Espacio Abierto - Artículo Original
Infancias, familias y abuso sexual.
Aportes desde la antropología para pensar las categorías utilizadas en las prácticas de intervención

Childhoods, families and sexual abus.Contributions from anthropology to think about the categories used in intervention practices

Infâncias, famílias e violência sexual.Contribuições da antropologia para pensar categorias as categorias utilizadas nas práticas de intervenção

Infancias, familias y abuso sexual.. Aportes desde la antropología para pensar las categorías utilizadas en las prácticas de intervención
Runa, vol. 46 no. 1, (151- 168 pp.), Jan-May, 2025, doi: 10.34096/runa.v46i1.14286. ISSN: 1851-9628
Instituto de Ciencias Antropológicas, Facultad de Filosofía y Letras, Universidad de Buenos Aires


Introducción

Durante las últimas décadas, tanto a nivel nacional como internacional, el problema de las “violencias sexuales” contra las infancias y adolescencias ha ido adquiriendo cada vez más visibilidad en el espacio público. Si bien ello es evidente a partir del nuevo milenio, el comienzo de este proceso puede ubicarse más atrás en el tiempo, durante las últimas décadas del siglo XX, en el marco la construcción del maltrato infantil como problema social (Nelson, 1984; Scheper-Hughes y Stein, 1987; Pfhol, 1993; Hacking, 2001) y de la conceptualización, a partir de la década del setenta, de los abusos sexuales intrafamiliares como un tipo específico de maltrato (Hacking 2001; Rechtman 2005; Fassin y Rechtman 2007). Durante las décadas siguientes, este particular proceso se alimentó de otras transformaciones relacionadas con el reconocimiento a nivel internacional de las niñas/os/es y adolescentes como sujetos de derechos (Serre, 2009; Lowenkron, 2010; Grinberg, 2017), de la construcción -a partir del nuevo milenio- del derecho de las niñas/os/es a una “vida libre de violencias” por parte de organismos internacionales (Bittencourt Ribeiro, 2018) y, más recientemente, de la visibilización de la violencia de género como producto de las movilizaciones feministas que tuvieron lugar durante la última década.

Este trabajo se inscribe en una línea de indagación interesada por problematizar el tratamiento político y moral de “las violencias contra las infancias” a partir de articular el estudio de las formas de aprehensión colectiva a lo largo del tiempo y el análisis de las categorías, discursos y prácticas que en contextos situados dan forma a las políticas e intervenciones desarrolladas para abordar este problema social. En este artículo, propongo colocar el foco particularmente sobre las formas de tematizar y tratar el abuso sexual intrafamiliar. Para ello, el trabajo se organiza en dos partes. La primera recopila una serie de lecturas que, en clave histórico-antropológica, han permitido enriquecer la reflexión sobre un tema generalmente abordado por disciplinas relacionadas con el campo de la salud mental y con la intervención social. Estos diversos trabajos que me interesa recuperar analizan el proceso de construcción del abuso sexual contra las infancias como categoría, como problema social y como cuestión de agenda pública en Occidente. En este recorrido, también examino los aportes de diversas autoras que problematizan el proceso dialéctico de visibilización de las violencias sexuales contra las infancias y el ocultamiento del abuso sexual intrafamiliar. En diálogo con el conjunto de estas investigaciones, en la segunda parte del trabajo, propongo algunas claves de lectura para comprender estos procesos en Argentina y reflexiono sobre la “economía moral” (Fassin, 2009)1 que informa el tratamiento institucional del abuso sexual por parte de los organismos de protección de derechos de niñas, niños y adolescentes. Para ello analizo los valores, sentimientos, prejuicios y estereotipos que informan las definiciones y explicaciones que los y las profesionales despliegan en el marco de sus prácticas cotidianas en el contexto de la institucionalización de la causa por los derechos del niño (Grinberg, 2010a, 2017, 2021) que tiene lugar a partir de la sanción de la Ley 26061 de Protección integral de niños, niñas y adolescentes sancionada en 2005. De este modo, el trabajo de campo2 del cual parto fue desarrollado entre 2005 y 2009, con anterioridad a la revitalización y masificación del movimiento feminista. Si bien estas movilizaciones reposicionaron con fuerza el tema de la violencia de género en la agenda pública (Daich y Varela, 2020) y aportan nuevas claves de lectura para pensar y abordar el problema del abuso sexual contra las infancias,3 diversas investigaciones que he podido realizar con posterioridad me permiten afirmar la perdurabilidad que ciertas formas de recortar y significar el problema del abuso sexual intrafamiliar contra las infancias tienen en el campo de la protección. Es sobre ellas que este artículo se propone echar luz.

De la emergencia del abuso sexual como problema social a su consolidación en la agenda pública: entre visibilización e invisibilización

Como señala Laura Lowenkron (2010), la categoría de violencias sexuales contra las infancias está lejos de ser homogénea; por el contrario, esta abarca distintos tipos de comportamientos que suelen agruparse en subcategorías cuyos límites resultan bastante difusos. Abuso sexual, incesto, explotación, pedofilia o grooming son ejemplos de algunos términos que, en distintos momentos históricos, han ido surgiendo como producto de movilizaciones efectuadas por diferentes actores sociales, para identificar, clasificar e intervenir sobre actos considerados inaceptables. Siguiendo a Fassin y Bourdelais (2005), tales comportamientos que en el presente resultan horrorosos, inaceptables e inexplicables no parecen haber despertado en otras épocas ni los mismos juicios de valor ni los mismos sentimientos que provocan actualmente en nosotros/as. Ello es así porque “lo intolerable” es una norma y un límite históricamente construido y, por lo tanto, modificable a lo largo del tiempo.4 Ahora bien, más allá de la dimensión normativa y prescriptiva que constituye a los intolerables, estos autores sostienen que no existe “lo intolerable” sin “la tolerancia a lo intolerable”, y es por ello que proponen abordarlos de forma dialéctica (Fassin y Bourdelais, 2005, p. 8).

Tal como ha sido documentado por diversas investigaciones, la preocupación por el abuso sexual hacia las infancias aparece en el ámbito público a partir de la década del setenta, en el marco de la construcción del “maltrato infantil” como problema social en Occidente. Sin lugar a dudas, este proceso se imbrica, a su vez, con otra serie de transformaciones sociales sucedidas durante las últimas décadas del siglo XX, entre las cuales es posible mencionar la democratización de la vida familiar producto de las reivindicaciones del movimiento feminista, el surgimiento de la figura del niño como sujeto de derechos y la construcción de la idea de víctima5 (Doyon y Mazaleigue-Labaste, 2017).

