Dossier - Artículo original
“Si usted es antropólogo, bueno, hablemos del viento”:
el rol de la antropología biológica en el Antropoceno y el cambio climático

“If you’re an anthropologist, well, let’s talk about the wind”:the role of biological anthropology in the Anthropocene and climate change

“Se você é antropólogo, bem, vamos falar sobre o vento”:o papel da antropologia biológica no Antropoceno e na mudança climáti

“Si usted es antropólogo, bueno, hablemos del viento”:. el rol de la antropología biológica en el Antropoceno y el cambio climático
Runa, vol. 43 no. 2, (265- 288 pp.), Jul-Dec, 2022, doi: 10.34096/runa.v43i2.10730. ISSN: 1851-9628
Instituto de Ciencias Antropológicas, Facultad de Filosofía y Letras, Universidad de Buenos Aires


Introducción

En febrero del año 2018 se produjo una inundación en la comunidad toba de Sombrero Negro (autónimo Qomle’ec), ubicada en el noroeste de la provincia de Formosa, Argentina. Aunque estuvo asociada a factores antropogénicos (Menna et al., 2019), la inundación ocurrió durante las crecidas propias de la cuenca del río Pilcomayo que suceden en los meses de verano y se corresponden con la temporada de lluvias. El fenómeno afectó a las aldeas y zonas aledañas al bañado La Estrella, lo que generó la evacuación de numerosas familias tobas y criollas a asentamientos temporales (Télam, 2018) (Figura 1). Dos meses más tarde, uno de nosotros comenzaba la investigación para su tesis doctoral.

Figura 1

Inundación de la comunidad Toba de Sombrero Negro. (a) y (b): Iglesia anglicana de la localidad del Churcal antes y después de la inundación de 2018. Fotos gentileza de familias Alto y Pérez. (c): maestro de idioma toba en escuela de emergencia en un asentamiento de evacuados de inundados. Foto del autor.

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Durante el trabajo de campo, se realizaron entrevistas con miembros de la comunidad, incluyendo líderes sociales, sobre la inundación, pero también sobre otros problemas socioambientales que los afectan y cómo ellos responden a estos. Los entrevistados fueron únicamente hombres, dado que las entrevistas a personas del género opuesto no son culturalmente apropiadas. No obstante, reconocían que las mujeres fueron clave en la organización de estrategias de mitigación tanto inmediatamente después de la inundación como en la adaptación posterior (Menna et al., 2019; Tye, 2021). También reconocían la presencia de otros actores en la zona desde hace décadas, como funcionarios de los gobiernos nacional y provincial, agrupaciones religiosas, productores agropecuarios, empresas de ingeniería y ONG de desarrollo y conservación. Además de su accionar en este evento concreto, los pobladores reconocen su rol, sus motivaciones, sus objetivos de trabajo y las metodologías concretas que realizan sobre sus territorios.

Entre estos actores presentes en Sombrero Negro también estamos los profesionales de la antropología, algunos de los cuales son más propensos a indagar sobre el conocimiento ancestral y la relación entre un pueblo y la naturaleza. Por ejemplo, desde los primeros años de la anexión de sus territorios al Estado argentino, la comunidad toba de Sombrero Negro ya era estudiada por Alfred Métraux y Robert Lehman-Nietsche. En tiempos contemporáneos se destacan los trabajos sobre cultura material de José Alberto Braunstein, sobre organización social y etnohistoria de Marcela Mendoza, sobre etnobiología de Pastor Arenas, sobre antropología feminista de Mariana Daniela Gómez, sobre materialismo histórico de Gastón Gordillo, sobre lenguaje de María Belén Carpio y sobre etnoasterismos de Cecilia Gómez, por citar algunos. Desde la antropología biológica, en tanto, se destacan los trabajos sobre ecología reproductiva de Claudia Valeggia, sobre transición demográfica de Norberto Lanza y sobre ritmos circadianos de Horacio de la Iglesia.

Cuando se entrevistó a un anciano sabio y referente social de la comunidad por la acción de los distintos actores políticos con relación a la inundación, este respondió “Si usted es antropólogo, bueno, hablemos del viento”, lo que nos interpela fuertemente respecto de si, además de trabajar sobre los conocimientos ancestrales relativos a fenómenos cotidianos, es posible desarrollar herramientas frente a sucesos que producen transformaciones más radicales en su territorio. El desafío que motiva este trabajo es entonces cómo integrar el profundo conocimiento antropológico, con nuevos conceptos y miradas surgidas del campo ambiental, y, de esta forma, entender el rol de la antropología -y de la bioantropología en particular- frente a problemáticas ambientales, en especial el cambio climático (García Acosta, 2017; Kiahtipes, 2020).

A pesar del reciente incremento de los estudios antropológicos sobre el cambio climático y el Antropoceno, estos han sido dominados casi en su totalidad por los estudios culturales o de antropología social, con una representación casi nula de la antropología biológica (Pisor y Jones, 2021). Sin embargo, el concepto de “adaptación” es central en los estudios evolutivos, así como los “cambios climáticos” son comúnmente analizados como factores de selección, en tanto que la “innovación” y la “variabilidad” son relacionadas directamente con la capacidad de las poblaciones de evolucionar y ser resilientes a los desafíos impuestos por el entorno. Con esto no se pretende decir que estos conceptos signifiquen lo mismo en las distintas subdisciplinas antropológicas. Generar una discusión más amplia de ellos permite abordar el problema de la adaptación al cambio climático desde todo el potencial de la antropología, entendida como el estudio holístico de la especie humana (Jones, Ready et al., 2021).

En la biología en general, un marco teórico que permite analizar las relaciones organismo-ambiente es la teoría de construcción de nicho, que se enmarca en la síntesis extendida de la teoría evolutiva (Laland et al., 2015). Para la antropología en particular, implica un punto de encuentro entre los estudios biológicos y culturales de adaptación (Fuentes, 2016). Brevemente, la teoría de construcción de nicho supone dos procesos evolutivos interactuantes: la selección natural, que actúa sobre las poblaciones mediante presiones del ambiente, y la construcción de nicho, que son modificaciones del ambiente (y por ende, de las presiones de selección) realizadas por las poblaciones (Fuentes, 2015). Las generaciones siguientes heredan no solamente una determinada frecuencia de genotipos, sino también un ambiente moldeado por sus progenitores y, al menos en nuestra especie, el conocimiento para hacerlo, es decir, un antroma (Fuentes y Baynes-Rock, 2017).

