Dossier - Artículo invitado
Registros de una antropología de lo público

Records of an anthropology of the public

Registros de uma antropologia do público

Registros de una antropología de lo público.
Runa, vol. 44 no. 2, (25- 43 pp.), Jul-Dec, 2023, doi: 10.34096/runa.v44i2.12942. ISSN: 0325-1217
Universidad de Buenos Aires. Facultad de Filosof�a y Letras. Instituto de Ciencias Antropol�gicas


Introducción

El tema de este dossier ha ido tomando centralidad controversial en la agenda contemporánea dentro de la condición posmoderna y el dominio de la globalización neoliberal, que se combinaron para conformar, entre fin y principio de milenio, una imagen de lo público en crisis y hasta en retirada. Aunque se acostumbra hablar también del retiro del Estado, una mirada más crítica podría acusar precisamente a la instrumentación de los aparatos estatales por las políticas neoliberales para restringir lo público, incluyendo la satanización del Estado. En un trabajo reciente he tipificado a esos fenómenos como el malestar de lo público y he aproximado una perspectiva histórico-dialéctica en contraste con el hegemónico sentido idealista burgués, de raíz aristotélica (Gravano, 2021a). El presente ensayo es parte de un intento de proyectar esa perspectiva hacia la pregunta un tanto dilemática de si ese malestar es externo a la subjetivación del mundo o exclusiva confección de las subjetividades contemporáneas. Más específicamente, me pregunto cómo es la relación entre ambas dimensiones. En un plano propiamente antropológico, acercaré una reflexión sobre la universalidad de lo público o su reducción a ser parte exclusiva de nuestra civilización moderna. Lo haré introduciendo algunas bases conceptuales de acuerdo con una hipótesis de máxima: un enfoque dialéctico estructural antropológico puede servir para analizar el atravesamiento de lo público no solo en la modernidad y su reconversión post, sino en contextos de sociedades sin Estado, en comunidades y grupos, así como también en situaciones globales, microsociales, virtuales, y aun en el espacio doméstico oikoniano, su clásico opuesto. Lógicamente, no corresponde aspirar a verificar esto en el rango de un artículo, pero deseo validar la propuesta para que se puedan reenfocar casos ya analizados o por encarar. No me ocuparé acá en forma directa de derechos, instituciones, políticas y espacios públicos, que suelen ser incluidos con asiduidad en los trabajos sociológicos y antropológicos, sino de lo público como un foco analítico común a esas problemáticas y ámbitos, y desde ya no pretendo agotar ni inventariar su tratamiento desde la antropología.

El enfoque dialéctico que a continuación expongo se articula en tres instancias de registro: 1) lo público como acto semiótico, comunicativo o simbólico-cultural, específicamente humano; 2) lo público en las comunidades preestatales, estudiadas clásicamente por el registro etnográfico; y 3) el surgimiento histórico de lo público instituido en los primeros centros urbanos, a partir del registro arqueológico.

Registro semiótico de lo público

Lo público como producción de sentido

La primera base conceptual de lo público está compuesta por su sentido sociosignificacional, aludiendo a su existencia tanto en una dimensión social cuanto de producción de significados.1 Desde la semiótica estructural sabemos que los sentidos históricos y situados se constituyen por relaciones semánticas de oposición y afinidad. Dentro de sus usos más recurrentes, lo público se asocia a lo común, lo notorio, lo abierto, lo activo, la interacción social de contacto primario entre los cuerpos, el intercambio, la opinión, el debate y -como ha priorizado Richard Sennett (2011)- la explicitación de los antagonismos. A su vez, se lo suele oponer a lo restringido, exclusivo, cerrado, ocultado o acallado, privado, particular, personal, íntimo, doméstico, e incluso a formas secundarias o mediadas del vínculo social.

Si bien acá estoy ponderando lo público como sustantivo y en su sentido amplio, es más usual el sentido restricto, que apela a la misma palabra público/a pero como adjetivo. Por ejemplo, cuando se hace referencia a un determinado espacio físico de uso común, libre y abierto, a ciertas instituciones con misiones de interés o bien común, y por supuesto, a organismos estatales y sus políticas. Puede sumarse a este sentido la conjunción entre el carácter público de la opinión no individuada o supuestamente compartida (la opinión pública) y el sistema correspondiente a la representación social legitimada de la res-pública. Pero volviendo a la semiótica, en términos dialécticos, las oposiciones y las afinidades se interceptan por la contradicción. Es la contradicción el elemento fundante de significados o sentidos distintos, que se dan siempre en contextos históricos determinados, con antagonismos de base y emergencias relativas a nivel de la conciencia social. La contradicción puede situarse en un plano objetivo, más allá de la conciencia directa de los sujetos históricos, o en una dimensión subjetiva, cuando es parte de las representaciones simbólico-ideológicas o imaginarias de los actores.

Lo público inherente a lo humano

El mínimo evento comunicativo en el que se plasma la producción de sentidos que intercambian los humanos constituye lo que la antropología define como cultura. Una de las definiciones más citadas, la de Clifford Geertz, enfatiza que “[L]a cultura, ese documento activo, es pues pública, lo mismo que un guiño burlesco o una correría para apoderarse de ovejas” (Geertz, 2005, p. 24). Apunta explícitamente Geertz a la significación, que implica el registro de sentidos diversos como efectos de eventuales rupturas con sus propias asignaciones literales o explicaciones reducidas a sus componentes físicos (ojos y pies que se mueven). Por eso, cuando refiere a las “formas simbólicas”, de Ernst Cassirer (1971),de cuño neokantiano, vuelve a resaltar su ligazón estrecha con “los hechos sociales concretos, al mundo público de la vida común” (Geertz, 2005, p. 39). Este enfoque de lo público como producto sociosemiótico, tal como lo desliza el antropólogo norteamericano, o más expresamente como “tráfico de símbolos significativos” (Geertz, 2005, p. 300), puede considerarse básico para su complementación con la especificidad sociocultural del fenómeno humano en general. A lo que me permito agregar que los hechos sociales, objetivados por la escuela sociológica clásica (Durkheim, 2007) e inmanentes de sentido (Weber, 1979) suponen una esfera o ámbito de cruce de significantes que orienta la dilucidación de sus significados más allá de simples designaciones lexicales literales y en un terreno fértil para la ambigüedad y la contradicción, siempre en una dialéctica de riesgo y estabilidad, como el lenguaje mismo.