En efecto, si bien las violencias y malos tratos contra las infancias han existido siempre, estas no han sido tematizadas del mismo modo ni tampoco fueron objeto del mismo tipo de intervención pública a lo largo del tiempo. Fue recién en la década del sesenta, con la medicalización del “maltrato infantil” (Fassin y Bourdelais, 2005), que tales comportamientos adquirieron mayor visibilidad en el espacio público (Nelson, 1984; Scheper-Hughes y Stein, 1987; Pfhol, 1993; Hacking, 2001;).6 A partir de entonces, una nueva categoría de aprehensión del mundo, que comienza designando los malos tratos y las negligencias de carácter físico hacia niños/as pequeños/as y que progresivamente se expande hasta abarcar también los abusos sexuales y el maltrato psicológico hacia los niños/as de todas las edades, se difunde primero en Estados Unidos y luego en el resto del mundo (Hacking, 2001; Serre 2009; Grinberg, 2015). En el devenir de este proceso, el maltrato infantil es reconocido mundialmente como un problema social que necesita de una intervención pública.

Interesados por este proceso, diversos autores/as se han preguntado por la configuración a partir de la cual la categoría de abuso sexual se transforma en un tipo de maltrato. Es en la década del sesenta, a partir de las movilizaciones del feminismo norteamericano de la segunda ola, que el abuso sexual surge como problema político, relacionado con la desigualdad de género (Vigarello, 1999; Hacking 2001; Lowenkron, 2010). Pero fue puntualmente en el marco del discurso pronunciado por Florence Rush, en 1971, en una conferencia organizada por el feminismo radical sobre la violación, que el maltrato infantil y el abuso sexual intrafamiliar aparecieron vinculados por primera vez en el espacio público (Hacking 2001; Rechtman 2005; Fassin y Rechtman 2007). Según Richard Rechtman: “El abuso sexual de los niños representaba un argumento político poderoso para denunciar a la vez el sistema actual, la dominación patriarcal y la conspiración de silencio de la cual ellas [las mujeres] eran víctimas” (2005, p. 32).

Paradójicamente, como observa Ian Hacking, en Estados Unidos, el movimiento de lucha contra el “maltrato infantil” logró hacer confluir en una misma causa a sectores con intereses opuestos: por un lado, la corriente conservadora del activismo que luchaba contra el maltrato y el abuso de niños en el marco de su preocupación por la disolución de la familia norteamericana; por el otro, la corriente feminista radical, que presentaba el abuso sexual de niños como una de las caras del sistema patriarcal (1998, p. 95). Sobre este entreverado proceso, Dorothé Dussy (2005) -retomando a Louise Armstrong, vocera de la posición feminista estadounidense sobre el incesto- sostiene que, si bien el movimiento en defensa de la infancia maltratada se hizo eco de las denuncias del movimiento feminista en torno al abuso sexual, la interpretación que propuso de estos hechos se distanció del planteo feminista. En sus palabras, al presentar al abuso sexual intrafamiliar como una patología médica y como un problema de especialistas de las ciencias psi y del trabajo social, la crítica política al orden social dominante se mantuvo ausente en la construcción del problema del maltrato infantil y sus distintos tipos.

Por otra parte, son diversos los trabajos que realizan aportes para pensar sobre las categorías clasificatorias y matrices de inteligibilidad a partir de las cuales se recortan y significan las violencias sexuales contra las niñas/os/es y particularmente el abuso sexual. Estos trabajos han señalado la proliferación de categorías y los límites difusos que existen entre ellas (Lowenkron, 2010), la heterogeneidad de comportamientos que aglutinan tales categorías (Hacking, 2001) y problematizado también la moralidad que las informa (Scheper-Hughes y Stein, 1987; Gavarini, 2001; Serre, 2009; Meyer, 2011; Grinberg, 2010a, 2017, 2021). En tal sentido, Ian Hacking (2001) ha identificado la existencia de ciertos enunciados que desde temprano fueron construidos por las ciencias psi como parte del marco conceptual y analítico desde el cual abordar el problema del maltrato y el abuso sexual contra las infancias. La creencia de que las/os ma/padres reproducen los comportamientos que sufrieron en la infancia, y a la inversa, de que las/os/es niñas/os/es que sufren maltrato o abuso reproducirán las conductas aprendidas en su adultez, ha sido desde el comienzo difundida llegando imponerse como una verdad indiscutible. Y ello porque, según el autor, la “transmisión intergeneracional” se ajusta perfectamente a la idea de que la experiencia en la primera infancia es fundamental en la constitución del psiquismo humano.

Ahora bien, para entender la fuerza de este enunciado, resulta fundamental tener presentes las transformaciones que se operaron hacia fines del siglo XX en relación con la construcción de la figura de la víctima y a la consideración de los efectos traumáticos que las violencias sexuales, y particularmente el abuso sexual intrafamiliar, traen aparejadas en relación con el desarrollo psicológico y sexual de las víctimas. En este contexto, como sostienen distintos autores/as, el foco se desplaza desde la vergüenza al sufrimiento psíquico que estos actos provocan, y a sus consecuencias ulteriores, consideradas siempre más graves cuando el dolor se da de forma temprana (Vigarello, 1999; Lowenkron 2010). Desde esta grilla de inteligibilidad, la imagen del niño/a/e víctima de abuso sexual intrafamiliar es aquella de:

un niño “destruido”, el daño precoz es un daño “vital”, más profundo en la medida en que “todos los problemas vienen de la infancia”. La consecuencia es brutal, transforma radicalmente la imagen que se suele admitir de la gravedad, trasladando el riesgo a la existencia misma de la víctima, a su futuro afectivo o mental, y no tanto, como antes, a su condición pública, su futuro moral o social. (Vigarello, 1999, p. 363)

Como sostiene Georges Vigarello, el traumatismo producido por el abuso sexual es inconmensurable; la herida es tan profunda e irreversible que termina por condenar al niño a repetir aquello que ha vivido convirtiéndolo a través de esta operación en un sujeto “peligroso”. En esta matriz interpretativa del abuso, “la jerarquía de lo atroz” se renueva: “El relato de los sufrimientos se ha desplazado totalmente, trasladando el dolor de la herida física a la herida psíquica, identificando los efectos con una irremediable pérdida de sí, evocando su intensidad hasta el abismo inexpresable” (Vigarello, 1999, p. 369).