El objetivo del presente trabajo es insertar a la antropología biológica en el debate sobre el cambio y el deterioro ambiental desde la perspectiva de la construcción de nicho. Para ello se analiza la problemática socioambiental de la inundación de la comunidad toba de Sombrero Negro, y cómo se interpreta a partir del análisis de la relación entre las comunidades del Gran Chaco (tanto de pueblos originarios como de los demás grupos presentes en la actualidad) y su ambiente. Se resume, en primer lugar, la discusión sobre el Antropoceno y el cambio climático en las ciencias antropológicas. En segundo lugar, se desarrolla la teoría de construcción de nicho y su aporte a las distintas subdisciplinas antropológicas y a pensar el Antropoceno. Luego se explica el ejemplo del Gran Chaco desde la perspectiva de la construcción de nicho, tanto para entender su ambiente y sociedad pasados y actuales como para analizar la problemática de la comunidad toba de Sombrero Negro. Finalmente, hacemos un llamado a una antropología biológica que sirva para habitar en el Antropoceno y mejorar nuestro futuro.

El Antropoceno y la nueva antropología del clima

Pocos constructos científicos de las últimas décadas han generado tanta discusión y han atravesado tantas disciplinas como el Antropoceno (Trischler, 2017). Fue propuesto como la verdadera época geológica actual (en contraposición al Holoceno) por primera vez por el meteorólogo Paul J. Crutzen en conjunto con el biólogo Eugene J. Stoermer (2000). Su argumento principal es que la especie humana se volvió un agente de escala planetaria y lo fundamentan con numerosos ejemplos, entre los que incluyen la creciente población mundial (tanto de personas como de ganado), los gases de efecto invernadero (GEI) antropogénicos que producen el calentamiento global, la degradación ambiental de entre el 30 y 50% de la superficie planetaria, la extinción masiva de especies en curso, entre otros. También incluyen una propuesta de fecha de inicio para el Antropoceno (conocido como golden spike o clavo dorado, en referencia a la demarcación oficial de las divisiones geocronológicas) en 1784, por la invención del motor a vapor, que marcaría el inicio de una gran aceleración tecnológica y sus consecuencias globales. Al mismo tiempo, aceptan que se propongan otras fechas, e incluso sinonimizar o reemplazar Holoceno por Antropoceno.

En concordancia, otros inicios para el Antropoceno han ido surgiendo en la literatura científica, con la gran diferencia de que esta vez no se limitó a las ciencias de la Tierra. Tanto desde las ciencias sociales como desde las naturales han surgido propuestas que incluyen argumentos físicos así como históricos y sociales, con especial énfasis en las causas y consecuencias de los impactos antropogénicos, siendo que muchas veces unas y otras se encuentran separadas en tiempo y espacio, o distribuidas inequitativamente entre distintos grupos sociales (Davis y Todd, 2017). Por ejemplo, un inicio en 1610 estaría marcado por el mínimo en la concentración de dióxido de carbono del Holoceno. A su vez, se relaciona con el contacto entre Europa y América, que para esa fecha habría resultado en 50 millones de muertes y en una consecuente captura de carbono por el abandono de tierra cultivada y la reducción del uso del fuego como modelador ambiental (Lewis y Maslin, 2015).

A la discusión sobre el inicio de esta época hay que agregarle la discusión sobre su etimología. Diferentes nombres alternativos han surgido desde la aparición del concepto, que en general comparten la misma crítica: hablar del Antropoceno como “la época de la especie humana” hace pensar que los impactos antropogénicos son homogéneos entre distintos grupos sociales (países, culturas, géneros), cuando en realidad no es así. Si se mide el impacto antropogénico según el aporte de GEI, se observa que el 50% más pobre de la población mundial ha aportado solamente el 15%, mientras que el 25% más rico ha aportado más del 60% (Hubacek et al., 2017). Al analizar esto por países, es claro que el Norte global es el responsable de la mayor parte de las emisiones de GEI antropogénicas históricas, aunque en los últimos años las emisiones per cápita y totales de países en vías de desarrollo y superpoblados como Rusia, China, India y Brasil han tomado mayor relevancia (Zheng et al., 2019). Es por esto que se han propuesto distintos nombres, como Capitaloceno (que hace énfasis en el sistema económico), Plantacionoceno (en relación con el cambio ambiental global), o Chthuluceno (en relación con las interconexiones profundas entre causas y consecuencias del deterioro ambiental) (Haraway, 2015).

Cualquiera sea su inicio o su nombre, el concepto de Antropoceno es especialmente interesante para ser trabajado desde Latinoamérica y las disciplinas antropológicas (García Acosta, 2017). Para enfrentar los desafíos que propone el Antropoceno y el cambio climático es necesario previamente descolonizar la investigación, su divulgación y ciertas ideas erróneas sobre el ambiente y la ecología (McEwan, 2021) que llevaron a una mala ejecución de políticas e investigaciones. En primer lugar, en el análisis del Antropoceno suele dominar una retórica del “colapso” que silencia los numerosos casos de resiliencia y adaptabilidad que han demostrado las comunidades nativas y rurales (Whyte, 2017). En segundo lugar, hay una visión romántica de “naturaleza” como un ente separado de la sociedad que la habita y transforma. En tercer lugar, se han hecho propuestas de salvación que incluían reforestaciones masivas en países tercermundistas, ignorando las dinámicas sociales y la misma historia colonial de esos países que llevaron a las situaciones actuales tanto de degradación ambiental (por ej., deforestación para agroindustria, contaminación producto del extractivismo minero) como de subdesarrollo y desigualdad (hambre y pobreza en las mismas áreas en que se producen alimentos). En cuarto lugar, el inicio basado en valores globales de GEI o eventos históricos europeos (Revolución Industrial) producen una mirada homogeneizadora y colonialista sobre las sociedades humanas (Kiahtipes, 2020).