Claude Lévi-Strauss lo consideró como

una situación fundamental, propia de la condición humana, a saber, que el hombre dispone desde su origen de una integridad de significantes a los que a duras penas asigna un significado, atribuyéndolo sin realmente conocerlo cuando se da el caso. Siempre se produce una inadecuación entre ambos […]. En su esfuerzo por comprender el mundo, el hombre dispone siempre de un excedente de significaciones que reparte entre las cosas según las leyes del pensamiento simbólico. (Levi-Strauss, 1950, p. XLIX, cit. en Godelier, 1998, p. 40. (El énfasis es mío).

La alusión al origen del hombre marca el derrotero antropológico hacia la dialéctica de lo público -como sustantivo- construido histórica y culturalmente con la contradicción como condición propiamente humana. Maurice Godelier describe así lo que considero una específica negatividad-en un sentido hegeliano- del lenguaje y la significación.

ningún ser humano, ni ese antepasado2 ni ninguno de nosotros, poseerá jamás la totalidad del significante, y aún menos una totalidad que contenga un ‘plano detallado’ de sí misma. Por otra parte, un significante nunca existe en ‘estado puro’, vacío de toda referencia a uno o varios significados. La noción de ‘símbolo’ o de ‘significante’ en estado puro es en sí misma contradictoria. (Godelier, 1998, p. 43)

El principio y resultado de este proceso constituyente de nuestra especie es, según Karl Marx (1968), la ruptura de la mónada mediante el lenguaje articulado, lo que equivale, en términos más cercanos a nuestro enfoque, al símbolo, ya lejos de la unicidad propia del lenguaje de señales del resto de las especies animales. Fuera agencia del Homo Habilis hace más de dos millones de años, del Homo Erectus posterior o del Sapiens Neanderthalensis 400.000 años atrás, la separación de una paleoespecie del tronco de australopitecos y la innegable asociación con producción de herramientas conlleva no solamente a la culminación de la hominización tal como la conocemos, como proceso evolutivo adaptativo, sino fundamentalmente a la humanización de nuestra especie actual. La fabricación de una sola bifaz a partir de la talla más rudimentaria no estuvo despojada de la previa idea de esa herramienta en la mente del homo. Y esa idea se construyó a partir de la contradicción con el carácter puramente natural de la piedra a tallar, de que siguiera siendo solo piedra, y de su ulterior enseñanza-aprendizaje de esa talla a sus descendientes por vía de la transmisión no biológica.

Podemos acordar que nunca hay una comprensión del mundo “del hombre” (para decirlo en el léxico de los clásicos que estamos sobrevolando), sino de los hombres en común-idad, mediante la común-icación.3 Pero ambas son posibles a partir de esa esfera pública4 de intersección relacional de desafíos interpretativos de los significados culturales y que componen la producción humana por antonomasia, la cultura. Nada amerita que se pueda negar a aquellos ancestros haber constituido y usufructuado ese humus público de signos, únicos capaces de producir el proceso de ideación (para seguir con la terminología de Marx) capaz de erigir la fabricación de herramientas como el fundamento de la cultura.

Creo que esta base conceptual puede servir para afirmar al menos que la emergencia simbólica necesita del surgimiento de lo público, de una esfera abstracta de construcciones e intercambio material y significacional apta para la comunicación simbólica, dentro de la dialéctica entre lo común de los significados conocidos y la contradicción eventual y permanente de lo nuevo en el intercambio, ya entre seres no meramente naturales. Lo familiar de los códigos en tensión dialéctica con la novedad de los eventos comunicativos es el producto del ya aludido triángulo semiótico entre la semejanza, la oposición y la contradicción.

Ruptura, sustitución y abstracción

Que la ruptura con lo orgánico natural de la mónada lo planteara Marx y emergiera de ella la humanidad en hechos sociales con inmanencia de sentidos, sentando así las bases incluso de las ciencias sociales, lo han compartido autores de amplio espectro ideológico y disciplinar, como Cornelius Castoriadis, con su concepto de imaginario radical (2005), o Marcel Mauss, que lo separa -como toda la escuela sociológica durkheimiana- de lo psicológico: “los hombres sólo pueden comunicarse por medio de símbolos, por signos comunes, permanentes y exteriores a los estados mentales individuales, que son simplemente sucesivos, por signos de grupos de estados que se toman a continuación como realidades” (Mauss, 1970, p. 276).

¿Es posible imaginar la transmisión de símbolos sin un escenario de cooperación social y publicidad compartida? ¿Es posible imaginar una cacería donde nuestros ancestros homínidos no tuvieran que hacer públicos sus mensajes, interpretándolos e invocando a valores mágicos para planificar, coordinar y realizar movimientos necesarios para el cumplimiento de sus propósitos compartidos? ¿Cómo garantizar las alianzas sociales sin el previo establecimiento público de restricciones y posibilidades consentidas para los vínculos sexuales? ¿Y qué decir del comportamiento específicamente ritual? Lo público se da obligadamente en el rito y la representación mítica. Es gracias al rito de las culturas agrarias que las plantas crecen (Mauss, 1970, p. 138). Ese grado de eficacia simbólica, que la mirada occidental asigna al pensamiento “primitivo”, proviene de una indispensable ruptura de la mónada ontológica de un supuesto crecimiento de por sí para (en palabras de Bourdieu, 2007) agenciarlo al rito. Fue necesaria la instancia de una esfera pública para que se produjera la brecha semántica causante de la perplejidad del capitán James Cook cuando vio que los tahitianos esperaban que brotaran nuevos clavos de los que él les había regalado y habían echado en la tierra, ante el supuesto nativo de que eran semillas (Mauss, 1970, p. 140).

La perplejidad se produce por la contradicción entre el contenido de una expectativa y la recepción de un significado inesperado, otro. La otredad es hija de ese contraste entre lo familiar y lo vivido como exótico. La antropología ha crecido al ritmo de esa constatación. En el fondo, la dimensión simbólica reinaugura a cada paso el proceso de sustitución entre signo y referente. Así define Yurij Lotman a la sustitución simbólica:“un fenómeno [que] puede convertirse en portador de un significado (signo) sólo a condición de que entre a formar parte de un sistema y, por tanto, establezca una relación con un no-signo o con otro signo” (Lotman, 1979, p. 43).

En esta modelización, el signo simbólico “existe porque sustituye algo más importante que él mismo” (Lotman, 1979, p. 43), en el cual es posible distinguir esas diferencias entre sustituto y sustituido, base de todo proceso cultural y, por ende, humano. El mismo Lotman toma ese sentido semiótico de la cultura a partir de la primera definición de Anne Robert Jaques Turgot en 1750: cultura como tesoro de signos que constituye la herencia social de la humanidad, transmitida de sustituidos a sustitutos.5

El proceso sociocultural siempre fluye dentro de un mínimo horizonte semiótico necesariamente público para que se puedan producir esas brechas significantes, no solamente entre la idea y el lenguaje o la acción, sino entre significados contrastantes producidos por los vínculos entre otros. Porque, paradójicamente, las sustituciones son posibles mediante la abstracción de lo significativo concreto entre un fárrago de referentes, tal como contrastó Lévi-Strauss entre el pensamiento moderno y su caracterización del pensamiento salvaje como “ciencia de lo concreto” (Lévi-Strauss, 1964).