Para complementar estos análisis, resulta interesante reflexionar sobre la representación de niño/a/e que informa las categorías de maltrato y abuso. Siguiendo a Meyer (2011), estas últimas están atravesadas por el ideario moderno de infancia y por el discurso de la inocencia infantil. Desde este último, aquellos/as/es son concebidos como seres frágiles, indefensos, incompletos, maleables, vulnerables y asexuados por naturaleza (Jenks, 1996). Una de las consecuencias que se deriva de la construcción de infancia moderna es que “a partir de definir a los niños como carentes de conocimiento y experiencia sexual”, la violencia sexual contra ellos/as/es es interpretada “como ‘no natural’ e ‘inmoral’” (Meyer, 2011, p.97). Según la autora, al afectar su asexualidad y contradecir por completo nuestra concepción de lo que deben ser los niños/as/es, de cuáles han de ser sus experiencias en relación con su edad, se considera que estos actos directamente “destruyen su infancia, su ser como niños” (Meyer, 2011, p. 97). Más aún si tales violencias tienen lugar al interior de la familia, pues niegan también su definición en tanto reducto del amor, la contención, la protección y el cuidado de los/as hijos/as (Gavarini, 2001). En otras palabras, las categorías de maltrato y abuso se fundan y a la vez promueven y reifican de modo articulado una imagen de niño vulnerable, indefenso, puro, angelical y asexuado y un ideario de familia, armónica, sin conflicto, asexuada y materialmente autosuficiente (Gavarini, 2001; Meyer, 2011; Grinberg, 2017, 2021).

Como ha sido referido por diversas investigaciones, en las décadas siguientes, la coyuntura marcada por la sanción de la Convención de los Derechos del Niño de 1989 favoreció este proceso de visibilización y denuncia del abuso sexual al reconocerlos como vulneraciones de derechos y al comprometer a los Estados partes a adoptar medidas para proteger a los niños/as/es (Arts. 19 y 34). Desde fines del siglo XX, distintos organismos internacionales como UNICEF reforzaron sus acciones en pos de que los diversos países adecuaran sus normativas y políticas públicas a los principios de dicha convención. Entrado el siglo XXI, promovieron activamente acciones con el fin de erradicar las violencias contra las infancias (Bittencourt Ribeiro, 2018; Llobet y Villalta, 2023), visibilizar el problema de las violencias sexuales y particularmente el abuso sexual intrafamiliar. En el marco de este proceso, como sostiene Laura Lowenkron (2010), el problema de la violencia contra las infancias y adolescencias cobró fuerza, transformando los delitos cometidos en su contra en el principal modelo de atrocidad.

Ahora bien, más allá de las transformaciones mencionadas en relación con las violencias sexuales contra las infancias, diversas autoras han planteado la existencia de algunos mitos perdurables y operaciones que a lo largo del tiempo han atravesado su tematización contribuyendo al ocultamiento del abuso sexual intrafamiliar o incesto. En esta línea, Doyon y Mazaleigue-Labaste (2017) advierten sobre el pánico moral que atraviesa el tratamiento de las violencias sexuales y sostienen que esta mirada ha sido alimentada por la difusión de la figura del pedófilo, del depredador sexual exterior a la familia, ampliamente divulgada por los medios de comunicación. Se trata de una suerte de mito que impregna las representaciones colectivas en torno a la violencia sexual y que opera incluso entre los agentes de organismos asistenciales y judiciales de protección de la infancia, impidiendo el reconocimiento, la denuncia y la intervención sobre el abuso sexual intrafamiliar. Para estas autoras, la imagen estereotipada del violador de niños/as/es como depredador externo y reincidente impide pensar que las violencias sexuales puedan darse al interior de la familia.

Del mismo modo actúan las operaciones de exotización y espectacularización que han recibido algunos casos mediáticos de la violencia incestuosa en otras latitudes, tal como ha sido estudiado Leonor Le Caisne (2016) en relación con el caso Guardó.7 Según la autora, en el tratamiento mediático de estos hechos se despliega una forma de narración que contribuye a silenciar su ordinariedad. La construcción del incesto como un acto extraordinario cometido por individuos monstruosos impide percibir la frecuencia de esta forma de violencia sexual que tiene lugar en el ámbito de la familia sobre niñas/os/es. Para la autora, estas operaciones serían parte del “silencio pesado” (2016, p.211) que abarca diversos niveles: el de la familia incestuosa, de la sociedad y de las ciencias sociales. Y sobre estas últimas, advierte que la antropología, particularmente, no ha trabajado sobre el incesto, sino más bien sobre su prohibición.

Las críticas a las ciencias sociales debido al silenciamiento del abuso sexual contra niñas/os/es a nivel intrafamiliar están también presentes en el planteo de Dorothé Dussy (2015), quien sostiene que esta operación es constitutiva de la literatura fundadora sobre el incesto, producida entre finales del siglo XIX y mediados del siglo XX desde disciplinas como la antropología, la sociología y la psicología. Al presentar al tabú del incesto como un principio invariante y universal de la organización social, estas teorías negaron su banalidad. Al mismo tiempo, al construir la regla de la prohibición del incesto como un elemento determinante del pasaje de la naturaleza a la cultura, según la autora, Levi-Strauss construyó una teoría que vuelve imposible que nosotros podamos tener relaciones sexuales con nuestros hijos/as y ser al mismo tiempo seres humanos y no animales. En consecuencia, el orden social patriarcal caracteriza a los hombres incestuosos como no-hombres, como animales o monstruos que han roto con la sociedad en lugar de verlos como agentes de su reproducción (Dussy, 2015, p. 79). En línea con las autoras mencionadas anteriormente, Dussy considera que esta construcción de hombre incestuoso como monstruo tiene por efecto privar a los testigos de un incesto de herramientas intelectuales para aprehender y denunciar la situación. Y es por eso que sostiene que esta teoría ha tenido por efecto el silenciamiento colectivo de las situaciones incestuosas (2015, p. 76). En virtud de la recurrencia del incesto, la autora afirma -provocativamente- que su práctica es tan estructurarte del orden social como su prohibición (2015, p. 77).

De este modo, estas autoras incitan a reflexionar sobre cómo el proceso de visibilización y la mediatización de ciertas figuras como la del pedófilo y la del monstruo incestuoso tienen como correlato el ocultamiento de los abusos sexuales cometidos contra las niñas/os/es por un pariente cercano, en su mayoría de sexo masculino. Al mismo tiempo, ellas nos invitan también a pensar sobre los marcos teórico-conceptuales y las categorías de los que disponemos para pensar sobre el tema. Retomando la línea de Fassin y Boudelais (2005), la invisibilización del incesto o del abuso sexual intrafamiliar contra personas menores de edad -en contraste con la visibilización de las violencias sexuales exteriores a la familia- permite aprehender la capacidad de nuestra sociedad de “tolerar lo intolerable”. Con el objetivo de seguir profundizando sobre el tema, el siguiente apartado lleva la reflexión al plano local. Luego de presentar brevemente algunas pistas relacionadas con la construcción del abuso sexual contra las infancias como problema social y como categoría de intervención en Argentina, indago sobre los usos y sentidos dados a esta categoría por parte de las instituciones que conforman el campo de la protección.

