Dossier - Artículo original
La comunidad y lo comunitario en el siglo XXI. Propuestas de análisis a partir del estudio de Mezcala, México

The community and the communitarian in the XXI century. Analysis proposals following the study of Mezcala, Mexico.

A comunidade e a comunidade no século XXI. Propostas de análise baseadas no estudo de Mezcala, México.

 
La comunidad y lo comunitario en el siglo XXI. Propuestas de análisis a partir del estudio de Mezcala, México.
Runa, vol. 45 no. 1, (59- 76 pp.), Jan-Jun, 2024, doi: 10.34096/runa.v45i1.12597. ISSN: 1851-9628
Instituto de Ciencias Antropológicas, Facultad de Filosofía y Letras, Universidad de Buenos Aires


Introducción

Con el cambio de siglo, de forma paralela a la acción comunitaria contra actividades extractivas (Svampa, 2019), el concepto de comunidad ha reaparecido en las ciencias sociales latinoamericanas. Asistimos a una relectura, 20 años después de su formulación, de las ideas de la comunalidad oaxaqueña que plantea la lógica colectiva de este espacio social como definitorio de lo indígena (Díaz, 2007; Martínez Luna, 2010). Por otro lado, desde el marxismo crítico convergen varias posturas en el amplio concepto del “producción del común” (Fini, 2017), que tiene en las comunidades indígenas una de sus bases (Gutiérrez, 2015; Tzul, 2016). En estas versiones, la comunidad aparece como el espacio “no contaminado” de “lo propio” o “lo no mercantil”, que ha sufrido y sufre los embates del “Occidente moderno y capitalista”.

Cuestionando este tipo de planteamientos, algunos autores entienden a la comunidad como una construcción ideológica utilizada como instrumento en luchas de poder o recurso discursivo para el reclamo de privilegios, lo que descalifica el uso que se hace de él, tanto desde la academia como por los propios sujetos (Escalona, 2000; Lisbona, 2005). También hay esfuerzos más diversos, como el del Grupo Riocomún, que busca reflexionar sobre esta construcción social desde su relación con las utopías reales (Zárate, 2022).

En este contexto, este trabajo busca aportar algunas ideas sobre el uso de los conceptos de la comunidad y lo comunitario como herramientas analíticas en la investigación del comportamiento social y político de los indígenas. Para ello propongo una serie de elementos desarrollados en la investigación realizada en Mezcala, Jalisco (Bastos Amigo, 2021b), un ejemplo de lo que significa “vivir en comunidad” en el siglo XXI, cuando lo comunitario se combina con elementos que provienen de otras lógicas sociales.

La propuesta es un análisis que considera cómo lo comunitario actúa a diferentes niveles, lo que nos muestra cómo en Mezcala conviven diferentes versiones de lo que se entiende como comunidad y cómo esto se manifiesta en lo comunitario.

Mezcala, ¿comunidad indígena del occidente criollo?

Mezcala es una localidad de seis mil habitantes (INEGI, 2022) del municipio de Poncitlán, ubicada en la ribera norte del lago de Chapala. Como se aprecia en la Figura 1, su territorio comunitario ocupa una estrecha franja de tierra costera y los cerros que forman un anfiteatro a su alrededor, además de la isla de Mezcala, ubicada enfrente del pueblo y considerada “el corazón de la comunidad” por su papel en la identidad y en la historia local.1

Figura 1

Ubicación regional de Mezcala

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Fuente: Bastos Amigo, 2023: 24

Mezcala es un espacio social complejo. De tradición campesina y pesquera, actualmente se encuentra inserta en las dinámicas globales como una más de las localidades de esta región. Alrededor de un tercio de las familias viven de la agricultura, sobre todo del cultivo del chayote, que se completa con trabajos no calificados en las maquilas, la construcción y el empleo doméstico en la ribera y la zona metropolitana de Guadalajara. Una importante proporción de mezcalenses vive en Guadalajara, Tijuana, California y otros lugares de EE.UU., por lo que las remesas constituyen una de las bases de la economía local.

Mezcala no ha sido reconocida como comunidad indígena por las instituciones ni la academia hasta hace poco. Pero sus miembros así la nombran y se nombran, y cumple con rasgos que tanto la legislación internacional como la nacional o los estudiosos consideran para esta adscripción (Bastos Amigo, 2018; Durán et al., 2020). Hay una continuidad de ocupación del territorio desde épocas prehispánicas, documentada por estudios varios (Baus de Czitromn, 1982; Yañez, 1998; Castillero, 2006) y reivindicada por los mezcalenses a través del Título Primordial, del que destacan que ya en 1534 la Corona española les otorgó las tierras porque “las ocupaban desde tiempos inmemoriales” (Moreno, 2008). Esta continuidad va unida a una historia de defensa del territorio (Castillero, 2006; Moreno, 2012), que ahora forma parte de los contenidos identitarios locales, en la que destaca la defensa invicta de la isla contra las tropas realistas entre 1812 y 1816 (Archer, 1998). Tras un proceso de 20 años, en 1971, parte de este territorio fue reconocido -no restituido ni cedido- por la Resolución Presidencial como Comunidad Agraria y desde entonces es lo que los mezcalenses consideran como su territorio.