Para la producción simbólica, en síntesis, como para todo proceso de ideación, se necesita de la abstracción, lo que configura el elemental distanciamiento entre lo dado de la conducta monádica y la humana, que también podríamos referenciar con Lévi-Strauss y la prohibición del incesto como umbral entre la naturaleza y la cultura, ya que toda norma es pública por definición; de lo contrario no podría ni cumplirse ni invocarse. Durkheim ya había destacado como indicador normativo el lenguaje impersonal, típicamente público: es o tiene que ser así, aunque en gran parte de las culturas la norma sea impuesta por la voluntad de una deidad (Azcona, 1991, p. 153).

Lo humano entonces, como producción simbólica comunicativa y de ruptura de la mónada respecto de lo natural y lo dado, necesita la esfera pública de la brecha entre significados y significantes en contradicción, que contenga la dialéctica entre lo abstracto y lo concreto, incluyendo el poder implícitamente político de la norma. En consecuencia, lo público es inherente al objeto antropológico y, por lo tanto, ha venido concurriendo en todas las épocas, geografías y sociedades humanas, con lo cual estamos ingresando a los siguientes apartados, donde la pregunta será por lo público en las sociedades más frecuentemente estudiadas por la antropología, mediante los registros etnográfico y arqueológico.

Registro etnográfico de lo público

¿Especificidad o encastramiento?

Me remito acá al sentido clásico de lo etnográfico como el resultado del registro empírico de la antropología sociocultural de sociedades cazadoras, recolectoras, de agricultura incipiente y pastores, caracterizadas también como primitivas, comunitarias, segmentarias, sin Estado y con un modo de producción doméstico. La pregunta versa sobre la existencia en ellas de lo público. De acuerdo con lo visto en el apartado anterior, la respuesta sería afirmativa. Pero para dar un contenido a esta base conceptual es necesario, en primer lugar, tomar la acepción amplia de lo público que ya enuncié. Paradójicamente, esto implica convenir con cierto significado occidental y moderno sobre lo público, o sea,con su sentido estricto. Ese concepto, que los etnógrafos han asumido mayoritariamente, se refleja en casi todos los manuales de antropología general. En sus descripciones de las sociedades no occidentales no se desagrega lo público, por lo que se hace más efectivo inferir su significado asociado a categorías analíticas también occidentales como el poder, la autoridad, la organización política, las regulaciones de la vida cotidiana o de los conflictos y el control social. Se suele explicitar incluso que la organización pública queda en esas sociedades subsumida dentro del sistema total parental, tribal o comunitario, sin distinguírselo como categoría aparte. Se insiste en que en estas sociedades existe lo político (y, en cierta medida, lo público) pero no como un sistema abstracto o formal, o sea, sin especificidad dentro de la vida comunitaria. Para describirlo en términos particulares en sus etnografías y en general, en sus manuales apelan a categorías que no forman parte del acervo cultural de esas sociedades.

Robert Lowie, en 1920, en su La sociedad primitiva, por ejemplo, titula sendos capítulos“El gobierno” y “Justicia” (Lowie, 1972, pp. 247-292), donde refiere en forma directa a lo público, lo que no deja de plantear otra paradoja, ya que apela a nuestro sentido amplio de lo público:

“El rasgo más destacado de la vida pública australiana es el predominio de los hombres de edad [ancianos]”. “La tribu entera obedece a los oligarcas [oligarchs en el original]6 que tienen completo control sobre la cuestión de interés público (Lowie, 1972, pp. 248-249).

En las sociedades primitivas, las tensiones entre lo personal y lo colectivo se condensan en lo que Lowie llama “responsabilidad colectiva”. “El individuo se funde en el grupo”. En comparación con la sociedad moderna,“las leyes no escritas del uso habitual son obedecidas de mucho mejor grado que nuestros códigos escritos; mejor dicho, se las obedece de manera espontánea” (Lowie, 1972, pp. 273-274).

De ahí que este acuerdo general de los especialistas incluya lo que Karl Polanyi (1983) denominara “encastramiento”, donde “lo político no está diferenciado” (Abélès, 2012, p. 155) ante la ausencia de poder coercitivo y sobre todo de especialistas en el control de lo público. Cuando Marvin Harris describe la “Ley, orden y guerra en las sociedades igualitarias” y en particular “La ley y el orden en las sociedades organizadas en bandas y aldeas” (Harris, 2005, p. 247), destaca la falta de “especialistas” del poder y el orden, en contraste con la existencia de monarcas y fuerzas estatales de seguridad y hasta de espionaje en las sociedades modernas. Harris atribuye tal carencia al tamaño reducido de esas sociedades, al predominio que tiene en ellas el sistema doméstico de parentesco en que se organizan y a la falta de desigualdad pronunciada, una de cuyas bases es la propiedad colectiva de tierras y recursos.

Pero no deja de haber autores que relativizan esta asunción generalizada, como Morton Fried, quien define la organización política como“aquellas porciones de la organización social que están específicamente relacionadas con los individuos o grupos que dirigen los asuntos de la organización pública” (Fried, 1967, pp. 20-21).

El argumento principal a favor de la indiferenciación de la especificidad pública lo comparten autores de diverso cuño ideológico, como Lévi-Strauss o Pierre Clastres y su tipificación como “sociedades indivisas”, donde “el poder no está separado de la sociedad” (2001, p. 112), tiene como base a las sociedades organizadas en bandas y tribus (Kottack, 1996, p. 224) y los clásicos sistemas segmentarios, cuya “cohesión no se mantiene desde arriba por medio de instituciones políticas públicas (como por una autoridad soberana)” (Sahlins, 1984, p. 31).

¿Sistema o costumbre?

Un matiz de esta postura lo constituyen las concepciones de lo público sobre la base de su sentido estricto, que se acota a la cúpula institucional, aun manteniendo la visión de la sociedad primitiva cohesiva mediante la atribución de lo público en forma de leyes propias del sistema funcional de esas sociedades. Así lo refrendaba Evans-Pritchard cuando incluía dentro del sistema segmentario el “derecho civil nuer” ante la consecuente evitación de la violencia o su consumación casi permanente. Una lábil diferencia entre lo instituido mediante la ley o la costumbre, como también afirmaba Lowie cuando hablaba de “la fuerza tremenda, por no decir terrible, de la costumbre establecida y la opinión pública” (Lowie, 1972, p. 264).