De contornos e interpretaciones sobre el abuso sexual intrafamiliar en el campo de la protección

En Argentina, a partir de la década del 1970, tal como he podido documentar (Grinberg, 2015, 2017), pediatras y profesionales del mundo psi, influenciados por la literatura norteamericana sobre el maltrato infantil, se preocupan por definir y clasificar sus tipos, analizar sus causas y sus consecuencias. No obstante, como ocurre en otras partes del mundo, fue recién en los años ochenta que el abuso sexual apareció referido dentro de la literatura local sobre el maltrato. En los trabajos pioneros sobre el tema, encontramos que el abuso sexual es asociado a factores o cuestiones “ambientales”, entre los cuales se mencionan las “viviendas precarias, hacinamiento, promiscuidad, analfabetismo”, así como a factores ligados al tipo de “estructura familiar”; entre estos últimos figuran: “[la] familia desorganizada o muy numerosa, [la] escasa delimitación de roles parentales, [el] alcoholismo, [la] drogadicción, [la] perversión en miembros de la familia (prostitución, homosexualidad)” (Romano, 1985, p. 361). Asimismo, si bien el abuso sexual intrafamiliar o incesto es presentado como un problema común a todas las clases sociales, se considera que afecta con mayor frecuencia a los sectores bajos (Romano, 1985, p. 361). En estos trabajos, como en el resto de la literatura sobre maltrato infantil de la época, es posible observar que el enunciado de la “transmisión intergeneracional”, referido por Ian Hacking, atraviesa también la comprensión acerca del abuso sexual intrafamiliar o “incesto”. En estos casos se considera que, si no se toman las medidas adecuadas: “la evolución espontánea del menor […] es hacia la patología”, y que es “factible predecir que dicho menor será un futuro abusador sexual” (Romano, 1986, p. 83).

Conceptualizado como una forma o tipo de maltrato infantil que resulta de comportamientos familiares disfuncionales o patológicos y que se da con mayor frecuencia en las clases bajas; anclado en los idearios modernos de infancia y familia y vaciado al mismo tiempo de cualquier tipo de cuestionamiento sobre el patriarcado y las relaciones de poder que este estructura entre los géneros y las generaciones, hacia fines del siglo XX, esta definición del abuso sexual hacia las niñas/os/es se difunde progresivamente más allá de las fronteras del campo pediátrico influenciado por el psicoanálisis, y adquiere cada vez mayor presencia en el espacio público local, sobre todo luego de la sanción de la Convención de los Derechos del Niño en 1989. Desde entonces, programas, servicios y dispositivos de atención comenzaron a ser paulatinamente incorporados en distintos niveles de la administración pública a largo de los años noventa.

Sobre el plano normativo, es importante mencionar que, si bien la Convención fue ratificada en 1990 por la Argentina e incorporada a la Constitución Nacional en la reforma del año 1994, fue recién en el año 2005, luego de largos años de debates parlamentarios, fuertes resistencias e intensas luchas por parte de profesionales y activistas por los derechos del niño, que el marco jurídico nacional en materia de protección de la niñez se adecúa a los principios establecidos en dicho tratado internacional (Villalta, 2019). Con la sanción la Ley N° 26.061 de Protección Integral de los Derechos de las Niñas, Niños y Adolescentes8 se crea del Sistema Integral de Protección de Derechos9 y se establecen nuevas medidas de protección.10 En este marco, los organismos administrativos adquirieron un rol protagónico en la implementación de estas últimas. En efecto, es frente a estas instancias (direcciones de niñez, servicios de protección de derechos, entre otros) -y ya no más ante el Poder Judicial- que las instituciones de salud y educación, las organizaciones sociocomunitarias, los vecinos, familiares o cualquier persona deben consultar, comunicar o denunciar las situaciones de vulneración de derechos contra la integridad de niñas, niños y adolescentes.11 Los y las profesionales de los servicios de protección -en su mayoría, trabajadores/as sociales, psicólogas/os y abogadas/os- evalúan los casos, ponderan “los riesgos” y deciden sobre la implementación de diversas medidas de protección, que incluyen la separación compulsiva del niño/a/e de su ámbito familiar12 -a través de una medida excepcional de protección de derechos- y/o la realización de la denuncia penal.

En los trabajos de investigación que he desarrollado, me interesó indagar las formas en que en la cotidianeidad de distintos organismos destinados a la protección de la infancia se despliegan diferentes medidas en relación con situaciones que involucran distintos tipos de violencias contra niños/as/es. Ello me permitió problematizar las categorías utilizadas para recortarlas y significarlas y documentar que el maltrato infantil se constituyó en la lente principal desde la cual se define y construye lo que se entiende por vulneraciones de derechos. Como tempranamente pude advertir (Grinberg, 2010a; 2017; 2021) y como las estadísticas producidas durante las últimas décadas lo reflejan (Llobet, 2021), son sus distintos “tipos” -maltrato físico, la negligencia y abuso sexual- las categorías que concentran la mayor parte de las intervenciones desplegadas por parte de los organismos de protección de derechos en desmedro de otra clase de vulneraciones de derechos que también afectan a las infancias y adolescencias. Es a partir de estas categorías que los y las agentes institucionales describen, ordenan e intervienen sobre un heterogéneo y variado abanico de situaciones que atentan contra el “derecho de los niños a su integridad” y que, en algunos casos -como en el del abuso sexual-, pueden constituir a la vez delitos previstos por el Código Penal.13 Sobre esto último es preciso tener en cuenta que, desde la sanción de la ley 26.061 en 2005 hasta el presente, las formas de tramitar las denuncias de abuso sexual14 se han ido modificando al calor de los cambios en materia penal así como de la creación de circuitos o protocolos específicos creados por diversas jurisdicciones.15

Con el fin de profundizar sobre el tratamiento del abuso sexual contra niños/as/es por parte de los organismos de protección de derechos, a continuación propongo retomar algunas reflexiones surgidas del trabajo de campo etnográfico que desarrollé entre 2005 y 2009 en dos defensorías zonales dependientes del Consejo de Derechos de Niños y Niñas de la Ciudad de Buenos Aires.16

“Hay cosas que no se van a entender nunca, pero por más que un psicólogo me quiera explicar, el abuso sexual o la violación de los padres biológicos, eso como que nunca lo voy a entender”, me dijo Valeria, abogada de la Defensoría Zonal de Las Lilas (DZLL),17 allá por el año 2007, en los inicios de mis investigaciones. Sus palabras reflejan la incomprensión y la indignación que los hechos así categorizados generan en las y los profesionales de estas instituciones y en la sociedad en general. Percibidos como la encarnación del horror y la monstruosidad, no es posible encontrar justificación alguna a tales actos, sobre todo si estos comportamientos tienen lugar en el interior mismo de la familia. Pues más allá de las innumerables críticas vertidas por el feminismo sobre su forma patriarcal, para nuestra sociedad, la familia continúa siendo por excelencia el lugar de protección y cuidado. En las entrevistas que he podido realizar a lo largo de los años con diversos/as agentes instituciones de los servicios de protección de derechos en distintos puntos del país, cuando les he preguntado por las situaciones más frecuentes con las que intervienen, los abusos sexuales siempre resultan de los primeros listados, y son evocados con angustia y preocupación, más allá de que estos casos no constituyan en sí el primer motivo de intervención en términos estadísticos.