A partir de estas nuevas discusiones en torno del Antropoceno y luego de una larga ausencia, la antropología volvió a involucrarse en las problemáticas asociadas al clima. Las ciencias sociales en general entraron tarde al debate del cambio climático, debido al rechazo al determinismo ambiental que dominó las ciencias sociales en sus inicios (Hulme, 2011). Por esto, la discusión científica sobre los análisis de modelos climáticos futuros y su impacto en la sociedad fueron en los inicios prácticamente dominados por ciencias duras, con las particularidades epistémicas que estas tienen de evaluar causalidades directas antes que interacciones complejas. Resulta entonces imperioso que las ciencias sociales, y en particular la antropología, participen de las discusiones, no solo de los qué (cuál es el problema) y los porqué (relevancia y cómo funciona), sino también de los y ahora qué (cómo mitigar los impactos y adaptarse al futuro), haciendo énfasis en la complejidad. De no hacerlo, esos espacios serán ocupados, como ya lo vienen haciendo, por demagogos, periodistas poco informados, propagadores de “recetas fáciles” y las mismas ciencias duras cómo únicos representantes de “la ciencia” (Krause, 2021).

Roncoli et al. (2016) distinguen tres aspectos de la antropología que la hacen especialmente interesante para su aplicación en trabajos interdisciplinarios de adaptación al cambio climático. En primer lugar, los principales impactos de este se dan en poblaciones que son tradicionalmente estudiadas por la antropología, ya sean comunidades nativas, rurales, vulnerables o una combinación de las tres. Además, estas poblaciones presentan una gran cantidad de “recursos cognoscitivos relevantes fuera de los centros económicos del sistema global” (Heyd, 2011 pp. 27), siendo que a la vez son generalmente excluidos de las discusiones sobre mitigaciones y adaptaciones al cambio climático. En segundo lugar, en los últimos años ha habido un creciente interés por sumar enfoques desde las ciencias sociales a los estudios de cambio climático, con el caso emblemático del Grupo Intergubernamental de Expertos sobre el Cambio Climático (IPCC, por sus siglas en inglés) y su inclusión creciente de disciplinas que contemplen la dimensión social a lo largo de los años. En tercer lugar, estos investigadores distinguen que la antropología, teniendo en cuenta su carácter holístico, favorece la aplicación de enfoques inter y transdisciplinarios para el desarrollo de mitigaciones y adaptaciones. La antropología, al poner en relación a los distintos actores, puede ayudar a ver estos problemas perversos (wicked problems) desde un marco integrador (Rayner, 2017). Al conocimiento profundo y situado de comunidades de frontera y la perspectiva holística, Barnes et al. (2013) le agregan la perspectiva histórica de la disciplina desde los puntos de vista de la arqueología y la antropología ambiental, que permiten dar idea de los patrones ambientales, sociales y productivos que tuvieron lugar durante el Holoceno (e incluso antes en el Viejo Mundo), así como de las adaptaciones (y colapsos) de las sociedades del pasado.

La construcción de nicho en la Antropología

El concepto de nicho forma parte de la biología desde principios del siglo XX, cuando dos ecólogos propusieron definiciones independientes, dispares y casi simultáneas. Por un lado, Grinnell (1924) propuso para nicho un concepto de hábitat o ambiente físico específico, entendido como la unidad fundamental de distribución de una especie en ausencia de interacción con las demás. En este sentido, los nichos de las distintas especies no se superpondrían y representarían la unidad última de distribución de cada especie. Por otro lado, Elton (1927) propuso el concepto funcional de nicho, entendido como el rol que cumple un organismo en el ambiente biótico que ocupa, en relación con la alimentación y sus competidores. En las dos décadas posteriores, en coincidencia con un auge de las demostraciones matemáticas y empíricas, surgió el principio de exclusión competitiva, según el cual los competidores absolutos no pueden coexistir indefinidamente. Su corolario implica que si hay especies coexistentes, estas deben presentar diferentes requerimientos ecológicos (Giller, 1984). Esto fue importante para el desarrollo del concepto actual de nicho, entendido como espacio o ambiente total que ocupan las poblaciones y especies que, a pesar de diversas críticas, se mantiene (Vázquez, 2005). Esta aproximación multidimensional (Hutchinson, 1957) define al nicho en función de las distintas variables ambientales (bióticas o abióticas), cada una modelizada como un gradiente ambiental. Es decir, cada especie o población presenta un rango de tolerancia específico para cada variable, clina o gradiente; finalmente, el nicho es el espacio que ocupa la especie o población en el hipervolumen n-dimensional, siendo n el total de variables ambientales con las que interacciona.

A pesar de que ya se discutía que los organismos actúan como modificadores o creadores de su propio nicho, la construcción de nicho como proceso evolutivo es de discusión reciente (Odling-Smee et al., 1996). Por construcción de nicho se entiende al proceso de modificación del ambiente realizado por los propios organismos cuando interaccionan con este, que, por ende, modifican las presiones de selección a las que ellos mismos y otros organismos se ven expuestos (Odling-Smee et al., 2013). En otras palabras, organismos y ambiente se encuentran en una relación dialéctica o de retroalimentación: mientras que el ambiente afecta a los organismos a través de la selección natural, los organismos modifican al ambiente mediante la construcción de nicho. Las generaciones siguientes obtienen, al menos, una doble herencia; por un lado, obtienen genotipos seleccionados y, por otro, un ambiente modificado. Estos procesos conjuntos resultan, por lo tanto, en cambios a lo largo del tiempo para las poblaciones y los ambientes, es decir, en evolución (Laland et al., 2015).

La construcción de nicho rápidamente y desde su instauración encontró gran resonancia en los estudios antropológicos (Odling-Smee et al., 1996), no solo en paleoantropología y biología humana, sino también en arqueología y antropología social (Fuentes, 2017; Laland y O’Brien, 2010). Entre los ejemplos en que se usa este marco teórico para explicar la variabilidad y adaptación humana se encuentran la prevalencia de anemia falciforme (O’Brien y Laland, 2012), la persistencia de la lactasa (Gerbault et al., 2011), el uso del fuego como modelador ambiental (Bliege Bird y Bird, 2021; Hoffman et al., 2021), la abundancia de plantas con fines medicinales (Santoro et al., 2017), la memoria social como adaptación a la variabilidad ambiental (Douglass y Rasolondrainy, 2021), la extinción de la megafauna y expansión de especies relacionadas con el humano (Boivin et al., 2016) e incluso la guerra (Fuentes, 2013) y las creencias religiosas (Fuentes, 2014). En el análisis de estos casos se destaca la posibilidad de volver a conectar estudios de la biología y las ciencias sociales y la importancia que le otorga a la acción humana en moldear su ambiente y, por ende, su propia evolución.

