Javier Serrano[1]
Los estudios de comunidad pertenecen largamente y por derecho propio a la tradición antropológica. Los artículos que ofrece este dossier refrendan su pertinencia en la región latinoamericana, aun cuando notoriamente han perdido el brillo que alguna vez tuvieron. Los antecedentes inmediatos de esta publicación refieren a las Jornadas “Diálogos latinoamericanos: las comunidades en perspectiva antropológica”, realizadas en noviembre de 2022 con el auspicio de importantes instituciones de la región1. El evento fue organizado por un grupo de trabajo de la Asociación Latinoamericana de Antropología2 y convocó a una treintena de investigadores de distintos países incluyendo México, Argentina, Chile, Perú y Bolivia3.
Más allá de las perspectivas particulares y de los intereses específicos de quienes participaron en aquellas Jornadas, del conjunto de exposiciones es posible extraer un somero corolario, aunque trascendental: bajo distintas modalidades y expresiones el fenómeno comunitario se encuentra plenamente vigente a nivel regional. Se trata entonces de un objeto de estudio antropológico legítimo y los autores de esta introducción compartimos la convicción de que las antropologías vernáculas tienen mucho que decir al respecto.
Cabe precisar que, en aquella ocasión, en su gran mayoría los ponentes reflexionaron acerca de lo comunitario a partir de materiales empíricos originales, los cuales fueron obtenidos fundamentalmente por medio de la investigación etnográfica. El comentario no es banal ni busca demeritar el trabajo teórico. En cambio, pretende enfatizar la importancia de la dimensión empírica en los estudios comunitarios. De la misma manera, sin desdeñar los esfuerzos teóricos el espíritu que guía este dossier acentúa la observación empírica y fue ésta una consideración sustancial en la selección de los artículos que lo componen.
En lo que hace a la teorización de lo comunitario, actualmente otras disciplinas como la sociología teórica y la filosofía política llevan claramente la delantera. En relación con la primera, vale la pena mencionar por su amplia difusión los trabajos de Zigmund Bauman (2003, 2006). El autor reflexiona sobre la comunidad como una respuesta al problema de la (in) seguridad en la modernidad líquida, aunque eventualmente ello implica sacrificar valores de individualidad característicos de la modernidad. En Latinoamérica son de destacar las varias publicaciones de Pablo de Marinis y sus asociados (2012, entre otras). A grandes trazos estos autores han profundizado en la comprensión de lo comunitario a partir de la revisión meticulosa de los autores clásicos, incluyendo esencialmente a Marx, Weber y Durkheim. Como es de esperar, prestan especial atención a la proverbial dicotomía comunidad-sociedad4, esbozada en primer término por Ferdinand Tönnies (1947) hacia fines del siglo XIX. De hecho, tal como supo advertir Robert Nisbet (2003), se trata de uno de los ejes torales del pensamiento sociológico.
Ciertamente, para bien y para mal, aún hoy las comunidades suelen considerarse a la luz de aquella notable oposición primera que distinguía comunidad de sociedad (como si lo comunitario fuera algo distinto de lo social). La secundan otras dicotomías igualmente efectivas y también precarias, como tradición-modernidad y rural-urbano (¿barbarie-civilización?); pares de opuestos conceptuales que entrañan, a veces sin sutileza, una presunta progresión histórica. No está demás aclarar que en estos esquemas las comunidades pertenecen esencialmente a la tradición, a los espacios rurales y en general al pasado. A su vez, en dirección inversa con frecuencia se cuestiona su autenticidad en los contextos urbanos, se las concibe como resabios del pasado a la vez que se les niega calladamente el futuro5 -tal como sugirió Fabian (1983) sobre los usos del tiempo en relación con el objeto de estudio antropológico (Serrano, 2024a)-. En las miradas más extremas las comunidades están destinadas a desaparecer a favor de las relaciones impersonales y de los arreglos contractuales entre individuos en el curso aparentemente irrevocable de la modernidad planetaria. Ciertamente nada de esto resiste ningún examen serio basado en la investigación empírica a gran escala.
En el campo de la filosofía política los debates remiten casi inevitablemente a la larga controversia entre las posiciones comunitaristas que parten de Aristóteles en el siglo IV aC. y los enfoques contractualistas arraigados en Thomas Hobbes desde el siglo XVII6. Entrado el siglo XXI esta controversia original reverbera especialmente en los planteamientos liberales y neocomunitaristas a través de John Rawls (1997) y Charles Taylor (1993) alternativamente. Más recientemente, los llamados “biopolíticos” han agitado las discusiones al proponer nuevas ideas y reflexionar profusamente sobre las comunidades. Deseamos referir aquí, aunque brevemente, los bellos planteamientos de Roberto Espósito (1998) en Communitas que se inscriben en esta corriente. Con base en un fino análisis etimológico propone allí que el término “comunidad” conjuga tanto la semántica del don como de la deuda. Para el autor la comunidad remite a lo común y en ella reside el deber de dar. Como contraparte, la modernidad se erige como un proyecto inmunitario esencialmente centrado en lo propio -esto argumenta en Immunitas, otra de sus brillantes obras (Espósito, 2002)-7.
Podríamos extendernos en otras aportaciones significativas de las últimas décadas en torno a las comunidades en la corriente sociológica como en la filosófica8, aunque ello es innecesario en esta introducción. En cambio, conviene resaltar dos aspectos puntuales. En primer lugar, ambas corrientes llevan por sello las consideraciones abstractas y un alto nivel de especulación. En principio no hay nada objetable en ello. En el reverso, más allá de sus incuestionables méritos, eventualmente presentan los resultados con desdén de la investigación sistemática de las diversas configuraciones comunitarias existentes9. El ejemplo ad hoc en respaldo de los argumentos es una práctica habitual incapaz de llenar semejante vacío.