La sistematización de la prevalencia del sistema por sobre la costumbre fue emblematizada por Bronislaw Malinowski en su Crimen y costumbre: “lo característico de la vida primitiva es más bien la hipertrofia que la carencia de reglas y leyes” (Malinowski, 1969, p. 21). Es decir, más ley que costumbre. No usa el término “público” más que como adjetivo. En el sistema de intercambio melanesio, “la forma pública y ceremonial como se llevan a cabo usualmente estas transacciones, combinada con la extremada ambición y vanidad de los melanesios, se suma a las fuerzas que salvaguardan el derecho” (Malinowski, 1969, p. 46).

Se refiere a la relación entre servicios mutuos y recompensas y el cumplimiento de reglas. O sea, a la imbricación entre normas abstractas y vínculos personales. Menciona que si “por holgazanería, excentricidad o espíritu no conformista” algún nativo incumple el funcionamiento del sistema “automáticamente, se verá convertido en un paria dependiente de algún blanco”, esto es, expulsado de la tribu. “El ciudadano honrado” cumple no por sentimiento de grupo ni por intuición, sino debido “al detallado y elaborado funcionamiento de un sistema en el cual cada acto tiene su propio lugar y se debe ejecutar sin falta” (Malinowski, 1969, p. 56). ¿Ni por abstracción de la regla?,se pregunta Malinowski. Y responde: al menos ningún nativo, por inteligente que sea, lo formulará de esta manera, cual regla sociológica abstracta. Pero lo cumplirá.

En síntesis, concluye que, aunque el sistema de cumplimiento de obligaciones no es considerado independiente de la vida tribal salvaje, lo que podría llamarse su

“derecho civil”, la ley positiva que gobierna todas las fases de la vida de la tribu, consiste, por lo tanto, en un cuerpo de obligaciones forzosas consideradas como justas por unos y reconocidas como un deber por los otros, cuyo cumplimiento se asegura por un mecanismo específico de reciprocidad y publicidad inherentes a la estructura de la sociedad. (Malinowski, 1969, pp. 73-74)

En otra obra de relativa circulación, donde expresa su pensamiento político (tanto, que en Argentina fue publicada por una editorial socialista), Malinowski llega a proponer una denominación, “protodemocracias”, para mentar a “estos grupos (donde) no hay sufragio, no hay voto, pero sí una aprobación pública y aceptación general” (Malinowski, 1948, p. 212).

¿Disputas rituales o conflictos de fondo?

Según el registro etnográfico clásico, si hay disputas, al parecer la regla marca más cómo dirimirlas que el cumplimiento de principios abstractos. Por ejemplo, la forma de expresar las controversias es el intercambio público de reconvenciones mutuas, sin un tercero que sentencie ni obligación de acuerdo ulterior.

A esta altura podría preguntarse, a riesgo de suscribir la modelización clásica de la sociedad salvaje o primitiva, ¿existía en ella lo público, aunque no vivido como algo distinto al modo de ser y hacer cotidiano? En la mayoría de los autores vistos, cuando se lo explicita se apunta más a la vida cotidiana de la aldea o del grupo, sea que se lo considere como algo espontáneo o como parte de leyes a cumplir. En el fondo, lo que parece subyacer es el debate sobre la oposición teórica entre sociedades simples y complejas o el problema del manejo y control del conflicto interno en las sociedades estudiadas por la antropología clásica. En general, en las mayoritarias antropologías no marxistas o no dialécticas, la concepción del conflicto y, por ende, de su manipulación en cuanto al poder, parece circunscribirse más a la contienda o la disputa explícita que a las contradicciones internas que atraviesan estas sociedades por encima de sus situaciones de opresión dentro del dispositivo colonial que palanqueó precisamente su estudio por la antropología.

El indicador más contundente asociado al poder y donde aparecería lo público estrechamente ligado a lo político es el tratamiento del conflicto extremo, la guerra, tomada como parte del sistema de costumbres y obligaciones. En los manuales, la guerra ocupa un lugar de preeminencia cuando lo que se trata de describir es el sistema político y organizativo, o bien focalizándolo como el eje protagónico del sistema en ciertos grupos de cazadores, agricultores y pastores. Quizá el ejemplo más típico sea el sistema político de venganzas de los nuer, caracterizado por Evans-Pritchard como una “anarquía ordenada”, constituido en realidad por lo que él caracterizaba como los “sentimientos de los nuer hacia la autoridad” (Evans-Pritchard, 1977, pp. 200-203) y sus comportamientos respecto del “método” para zanjar disputas locales, apelando a la mediación de los jefes y ancianos. La entidad principal en la estructura nuer de tratamiento del conflicto entre individuos -dependiendo fundamentalmente de su pertenencia a su sistema segmentario- la conformaba la obligación de la venganza ante hurtos, agravios y adulterios, pero para Evans-Pritchard, la actuación del jefe piel de leopardo de ninguna manera consistía en un mandato a cumplir, sino en un ritual convencional previsto, “un juego” (Evans-Pritchard, 1977, p. 194) del que el conjunto participaba. Es decir, la ponderación del modo más que el hecho, el procedimiento convencional modelador de conductas por encima de la coerción de una norma abstracta.

Alfred Radcliffe Brown (1986) resaltaba las “relaciones burlescas” entre numerosos pueblos, que combinan ofensas simbólicas y la obligación de los destinatarios de no ofenderse, en una amalgama de amistad y antagonismo. Apuntaba a la función de ese “juego social” (Radcliffe Brown, 1986, p. 111), del temor a la burla y al ridículo en el sistema de alianzas entre clanes o tribus, como “formas de organizar un sistema estable y definido de comportamiento social” (Radcliffe Brown, 1986, p. 112). Nuevamente, esto es algo compartido por una amplia franja del arco ideológico, como cuando se destaca “el poder de la palabra” ritualmente enunciada y acreditada por el grupo “como un juego” de transacciones públicas, al decir de Clastres (en Azcona, 1991, p. 167).

La burla y el temor al ridículo siempre son públicos, en nuestro sentido amplio. Pero acompañados también con el ritualismo y la teatralidad, tal como lo asocia Georges Balandier, en un juego de verosimilitudes, escenas y máscaras donde el “el gran actor político dirige lo real por medio del imaginario” (Balandier, 1994, p. 17).