Si bien en el extracto citado la profesional refiere al abuso sexual o a la violación como dos hechos diferenciados, lo cierto es que, en general, la categoría de abuso sexual suele ser utilizada para referir a comportamientos diversos. Tal como pude documentar (Grinberg, 2010a, 2010b, 2017), para las y los profesionales, esta categoría abarca una amplia y variada gama de comportamientos que pueden darse o no al interior de la familia, haber durado o no un tiempo prologando y haber implicado o no un contacto físico entre un niño/a/e y un adulto. Para dar cuenta de la elasticidad que caracteriza a esta noción en el ámbito estudiado así como de las prácticas que la sospecha de abuso habilita, propongo traer una situación observada en la Defensoría Zonal de San Marcos pocos meses antes de ser sancionada la Ley de 2005. En este caso, se trata del encuentro entre una dupla de profesionales de orientación psi (Alberto y Natalia) y la señora y señor Romero, abuelos de Lila, de 4 años. El encuentro tiene lugar días después de que la madre de la niña se acercara a la institución para comunicar su sospecha respecto de un posible abuso por parte del tío materno (Mario):

La escena se desarrolla en una de las pequeñas oficinas destinadas a acoger a familias. Los abuelos deben tener unos cincuenta años. Por su color de piel, su forma de hablar y su acento, es probable que provengan del norte del país. Están ahí para dar explicaciones: su hijo y toda la familia en general están bajo sospecha. Sentados los unos frente a los otros, los profesionales comienzan por mencionar a los abuelos los motivos de la citación. Inmediatamente, el señor Romero manifiesta no creer que su hijo Mario le haya hecho daño a Lila, agrega que la niña lo negó todo y que: “ si eso fuera cierto, yo mismo la enviaría a prisión”. Explica que Mario no estuvo viviendo con ellos, que se fue a Jujuy donde tienen familia, pero que finalmente regresó porque allí no encontró trabajo. Continúa diciendo que como la casa tiene dos plantas, se aseguran de que el joven y la niña no se crucen.

El relato del hombre y el silencio de la mujer inquietan al equipo. Mientras Natalia mantiene su calma habitual, Alberto se muestra fuertemente conmovido e irritado por la situación: “Su hijo no puede vivir con ustedes, no hasta que sepa lo que realmente pasó... El abuso es un delito... Los niños no mienten, dicen la verdad. La verdad... Si ella dijo eso, es porque algo pasó... Si el abuso realmente existió, ¡usted es cómplice!”. Los profesionales refieren a las secuelas psicológicas que provoca el abuso sexual y enfatizan a los abuelos la importancia de escuchar a su nieta. El hombre se mantiene en su postura: repite las medidas tomadas para proteger a la pequeña, pero por otro lado insiste en que no puede dejar a su hijo en la calle. Alberto decide abruptamente sacarlo de la oficina. Se disculpa explicando que prefieren hablar con cada uno por separado. De esta forma, él “podrá pensar” en lo que le han contado. El señor Romero se muestra angustiado por la situación pero claramente no cree en las acusaciones formuladas contra su hijo.

A solas con la señora Romero, los profesionales apelan a su “comprensión femenina” y le piden que “los ayude a proteger” a su nieta. Le explican que el abuso puede adoptar diferentes formas y que es posible que la niña haya visto algo. Le preguntan a la mujer sobre el comportamiento del joven y, tímidamente, ella termina diciendo que este trae a sus novias a la casa. Admite que una vez, ella misma se sintió incómoda porque él había dejado la puerta de su dormitorio abierta mientras tenía relaciones sexuales. Este recuerdo parece reforzar las sospechas de los profesionales y actuar como prueba o al menos como pista significativa: “Quizás la niña vio algo... Quizás él le hizo ver algo, esto también constituye un abuso. ¡No podés permitir que haya tanta promiscuidad en tu hogar! Hay que proteger a los más pequeños”, exclama Alberto, muy indignado. La mujer guarda silencio.

La conversación llega a su fin. En la sala de espera el señor Romero está enojando. Los profesionales lo hicieron salir de la entrevista para hablar con ambos adultos por separado pero ahora ya no quieren volver a escucharlo. (Notas de campo, 23 de agosto de 2005)

La situación descrita anteriormente invita a reflexionar sobre la opacidad de la categoría de abuso sexual. En efecto, la escena observada muestra cómo, para los y las profesionales, esta clasificación reúne situaciones heterogéneas. Abarca tanto el acto sexual cometido por un adulto con un niño/a/e como la experiencia del niño/a/e que presencia un acto sexual entre adultos, incluso accidentalmente. Pero al mismo tiempo, la escena descrita anteriormente ilustra cómo la presunción de abuso sexual, cualquiera que sea la conducta aludida, autoriza a investigar sobre la intimidad familiar. Los adultos con los que los niños/a/es conviven aparecen a priori como culpables. Cada quien, según la acusación a la que se enfrente, tendrá que demostrar su inocencia. Ello es particularmente así para las mujeres, garantes naturales del orden familiar y principales responsables de sus desviaciones (Donzelot, 1998; Bolstanski, 1984). En efecto, si no son culpables de haber cometido el abuso, al menos lo son de no haberlo evitado, lo que a los ojos de los y las profesionales las convierte muy a menudo en auténticas “cómplices” o “encubridoras” (Grinberg, 2017; Pérez Álvarez, 2018); ambas facetas de la figura de “mala madre” tantas veces problematizada por los estudios de género (Verea Palomar, 2004; Cardi, 2007; Daich, 2008).

La tarea de las y los profesionales es compleja; no solo genera angustia, enojo y preocupación, sino también una gran presión. Se enfrentan a comportamientos considerados socialmente intolerables (tanto moral como legalmente) y sobre los cuales es imperioso intervenir con rapidez. Sin duda alguna, el abuso sexual intrafamiliar desconcierta, inquieta e interpela. ¿Cómo es posible que estos actos sucedan al interior de la familia? ¿Cuáles son las consecuencias que generan sobre el desarrollo del niño/a/e? Son preguntas atraviesan el trabajo cotidiano de las y los profesionales de los servicios de protección de derechos. A partir de analizar las explicaciones que circulan en torno al abuso sexual, a continuación propongo reflexionar sobre los estereotipos y prejuicios morales que, en el contexto estudiado, informan dicha categoría.