El autorreconocimiento como indígenas se muestra en varias instituciones -la misma comunidad agraria se denomina “Comunidad Indígena de Mezcala”- y en la autoadscripción como tales del 94% de la población.2 No se trata de una identidad primordial para la mayoría de los habitantes, pero sí es fundamental en las habituales menciones al territorio y a la historia de su defensa: ahí lo indígena surge de forma orgullosa y sólida. Esta identidad local se complementa con una consideración regional de los mezcalenses como “indios”, asociada a términos peyorativos y estereotipos denigratorios. La ausencia de una región indígena reconocida en la que se incluya Mezcala da más fuerza a la relación entre pertenencia comunitaria e identidad étnica.

El idioma coca, que se hablaba en la región, se perdió por la influencia del náhuatl y la castellanización (Yañez, 1998), pero persisten elementos culturales manifiestos en creencias, rituales, mitos y, sobre todo, en la organización social. El pueblo se divide en nueve barrios a partir de los que se organiza la vida ritual, basada en un apretado calendario de fiestas religiosas y cívicas asociadas al ciclo agrícola, en las que hay danzas y representaciones diversas y se organizan a través de los llamados “cargos”.

Existe una serie de instituciones propias de una comunidad indígena que suponen cierta forma de autogobierno. Los jueces de barrio han perdido bastante de su presencia, pero la asamblea de comuneros de la comunidad agraria ejerce como heredera del gobierno comunitario a partir de sus responsabilidades respecto de la tierra, que es de propiedad comunal y uso mixto. En el momento de su creación, solo 348 mezcalenses pasaron a ser comuneros, y con ello, propietarios legales del territorio, pero se mantuvo el derecho a uso por parte de todos los habitantes.

Conforme la reproducción material y social de Mezcala ha dejado de depender de la agricultura, la asamblea de comuneros ha perdido fuerza como reguladora de la vida comunitaria, pero sigue siendo una instancia fundamental para la defensa del territorio, la resolución de conflictos internos y la defensa de la autonomía frente a Poncitlán como cabecera municipal.

En el cambio de siglo, la presión del mercado de tierras para el turismo de la Ribera de Chapala alcanzó a Mezcala: un empresario de Guadalajara ocupó ilegalmente parte del territorio comunitario y, con el bicentenario de la independencia como excusa, el ayuntamiento de Poncitlán, el gobierno de Jalisco y el Instituto Nacional de Antropología pusieron en marcha un plan para convertir la isla en un espacio turístico.

Estas amenazas sobre su territorio hicieron que comenzara un proceso de organización y movilización interno, facilitado por la articulación de los escasos comuneros activos con un grupo de jóvenes mezcalenses de inspiración zapatista, que vincularon la lucha local con movilizaciones nacionales e internacionales. Esta dinámica puso en marcha una renovación del funcionamiento y legitimidad la asamblea de comuneros, y la concepción de Mezcala como parte del pueblo Coca (Moreno, Jacobo y Godoy, 2006) ha insertado esta movilización en las luchas de los pueblos indígenas por sus derechos. Aunque la renovación interna va lenta, a finales de 2022 la recuperación del predio invadido en 1999 supuso un evidente empujón a la movilización, pues culminó la lucha jurídica y política de más de 20 años.

En resumen, Mezcala se ha ido construyendo como comunidad a partir de diversos momentos: una base precolonial dentro de un espacio de diversidad; desarrollo en la Colonia marcado por la defensa de un territorio abrupto y poco productivo; momento de orgullo en la defensa de la isla; avance de una identidad étnica propia ante la pérdida progresiva en la región; defensa del territorio dentro de la legalidad agraria y, cuando esta no lo hace, búsqueda dentro de los derechos indígenas.

El resultado es un lugar que no muestra unos comportamientos tan sólidos o institucionalizados como los que se pueden describir en las canónicas comunidades oaxaqueñas; pero sí es un espacio social en que bastante de las relaciones entre quienes comparten la identificación con un territorio de base local se conciben y se practican de forma colectiva, corporada -elementos que, como vamos a ver ahora, definirían lo comunitario.

Por eso, el caso de Mezcala puede ser útil para entender qué implica “ser una comunidad” en pleno siglo XXI, en un contexto de despojo neoliberal y recreación étnica. Por ello expongo el marco desde el que se plantea el análisis y algunos de los resultados que surgen de ello.

“La comunidad indígena” y “lo comunitario”, propuestas para una herramienta analítica

Si queremos que “la comunidad” sea una herramienta conceptual que ayude a comprender lo que ocurre en Mezcala y otros muchos lugares, necesitamos una forma de entenderla que dé cuenta de las formas ambiguas y a veces poco claras de funcionamiento que hemos visto, sin verla como un recurso instrumental ni como una esencia ahistórica.3

Propongo que como “comunidad” entendamos un espacio social en que las relaciones entre quienes comparten la identificación con un territorio, normalmente de base local, se practican de manera corporada a partir de una base holista de concebir la sociedad comunitaria. Lo “comunitario” serían las lógicas y acciones en que muestran esas relaciones y esa concepción.

Al hablar de corporatividad me refiero a los elementos que Wolf consideraba cuando decía que “la comunidad como un todo desempeña una serie de actividades y mantiene ciertas ‘representaciones colectivas’... Define los derechos y deberes de sus miembros y prescribe áreas importantes de su comportamiento” (Wolf, 1956, p. 456, las cursivas son mías). Esta corporatividad sería manifestación de una forma holista de entender las relaciones sociales, en que se concibe al individuo como parte de una colectividad y no a la colectividad como una suma de esos individuos (Dumont, 1966).