Con la misma precisión, Evans-Pritchard hablaba -al igual que muchos colegas para sus distintos grupos en estudio- de la importancia de la “opinión pública” para los nuer. Se cifraba así otro indicador occidental de lo público extrapolado hacia la sociedad primitiva. En realidad, hay coincidencia en darle suma importancia a “la evaluación pública” (Lowie, 1972, p. 51), a la “sensibilidad a la opinión pública en la comunidad tradicional” (Foster, 1987, p. 100), apuntando a lo que podría tipificarse como la opinión nativa o imaginario (siguiendo a Balandier, con su base lacaniana) diseminados en la totalidad de la sociedad. Esa “movilización de la opinión pública”, al decir de Harris, es la que articula con el intercambio de acusaciones, murmuraciones, burlas, venganzas, y los rituales oraculares para establecer culpabilidades y verdades.

En última instancia, sea encastre indiviso con la totalidad sociocultural o especializado dentro del universo comunitario, sea para producir o controlar el conflicto, sea para teatralizar sobre la verdad de ese control o para consentir con el poder, lo público resulta ser, para la antropología, un valor, oscilante entre lo abstracto de la regla y lo concreto de los efectos de su incumplimiento por sobre los distintos escenarios o contextos.

La bisagra subyacente entre el mundo moderno y el primitivo y entre los sentidos estricto y amplio de lo público refuerzan que sea el eje de la sustitución imaginaria -como vimos en el apartado anterior- el que aceite el contraste de proyecciones de ambos mundos, el uno en el otro y viceversa. Lo público como valor sin duda es patrimonio clásico de la antropología boasiana y sus continuadores culturalistas, sustrato también presente en debates contemporáneos que, como aquella antropología, siguen asociando lo público al mundo moderno, aun con su visión relativista cultural. Ante esto, David Graeber y su propuesta de ponderar una antropología del valor como “reconocimiento público” (Graeber, 2018, p. 101) y aplicado a sociedades concretas, resulta novedoso en su articulación con la cuestión de la apropiación de excedentes, de cuño marxista, para lo cual es necesario dimensionarlo entre lo público estructural material y lo público asumido, como símbolo.“El valor social puede producirse principalmente en la esfera doméstica, pero se realiza al ser absorbido en identidades personales en la esfera pública, comunal, accesible a todos” (Graeber, 2018, p. 144).

Si esta esfera pública no adquiere el estatuto de objeto en términos específicos como aquí estoy proponiendo, se corre el riesgo de que quede reducida a su mera constatación como escenario, confundido con lo aldeano comunal. Por eso es importante el señalamiento de Graeber: “a los antropólogos les ha resultado muy difícil aplicar este modelo [de apropiación de excedentes] a sociedades sin Estado” (Graeber, 2018, p. 152). Con su intento de articular a Mauss y Marx, eslabona un rumbo creativo hacia la ponderación de la dimensión simbólico-ideológica para la comprensión de una antropología dialéctica de lo público. Parte de ese rumbo es el desafío de concebir lo público en estas sociedades como una construcción, no como algo dado ni explícito dentro del sistema de representaciones de los actores, porque no tienen necesidad de separarlo de su esfera comunitaria. Sobre su desarrollo histórico hacia la apropiación de excedentes capaces de producir otro tipo de modo de producción y otra representación de lo público, expongo la base conceptual del registro arqueológico.

Registro arqueológico de lo público

Pasaje o paralelismo de las dicotomías

El registro arqueológico ha sido el que se ocupó de reconstruir la formación de las llamadas grandes civilizaciones de la antigüedad, en las que se instituyó lo público como sistema. La cuestión del llamado pasaje de la barbarie neolítica a la civilización, o de las sociedades comunitarias preestatales a los imperios esclavistas, se nutre básicamente de dos modelos explicativos, el dicotómico y el dialéctico. De ambos se han desprendido en antropología las corrientes culturalista e histórico marxista respectivamente, pero tenían fundamentos en la ciencia política liberal moderna. El dualismo hobbesiano había marcado la oposición entre el largo período de “estado de naturaleza”, donde los hombres vivían sin una autoridad común que los atemorizara a todos, y el reinado del Leviatan, paradójica bestia capaz de instaurar “la ley y el orden” y sostener así garantías de paz y riqueza para el desarrollo evolutivo de la civilización. Recuerda Marshall Sahlins que, para Hobbes, la diferencia entre la civilización y la sociedad tribal estaba marcada por la imposición de la paz por sobre la guerra (Sahlins, 1984, p. 17):“un Estado tiene un Gobierno, auténtico, público y soberano”, separado y por encima de su población, mientras “una tribu es un animal privado de sistema regulador central” (Sahlins, 1984, p. 19).

Cuando Sahlins se pregunta por el pasaje de la sociedad tribal a la estatal, deshecha la usual explicación que coloca a la escritura y al fenómeno de la urbanización como causas. Para él, es la existencia del “manejo de la cosa pública” -mediante instituciones políticas especializadas- lo que diferencia lo tribal de lo civilizado. Pero refuta el reduccionismo hobbesiano de asociar la guerra y la paz y lo invierte apelando al registro etnográfico: en las relaciones tribales, contrasta, la paz está garantizada por el sistema de parentesco. Entre los nuer, recuerda, “parentesco es la palabra que significa paz” (Sahlins, 1984, p. 24). “Su cohesión no se mantiene desde arriba por medio de instituciones políticas públicas” (Sahlins, 1984, p. 30).

El sendero que conduce de lo tribal a lo civilizado es, para Sahlins, la extensión o ampliación de la escala poblacional, de vínculos: “la sociabilidad declina a medida que se amplía el sector de relaciones sociales” (Sahlins, 1984, p. 35). La diversificación de intereses, sin llegar al antagonismo de clase, diferencia culturalmente las normas de conducta, como el papel intermedio entre el igualitarismo primitivo y la civilización occidental que se verifica en los casos del sistema de cacicazgos polinesios, en los pueblos pastores de Asia central y en ciertas poblaciones de África, y que Sahlins termina sugiriendo como nexo entre las civilizaciones orientales y la sociedad occidental (Sahlins, 1984, p. 44). La ampliación de la escala y la concentración en términos espaciales hacen que Sahlins -citando a Fredrik Barth- considere como “adaptación” de la economía nómade pastoril a la existencia y cercanía de las ciudades. Los pastores entablaban relaciones de aprovechamiento de esa proximidad a los centros urbanos para el intercambio, incluidas relaciones de hostilidad. Si bien menciona cierta colocación de excedentes de los pastores, que dio pie a su proceso de sedentarización, termina describiendo en términos adaptativos de teoría antropológica cultural clásica a las urbanizaciones de regadío neolíticas en los antiguos Egipto, Asia Menor y Mesoamérica (Sahlins, 1984, pp. 71-74).