Con fines analíticos, es posible identificar dos tipos de explicaciones recurrentes (Grinberg, 2017, 2022). La primera de ellas contiene argumentos de tipo psicologista por cuanto remite al enunciado de la transmisión intergeneracional para explicar el maltrato y particularmente el abuso sexual. Así queda expresado en los dichos de Valeria, abogada de la defensoría de Las Lomas, quien luego de manifestar su incomprensión ante el abuso sexual intrafamiliar, me explicaba que es absolutamente necesario: “apoyar al niño con tratamiento psicológico para que no se reproduzca más, porque su psiquis está muy afectada, está en formación. Esto puede tener consecuencias irreparables en el futuro de un niño. Es absolutamente necesario fortalecerlo” (Valeria, abogada, DZLL, agosto de 2007). El citado extracto evoca la imagen de una conducta reproducida de generación en generación y la necesidad de un tratamiento psicológico con el objetivo de curar el trauma, aliviar el daño y romper con la reproducción de tales comportamientos. Ahora bien, como ya ha sido mencionado, la “transmisión intergeneracional” no refiere solo al pasado de los ma/padres, sino que al mismo tiempo establece una suerte de pronóstico sobre el futuro del niño/a: su destino parece conducirlo indefectiblemente hacia el estado ma/padres abusadores. Al traer este ejemplo no estoy cuestionando o relativizando las consecuencias que puede tener en la vida de una niña/o haber sido víctima de abuso sexual por parte de su padre o de algún familiar cercano. Sin embargo, me parece importante pensar cómo, en la medida en que se presenta como un axioma indiscutible, el discurso sobre la transmisión intergeneracional puede acabar trazando un camino irreversible y determinista sobre las/os/es niñas/os/es que han padecido estas duras experiencias.

La segunda de las explicaciones a las que me referiré asocia el maltrato y el abuso a “razones culturales”. Este segundo tipo de argumento que circula y se reproduce dentro de las instituciones estudiadas está imbuido de una concepción particular de la cultura y se nutre de particulares representaciones sobre los migrantes de los países vecinos. La existencia de prejuicios y estereotipos que entrecruzan la dimensión étnico-racial y la clase en relación con el maltrato infantil ha sido tempranamente señalada por Nancy Sheper-Hughes y Howard F. Stein (1987). En sus palabras, los “malos adultos” que maltratan o abusan a niños inocentes suelen situarse en las clases pobres y marginalizadas:

Uno piensa en la imagen groseramente estereotipada de propensión al incesto entre los montañeses de los Apalaches o del padre alcohólico irlandés de clase trabajadora, o de la madre adolescente Negra, sexualmente activa y maternalmente inmadura y negligente que uno ve retratada en las dramatizaciones de abuso infantil en los medios de comunicación. (Sheper-Hughes y Stein, 1987, p. 346)

En el imaginario local, dentro del conjunto de los extranjeros, los bolivianos constituyen “el tipo ideal de alteridad”. En ellos se depositan no solo representaciones exotizantes, sino también racistas (Fassin, 2001, p. 195). En efecto, la creencia de que los métodos educativos utilizados por los padres bolivianos se basan en valores muy diferentes a los argentinos está ampliamente extendida dentro de las instituciones estudiadas. Y también lo está la idea de que el abuso sexual es una práctica naturalizada en “esta cultura”, tal como puede observarse en los siguientes extractos de entrevista:

Hay mucho alcohol en, en los bolivianos… hay bastante abuso, hay bastante abuso y vos después lo ves cuando vas a las casas, sabés que, por más que viste que hay algunos que están mejor económicamente que otros, ¿no?, y todos es como que duermen juntos, siempre, pero es una cuestión cultural, ¿no? duermen todos juntos y, y se dan muchos casos de abusos […] los bolivianos duermen todos juntos hasta… arman una misma cama, no sé una cosa así (muestra con sus manos) […] hay mucha, hay mucha violencia física. Uno los ve como tan sumiso al hombre boliviano; a mí me llamó mucho la atención, eso, y que, en la casa son, son golpeadores, sí […]. (Dolores, Trabajadora Social, Defensoría Zonal De San Marcos, julio de 2005)

lo que pasa es que el problema de las mi(gración)-, de la población boliviana y peruana es que vienen acá con cero recurso y cero redes sociales y familiares […] entonces al no tener redes familiares y tener una cultura además diferente a la nuestra, que se nota además… Son muy violentos los hombres, sumisión total la mujer, muchas veces el tema… hay mucho abuso sexual entre ellos, toman mucho. (Valeria, Abogada, Defensoría Zonal de Las Lomas, agosto de 2007)

En estos ejemplos, la cultura de la cultura del “otro” aparece esencializada, exotizada y homogeneizada (“Los bolivianos son…”). Concebida desde un “nosotros” que se percibe a sí mismo como más civilizado, “la cultura” parece ser la explicación última de todo comportamiento abusivo. Ahora bien, esta concepción de cultura es, además, racialista, pues si bien en teoría el fundamento en las diferencias se encuentra circunscripto a “la cultura”, en la práctica existe una clara correspondencia entre los actos o rasgos cuya diversidad es significada culturalmente y los sujetos cuya diversidad fenotípica es también significada socialmente (Courtis y Pacceca, 2009). En el contexto estudiado, las explicaciones y argumentos de tipo culturalista abundan tomando distintos formatos y pueden ser objeto de usos diversos, pero en definitiva, “relativismo y estigmatización son dos facetas de un mismo enfoque que explica los comportamientos de modo monocausal y mecánico” (Serre, 2009, p. 174).

De este modo, con el fin de explicar y al mismo tiempo actuar sobre comportamientos percibidos como inapropiados, inexplicables o inaceptables, las y los agentes institucionales recurren a distintos tipos de argumentos. Las interpretaciones acerca del abuso sexual reseñadas aquí apelan a la historia de vida de los/las progenitores o bien a su cultura. Estas explicaciones no son excluyentes y, si bien tampoco son las únicas, gozan de gran aceptación entre las y los profesionales de los servicios de protección. Ahora bien, estos discursos en torno al abuso, que, como vimos, están impregnados de prejuicios y estereotipos de clase, raza y género, no solo llevan a los agentes institucionales a centrar sus acciones sobre determinados tipos de personas, sino también a abordarlas a través de prácticas particulares. Sin duda, ante sospechas de abuso sexual, pertenecer a una determinada “cultura” o manifestar durante la entrevista haber sido víctima de maltrato en la infancia serán elementos desencadenantes de un tipo determinado abordaje.