Así, lo comunitario se expresa no solo en la toma colectiva de decisiones (Tzul, 2016), sino que “‘obliga a hacerse cargo’ de una parte de las decisiones colectivas” (Gutiérrez y Salazar, 2015, p. 39). La comunidad impone a sus miembros una serie de obligaciones a cambio de la pertenencia a ella, por tanto, nos referimos a un “grupo de personas organizadas bajo formas de gobierno con derechos y obligaciones establecidas” (Wence, 2012, p. 19; las cursivas son mías).

Así, lo comunitario se da cuando las relaciones entre quienes forman la comunidad se basan en comportarse como miembros de un todo colectivo, y no como una simple suma de individuos. Este planteamiento no pone en el centro los elementos como la horizontalidad y la armonía, la resistencia y la autonomía -que han sido objeto de debate- sino que los entiende como posibles productos de esta forma de entender las relaciones, que puede producir también jerarquía y desigualdad, diversidad y conflicto, dependiendo del momento y el contexto histórico en que se producen. Porque este tipo de comportamientos y de espacio social no se dan siempre ni en cualquier lugar: son productos de procesos históricos concretos.

Siguiendo este razonamiento, la “comunidad indígena” sería un tipo específico de comunidad, cuyas características tienen mucho que ver con lo que ha significado “ser indio o “ser indígena” en este continente en los últimos cinco siglos (Bastos Amigo, 2000; 2021a, 2021b). Las formas en que los indígenas conciben las relaciones sociales entre sí a través de la comunidad no se deben a un supuesto aislamiento, no solo son producto de una historia vivida en un lugar, sino de una historia vivida en situación de subordinación étnica de una forma concreta: la comunidad es corporada precisamente porque no es ni nunca fue cerrada, y debe responder a los continuos embates de un “mundo exterior” del que es parte y que nunca para de exigir a sus habitantes trabajo y más trabajo a cambio de muy poco. Por ello, en esta historia es fundamental la relación con el Estado.

A lo largo de estos procesos, la forma de concebir las relaciones sociales en el contexto de exclusión, explotación y relativa autonomía que implicaba la vida indígena se ha ido convirtiendo en la “matriz de significados” (Geertz, 1987) sobre la que se dan esos cambios: la corporatividad del siglo XXI proviene de siglos de comportamientos asociados a instituciones, y a su vez crea relaciones que pueden cristalizar en nuevas instituciones.

El territorio es básico para que exista una “comunidad indígena”: define el lugar, el espacio en que se dan esas relaciones y entre quiénes se dan: el territorio históricamente compartido es lo que otorga la identidad necesaria para que se practique la corporatividad. En México, por el desarrollo histórico, división administrativa y propiedad colectiva de la tierra quedaron vinculadas en la figura de ejidos y comunidades agrarias. Esto hace que se confundan tierra y territorio, jurisdicción y propiedad, lo administrativo y lo agrario (Dehouve, 2001, p. 276). Todos ellos han estado juntos históricamente y las comunidades lo han administrado como parte de un solo patrimonio. Esto es fundamental para entender la importancia del aspecto territorial de las comunidades indígenas en este país.

Por esta construcción histórica, cada comunidad es producto de una historia concreta que da como resultado una situación específica y diferente a las demás comunidades, lo que refuerza la necesidad de trabajar desde un “contextualismo radical” (Hall, en Restrepo, 2004) a la hora de analizar unos casos en que la variedad y la variación no solo se dan entre ellas sino dentro de las mismas unidades de análisis.

Fruto de la historia, a inicios del siglo XXI, la comunidad es un espacio privilegiado -pero no el único- de reproducción del ser indígena en América Latina; y lo comunitario, uno de los ejes de su acción social.4 Pero los comportamientos comunitarios no se dan únicamente entre indígenas: lo comunitario tiene lugar allá donde se reproduzca la vida desde el compartir (Gutiérrez y Salazar, 2015, p. 27), y en otros espacios campesinos y urbanos se pueden dar procesos sociohistóricos que lleven a estas situaciones (Navarro, 2015).

En estos momentos, esta forma corporada en la que se viven las relaciones sociales convive con formas “individualistas” propias de la modernidad capitalista, acentuadas por el contexto neoliberal. En lo que llamamos comunidades, la parte corporada está más presente y con más legitimidad que en otros espacios sociales: podríamos considerar la comunidad como un espacio en que esta se condensa. Esta convivencia de formas diferentes de entender las relaciones sociales aumenta con la diversidad interna de los espacios comunales.

Por todo esto, más que mostrar que la comunidad “ideal” es imposible (Zárate, 2005), en estos tiempos quizá sea más útil comprender cómo se produce “lo comunitario”, lo regido por esas formas de corporatividad de base holista.

Dos propuestas para el análisis de lo comunitario en espacios como Mezcala

Este breve repaso de la comunidad como forma de organización social y la comunidad indígena como construcción histórica específica llevan a pensar en que cuando hablamos de “comunidad”, no hablamos de una sola cosa, ya que podemos referirnos a una manera de entender las relaciones sociales, al conjunto de instituciones que las regulan, o a las acciones que se llevan a cabo bajo ese entendimiento, o incluso al lugar donde todo ello ocurre. La comunidad puede ser cada una de esas cosas y la suma de todas, y manifestarse de modos muy diversos, según la historia que la haya formado. Por ello, quizá “lo comunitario” es mejor herramienta analítica que “la comunidad”.