Se debe evitar tanto entender a la evolución y a la biología humana de forma independiente de la cultura, así como considerar que las experiencias y culturas humanas son independientes de la dimensión corporal, de la historia evolutiva y de la ecología circundante (Fuentes, 2016; Ingold, 2011). Los nichos humanos, por lo tanto, son también culturales. Es decir que su estudio mediante etnografía, arqueología y enfoques holísticos desde la antropología social que incluyan las formas de habitar son esenciales para entender nuestra evolución (Ingold y Pálsson, 2013; Fuentes, 2015). Desde la arqueología, por ejemplo, la teoría de la construcción de nicho está en resonancia con la perspectiva arqueológica, más interesada en la agencia activa de los sujetos de estudio que la teoría evolutiva clásica. La incorporación de la construcción de nichos como causa y/o como producto de la evolución mejora el poder explicativo de la teoría evolutiva para la arqueología: el clima, la inestabilidad o transiciones ecológicas se pueden pensar más que como simples causas de los acontecimientos evolutivos y se pueden cuantificar e incorporar las actividades humanas como variables activas en el impulso del cambio ambiental y la evolución humana (Laland y O’Brien, 2010).

Desde la etnografía, se tornan entonces relevantes los estudios in situ de conocimiento ecológico local, con énfasis en las interacciones ecológicas y en las acciones modeladoras del paisaje (Berkes, 1999), sobre todo tomando en consideración que, aunque los pueblos indígenas representan un mínimo porcentaje de la población mundial (5%), son los poseedores de la mayor parte del conocimiento ecológico tradicional y cohabitan con el 85% de la biodiversidad planetaria (Hoffman et al., 2021). Esto lleva a ser crítico de los conceptos de “ecosistemas prístinos” y “perturbaciones ecológicas antropogénicas” que abundan en la bibliografía académica y en los medios de comunicación, ya que todo ambiente ha sido modificado por intervenciones humanas durante siglos (y lo seguirán siendo) y eso no implica necesariamente la pérdida de biodiversidad, sino muchas veces lo contrario (Albuquerque et al., 2018).

Una vez aceptado que las actividades humanas han modificado el ambiente al menos durante todo el Holoceno en cuanto a composición y distribución de determinadas especies a través de prácticas de manejo grupales, que pueden ser o no conscientes (Ellis et al., 2013), se debe considerar que dichas actividades también han aumentado la complejidad y la heterogeneidad de los ambientes a partir de cambios en el suelo y la hidrología (Albuquerque et al., 2018). Aunque parezcan prístinas, las consideradas regiones silvestres más remotas o aisladas se encuentran siempre habitadas por grupos o, al menos, lo han estado en el pasado. El proceso de domesticación del espacio generó nuevos paisajes por medio de un manejo de especies animales y vegetales, así como de procesos ecológicos e incluso geomorfológicos, pero sin afectar mayormente los ritmos y procesos naturales (Toledo y Barrera Bassols, 2008). En estos contextos, el concepto de paisaje se toma desde una perspectiva social-constructivista, que lo define como el ambiente simbólico creado por acciones humanas de dan sentido a la naturaleza y al ambiente y que, a su vez, implica una autodefinición de los grupos en un contexto cultural particular (Greider y Garkovich, 1994). Existen numerosos ejemplos de transformación física del ambiente en nuevos paisajes, en los que las sociedades humanas se van transformando a la vez y los paisajes se reconstruyen en respuesta a los cambios sociales.

Como ejemplos paradigmáticos de estos paisajes domesticados encontramos los bosques y las selvas cultivadas típicas de las regiones tropicales del mundo. La domesticación de los bosques implica cambios en la composición original de estos a fin de crear jardines forestales mediante el manejo de las especies arbóreas y la introducción de especies útiles (Toledo y Barrera-Bassols, 2008). En dicha domesticación se generan procesos de diversificación (diversidad biológica, lingüística, cognitiva, paisajística, entre otras), que están interrelacionados y en su conjunto conforman el complejo biológico-cultural originado históricamente y que es producto de los cientos a miles de años de interacción entre las culturas y sus ambientes (Toledo y Barrera-Bassols, 2008). Como ejemplos ya estudiados en Argentina y la región se puede citar el caso de los bosques de Araucaria spp. sudamericanas (A. araucana y A. angustifolia), cuya distribución solo puede ser explicada tomando en cuenta cambios ambientales del Holoceno y factores sociales como transporte, siembra y procesamiento de las semillas (Reis et al., 2014). Otro caso es el de las “selvas cultivadas” en la Amazonia brasileña, donde la existencia de determinados paisajes (dominados por Bactris gasipaes y Manihot esculenta) existen y persisten únicamente gracias a la interacción con tribus locales y su marcado poder de cohesión social (Balée, 1998, 2013). Por último, también en la Amazonia, están las terras pretas do Índio (De Gisi et al., 2014; Glaser, 2007).

Construcción de nicho en el Gran Chaco

El Gran Chaco es una región extensa (entre 840.000 a 1.100.000 km2 según distintas estimaciones), relativamente poco habitada (entre 1 y 10 hab/km2 en las distintas subdivisiones políticas del Gran Chaco argentino) (INDEC, 2012) y extremadamente llana en el centro de Sudamérica, que actualmente se divide políticamente entre Argentina, Bolivia y Paraguay. Geológicamente, el Gran Chaco se caracteriza por ser un área de marcada deposición, principalmente mediante arrastre de sedimentos andinos por los ríos que atraviesan la región de oeste a este, aunque también cuenta con grandes áreas de depósitos eólicos loéssicos y campos de médanos del Pleistoceno y el Holoceno (Iriondo, 1993). Las geoformas predominantes son, por lo tanto, los megaabanicos fluviales asociados a cada río. En particular, el abanico fluvial del Pilcomayo es el de mayor extensión de la región y también uno de los de mayor extensión del mundo (Iriondo et al., 2000). Presenta un clima subtropical semiárido en el oeste y centro (400 mm/año) a semihúmedo en el este (1200 mm/año) con dos estaciones marcadas: un período de lluvias en primavera-verano y un período seco en otoño-invierno; además, también presenta ciclos decadales de mayores o menores precipitaciones. Las temperaturas medias varían entre 24-30º C en verano y 15-20º C en invierno, pero con grandes amplitudes térmicas diarias de hasta 20º C y rápidos cambios de temperatura en cualquier temporada, que alcanzan fácilmente valores extremos que superan los 40º C en condiciones de viento norte, o bajo cero durante condiciones de viento sur. Biogeográficamente se corresponde con la Provincia Chaqueña (dentro del Dominio Chacopampeano), tradicionalmente descripto como compuesto por asociaciones de bosque, sabanas y humedales con mayor biodiversidad en el este y, por el contrario, pocas especies de árboles xerofíticos, cactus y pastos duros en el oeste (Cabrera y Willink, 1980).