Con el propósito abrir nuevas vías de indagación, en diálogo con los trabajos reseñados al final del primer apartado, interesados por problematizar la invisiblización del incesto que ocurre correlativamente a la visibilización de otras formas de violencia sexual contra los/as/es niños/as/es -resultantes de la mediatización de las figuras del pedófilo y el monstruo incestuoso-, me gustaría proponer que las explicaciones analizadas, al focalizar en determinados sujetos (quienes sufrieron abusos en la infancia, los pobres, los bolivianos/peruanos, etc.), y al hacer del abuso sexual intrafamiliar un problema de “los otros” (Meyer, 2011), operan opacando la banalidad de esta clase de violencias sexuales en el conjunto de la sociedad.

Comentarios finales

Este artículo buscó aportar al análisis del problema del abuso sexual contra las infancias que acontece en el ámbito familiar. Se trata de un tema difícil, profundamente conmovedor y doloroso, cuya presencia en el espacio público ha ido creciendo, sobre todo durante los últimos años, al calor de la coyuntura marcada por la revitalización del movimiento feminista. No obstante, como señalan Valeria Llobet y Carla Villalta (2023), lejos de ser un tema que interesa y moviliza únicamente a quienes se posicionan conjuntamente en defensa de los derechos de las infancias y de las mujeres, paralelamente se han conformado colectivos que, desde posiciones reaccionarias y antifeministas, apelan a las “falsas denuncias” y al “síndrome de alienación parental” como argumentos para deslegitimar las acusaciones en su contra. Puesto que las categorías no son estáticas (Hacking, 2001; Lowenkron 2010), en esta nueva configuración de sentidos es probable que nuevas claves de lectura puedan ir apareciendo, aunque ello no implique necesariamente que las anteriores matrices de interpretación desaparezcan.

El recorrido propuesto estuvo centrado en problematizar las formas a partir de las cuales se recortan y significan las violencias contra las infancias y a través de estas operaciones se construyen categorías como la de abuso sexual. Especialmente se buscó revisar y analizar los marcos de inteligibilidad disponibles para explicar y actuar sobre este último. Como vimos en la primera parte, son diversos los trabajos que en clave histórico-antropológica nos permiten pensar acerca del abuso sexual como problema social y categoría de intervención, así como sobre los contornos difusos de esta noción y el sustrato moral que la informa. Al reflexionar sobre estas dimensiones, no desconozco que la visibilización del abuso sexual haya permitido denunciar e intervenir sobre comportamientos hasta entonces tolerados por la sociedad y de este modo proteger cada vez más a las niñas/os/es de numerosos padecimientos que efectivamente tienen lugar al interior de las familias. Muy alejada estoy de relativizar el sufrimiento que estas experiencias causan en las niñas/os/es o las consecuencias que pueden tener sobre sus vidas presentes y futuras, dimensiones estudiadas y denunciadas por los trabajos de especialistas sobre el tema. Tampoco me resulta ajena la angustia, la preocupación y la responsabilidad legal que conlleva el abordaje de estas situaciones por parte de las/los/les profesionales que integran los organismos de protección de derechos. Pero incluso todas estas complejas aristas no deben privarnos de la necesidad de reflexionar, tal como me propuse hacerlo en la segunda parte del trabajo, sobre las ideas y valores en torno a la infancia y la familia, así como sobre los prejuicios y los estereotipos de clase, raza y género que nutren y orientan nuestra comprensión acerca del abuso sexual intrafamiliar y el tratamiento que este recibe por parte de nuestra sociedad.


Agradecimientos:

Agradezco a mis colegas del Equipo Burocracias, derechos, parentesco e infancias del Programa de Antropología Política y Jurídica (Instituto de Ciencias Antropológicas -ICA-, Facultad de Filosofía y Letras -FFyL-) por los comentarios enriquecedores que hicieron a una versión preliminar de este trabajo, a Adelaida Colángelo por los aportes que me realizó en el marco de la ponencia presentada en las III Jornadas de Democracia y Desigualdades de la UNPAZ, 2022 y a Carla Villalta por su lectura atenta y sus sugerencias.

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Notas:

[1] Retomo aquí la definición de “economía moral” propuesta por Didier Fassin, quien remite este concepto a “la producción, la repartición, la circulación y la utilización de emociones y valores, normas y obligaciones en el espacio social” (Fassin, 2009, p. 1057). Esta noción se presenta como sumamente útil, tanto para analizar “cómo un conjunto de valores, de sentimientos y emociones se ha constituido como dominante, legítimo y evidente en un contexto histórico, político y social dado” como al momento de problematizar el modo en que dicho conjunto “es tomado, utilizado, combatido, reapropiado, reemplazado y amenazado por diferentes grupos sociales y por los individuos que los componen” (Fassin y Eideliman, 2012, p. 17) (esta traducción, al igual que todas las que se presentan en el texto, es propias).

[2] La investigación que realicé tuvo como punto de mira dos defensorías zonales del Consejo de los Derechos de los Niños, Niñas y Adolescentes de la Ciudad de Buenos Aires y se prolongó durante once meses combinando el análisis de situaciones diversas recopiladas a través de observaciones, entrevistas y charlas informales y del relevamiento de 35 legajos. En su conjunto, la etnografía se proyectó más allá del contexto microsocial de los servicios de protección, procurando insertarlos en un contexto mayor que envuelve el barrio, las instituciones de salud, de educación y los juzgados de familia con los cuales aquellos interactúan. Este estudio es parte de mi investigación doctoral en antropología y etnología, « Prendre en charge la maltraitance infantile : Une ethnographie du traitement politique et moral de l’enfance en danger en Argentine », dirigida por Didier Fassin y defendida en 2017 en la EHESS de París.

[3] Sin lugar a dudas, el proceso de visibilización de las violencias sexuales contra las infancias y particularmente del abuso sexual intrafamiliar, así como la aparición de nuevas formas de tematizarlo, se ha visto reforzado al calor de la coyuntura marcada por la conformación de movilizaciones como el Ni Una Menos y el #MeToo. Desde entonces, el tema ha circulado con fuerza, y llegó a movilizar otras grillas de inteligibilidad diferentes (Trebisacce y Varela, 2020) de las que hasta entonces nuestra sociedad disponía para interpretar y actuar sobre las violencias sexuales contra las infancias en el ámbito familiar.

[4] Siguiendo a estos autores (Fassin y Bourdelais, 2005), en cada sociedad, “los intolerables” se organizan a partir de una escala de valores que da cuenta de una jerarquía moral. Pero, más allá de la diversidad que caracteriza en el presente a estas variadas trasgresiones, en las sociedades occidentales, todas ellas se asientan sobre el cuerpo. La integridad corporal como lugar de inscripción de los intolerables es el resultado de un doble proceso de transformaciones en los valores y los sentimientos que ha tenido lugar a lo largo de los últimos siglos.