Parece ser que la perspectiva protoevolucionista de Hobbes nutre el ulterior culturalismo en nuestra disciplina y el sentido hegemónico de comprender la vida de los pueblos que no tenían cabida dentro de la civilización, sobre la base de la matriz dicotómica. Es así que, a mediados del siglo XX, intentando dar un salto por encima de las principales corrientes teóricas vigentes, Lévi-Strauss explicaba lo que definía como “paradoja neolítica”:“Es en el neolítico cuando se confirma el dominio, por parte del hombre, de las grandes artes de la civilización: cerámica, tejido, agricultura y domesticación de animales” (Lévi-Strauss, 1964, p. 31).

Sin embargo, para él, la antropología se había desinteresado de esos adelantos científicos del Neolítico, a partir de una generalizada caracterización del pensamiento mágico, que habría sido la cualidad principal de las sociedades más primitivas de cazadores y recolectores. Por el contrario, afirmaba Lévi-Strauss, antes del Neolítico se había desarrollado un verdadero pensamiento científico, el pensamiento salvaje, que continuaba hasta el presente desarrollado en forma paralela a la ciencia occidental: “una actitud mental verdaderamente científica, una curiosidad asidua y perpetuamente despierta, un gusto del conocimiento por el placer de conocer” (Lévi-Strauss, 1964, p. 32). Para Lévi-Strauss, ambas formas de pensamiento científico -el salvaje y el moderno-, lejos de pertenecer a un hilo evolutivo, son paralelos. Considera así a la revolución neolítica como un momento de surgimiento del pensamiento científico olvidado por la modernidad. Pero, fiel a su desconsideración sobre los contextos históricos y las contradicciones objetivas, no tiene en cuenta las razones determinantes de esos adelantos a partir de esa etapa en que el término mismo de neolítico ha quedado acotado a una técnica de pulimiento de la piedra que solo fue la base técnica material de lo que serían luego las construcciones de las primeras ciudades-Estado. En ellas se plasmaron con fuerza revolucionaria esos inventos científicos para los cuales se constituiría, por necesidad histórica, una esfera pública instituida, a la que los dualismos no brindan más claves que sus propios presupuestos.

La estructuración histórico-dialéctica de lo público

La explicación que articula el surgimiento del pensamiento científico y el desarrollo histórico desde la producción y apropiación de excedentes capaces de constituir otro tipo de modo de producción y otra representación de lo público la brinda el registro arqueológico desde el marxismo. Proviene de la labor del australiano Vere Gordon Childe y su propuesta teórica de la revolución urbana. Justifico su ponderación ya que hasta acá hemos visto lo público en su sentido amplio y en escala comunitaria, y mi intención es establecer sus relaciones de estructuración dialéctica más profundas con su sentido estricto en su constitución histórica. Las investigaciones y, sobre todo, las generalizaciones teóricas de Gordon Childe sobre las primeras ciudades del planeta se apartan de las modelizaciones culturalistas y difusionistas de base no dialéctica (Mumford, 1966; Sjoberg, 1979; Redfield y Singer, 1980). 7

Afirma Gordon Childe que el Neolítico evolucionó hacia la revolución urbana, cuyos indicadores plenos son los restos de la concentración de población en ciertos valles aluviales y oasis en una fecha que ubicaba en el cuarto milenio antes de nuestra era e investigaciones posteriores extienden a varios miles de años más atrás.“Hacia el año 4000 a.C., la enorme comarca de tierras semiáridas que bordea el Mediterráneo oriental y se extiende hasta la India se encontraba poblada por un gran número de comunidades [convertidas luego en ciudades]” (Gordon Childe, 1973, p. 173).

Inventos como “la metalurgia, la rueda, el carro tirado por bueyes, el asno de carga y el buque de vela constituyeron los cimientos de una nueva organización económica” (Gordon Childe, 1960, p. 97), a los que rotuló -tres décadas antes que Pierre Bourdieu- como “capital cultural del hombre” (Gordon Childe, 1973, p. 173). En estas comunidades se fue acumulando un conjunto importante de creencias mágicas consagradas como conocimientos científicos, cada vez más sistemáticos, sobre la naturaleza aplicados a la agricultura, el trabajo con piedra y metales, la mecánica y la arquitectura. Crecieron los intercambios, las migraciones, la sedentarización y, en consecuencia, se relajaron los lazos institucionales locales de comunidades autosuficientes en aras del trueque, en principio, y luego por la complejización comercial.

En las extensas llanuras de aluvión y en los terrenos llanos de las riberas, la necesidad de realizar grandes obras públicas para drenar, regar la tierra y proteger los poblados hizo que la organización social tendiera a consolidarse y el sistema económico a centralizarse. (Gordon Childe, 1973, p. 174)

Así, hacia 3000 a.C., el cuadro arqueológico de Egipto, Mesopotamia y el valle del Indo ya no se reduce a las simples comunidades de agricultores, sino a Estados que ven florecer diversas ocupaciones cada vez más profesionales, todas apartadas de la necesidad de producir sus propios alimentos. Sacerdotes, funcionarios, arquitectos-ingenieros, mercaderes, artesanos de la madera, la piedra y el metal y soldados conforman las castas y especialidades constituidas al ritmo de la apropiación de los granos ya domesticados desde el Neolítico, que comenzaron a conservarse en lo que serían los primeros templos, donde los guardarían autoridades consagradas terrenalmente por los dioses que, a su vez, velarían por su eficiente administración para garantizar la reproducción. Esos templos se constituyeron luego en palacios y edificios estatales, aptos para la residencia de las autoridades y estamentos funcionales.

En territorio de Sumer y Akkad, en la Mesopotamia asiática, se extendían quince o veinte ciudades políticamente autónomas pero con interdependencia económica, con una misma cultura material, un mismo idioma y deidades comúnmente ligadas a la germinación y resguardo del grano. El templo en el centro urbano funcionaba a la vez como irradiador de autoridad sagrada, acumulación del capital e incluso como banco, al decir de Gordon Childe (Gordon Childe, 1973, pp. 188-190), ya que el dios protegía a la ciudad prestando simientes y animales a los labradores y pagando salarios en cebada a los constructores de embarcaciones, hilanderos, panaderos, carpinteros, e incluso en metales a los mercaderes.

Para Gordon Childe, el monarca de Sumer era un capitalista, una deidad terrenal, un comandante militar y un administrador civil de los excedentes privados de cierta casta y las obras públicas que servían a la comunidad, como los sistemas de regadío. Con esos excedentes se mantenían nobles, sacerdotes, funcionarios, hombres de armas, artesanos y artistas de las cortes. El ejército protegía al conjunto de la ciudad y garantizaba el orden y el dominio de la mayoritaria fuerza de trabajo esclavizada y de los trabajadores libres.