El geólogo Martín Iriondo otorgó a la “entidad chaqueña” una edad pliocena (entre 5 y 2 millones de años antes del presente -AP-) en base a estudios geológicos y biogeográficos, en especial por el alzamiento de sus límites montañosos al occidente durante esa época. También considera al Chaco un ambiente de transición entre dos polos opuestos: la Amazonia y la Patagonia, principalmente por su falta de endemismos (Iriondo, 2006) y porque durante los períodos cálidos y húmedos del Pleistoceno-Holoceno el Chaco se parece a la Amazonia, con mayor cantidad de bosques, diversidad biológica y presencia de cursos y cuerpos de agua permanentes, en tanto que se parece a la Patagonia durante los períodos fríos y secos, con bosques en galería que actuarían a modo de refugio y paisajes más abiertos, incluso de suelo desnudo, caracterizados por erosión y sedimentación eólica (Iriondo, 1999).

Los primeros registros arqueológicos del Chaco datan del 7600-7800 AP. Corresponden a restos de fogones, lascas y alfarería decorada con patrones similares a los descriptos para la Amazonia de la misma edad, que se encuentran en asociación con restos paleontológicos de la megafauna “pleistocena” (Coltorti et al., 2010). Uno de los restos humanos más antiguos fue hallado en el actual territorio de Bolivia y corresponde a un cráneo femenino de aproximadamente 50 años datado en 6600-7000 AP, que se encontró en asociación con megafauna e instrumentos líticos de cuarcita cuyo origen sea probablemente la zona de Cerro León, en el extremo oriental del Gran Chaco paraguayo (Arellano, 2014). Estos hallazgos implican, por un lado, que humanos y megafauna convivieron en el Gran Chaco más tardíamente que en otras áreas (Pampa y Patagonia). Se hallaron restos de megafauna incluso entre los 5000-4000 AP, debido probablemente a que la alta prevalencia de áreas abiertas (sabanas, campos de dunas, peladares) para el Holoceno medio en esta región podría haber servido de refugio de estas especies (Coltorti et al., 2012). Por otro lado, implican ciertos vínculos con las sociedades de la Amazonia y una gran movilidad y continuidad cultural dentro del mismo Gran Chaco a pesar de su enorme extensión; ambos patrones observados tanto en etnografía como en registros arqueológicos más recientes (Carpio y Mendoza, 2018; Lamenza et al., 2019).

Algunas prácticas de modificación ambiental pueden reconocerse en el Gran Chaco desde estos primeros registros arqueológicos encontrados en asociación con troncos de árboles carbonizados in situ y extensas capas de cenizas. Esto sugiere un amplio uso del fuego como modelador ambiental, que habría permitido que la densa cobertura arbórea de inicios del Holoceno chaqueño se redujera considerablemente y que las condiciones de aridez locales aumentaran y se favoreciera el desarrollo de los depósitos eólicos que tradicionalmente se consideraban únicamente producto de cambios climáticos (May et al., 2008). Las transformaciones del paisaje descriptas implicaron cambios en los patrones de distribución de los asentamientos humanos y su relación con el paisaje. Durante los períodos secos o de áreas abiertas, hubo un aumento de la explotación de ríos y menor cantidad de asentamientos, pero localizados exclusivamente en los bordes de estos. Durante los períodos húmedos aumentó la densidad poblacional, los asentamientos dispersos y, sobre todo durante el Máximo Térmico Medieval, la interacción con las sociedades andinas (Lamenza et al., 2019).

También hay pruebas arqueológicas de cambios antropogénicos en la topografía local y los cursos de agua que incluyen áreas elevadas artificialmente (cerritos o montículos), canalizaciones y estanques artificiales asociados a los asentamientos humanos (Lamenza, 2015; Taboada, 2017). En un análisis arqueológico integrador y comparativo entre las cuencas de los ríos Bermejo, Pilcomayo y Paraguay (Lamenza et al., 2019), se reconoce que estos ríos y otros cuerpos de agua tuvieron un rol clave en la actividad humana a lo largo del tiempo y del espacio en cuanto a su utilización como fuentes de agua y alimentos, vías de comunicación, navegabilidad y generadores de ambientes clave para establecer asentamientos. Se encuentran evidencias del uso de geoformas, como los albardones, así como la creación de otras, por ejemplo, los montículos. Se distinguen además dos tipos principales de sociedades: pescadoras seminómadas, que se establecían en cercanía a los cursos de agua, y agropastoriles, con mayor grado de sedentarismo, aunque ambas formas establecían igualmente amplias redes de intercambio a lo largo del Chaco e incluso llegaron a ponerse en relación con culturas andinas, amazónicas y pampeanas (Lamenza et al., 2019).

De acuerdo con fuentes históricas de exploradores y con los mismos relatos de memoria social de los grupos originarios, se sabe que entre los siglos XVI y XIX el Gran Chaco presentaba extensos pastizales que coexistían con franjas de bosque y selva, generalmente en las orillas de los ríos y humedales (Scarpa y Arenas, 2004; Gordillo, 2010a). Por ejemplo, en los alrededores del río Pilcomayo, a principios del siglo XX, había franjas de pastos altos de 15 a 20 km de ancho a cada lado del río con algunas islas de bosque (Gordillo, 2010a). Se reconoce también al dóle aló o el Gran Fuego, creador de espacios abiertos, que una vez había destruido el mundo y que algún día lo volvería a hacer (Métraux, 1973).

El interminable ecosistema de bosque seco que domina en la actualidad se considera entonces producto de la degradación ambiental generada por la colonización del Gran Chaco por el ganado vacuno y caprino (Gordillo, 2010a). Hoy en día, el ganado vacuno vive mayoritariamente asociado a los colonos criollos, a pesar de que cierta ganadería a escala familiar es realizada igualmente por algunas comunidades indígenas. Sin embargo, la producción ganadera se inició con grandes estancias y puestos con miles de animales a fines de siglo XIX, que alcanzó la mayor cantidad hacia la década de 1940 (Adamoli et al., 1990). La preferencia del ganado por pastos palatables terminó por agotar este recurso y los animales se volcaron entonces a los arbustos y árboles y de esta manera diseminaron este tipo de especies. Estas acciones se sumaron a la supresión de la dinámica del fuego y los cambios en los cursos de agua, que terminaron favoreciendo el desarrollo de especies leñosas xerófilas (Morello et al., 2013).