[5] Sobre este proceso, véase Fassin y Reichman (2007) y Zenobi (2023).

[6] Estos autores sitúan la emergencia del “maltrato infantil” (child abuse) a comienzos de la década de 1960 en Denver, Colorado, en el seno del mundo médico. Es en 1961, gracias a los avances de la técnica de los rayos X, cuando un equipo de médicos liderados por Henry Kempe anuncia el descubrimiento del battered child syndrome (traducido al español como “síndrome del niño apaleado”).

[7] Se trata del caso de una mujer que, siendo mayor de edad y habiendo ya fallecido su padre, lleva a juicio a su madrastra por haber sido cómplice de la violencia incestuosa que sufrió de niña por parte su padre y producto de lo cual nacieron sus hijos. El caso tuvo una amplia repercusión en la prensa francesa.

[8] Esta ley deroga la Ley 10.903 de Patronato de Menores de 1919.

[9] La Ley Nº 26.061 instituye la idea de sistema integral de protección de derechos en tanto instancia integrada por entidades, organismos, programas y servicios con algún grado de injerencia en el bienestar de la infancia. En la norma se establecen las competencias y responsabilidades de los organismos que lo integran y se impulsan acciones de cooperación y coordinación en pos de la realización, prevención y restitución de derechos.

[10] La Ley N° 26.061 prevé dos tipos de medidas de protección. Por un lado, las medidas de protección integral tendientes a fortalecer a las personas adultas que atraviesan dificultades en la crianza y el cuidado de sus hijos/as/es, a través de intervenciones diversas que van desde el acompañamiento social o la indicación de seguir un tratamiento terapéutico hasta la inclusión de la familia o el niño/a/e en algún tipo de programa o prestación social -ayudas familiares, centros de cuidado infantil (Art. 33)-. Por el otro, la normativa establece las medidas de separación compulsiva de carácter excepcional y acotada en el tiempo (Art. 39).

[11] Artículo 9º.- Derecho a la dignidad y a la integridad personal. Las niñas, niños y adolescentes tienen derecho a la dignidad como sujetos de derechos y de personas en desarrollo; a no ser sometidos a trato violento, discriminatorio, vejatorio, humillante, intimidatorio; a no ser sometidos a ninguna forma de explotación económica, torturas, abusos o negligencias, explotación sexual, secuestros o tráfico para cualquier fin o en cualquier forma o condición cruel o degradante. Las niñas, niños y adolescentes tienen derecho a su integridad física, sexual, psíquica y moral. La persona que tome conocimiento de malos tratos, o de situaciones que atenten contra la integridad psíquica, física, sexual o moral de un niño, niña o adolescente, o cualquier otra violación a sus derechos, debe comunicar a la autoridad local de aplicación de la presente ley.

[12] Hasta la sanción de la Ley 26.061/05, la protección del Estado frente a estas situaciones se desplegaba a través de los juzgados de menores (de la jurisdicción penal). En el marco de las competencias previstas por la Ley 10.903 de Patronato de Menores de 1919, estos juzgados podían separar a las/os niñas/os de sus familias mediante la disposición tutelar. En la Capital Federal también intervenían los juzgados de familia de la jurisdicción civil de la Capital Federal, a través de la figura de la “Protección de Persona” del Código de Procedimiento Civil y Comercial de la Nación Argentina. Dicha medida también habilitaba la separación del niño/a/e de su ámbito familiar. Sobre este punto es interesante mencionar que, si bien en 1994 la Argentina sanciona la Ley N° 24.417 de Protección contra la Violencia Familiar, no solo esta normativa no hacía alusión específica al abuso sexual intrafamiliar, sino que tampoco fue utilizada para intervenir ante violencias de tipo físico o psicológico contra las niñas/os/es y adolescentes por parte de sus progenitores/as. En efecto, hasta hace muy poco tiempo, la tematización y el tratamiento del abuso sexual contra las niñeces se desplegó generalmente en paralelo y bastante disociada de la problematización de la violencia de género y de la violencia familiar.

[13] En 1999, a través de la Ley N° 25.087 que define los “Delitos contra la integridad sexual”, se modifica el Código Penal. Esta ley sustituyó los delitos de abuso deshonesto y violación por el delito de abuso sexual y dispuso diferentes graduaciones de acuerdo con la gravedad del hecho. A su vez, estableció que el consentimiento no puede darse en niñas/os/es menores de 13 años, que las penas se agravan cuando la víctima tiene entre 13 y 18 años y cuando existe relación de parentesco, entre otros.

[14] En los últimos años se han verificado importantes cambios en relación con los delitos contra la integridad sexual. Estos cambios refieren a su imprescriptibilidad (Ley “Piazza” N° 26.705, de 2011, y Ley N° 27.455 del Respeto del Tiempo de las Víctimas, de 2015) y de modo más reciente y a la consideración del abuso sexual contra niñas/os/es como un delito de acción pública (Ley N° 27.455/18 modificatoria del Código Penal).

[15] Según el informe sobre Situación de niñas, niños y adolescentes sin cuidados parentales en la República Argentina, publicado en 2020 por la Secretaría de Niñez, Adolescencia y Familia (SENAF) con el apoyo de UNICEF, 16 provincias contaban con “protocolos de abordaje del abuso sexual infantil”. El informe está disponible en https://www.argentina.gob.ar/sites/default/files/2020/09/situacion_de_nnya_sin_cuidados_parentales_-_2020_03.05_1.pdf

[16] En la Ciudad de Buenos Aires, el Consejo de los Derechos de las Niñas, Niños y Adolescentes es la entidad rectora en materia de protección de los derechos de la infancia. Este organismo, dependiente del Poder Ejecutivo local, fue creado por la Ley 114 de Protección de los Derechos de las Niñas, Niños y Adolescentes sancionada en 1998. Las defensorías zonales son instancias descentralizadas de dicho organismo en los distintos barrios de la ciudad.

[17] Los nombres de las personas y los barrios donde se sitúan las instituciones han sido cambiados para preservar el anonimato y la confidencialidad de los datos relevados en esta investigación.

Financiamiento:

[18] Financiamiento: Este trabajo se desarrolló como parte de mis tareas de investigadora de la CIC de CONICET y del financiamiento recibido en el marco del Proyecto B44/23: Los sistemas de protección integral de derechos, la difusión del “enfoque de género” y tratamiento de las violencias contra las infancias: categorías y prácticas en tensión. Núcleo: Género, infancias, vejeces y sexualidades LGBT+. Derechos, demandas y políticas públicas. IESCODE-UNPAZ. A su vez, el trabajo recupera reflexiones desarrolladas en el marco de mi tesis doctoral presentada y defendida en la Escuela de Altos Estudios en Ciencias Sociales (EHESS), Francia, en 2017.