‘dejan a sus hijos y estos agarran la calle’ y andan a la deriva expuestos a los peligros que esto supone (Previtali, 2012; Liberatori, 2019). La exigencia moral del cuidado de los hijos recae siempre sobre la madre porque, desde el antiguo paradigma patriarcal, se supone que es quien ‘debe’ afrontar dicho cuidado y transmitir los valores morales y las buenas costumbres a los hijos.

Constant (2016) ha abordado un estudio sobre la delincuencia femenina y afirma que esta se encuentra atravesada por cuestiones penales pero también morales. Realiza un recorrido exhaustivo sobre la teoría de Becker, para quién la desviación es una construcción social establecida entre quienes construyen las normas y quienes las infringen. Profundamente vinculada con una mirada colonial, por tanto, los criterios que definieron las normas y, por ende, quienes las transgredían, se definieron a costa de juicios morales del Otro y de la Otra, es decir, de las poblaciones colonizadas (Constant, 2016, p. 148). A su vez, la perspectiva procesual de la autora contribuye para comprender las oposiciones diferenciadas de los roles de géneros a lo largo de la historia. Al igual que Segato, afirma que las construcciones heteropatriarcales sobre el género están en estrecha relación con las jerarquías morales y raciales de los colonizadores. A través del matrimonio y la maternidad, las mujeres han sido relegadas al espacio de lo privado y se convirtieron en pilares fundamentales del orden social, paradójicamente, el mismo orden social que las constriñe y las relega. Por esto, las mujeres no han sido concebidas como personas capaces de transgredir las normas sociales y legales, porque, justamente, han sido constituidas como garantes de estas. Por esta razón, la imagen de las mujeres delincuentes está socialmente vinculada con la anormalidad y la monstruosidad y supone una doble trasgresión; por un lado, de las normas legales, pero también de las normas sociales heteropatriarcales.

Bourgois (2010) analiza cómo la migración y la pobreza producen quiebres simbólicos y materiales en las familias portorriqueñas organizadas según las bases de un modelo patriarcal. El autor propone que la masculinidad ha entrado en crisis debido a una inversión del poder entre mujeres y hombres y a los cambios que se producen en los roles sexuales. Así, anteriormente, el respeto era conseguido por los hombres por ser proveedores de sus familias, mientras que en la actualidad, las debacles económicas han lanzado a las mujeres al mercado laboral porque los hombres no pueden afrontar solos dicha imposición. Se produce una crisis del modelo patriarcal que se traduce en la impotencia masculina, que es canalizada a través de la violencia contra las mujeres y los niños. El autor analiza cómo el sufrimiento y la violencia van signando las infancias y las familias al no poder afrontar estos cambios. A su vez, las violencias también se canalizan a partir de una autodestrucción relacionada con economías delictivas y el uso de drogas.

En relación, para Segato (2010), coexisten dos sistemas que se superponen: uno que iguala a las mujeres con los hombres, pero al mismo tiempo otro, que busca controlarla e imponerle la tutela masculina. Al igual que lo que propone Bourgois y lo que he podido observar a lo largo de los años de trabajo de campo en La Tela, esta superposición de sistemas contribuye con luchas por el poder y en un despliegue de violencias (físicas, morales, simbólicas, económicas) en las cuales casi siempre las víctimas suelen ser las mujeres. De esta manera, la vida de Sabrina era muy complicada, como me explicó desde el principio. Las carencias económicas, los estigmas de vivir en una villa, la falta de oportunidades, la violencia intrafamiliar de diversas índoles, las acusaciones morales tanto respecto de su maternidad como de sus actividades económicas. Sobre Sabrina recaían muchas exigencias pretendidas por un sistema sociocultural, histórico y económico heteropatriarcal que, por un lado, le exigía que fuera buena madre y buena esposa mientras, por el otro, necesitaba trabajar para subsistir a una economía precarizada. La cárcel y el santo se convirtieron para Sabrina en una alternativa para revertir las presiones sociales y las violencias que padecía. Sin embargo, tanto el paso por la prisión como san La Muerte poseen el mismo carácter ambiguo de peligrosidad. Ambos le brindaron a Sabrina herramientas para defenderse y hacerse respetar. Pero en ese mismo acto, también infringe normas morales y legales, al resistirse a un modelo de mujer que se espera socialmente. De alguna manera, termina presa de un círculo de violencias del que es casi imposible salir.