Aun cuando es fácil aceptar la modificación humana del ambiente, la idea de un Gran Chaco creado en la interacción con grupos humanos es generalmente resistida en los debates ecológicos o ecologistas, que asumen su carácter “prístino” y sostienen la necesidad de conservarlo (De Marzo et al., 2021). De manera similar, los estudios de antropología biológica o biología humana de sociedades tradicionalmente cazadoras-recolectoras también consideran a estas áreas como “prístinas” o “en transición a una economía de mercado”, en lugar de entenderlas como producto de su propia evolución (Niewöhner y Lock, 2018). Se hace necesario entonces analizar cómo los distintos grupos humanos y los ambientes se influyeron mutuamente en el Gran Chaco desde su poblamiento hasta la actualidad para completar el esquema evolutivo de la construcción de nicho.

La vida en el Antropoceno del Gran Chaco

La fundación de la Misión Anglicana El Toba en 1930 en la costa sur del Pilcomayo marca el comienzo del estilo de vida sedentario para la comunidad toba de Sombrero Negro y es reconocida por los ancianos como el evento más importante de su historia reciente. El tiempo previo a la misión se denomina el “tiempo de los antiguos”, como una forma de distanciarse de sus antepasados nómadas y no cristianos (Gordillo, 2010b). El segundo punto de inflexión de su historia reciente fue la colmatación con sedimentos del cauce del río Pilcomayo y la consiguiente inundación de la misión y las aldeas indígenas asociadas en 1975 (Leake, 2012). La comunidad se refiere a los tiempos de la misión como “cuando había río”, ya que ahora el antiguo canal (y frontera con Paraguay) está seco y el río se pierde en el extenso bañado La Estrella. Para 1980, las comunidades habían migrado aproximadamente 20 km hacia el suroeste y fundado varias aldeas al sur de estos nuevos humedales. La comunidad luego demandó estas tierras al Estado provincial, con base en la Ley Integral Aborigen (Formosa, 1984). Actualmente la comunidad es dueña colectivamente de 35.000 ha, en las que sus 3000 miembros (según Lanza y Valeggia [2014] y estimaciones más recientes) conviven en diversas aldeas, formadas principalmente por afinidad familiar (Figura 2).

Figura 2

Mapa de ubicación de la comunidad toba de Sombrero Negro con el detalle de las localidades afectadas (o no) durante las inundaciones de 1976 y 2018 y los nuevos asentamientos.

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En febrero de 2018, al romperse una barrera una contención del bañado La Estrella, se produjo un desbordamiento de una de sus canalizaciones cerca de la zona de Sombrero Negro y el agua llegó a gran velocidad con una enorme cantidad de sedimentos a lo largo de un camino rural, cubriendo casi por completo las viviendas de los pueblos en la ribera del bañado con hasta 2 m de sedimento (Menna et al., 2019). Muchas familias fueron evacuadas a asentamientos temporales; algunas de ellas se reubicaron en las aldeas no afectadas y otras formaron nuevas aldeas. Más allá de las enormes pérdidas edilicias y materiales (tanto de edificios públicos como escuelas e iglesias, como casas, muebles, electrodomésticos, ganado), no se perdieron vidas humanas y la mayor parte del ganado pudo ser rescatado. Esto se debe a que las personas de esta comunidad (y otras a largo de la cuenca del Pilcomayo en los tres países que la conforman) desde hace algunos años participan del Sistema de Alerta Temprana para la Cuenca del Pilcomayo (Tye, 2021). Por lo tanto, la comunidad de Sombrero Negro estuvo avisada con días de anticipación y pudo aplicar preventivamente medidas de adaptación y mitigación propias. Esta inundación ocurrió, como es de esperar, durante la temporada de lluvias (coincidente con el verano), que es también cuando el río Pilcomayo presenta sus cotas más altas. Sin embargo, esta crecida no fue particularmente extraordinaria desde el punto de vista hidrológico. Para explicar de forma holística esa inundación se deben poner en relación tanto las particularidades propias de la cuenca del Pilcomayo como las modificaciones ambientales actuales, entre las que se incluyen las obras de ingeniería (canalización y contención), la deforestación y el cambio climático (Comisión Trinacional del Pilcomayo, 2008).

El río Pilcomayo comienza como una extensa red de afluentes montañosos en los Andes bolivianos y argentinos. Ingresa a la región del Gran Chaco en la ciudad boliviana de Villamontes y, al tratarse esta de una región extensa y llana y dado que el río contiene una alta carga sedimentaria, es común que cambie su curso mediante colmatación por sedimentos y desbordamiento hacia una o sus dos márgenes, proceso conocido como “enlame” (Testa Tacchino, 2015). Debido a este proceso, en la actualidad no existe un curso continuo en su cuenca media, sino una serie de humedales de agua corriente o estancada cuyo nivel de agua varía según la entrada de agua del Pilcomayo (el bañado La Estrella). Por otro lado, el Pilcomayo inferior es un curso de agua real que drena el sector centro-oriental del Gran Chaco hacia el río Paraguay cerca de la capital paraguaya de Asunción, pero de forma desconectada del Pilcomayo superior (Laboranti, 2011).

Esta autoobstrucción del cauce del río con sedimentos y la consecuente expansión hacia el oeste del bañado La Estrella desde mediados del siglo pasado se ha denominado el “colapso del río Pilcomayo” (Martín-Vide et al., 2014), por lo cual se decidió excavar un par de canales rectos iguales que dividían por igual el río entre dichos países: el Proyecto Pantalón. Los canales iniciales no funcionaron como se esperaba y cada uno de ellos se atascó después de uno o dos años de uso. Desde la implementación del proyecto, todos los canales tuvieron que ser dragados continuamente y se tuvieron que crear varios canales nuevos en cada lado. Este proyecto permite que el agua siga fluyendo y detenga el retroceso del curso del Pilcomayo, pero implica grandes costos por el mantenimiento de los canales principales y también por la constante creación, ampliación y mantenimiento de numerosos canales accesorios y albardones protectores de las poblaciones a lo largo de todo el bañado La Estrella (Laboranti, 2011).