Para ello, en función del estudio del caso de Mezcala, se separaron analíticamente tres componentes de lo comunitario presentes en la formación social estudiada: instituciones, prácticas e ideología; y se incluyó el conflicto como parte inherente de lo comunitario.

Los componentes de lo comunitario

La columna vertebral de los espacios comunitarios son las instituciones que regulan diferentes aspectos de la vida local y las normas que la regulan, que son las que más han llamado la atención de antropólogos y otros estudiosos, entendidas como “sistema de cargos” (Korsbaek, 1995), “gobierno indígena” (Aguirre Beltrán, 1953; Burguete, 2011) o “sistema normativo interno” (Aragón, 2014). Se caracterizarían por la forma colectiva de realizarse, tanto en la toma de decisiones como en la manera de hacer que estas se cumplan. Algunas regulan el trabajo, como el tequio, los cargos o el trabajo comunal (Díaz, 2007; Gutiérrez y Salazar, 2015); otras se refieren a la organización política, como la asamblea y las autoridades comunitarias (Tzul, 2016), y otras regulan la faceta lúdico-ritual (Martínez Luna, 2010). Cada una de estas instituciones ha surgido y se ha ido transformando a lo largo de la historia, y existen en una combinación concreta específica de cada lugar.

Además de estas instituciones, el sentido colectivo de entender las relaciones se manifiesta en multitud de prácticas, acciones llevadas a cabo por quienes forman parte de la comunidad. Me refiero a los comportamientos que “hacen comunidad”, como dice Zibecchi (2015, p. 78), o de “prácticas que producen comunidad” (Alejandra Aquino, comunicación personal, 13 septiembre 2016): aquellas acciones cotidianas o excepcionales que se realizan guiadas por la forma colectiva de entender las relaciones, esas “áreas importantes de su comportamiento” que son prescritas por “la comunidad” como un todo (Wolf, 1956). Se trataría de “prácticas culturales conformadas históricamente” (Zárate, 2005, p. 63), algo parecido a las “prácticas” que Giddens (1995) dice que carecen de la reflexividad que sí tendrían las institucionalizadas.

Por último, existiría una ideología comunitaria, una forma en que los miembros de una comunidad se perciben a sí mismos como colectivo, los contenidos concretos que asume esa pertenencia y sus implicaciones. Es lo que Garibay denomina “ideología comunal”: para que la comunidad funcione, es necesario que la gente que la forma sepa o piense que existe esa comunidad (2008, p. 48). No se trata de la lógica significativa de la que he hablado, sino de la forma en que esta hace que la gente entienda y practique su mundo social, la manera como se explican.

Teniendo estos elementos en cuenta, más que hablar de “comunidad” como algo cerrado y autocontenido, podemos hablar de cómo “lo comunitario” se muestra en instituciones, prácticas, relaciones, comportamientos que producen comunidad y, por tanto, el tipo de comunidad que producen esas prácticas. Las variadas formas en que se combinan estos componentes nos permitirán analizar cómo la corporatividad se refleja en la vida social de diversas maneras y entre grupos diferentes.

El conflicto, parte inherente de lo comunitario

Desde Hobbes, asumimos que el conflicto es inherente a la vida social y elemento clave de su cambio. Por ello, plantear que las relaciones sociales se dan de forma corporada u holista no implica que no haya conflictos. Por el contrario, la conflictividad, las tensiones y las relaciones de fuerza son elementos constituyentes de la vida comunitaria.

Esto choca con las ideologías que sostienen las relaciones comunitarias, en las cuales la armonía y la solidaridad tienen un papel fundamental (Nader, 1998), similar al que “la igualdad de oportunidades” desempeña en la sociedad capitalista. Es decir, para que una comunidad se piense como tal, ha de hacerlo desde la creencia de que la armonía rige las relaciones entre quienes forma parte de ella, aunque no sea así (Zárate, 2005).

La jerarquía está integrada al pensamiento holista (Dumont, 1966), y de hecho, los contextos comunitarios han tendido históricamente a reforzar las diferencias de poder por generación y género (Esquit, 2014). La comunidad implica “un ejercicio del poder y una forma de autoridad, no una alianza de fraternidad y equilibrio” (Pineda, 2018, p. 51). El trabajo comunitario y la participación en el gobierno común pueden implicar un grado de coerción, y el que “el todo” defina los derechos y deberes de sus miembros (Wolf, 1956) es en sí mismo fuente de tensión y conflicto, por el posible choque de las expectativas comunitarias con las aspiraciones y comportamientos individuales. Por ello, a pesar de la fuerza que pueda tener la ideología de cohesión, las relaciones comunitarias conllevan resistencia y conflictividad.

Cuanto más complejos socioeconómica y culturalmente sean estos espacios y las relaciones en su interior, más probabilidades de tensiones. Por la inserción -aunque sea deficitaria- al mercado y a la sociedad nacional, los miembros de la comunidad asumen las relaciones ligadas al individualismo históricamente construido, muy reforzado en el neoliberalismo, y pueden generarse conflictos que se manifiesten tanto en las instituciones de gobierno como en las actividades que se desprenden de estas concepciones de lo comunitario.

La situación de conflicto contra un agente externo, como la que se da contra las actividades extractivas en toda América Latina, siempre genera cohesión interna y, por tanto, favorece en principio las ideologías comunalistas (Zárate, 2005; Chávez, 2022). Pero, dada la amenaza que las formas comunitarias suponen para el capital (Gutiérrez y Salazar, 2015), este fomenta la conflictividad interna dentro de estos espacios y convierte en división lo que previamente podía ser solo diferencia (Bastos y De León, 2014).