La revolución urbana representó la “emancipación del hombre de su dependencia parasitaria de un medio no humano” (Gordon Childe, 1968, p. 90). En términos estructurales, la producción de excedentes de alimentos del trabajo agrícola en cooperación comunitaria tenía como efecto la independencia respecto del suelo natural, pero la apropiación de esos excedentes tenía como consecuencia la dependencia respecto del Estado, estableciendo lazos de explotación y opresión del que dependían esos imperios esclavistas en creciente expansión.

La expansión de lo público estatal: estructura e imaginario

Era el Estado el que alimentaba a los trabajadores que no podían ocuparse ya de su propia producción de alimentos. Los agricultores, a su vez, no podían ocuparse de las funciones de administrar, comerciar y proteger, bien que entregaban al Estado, aparte de su prole para conformar los ejércitos ya cada vez más profesionalizados.

El Estado-rey comenzó a dominar el comercio de importaciones y exportaciones de metales, piedra y madera, con otros reinos. La importancia de los caminos era crucial para la circulación por el sistema de postas de las caravanas, que fue el principio de las asociaciones con lugareños de comunidades que fueron centralizadas y dominadas así por el imperio, un proceso que se efectivizaba por medio de alianzas con jefaturas locales para cobrar tributos a cambio de su protección. Se formaban colonias donde la tierra cultivable era común, pero los excedentes eran transferidos al centro. En las ciudades, se construían los edificios públicos que garantizaban el control del proceso expansivo. En esas colonias, se solía obligar a las comunidades a recibir empréstitos, que culminaban con la compra, por el reino, de las tierras baratas y de parte de la población como esclavos. A la vez, los comerciantes eran quienes transportaban materias primas y esclavos, como una mercancía más. De esta manera, el tratamiento de los excedentes materiales y de población era la razón para la expansión y fundación de colonias por parte de las ciudades-Estado, que se convertirían así en los imperios esclavistas antiguos en un nuevo modo de producción.

Apuntando a la relación entre la estructura económica y los imaginarios, Gordon Childe explica en forma gráfica el surgimiento del Estado por la necesidad de controlar y dominar la alianza entre el cielo y la tierra (dioses y administradores sacerdotes) e incluso los conflictos que descendían de los cielos en las rivalidades entre ciudades representadas por sus deidades, pero también en los conflictos entre arrendatarios, ricos y pobres y representantes del Estado. Se cruzaba la conflictividad estructural en el interior de cada ciudad-reino y en torno al conjunto de unidades estatales.

El surgimiento de las clases, el Estado y la ciudad constituye el indicador saliente de una complejización de la totalidad social como nunca había existido, ya que abarca dimensiones desde lo material, económico y espacial hasta lo político-institucional e ideológico-simbólico, que finalmente se articulan en la emergencia de un nuevo orden de abstracciones, condensado en lo público.“El nuevo orden económico […] suscitó también un novedoso método de transmitir la experiencia humana -correcto e impersonal- y produjo ciencias de un nuevo tipo, exacto y capaz de anticipar resultados precisos” (Gordon Childe, 1960, p. 111).

Ese nuevo modo estructural era el que daba sentido a la invención de los sistemas numéricos y la escritura, como signos que hicieran posible la comunicación entre poblaciones diversas. Para rendir cuentas, observa Gordon Childe, los funcionarios debían dotar a sus informes de legibilidad. Las matemáticas, las ciencias físicas, astronómicas, ingenieriles y arquitectónicas dotarían a la comunicación de medidas abstractas para el comercio, instrumentos para la planificación de la actividad agrícola, la medición de territorios, el diseño de edificaciones y balanzas para el peso de las mercaderías. La necesidad de la uniformidad, generalización e impersonalización de la información se acrecentaron en el espacio institucional de una esfera pública capaz de abstraer las particularidades en el manejo del Estado y finalmente constituir

[L]a mercancía de la mercancía, el medio abstracto general que no puede ser consumido pero sí cambiado por cualquier mercancía consumible o servicio útil. En consecuencia, la “producción para el mercado” de objetos que se vendían por dinero puede empezar a sustituir la producción para el uso de mercancías deseadas por el fabricante mismo. (Gordon Childe, 1960, p. 119; (El énfasis es mío).

La multidimensionalidad de lo público abre el abanico explicativo del modo de producción, en primer término, de acuerdo con el proceso económico y sus condiciones de desarrollo material y tecnológico, imbricados en la dimensión institucional de organización central estatal y las condiciones superestructurales de las sociedades urbanas, también necesarias para su reproducción, convirtiendo el espacio urbano en un heterogéneo y polifónico coro de idiomas, culturas e identidades. El enfoque de Gordon Childe sintetiza esto cuando refiere a que, en las ciudades antiguas, el parentesco atávico dejaba de sostener el peso de la cohesión comunitaria para pasar a ser una ficción frente al dominio de las relaciones de propiedad y los procesos de trabajo, presentando así en forma pionera una cuestión clave de toda la teoría sociológica y antropológica posterior sobre lo urbano y lo público.

Dentro de esas construcciones imaginarias con que esas poblaciones vivían el proceso, el papel dominante en el modo esclavista de producción se articulaba en torno a la simbología religiosa, creadora basal de las mismas identidades de cada ciudad-Estado. Los documentos y restos investigados por la arqueología muestran que todo lo que acontecía era representado por la deificación: los que iban a la guerra y serían recordados por victoriosos eran los dioses, los que diseñaban las ciudades y las obras hidráulicas eran los dioses, quienes dictaban oracularmente a los sacerdotes arquitectos cómo obrar. El espacio, desde su centro ceremonial hasta su periferia de cultivos, estaba signado por esas voluntades divinas y sus mandatos. Las tumbas de los monarcas se constituyeron en focos de veneración y homogeneización de identidades de poblaciones originalmente diversas. Las mismas ciudades fueron convertidas en territorios sobre la base de generar la representación simbólica de mayor significación de la antigüedad: ser parte de la ciudad, ser ciudadano, como resultado de un proceso de abstracción de las particularidades culturales y sociales que pasaría a ser la cualidad superestructural central de lo público como sistema instituido.

¿Imperio o polis?

La representación de ciudadanía en lo que la visión moderna construyó como “antigüedad” tuvo su pico de desarrollo e irradiación hacia la cultura occidental hegemónica más desde las polis de las ciudades-Estado del Egeo hacia el centro de Europa que desde los imperios de Oriente, al que algunos autores occidentales no tardaron en calificar de despotismos, aunque ambos compartieran esa matriz de constitución de lo urbano y de lo público. Se articuló esta polémica con la discusión sobre el supuesto estancamiento de aquellos imperios y el supuesto progreso de estas más cercanas polis republicanas.