Igualmente, no fue el desborde natural de un cauce lo que generó la inundación analizada, sino la ruptura de una barrera artificial durante una creciente dentro del rango normal. Esto lleva a pensar que las obras mismas de ingeniería representan un nuevo riesgo dentro un ambiente que ya es altamente inestable. Estas mismas obras, conducentes a drenar el agua lo más rápido posible y a evitar la pérdida del cauce e inundaciones en partes más altas de la cuenca, implicaron entonces una nueva inundación cauce abajo (Krause, 2016).

Otro factor con implicancias ambientales de gran escala que sucede en la actualidad es la deforestación. En primer lugar, la deforestación local del camino rural propició la llegada del agua a gran velocidad y arrastrando sedimento. Un bosque continuo hubiera interceptado gran cantidad del material, el agua no se habría visto canalizada en una dirección y la fricción habría desacelerado la ola. En segundo lugar, se debe pensar en la deforestación a gran escala que ocurre en todo el Gran Chaco. Solo en Argentina, se deforestó el 26% de toda la superficie chaqueña entre 1976 y 2019 (según la última actualización del monitoreo de Vallejos et al. [2015]). Incluso, el uso que se les daba a la mayor parte de las tierras deforestadas antes y durante el periodo considerado -ganadería- se cambió para dar lugar a cultivos extensivos (principalmente soja), lo que implica una degradación ambiental aún mayor (Baumann et al., 2017).

Por último, entra en juego el cambio climático. En los últimos veinte años, el Gran Chaco ha experimentado sequías más extensas y más frecuentes, que son agravadas a su vez por olas de calor más intensas, como sucedía, por ejemplo, poco tiempo antes de la inundación descripta (Tye, 2021). Tanto la deforestación como las sequías resultan en la mayor movilización de sedimentos que arrastra el río y un aumento en la velocidad con la que llegan las crecidas, lo que aumenta la probabilidad de inundaciones y agrava sus impactos.

Esta profunda interrelación entre causas y consecuencias del deterioro ambiental que caracterizan al Antropoceno puede ser entendida mejor a partir de concepciones de los pueblos originarios del Gran Chaco; en particular, una idea espiralada del tiempo, que se repite pero no de la misma manera, y una agencia múltiple repartida entre seres (humanos y no-humanos) (Tola et al., 2019). El único estudio de etnoecología entre los tobas de Sombrero Negro (Scarpa y Arenas, 2004) describe que el principal nivel clasificatorio de ambientes para este grupo, como para otros chaqueños y amazónicos, es tripartito entre bosques, campos y humedales. Sin embargo, estas no son categorías estancas, sino que existen solapamientos o categorías menores que implican la transformación de uno en otro, como por ejemplo, áreas inundadas con troncos de árboles muertos (bosque que se inundó) o los campos que quedan luego del desecamiento de un cuerpo de agua.

Esto remite a una perspectiva colonial sobre los ríos (Cunha, 2018), por la cual en la sociedad occidental se asume a estos como cauces de agua corriente con orillas definidas, y a las inundaciones, como eventos extraordinarios. El río “ideal” en el Gran Chaco es apenas un instante del ciclo hidrológico que distingue lo que es tierra (habitable y que produce) de lo que es agua. La dominancia de esta visión implicó el intento de ajustar al Pilcomayo a ese ideal a partir de obras de ingeniería que impidieran la extensión de las crecidas y canalizaran el agua “río abajo” y que, en última instancia, terminaron provocando resultados devastadores para poblaciones que fueron obligadas a sedentarizarse.

A modo de cierre: los múltiples futuros del Gran Chaco

En los estudios de cambio climático y ambiental global se habla de “atribuciones” cuando se analizan cambios ya registrados y se les asignan causas ambientales o climáticas, normalmente en términos de probabilidad o porcentajes de explicación. En cambio, los trabajos que realizan análisis a futuro de posibles cambios climáticos se refieren a “proyecciones” o “impactos potenciales”. A su vez, existen dos aproximaciones metodológicas principales para realizar dichas proyecciones: a partir de datos pasados que se extrapolan hacia el futuro, o a partir de modelos climáticos globales y regionales con los que se simula numéricamente la interacción de variables atmosféricas con los distintos escenarios futuros de emisiones de GEI. No existen trabajos de proyecciones o atribuciones específicos para el Gran Chaco, pero sí de esta área como parte de la Cuenca del Plata o del sudeste de Sudamérica.

En un trabajo sobre atribución del aumento del caudal del Río de La Plata, Doyle y Barros (2011) analizan cómo los cambios en las precipitaciones, en el uso del suelo y los eventos climáticos regionales podrían explicar el aumento de caudal registrado para el siglo pasado. En resumen, encuentran que los aumentos generalizados de caudales se explican en mayor medida por el aumento de las precipitaciones a lo largo de la cuenca en la segunda mitad del siglo XX y el descenso de la evapotranspiración producto del reemplazo de bosques nativos, cultivos perennes tradicionales y ganadería extensiva por monocultivos anuales y ganadería intensiva. Se considera también que el evento climático de El Niño afecta de forma significativa al Gran Chaco y da lugar a lluvias fuertes y aumentos marcados de caudal, mientras que el evento La Niña también presenta impactos marcados, pero opuestos (sequía), para el área (European Commission. Joint Research Centre, 2021).

Si las tendencias actuales de deforestación y cambio de uso del suelo continúan, es probable que los mecanismos de protección ecológicos a eventos extremos continúen su deterioro en cuanto a impermeabilidad del suelo, menor protección arbórea y disminución de la evapotranspiración. A esto se puede sumar que las precipitaciones en general y los eventos de lluvias fuertes continuarán en aumento de frecuencia e intensidad, como sostiene el consenso científico sobre cambio climático para la región, en especial durante los años bajo influencia de El Niño. Esto implica un aumento de la probabilidad de ocurrencia de eventos extremos para el Gran Chaco, tanto en años de El Niño como en años neutros o de La Niña: las lluvias serían más abundantes, pero también más concentradas, lo que daría lugar a inundaciones. Al mismo tiempo, se prevé un aumento en la longitud de las sequías, que a su vez se pueden ver empeoradas por temperaturas promedio más altas y olas de calor más frecuentes.