En definitiva, en la actualidad, el conflicto es parte integrante de los espacios comunitarios. Por ello, creo que es mucho más útil ponerla desde ya en primer plano y ver cómo actúa.

Mezcala a través de sus comunidades y conflictos

El ejercicio de desagregar lo comunitario en Mezcala en los diferentes aspectos mencionados va a servir para mostrar que “la comunidad” es entendida y practicada de maneras diversas entre los mezcalenses, que no solo hay distintos espacios y momentos en los que se puede participar en la comunidad, sino que esto se puede hacer con significados distintos. Podemos hablar de, al menos, cuatro formas en que se concibe la comunidad y, por tanto, sendas formas en que se actúa y participa en las instituciones comunitarias. No existen como colectivos cerrados ni son excluyentes entre sí; son diferentes formas que se dan a la vez. Los conflictos entre quienes las forman, con quienes no están en ellas y con agentes externos son cotidianos y ubicuos, lo que muestra bastante de su concepción y del papel social de estas comunidades.

La comunidad como colectivo que disfruta un territorio

Una primera forma de entender la comunidad es como el colectivo formado por todos los nacidos en Mezcala y sus descendientes, que solo por este hecho tienen derecho al uso del territorio comunitario de una forma exclusiva frente a los no mezcalenses, que no pueden ni fincar ni establecer negocios en él.

En otras comunidades, el derecho al uso del territorio comunitario está asociado al cumplimiento de alguna forma de trabajo o cargo comunal (Garibay, 2008; Wence, 2012; Tzul, 2016), pero en Mezcala estas formas se diluyeron; la calidad de comunero se separó de la mezcalense, y el derecho a uso no quedó solo entre los primeros, como ha ocurrido en ejidos y comunidades: todos son mezcalenses y todos disfrutan del derecho al uso del territorio comunitario. Este derecho de uso conlleva como obligaciones únicamente el pago de “la contribución”, que no siempre se da, y la prohibición de vender a externos, que se respeta bastante pero no de forma absoluta.

Estaríamos pues ante una concepción de lo comunitario basada institucionalmente en la aceptación del comisariado de la comunidad agraria como ente regulador del uso y apropiación de la tierra y que se muestra en las prácticas de uso del territorio y la exigencia de su aprovechamiento exclusivo por los mezcalenses. Esta ideología de exclusividad en el uso se basa en la pertenencia comunitaria por nacimiento y es base del consenso comunitario -bastante extendido- en torno a la defensa del territorio y la autonomía respecto de Poncitlán, que se manifiesta en la negativa a pagar el impuesto predial municipal.

Esta forma de entender la comunidad, pese a ser laxa, genera conflictos con la gente que no siente la necesidad de formar parte de quienes poseen el territorio y, por tanto, no ven el sentido de pagar cantidades que son difíciles de pagar en su situación económica y se consideran en derecho de vender lo que consideran suyo. No es muy normal, pero la falta de capacidad coactiva de la comunidad agraria permite estas situaciones. Además, se dan continuamente conflictos entre quienes poseen de forma comunitaria pero usan de forma particular este territorio: divorcios, herencias, compraventas que en principio son resueltos por la asamblea de comuneros y el comisariado de la comunidad. Pero si alguien no le reconoce autoridad, se dirimen en juzgados estatales de Chapala o Ponctilán, lo que socava la legitimidad de la institucionalidad comunitaria.

La comunidad como colectivo que festeja unido

Una segunda forma de entender la comunidad se manifiesta en prácticas e instituciones que están asociadas a un sentido colectivo que sí conlleva formas de servicio y reciprocidad. Como se ha dicho, no existe en Mezcala una institución que obligue al trabajo comunitario: la comunidad agraria no tiene capacidad para imponerlo como requisito para el derecho a uso del territorio. El trabajo común se muestra en acciones más bien puntuales pero relativamente comunes: cuidar el bosque, trabajar en el pavimento de una calle, aportar a la construcción de la biblioteca.

Donde más claramente se manifiesta el sentido de comunidad basada en la reciprocidad y el trabajo colectivo es en la participación en el denso ciclo festivo. La participación en las cuadrillas que ejecutan danzas, las diferentes formas de colaboración -en especie, trabajo o dinero- y, sobre todo, “tomar un cargo”, son las expresiones de una forma de servicio que no es exigido de manera expresa por una instancia comunitaria sino por el mismo modo de entender la comunidad.

“Tomar un cargo” -así se llama- implica organizar y financiar algún componente de una de las muchas fiestas anuales, ya sea comunitaria, vecinal o familiar, en el mismo momento de la fiesta o en sus preparativos -como organizar la logística de los ensayos de danzantes durante los meses previos-. Supone un gran desembolso y mucho trabajo, por lo que es una obligación de carácter familiar que necesita del apoyo de una red de parentesco, vecindad y amistad, y genera una multitud de “cargos” alrededor del titular.

El “cargo” en sus diferentes formas es una institución social en Mezcala: el traspaso del cargo tiene toda una forma ritualizada que debe ser completada para ser válida. Pero la aceptación del cargo es voluntaria, no hay un ciclo ni quién designe a los cargueros, no hay un “sistema de cargos” ni estructura jerárquica de poder asociada al “cargo”, aparte del evidente prestigio que conlleva. Lo mismo se puede decir del financiamiento colectivo de la feria titular: los barrios son la institución encargada, pero no hay un ejercicio de autoridad o coerción para ser realizado.