En efecto, lo que Marx llamara modo de producción asiático (Marx, 1967) coincidiría con las interpretaciones de Gordon Childe, donde prevaleció una base de propiedad comunal de la tierra y de los esclavos, con un Estado centralizador. El Estado era propietario de las tierras en tanto personificación de todas las comunidades, y la explotación de los campesinos era colectiva. Coincidía Godelier (1966, p. XXV) en que la relación directa del representante comunitario de los agricultores con los funcionarios estatales y en que el modo de producción asiático no incluía la propiedad privada de tierras y esclavos. En ambos casos, se trataba de una propiedad comunitaria y estatal, tal como destacara Roger Bartra para los imperios americanos incaico, maya y azteca (otros agregan al chibcha), a los que caracterizaba como modelo asiático (Bartra, 1969). Godelier y Gordon Childe afirmaban que el modo de producción asiático representa no un estancamiento sino un progreso de las fuerzas productivas sobre la base de las antiguas formas comunitarias de producción. Y Bartra destaca que, según Marx, el Estado del modo de producción asiático utilizaba a las comunidades sin destruirlas (Bartra, 1969, p. 17), al contrario del esclavismo occidental europeo del Mediterráneo, que sí lo hacía.

¿Cómo se vincula lo público con esta polémica? Volviendo a recordar la distinción entre su sentido estricto y amplio, podría establecerse que la burocracia estatal de los reinos orientales ocupaba ese papel de lo público, como la aristocracia de los ciudadanos de la polis lo hacía en el modo antiguo clásico. En Europa fue el modo de producción antiguo (Roma) el que tuvo como base la propiedad individual de los esclavos por parte de los privados, si bien el ager publicus, la tierra, se mantuvo. Y también la tierra en el modo germánico se fue subdividiendo en parcelas de propiedad individual, proyectándose hacia el modo de producción feudal, hasta el momento de la acumulación originaria del capital y los grandes saqueos y cercamientos que llevaron al desarrollo del capitalismo mercantil y luego industrial.

No es de extrañar que el concepto aristotélico de ciudadano (varón, libre, hacendado, patriarca y magistrado) proviniera de las polis occidentales del modelo de producción antiguo clásico, con la división entre la tierra pública y las parcelas privadas, que hizo que los ciudadanos libres comenzaran a rivalizar entre sí como privados (Godelier, 1966, p. XXV). Fue así que la herencia estructural de las polis, si bien mantuvo en parte la propiedad comunal de la tierra, se sostuvo por la contradictoria apropiación privada de esclavos a partir del manejo real de la res-pública (Estado), que resultó ser el eje dominante para el desarrollo ulterior del modelo feudal y luego capitalista. Será desde esa base contradictoria que surgirá la necesidad, por un lado, de la libertad de la ciudadanía para su ingreso al mercado como fuerza de trabajo y, por el otro, de la restricción de la libertad de los privados compradores de esas libertades, para lo cual se erigió la razón pública operada desde el ambivalente principio kantiano de la razón de Estado y de la razón abstracta por sobre el Estado.

Proyecciones del registro antropológico de lo público

A modo de síntesis y proyección de lo tratado en este ensayo, podríamos afirmar que esa relación contradictoria entre lo universal del concepto moderno de ciudadanía y su plasmación real es el resultado histórico estructural de la sociedad de clases y de lo público instituido como uno de los instrumentos necesarios. La ambivalencia y contradicción de lo público en la perspectiva burguesa, emblematizada en la visión kantiana, fue abonada durante milenios de opacamiento de los intereses antagónicos por medio del imaginario de lo imperial con su eje estructural en la apropiación de excedentes, a partir de la abstracción de las particularidades y desigualdades internas de esas sociedades. Pero antes de esa institucionalización plena de lo público en los Estados antiguos, se vio su constitución como esfera necesaria para la circulación de relaciones significantes, por medio de la sustitución simbólica capaz de producir la escisión de la mónada en la otredad de la comunicación pública inherentemente humana. Ese registro semiótico capaz de dotar a lo humano de la historia por medio de la contradicción y la constitución de valores abonó en la reseña del registro etnográfico sus opciones teóricas emergentes: especificidad, sistema y conflicto estructural vs. encastramiento, costumbre y juguetonas disputas, cuestiones de notoria vigencia en la antropología contemporánea.8

Por su parte, el registro arqueológico mostró cierto isomorfismo en el debate entre los dicotomismos y las totalidades, situando a lo público en uno de los extremos del dualismo, en contraste con la estructuración histórico-dialéctica que los articula como contrarios en unidad. A la vez, se focalizó en la contradicción interna de la dimensión material con la ideológica. De esta manera, es posible proyectar desafíos de lo público quizá hoy no tan notorios en la agenda teórica y menos en la ideológico-política. En concreto, si lo público en su sentido amplio es inherente a lo humano y se lo ha registrado en realidades comunitarias y su sentido estricto se construyó históricamente y se lo sigue registrando en nuestra contemporaneidad hegemónicamente capitalista neoliberal y posmoderna, es porque puede emprenderse una apertura necesariamente revolucionaria hacia una concepción de lo público no capitalista.


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Notas

[1] . Hablo de sentido semiótico para homogeneizar la nominación con las otras bases conceptuales que desarrollo en el artículo, aludiendo a las disciplinas y sus respectivos registros de la realidad, aunque bien podría hablarse en términos más específicos de base simbólica o más generalmente sígnica.

[2] . “Es en la comunicación donde se encuentra el fundamento del lenguaje y del simbolismo” (Casetti, 1980, p. 75).

[3] . Ex profeso utilizo la terminología de Jürgen Habermas (1994), pero ampliándola al mundo de los primeros pasos de la humanidad, temporalmente lejos de la modernidad.

[4] . Ver Harris (1978, p. 12) y Gravano (2008, p. 96).

[5] . Ver Harris (1978: 12) y Gravano (2008: 96).

[6] . La correcta traducción de la edición de Amorrortu la realizó el escritor argentino marxista, Ariel Bignami. Dada su no formación antropológica, indagué en el texto original en inglés por si la palabra oligarca fuera de cuño del traductor y no de Lowie, ya que éste en todo el libro impugnaba las teorías marxistas en antropología. Mi sorpresa fue que Lowie daba un sentido si se quiere culturalista al término oligarca refiriendo a un grupo de edad, el consejo de ancianos de los australianos, y no el sentido de clase social.

[7] . De igual manera, el enfoque dialéctico evolutivo de Gordon Childe recibió críticas de evolucionistas mecanicistas, como Mauro Olmeda (1961).

[8] . Desarrollo estas cuestiones en Gravano (2016, 2019 y 2021ª).