Conclusiones

Las historias de vida de Carola, Ana y Sabrina comparten un mismo origen: las tres provienen de contextos vulnerabilizados y precarizados, con carencias económicas, violencia intrafamiliar, abusos, sufrimiento, maltrato y el paso por la cárcel como castigo por intentar revertir sus condiciones de vida. “Las mujeres siempre nos llevamos la peor parte en la cárcel”, me dijo Ana una vez. Conversábamos entonces de cómo las condenas son recrudecidas para ellas, las visitas de familiares, amigos y amantes son menores que las de los hombres. Sin embargo, el encierro se convirtió en un espacio de supervivencia en que las tres encontraron diversas oportunidades y aprendizajes para contrarrestar las múltiples violencias que atravesaban sus vidas. La cárcel las había fortalecido, las había transformado y, cuando salieron en libertad, ya no eran las mismas. La cárcel les había dado herramientas para poder mirar a los ojos a las personas y saber cuáles eran sus intenciones, destreza física para poder pelear si era necesario, como así también saber cuáles eran sus derechos y resguardarlos si estos eran amenazados. La cárcel les había enseñado a hacerse respetar. Sin embargo, las herramientas que les fueron ofrecidas durante el encierro revestían de un doble juego que se volvía peligroso y autodestructivo. Por un lado, les permitía contrarrestar el maltrato y buscar alternativas económicas, pero por el otro, habilitaba a infringir normas legales y morales por lo que habían sido castigadas y podían volver a serlo. Es decir que el paso por la cárcel les enseñó a defenderse con las mismas armas por las que luego son juzgadas tanto penal como socialmente. ‘Hacerse las malas’, para las mujeres, tiene un doble costo, aunque en ocasiones se vuelve la única posibilidad de subsistencia, tanto adentro como afuera de la cárcel. Como vimos a lo largo del texto, el sistema social las empuja a delinquir, las castiga, y a la vez les da herramientas para defenderse, pero estas se vuelven armas de doble filo, porque contienen la solución, pero también la peligrosidad del castigo.

La cárcel las transforma, las endurece, les enseña a atravesar la violencia, con violencia. Les enseña las reglas masculinas del sistema heteropatriarcal, las destrezas del uso del cuerpo y las armas para pelear, desenvolverse en las economías ilegales. Sin embargo, este mismo sistema luego las juzga porque con estas herramientas aprendidas quiebran ese mismo orden social. Los roles femeninos construidos históricamente han sido destinados para engranar un sistema moral en el cual las mujeres son esencialmente vistas como seres frágiles, asociadas con la bondad. Sin embargo, las condiciones vulnerabilizadas de sus trayectorias individuales y familiares habilitaron la maldad como capital para desenvolverse y subsistir. Me pregunto entonces si el encierro es una manera eficaz para contrarrestar la violencia y el delito. Principalmente si, como explica Kalinsky (2013), la etiqueta social de delincuente es un estigma moral que no es fácil quitarse para las mujeres aun habiendo finalizado su condena penal. ¿Qué sucedería si las políticas penitenciarias y de reinserción social apuntaran a una transformación sustancial de las personas incorporando las experiencias y condiciones de vida previas al encierro para poder acompañarlas en procesos que involucren posibilidades reales para salir de los círculos de violencias y maltrato de los que forman parte? Así, la cárcel podría convertirse en un espacio más humanizado, que habilite la unión entre mujeres y les permita empezar a mirarse, a comprender que sus historias y experiencias están entrelazadas para construir caminos alternativos y colectivos.


Agradecimientos

Agradezco profundamente a las tres mujeres que aparecen en este trabajo y en especial a las mujeres alojadas en el Establecimiento Penitenciario N°4 Colonia Abierta Monte Cristo y a sus lecturas atentas. También al CONICET y a la UNC que posibilitaron mi formación de grado, posgrado y posdoctorado.

Referencias bibliográficas

Antillano, A. (2015). Cuando los presos mandan: control informal dentro de la cárcel venezolana. Espacio Abierto Cuaderno Venezolano de Sociología, 24(4), 16-39.