Estas prácticas están basadas en la idea de comunidad como colectivo de reproducción material y simbólica que conlleva derechos si se cumplen obligaciones, como la participación en el mantenimiento de las fiestas. Supone una forma en que se produce y reproduce un “nosotros” manifestado en cada una de estas actividades, una forma de autoorganización basada en una institucionalidad difusa. Es la comunidad como un todo o en sus formas barriales y parentales la que de forma implícita exige la participación en este esfuerzo económico y de trabajo que implica mantener vivas las fiestas. El derecho de pertenencia se muestra en el disfrute del fruto de los trabajos de danzantes y cargueros: observar, comer, beber, disfrutar de la música; todo ello en un ciclo de fiestas y comidas comunes periódicas en una localidad de bajos recursos generalizados.

Dado su carácter de obligación individualizada y festiva, esta forma de concepción y comportamiento comunitario es de las que menos conflictos comporta, pero los hay. Primero, con quienes no quieren participar con trabajo o pagos por cuestiones religiosas, como sucede con los escasos evangélicos y protestantes que hay en Mezcala. Pero también de forma más concreta, se puede dar al no responder a requerimientos del colectivo o no responder al compromiso dejando a la familia en un aprieto.

La comunidad como colectivo (restringido) que defiende el territorio

Dentro de toda esta gente que hace comunidad, existe un colectivo concreto para quienes “la comunidad” tiene un sentido más restringido: son los comuneros y quienes están a su alrededor, que hacen de la defensa del territorio comunitario el eje de sus acciones.

Por la forma en que se constituyó la comunidad agraria de Mezcala, no existe allí una asamblea comunitaria en la que participen todos los mezcalenses, y por ello los comuneros son quienes tienen la responsabilidad de mantener el territorio -y con ello, la existencia de la comunidad- y el privilegio de decidir al respecto. Los comuneros unifican en la asamblea y el comisariado la herencia del gobierno comunitario y la producción comunitaria de decisiones: a partir del manejo del territorio, la asamblea ejerce de autoridad en múltiples aspectos de la vida cotidiana. En sus tareas, los comuneros se apoyan en el consenso comunitario respecto de su responsabilidad, pero no la comparten, por eso forman una comunidad restringida, que suponen legitimada por los demás al aceptar su autoridad.

Como resultado, esta forma de entender la comunidad se basa en la institucionalidad de la comunidad agraria, y sus reglamentos han marcado las acciones, desarrolladas siempre dentro de la legalidad estatal. La asamblea es quien representa esta legitimidad, pero en los hechos, los diferentes comisariados han contado con bastante autonomía en la gestión cotidiana, que no ha dejado de implicar zonas grises, turbiedades y arreglos que no siempre favorecen a la comunidad en conjunto. Pese a ello, desde que se constituyó, la comunidad agraria ha logrado mantener íntegro el territorio comunitario, aun frente a amenazas diversas. Para ello, en los momentos más difíciles, ha contado con los mezcalenses, que se han movilizado para defender su territorio contra autoridades e intereses privados.

Las prácticas de defensa del territorio de estos comuneros superan en muchos casos las normas institucionales y se convierten en una verdadera razón de vida. Es una forma de entender la comunidad como una responsabilidad -y privilegio-, que ha llevado a la creación de una historia mítica de defensa del territorio por la comunidad, en la que la continuidad como indígenas es fundamental y el Título Primordial es el elemento central, pues supone el origen mítico de su función como comuneros.

La conflictividad ha sido inherente a la historia de esta comunidad restringida, como reconocen sus miembros. Desde su inicio, entre los comuneros se han manifestado todas las diferenciaciones internas de Mezcala -por barrios, generaciones, afiliaciones políticas- a las que se han sumado las derivadas de las formas de entender cómo llevar a cabo la defensa del territorio. Entre comisariado y asamblea siempre se han mantenido las sospechas de enriquecimiento y aprovechamiento del control de la institucionalidad comunitaria. Y la defensa del territorio se practica en convivencia con aquellos comuneros que, pese a estar integrados en esta institución, no comparten esta idea de comunidad.

El carácter excluyente de la asamblea de comuneros y su negativa a ampliarse o renovarse por varias décadas ha generado conflictos con parte de la población de Mezcala, que se han sentido excluidos de la toma de decisiones y les acusan de corrupción e intereses propios. Esto, junto con la pérdida de importancia de lo campesino, les ha hecho perder parte de su legitimidad. Esta legitimidad está basada en su capacidad de mantener conflictos con autoridades externas para mantener la autogestión de su territorio y con los agentes externos -como el invasor- que la cuestionan; y estos mismos conflictos generan tensiones y conflictividad al interior de la asamblea y con el resto de la población.

La comunidad como parte del Pueblo Coca que defiende su autonomía contra el neoliberalismo

Por último, el proceso de amenazas al territorio vinculadas al turismo residencial está generando una nueva forma de entender y practicar la comunidad. Es la formada por los “comuneros cocas”, aquellos mezcalenses -comuneros, jóvenes simpatizantes zapatistas y demás- que buscan defender su territorio como elemento imprescindible para alcanzar una autonomía que asegure su reconstitución como Pueblo Coca.