A pesar del gran consenso sobre las consecuencias del cambio climático a escala planetaria, las proyecciones regionales que nos permitan trabajar con comunidades concretas aún presentan gran incertidumbre. Además, la situación local no solo estará determinada por el clima, sino por el accionar de los distintos actores que intervienen en la zona, las decisiones políticas de gobernantes locales y regionales y las demandas internacionales. No hay entonces una receta fácil para comunicar proyecciones (climáticas y políticas) entre disciplinas científicas y, menos aún, a actores no académicos. Es necesario entonces que desde distintas disciplinas científicas sea posible transmitir estas imprecisiones en los pronósticos y no reducir el futuro simplemente a una gran catástrofe, sino poner en relación los distintos factores y las distintas opciones presentes (Stirling, 2010).

Se hace necesario pensar en el rol de la antropología biológica en estos nuevos contextos e incorporar a los distintos actores humanos en la evaluación de atribuciones y proyecciones. En primer lugar, es necesario deconstruir la idea de sociedades y ambientes prístinos. La perspectiva de la construcción de nicho es una herramienta útil para esto; no solo para entender los modelados del paisaje realizados por los pueblos indígenas, sino también cómo actores externos y con miradas coloniales han intervenido mediante la restricción de la movilidad, la sedentarización, la tala de bosques y las obras de ingeniería. En segundo lugar, estas poblaciones han permanecido bajo condiciones cambiantes y extremas, lo que ha requerido distintas formas de adaptación. En este sentido, hay que alejarse de posiciones genocéntricas o reduccionistas y pensar a la adaptación incluyendo además a las respuestas biológicas durante el desarrollo y las respuestas tecnológico-culturales (Frisancho, 2010).

Asimismo, también se hace necesario abordar desde la antropología biológica las consecuencias que los fenómenos extremos -como la inundación, traslados, pérdidas materiales, entre otros- afectan en el corto y el largo plazo la alimentación (no solo desde el punto de vista nutricional, sino de acceso a recursos tradicionales), el sueño, las actividades cotidianas, la salud y la demografía, entre muchos otros aspectos. Se debe recordar que la situación actual de fronteras inter y subnacionales y de propiedad privada limita la movilidad, la cual tenía un gran valor adaptativo antes del control estatal del Gran Chaco por parte de Argentina y Paraguay. A la sendentarización, se agrega que las comunidades indígenas están sufriendo un proceso de transición forzada a la cultura occidental y la economía de mercado, lo que determina que sus asentamientos dependan ahora más del acceso a las vías de comunicación y los servicios básicos que de los ríos o bosques (Valeggia et al., 2010). No obstante, la comunidad de Sombrero Negro es propietaria colectiva de la tierra y, en otros contextos se ha observado que estas formas de propiedad y uso de la tierra no solo aumentan la resiliencia de la población (indígena y no indígena) a distintos riesgos (climáticos o de otra índole), sino que también favorecen la conservación de la biodiversidad, un acceso más justo y equitativo a los recursos, así como una mayor soberanía y diversidad alimentarias (Fischer et al., 2014; Hoffman et al., 2021).

En el actual contexto de cambio ambiental acelerado y conflictos ambientales constantes, las interacciones entre sociedades humanas y su ambiente -en particular de aquellas que muestran resiliencia y adaptación- resultan urgentes de estudiar. En el presente artículo mostramos, con los ejemplos del Gran Chaco y las inundaciones que afectaron a la comunidad toba de Sombrero Negro, cómo la perspectiva de la construcción de nicho vuelve a poner al pensamiento biológico y evolutivo dentro de estas discusiones sociales acuciantes. Al formar parte de la teoría extendida de la evolución y a la vez poner en relación toda la complejidad de relaciones biológicas, ecológicas, sociales, económicas y de cualquier otra índole, esta perspectiva permite a la antropología biológica entrar en discusión tanto con las demás disciplinas antropológicas como con otras ciencias y sectores de la sociedad. Resulta entonces imperioso entender no solamente qué puede decir o explicar la antropología biológica, sino también cómo esta disciplina (o mejor dicho, sus miembros) puede ayudar a solucionar los desafíos que el Antropoceno y el cambio climático nos plantean.

En un reciente trabajo, Jones et al. (2021) dan las siguientes recomendaciones: 1) trabajar colaborativamente con otras disciplinas, organismos de desarrollo, responsables políticos y comunidades locales indígenas o no-indígenas; 2) mejorar la comunicación científica a través de mecanismos como storytelling, escribir reportes en lenguaje simple para cada artículo y compartir el trabajo a través de la prensa o redes sociales; 3) realizar ciencia más abierta, compartiendo en lo posible los datos, códigos e incluso poniendo en discusión teorías y objetivos; 4) diversificar la disciplina colaborando con diversos coautores y ampliando el espectro de jóvenes investigadores. Agregamos, a partir de nuestra experiencia, que es necesario transmitir de forma oral y escrita el conocimiento producido en lenguas indígenas o al menos más accesibles que el lenguaje tecnocientífico (por ejemplo, si se publica en inglés, dejar disponible una traducción al idioma común de la región que concierne), compartir y gestionar conjuntamente los resultados de las investigaciones y poner en un lugar de equidad los conocimientos de las propias comunidades que les permitieron vivir durante milenios en un ambiente cambiante.


Agradecimientos

En primer lugar, agradecemos a la comunidad toba de Sombrero Negro en general y a la familia del difunto Juan Larrea en particular, que con sus discusiones inspiraron este artículo. En segundo lugar, agradecemos a Luis María de la Cruz por su enorme contribución en ayudarnos a entender las relaciones humano-ambiente de las poblaciones del Gran Chaco. En tercer lugar, agradecemos a Julia Mindlin por su ayuda en entender y describir tanto los conceptos del cambio climático como las atribuciones y proyecciones para el área de interés. En cuarto lugar, agradecemos a los dos revisores anónimos, que con sus aportes y sugerencias ayudaron a mejorar notablemente la calidad de este manuscrito. Agradecemos finalmente al equipo editorial de Runa y a las editoras coordinadoras del dossier, por esta necesaria oportunidad para replantear el posicionamiento de la antropología biológica en la disciplina general y los nuevos desafíos del siglo XXI. Dedicamos este trabajo a la memoria de Juan Larrea, enfermero, escriba y referente social de la comunidad toba de Sombrero Negro.

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Notas

[1] Financiamiento: Este trabajo se realizó sin ningún financiamiento específico.