Bourgois, P . (2010). En busca de respeto. Vendiendo crack en Harlem Buenos Aires: Siglo XXI.

Constant, C. (2016). Pensar la violencia de las mujeres. La construcción de la figura delincuente. Política y Cultura, 46, 145-162.

Cozzi, E. (2020). “Nosotros éramos una cooperativa de distribución”: Algunas transformaciones en el mercado de drogas ilegalizadas en un barrio popular de Rosario, del cuenta-propismo a una comercialización a mayor escala. Dilemas, 13(2), 463-484.

Daroqui, A. (2013). Castigar y gobernar. Hacia una sociología de la cárcel. La gobernabilidad penitenciaria bonarense Buenos Aires: Comisión Provincial por la Memoria.

Elias, N. (2009). El proceso de la civilización. Investigaciones sociogenéticas y psicogenéticas México: Fondo de Cultura Económica.

Garriga Zucal, J. (2007). Haciendo amigos a las piñas. Violencias y redes sociales de una hinchada de fútbol Buenos Aires: Prometeo.

Kalinsky, B. (2013) La libertad condicional. Criterios específicos de evaluación situacional en el caso de las mujeres. Revista AVA, 22, 57-76.

Liberatori, M. (2019). “A mi hijo lo eligió Dios”. Un análisis sobre las moralidades en torno a muertes violentas en villa La Tela (Córdoba-Argentina). Revista M, 4(7), 162-179.

Maduri, M. (2015). Sin berretines: sociabilidad y movilidad intramuros. Una mirada etnográfica al interior de la prisión (tesis de licenciatura). Universidad Nacional de San Martín, Buenos Aires, Argentina.

Mancini, I. (2015). Contenidos de género en una política de prevención del delito. Etnografías Contemporáneas, 1, 92-115.

Míguez, D. (2008). Delito y cultura. Los códigos de la ilegalidad en la juventud marginal urbana Buenos Aires: Biblos.

Ojeda, N. (2013). Cárcel de mujeres. Una mirada etnográfica sobre las relaciones afectivas en un establecimiento carcelario de mediana seguridad en Argentina. Sociedad y Economía, N° 25. 237-254.

Pollak, M. (2006). Memoria, olvido, silencio. La producción social de identidades frente a situaciones límite La Plata: Al Margen.

Previtali, M. E. (2012). Andar en la calle y rescatarse. Una etnografía sobre jóvenes, familias y violencias en Villa el Nailon, Córdoba Alemania: Editorial Académica Española.

Segato, R. (2007). El color de la cárcel en América Latina. Apuntes sobre la colonialidad de la justicia en un continente en deconstrucción. Nueva Sociedad, 208, 142-161.

Segato, R. (2010). Las estructuras elementales de la violencia. Ensayos sobre género entre la antropología, el psicoanálisis y los derechos humanos Buenos Aires: Prometeo .

Segato, R. (2018). Contra-pedagogías de la crueldad Buenos Aires: Prometeo .

Sykes, G. (2017). La sociedad de los cautivos. Estudio de una cárcel de máxima seguridad Buenos Aires: Siglo XXI.

Wacquant, L. (2004). Las cárceles de la miseria Buenos Aires: Manantial.

Notas

[1] . Villa La Tela es un asentamiento precario ubicado en la zona oeste a las afueras de la ciudad de Córdoba. Desde 2016, allí comenzó un proceso de urbanización impulsado por el gobierno provincial. Esto supuso algunas mejoras tales como asfalto en las calles y calzadas, alumbrado público y servicio de recolección de residuos.

[2] . El complejo penitenciario Reverendo Francisco Luchesse se encuentra ubicado en la localidad de Bouwer. Se construyó en el año 2003, durante la gobernación de José Manuel de la Sota. Está dividido en cuatro módulos donde se alojan hombres y una cárcel de mujeres.

[3] . Robar.

[4] . Personas que venden droga en la villa.

[5] . Cigarrillos de marihuana.

Notas

[6] Financiamiento: Este trabajo fue financiado por el Consejo de Investigaciones Científicas y Técnicas (CONICET) en el marco de una beca posdoctoral y por la Secretaría de Extensión de la Universidad Nacional de Córdoba en el marco de un proyecto que co-dirigí en los años 2018 y 2019.