Para ello -como la anterior forma que hemos visto-, refuerzan a la asamblea de comuneros ahora entendida como Gobierno Comunitario. Pero al entender la comunidad como indígena y no como agraria, pretenden que la defensa del territorio sea tarea de todos los mezcalenses, y así se fusionan las dos formas previamente descritas. De este modo se aprecia en el Estatuto aprobado por la comunidad en el año 2009, en que se propone ampliar la institucionalidad comunitaria para que todo el pueblo pueda intervenir en la toma de decisiones.

Su forma de entender la comunidad es como un colectivo indígena que ha defendido históricamente su autonomía y al que, como parte de un pueblo indígena que vive una situación colonial, se le niegan los derechos colectivos. El territorio es de nuevo la base de una historia que ahora se remonta a lo precolonial y se reinterpreta en clave de resistencia, y es la justificación para la búsqueda de una autonomía como cocas. Esta defensa territorial, entonces, coloca a lo coca en el centro de la ideología comunitaria.

Aunque trabajan también desde la asamblea de comuneros, se distinguen por las acciones que han tomado durante años, en que se han opuesto al Estado en vez de trabajar desde dentro de él: plantean una resistencia que podríamos denominar como “antagonista” frente al carácter “subalterno” (Modonessi, 2006) de la desarrollada por los comuneros tradicionales.

Por este carácter, esta versión de la comunidad se basa en el enfrentamiento frontal y abierto con los invasores externos y unas autoridades a las que no reconoce por colonizadoras. Esto genera conflictividad con los mezcalenses que se asocian con ellos, sean comuneros o no; y se pueden producir conflictos entre ellos por las vías de acción, las alianzas intra o extracomunitarias u otras cuestiones.

Otros proyectos de comunidad

Además de estas que hemos visto, existen en Mezcala otras formas de pensarse que han surgido en estas últimas décadas y se presentan como proyectos de comunidad, complementarios o antagónicos a la propuesta de comunidad coca.

Desde que apareció el turismo en Mezcala, surgió otra forma de entender lo indígena y su relación con las dinámicas comunitarias: se trata de quienes, alrededor del Museo Comunitario y otros proyectos turísticos, proponen entender a Mezcala como una comunidad de origen nahua, no coca, y desde ahí insertarla en los circuitos new age de la Ribera de Chapala. Así, no se trata solo de reclamar un origen histórico diferente, sino, desde él, asociarse al turismo y las autoridades, dentro de un formato más relacionado con el multiculturalismo de mercado (Comaroff y Comaroff, 2011) y perdiendo su carácter descolonizador.

Otro proyecto más complejo y difuso, pero seguramente más importante en las dinámicas comunitarias, es el que se podría denominar “comunalismo modernizante”. Está representado por ciertos personajes y por instancias como el Club Mezcala, que reúne a los migrantes de Estados Unidos y pretende ayudar a desarrollar la comunidad con colectas y otras actividades.5 Estas iniciativas están unidas por una forma de pensarse y pensar Mezcala desde lo comunitario, pero creen que es necesario “desarrollar” la comunidad insertándola en las lógicas y las dinámicas de la modernidad, como el mercado y la participación política institucional, como la opción diferente a los “tradicionalistas” comuneros y a los “radicales” jóvenes zapatistas.

En este sentido, la de la comunidad coca es una propuesta alternativa, porque no parte de una crítica al modelo económico-político, sino que lo que hay que cambiar es la comunidad, “modernizándola” para que pueda seguir siendo la base de la sociabilidad. Su preocupación por la comunidad les ha llevado a trabajar de forma conjunta con quienes actúan desde la comunidad coca, insertándose en las dinámicas de defensa del territorio. Sin embargo, cuando se han dado enfrentamientos, normalmente han acabado por tomar partido por la legalidad, aunque esta no desarrolle lo comunitario.

Conclusiones: Mezcala como comunidad indígena del siglo XXI

El objetivo de este texto era mostrar una propuesta de análisis para casos como el de Mezcala, en que lo comunitario convive con otras lógicas sociales, y no sé hasta qué punto podría ser aplicado a otras experiencias comunitarias.6 El que no sea un ejemplo evidente de corporatividad no la convierte en menos comunidad, sino en un tipo de comunidad, una comunidad del occidente de México, surgida en un proceso concreto y en una situación concreta en la actualidad. Rocío Moreno, comunera de Mezcala, lo plantea así:

Mezcala puede no obedecer a los estándares por los que normalmente se rige una comunidad indígena que aún cuenta con su lengua, vestimenta, sus creencias, etc., pues en cada comunidad son diferentes los factores que intervienen, afectan o ayudan a la permanencia de la comunidad indígena. (Moreno, 2008, p. 56)

Ver a Mezcala como una comunidad -un espacio social donde lo comunitario define comportamientos- ha permitido explicar hechos y procesos que se han dado en esta localidad, siempre en relación y combinada con otras lógicas sociales. Conceptos como “la comunidad” y “lo comunitario” han ayudado a explicar formas sociales específicas que no están ligadas a lógicas generalizadas en la sociedad neoliberal. En Mezcala se aprecia muy bien la vinculación de lo comunitario con lo étnico, no solo por la historia que la ha generado, sino porque es la calidad de indígena lo que da sentido y unifica las prácticas corporativas; y desde lo indígena se están reforzando y renovando ahora esa idea y prácticas de comunidad.

En pleno siglo XXI, como muchas otras, Mezcala es un espacio social complejo, sin nada de esa homogeneidad que se les imputa a las comunidades, pero en que lo comunitario está presente, reflejando y siendo parte de esa complejidad. Existe a su interior una variedad de concepciones y vivencias de lo comunitario que se hacen presentes en múltiples instituciones, prácticas e ideologías, a veces complementarias, a veces contradictorias.

Cuando los mezcalenses apelan a su comunidad, su historia y su territorio, refieren a cosas muy distintas o a defender posturas que pueden llegar a ser opuestas. La comunidad agraria no abarca a toda la comunidad que se hace festejando, pero ahora la comunidad coca aspira a reintegrar a ambas desde una nueva concepción de lo que significa ser indígena, mientras otras dinámicas generan otros proyectos o formas de entender la comunidad -modernizante, nahua- que compiten y la complementan.

Estas diferentes versiones de la comunidad que encontramos son producto de los procesos históricos que ha vivido y vive Mezcala. Si la forma en que se organizó la comunidad agraria hizo que la función de defensa quedara escindida del disfrute exclusivo del territorio, ahora la lucha contra la invasión ha hecho que se buscara volver a unificar todo en una sola comunidad. Podemos suponer que la recuperación del predio invadido dará más fuerza a quienes la promovieron activamente, pero también es verdad que, junto con la versión de la comunidad coca, el “comunalismo modernizante” se puede convertir en una tercera vía hacia la que se tiendan unos u otros, pues los conflictos entre todas ellas no van a detenerse.

Esos esfuerzos han generado conflictos entre algunos de los que conciben las responsabilidades comunitarias de diferente forma, y este conflicto por lograr que una versión de la comunidad sea hegemónica (Zárate, 2005) es en sí mismo motor de cambio de las relaciones comunitarias. Puede unificarse cuando hay un enemigo u opositor externo (Chávez, 2022), pero puede darse dentro del colectivo, entre las diferentes formas de concebirse, o dentro de estos mismos.

El conflicto es inherente a la vida social, y a las comunidades también. Pero estos espacios sociales cuentan con mecanismos e instituciones para resolverlos o gestionarlos dentro de la forma corporativa de entender las relaciones sociales. Las disputas de poder entre los miembros pueden ser continuas, pero se dan dentro de las formas corporadas de entender el conjunto. “Las diferencias y las disputas se procesan dentro del argumento comunitario” (Garibay, 2008, p. 268). Por varias décadas, la asamblea ha sido el espacio en que se han manejado y dirimido las diferencias entre los comuneros.

Así, el estudio del caso de Mezcala muestra cómo pueden entenderse y analizarse las dinámicas internas de un espacio social que, asociado a su carácter indígena, se considera a sí mismo una comunidad y en el que se dan formas que hemos llamado comunitarias. Pero para que estos conceptos sean herramientas útiles, hemos tenido que dotarlos de unos significados que no parten de los contenidos de las mismas ideologías comunitarias, sino que se basan en su carácter eminentemente histórico como construcciones sociales que son.


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Notas

[1] La información sobre Mezcala que sigue a partir de ahora proviene de mis investigaciones desarrolladas entre 2008 y 2018, publicadas en diferentes capítulos y artículos (https://ciesasdocencia.academia.edu/SantiagoBastos) y reunidas en el libro Mezcala, comunidad coca. Rearticulación comunitaria y recreación étnica ante el despojo (2021b). A menos que se cite algún trabajo concreto, las referencias son a este libro. Sobre Mezcala, ver también Moreno (2008, 2012), Hipólito (2012, 2015), Durán (2019), Durán, Alonso y Bastos (2020).

[2] Esta proporción surgió en una encuesta realizada en 2014 a la población de Mezcala (Bastos Amigo, 2021b, p. 277).

[3] En este apartado se resume la propuesta que he desarrollado más ampliamente en Bastos Amigo (2021a y b).

[4] Actualmente, mucha de la población indígena no vive y reproduce su etnicidad en los espacios rurales donde se constituyó esta forma de darse lo comunitario. La vida en ciudades y campos agrícolas no la favorecería, pero, dadas las condiciones de exclusión en que viven, lo común-indígena sigue siendo fundamental para entender las formas colectivas de asentamiento (Oehmichen, 2005) o de reproducción de los hogares (Bastos Amigo, 2000; Morales, 2020).

[5] El club realiza reuniones periódicas en California, y en Mezcal ha llevado a cabo obras como el empedrado de una calle, campos deportivos para las escuelas, colaboración en la construcción del templo de Ojo de Agua. También quisieron construir un hospital y comprar una ambulancia, pero no encontraron apoyo. En 2011, junto con la Asamblea de Comuneros, colaboraron en la construcción de la biblioteca comunitaria.

[6] En casos como el de Ostula (Gledhill, 2004) o el de San Pedro el Alto (Garibay, 2008), pareciera que estas diferentes formas de entender y practicar lo comunitario funcionan de una manera mucho más conjunta, sumando los sentidos de comunidad en las mismas personas, y renovándolos en conjunto también, pues hay más relación entre los derechos y los deberes de pertenecer a la comunidad. En otros lugares, como Santa María Tindú (Wence, 2012), el mismo sistema de cargos y servicios ha tenido que transformarse para dar lugar al hecho de que la mayoría de la comunidad no reside en el espacio comunitario, dando una respuesta diferente a una situación diferente.