En segundo lugar, con mayor frecuencia asumen generalizaciones que tienen por referente primordial a las sociedades noratlánticas (ellas mismas heterogéneas) con las que componen una imagen sucinta de Occidente. Así, en muchas ocasiones los planteamientos carecen de aplicabilidad o resultan concretamente inapropiados en los contextos latinoamericanos (también diversos)10. Más tarde o más temprano Latinoamérica tendrá que reflexionar lo comunitario en sus propios términos.
Justo aquí, en relación con los dos aspectos que se acaban de mencionar, la antropología puede hacer contribuciones sustanciales. Por un lado, podría proveer elementos de corte empírico suficientemente analizados -novedosos o habituales-, destinados enriquecer las conjeturas filosóficas y sociológicas. A su vez, podría controlar el alcance de las distintas propuestas teóricas a través de la indagación etnográfica, informando además sobre sus expresiones diversas a partir de casos particulares. Finalmente, como lo hiciera en buena parte del siglo XX, la antropología tiene el potencial de generar sus propios argumentos acerca de la vida en comunidad partiendo del compromiso empírico que la caracteriza. Solo así podrá tener una participación más decidida e influyente en los grandes debates actuales sobre las comunidades y lo comunitario.
En efecto, si bien actualmente parece estar detenida en su camino teórico, la antropología posee una rica tradición teórica en el estudio de las comunidades. Baste recordar las aportaciones señeras -severamente impugnadas- de Robert Redfield acerca de la “pequeña comunidad” (Little Community) y del afamado continuum folk-urbano referenciado en Yucatán (Redfield, 1971, 1941). Aunque pronto recibieron graves cuestionamientos, es innegable que se trataba de un esfuerzo teórico encomiable anclado en referencias empíricas concretas, aspecto que deseamos destacar. A partir de entonces y aún hoy, las comunidades indígenas y campesinas en Latinoamérica constituyen un objeto de estudio predilecto en la investigación antropológica. Y desde entonces los antropólogos han tenido que lidiar con la imagen somnolienta de comunidades apacibles, aferradas a la costumbre y la tradición, ahistóricas, aisladas e inmóviles que surgen de aquellas primeras etnografías. Con frecuencia la investigación en el terreno cae en el hechizo de lo comunitario y cede a la mirada romántica o nostálgica (Blackshaw, 2010: 1). Nunca serán demasiadas las precauciones al respecto y es necesario mantener la perspectiva crítica junto con controles de reflexividad11.
Otro elemento perdurable originado en aquella etapa inicial refiere al análisis situado de los estudios de comunidad. A diferencia de otras corrientes y aproximaciones en el ámbito académico12, en la antropología lo local ha prevalecido a la hora de analizar y pensar lo comunitario13. Así, hasta la fecha la relación comunidad-territorio constituye un aspecto clave en el marco de la disciplina. Hubo que esperar largas décadas para que esta conjunción se convirtiera en motivo de reflexión crítica, lo que dio lugar a otras posibilidades de investigación. Esto mismo fue, en parte, un correlato de las características cambiantes del fenómeno, pues a mediados del siglo XX muchas de las comunidades que estudiaban las y los antropólogos estaban inmersas en intensos procesos migratorios hacia centros urbanos. Pero también se correspondía con dinámicas teóricas que veremos enseguida.
En todo caso, hacia la medianía del siglo pasado la comunidad constituía un elemento cardinal en los debates antropológicos. Serrano (2020)14 ha identificado tres problemáticas capitales en las que cumplía un papel decisivo. Por un lado, resultaba esencial en el estudio de los contextos campesinos -piénsese en los trascendentes planteamientos de Eric Wolf (1957) acerca de la comunidad corporada cerrada en Mesoamérica y Java (véase Robichaux en este volumen)-. Por otro, resultaba un elemento clave a la hora de abordar las migraciones rurales. En tercer lugar, los estudios de comunidad eran indispensables en relación con la reproducción de las identidades indígenas, un tema concretamente reservado a la antropología. De allí su centralidad. A su vez y a la sazón, las etnografías proveían insumos originales como el calpulli mesoamericano y el ayllu andino, que eran prácticamente ignorados en otras disciplinas. Lo mismo sucedía con las profusas investigaciones sobre los sistemas de cargo, un tópico por mucho tiempo favorito en la investigación etnográfica. Pero las cosas habrían de cambiar hacia la década de 1980.
En 1983 Benedict Anderson presenta la noción de comunidades imaginadas, que rápidamente fue apropiada por los antropólogos con fines distintos a los del historiador (la comprensión de las nacionalidades). Poco después Anthony Cohen (1985) publica The Symbolic Construction of Community, desplazando la atención hacia los aspectos simbólicos del fenómeno comunitario15. Aunque ha habido otros avances en el plano teórico, creemos con que se trata del cambio más espectacular en la mirada antropológica sobre las comunidades. De pronto el significado del territorio y lo local cedían importancia ante la prevalencia de lo simbólico. En el extremo más aventurado las comunidades llegaron a percibirse como inmateriales o metafísicas (Blackshaw, 2010:6). Ya etéreas, llegó a plantearse su desterritorialización (véase Haesbaert, 2011).
Podríamos continuar con esta serie no exhaustiva de disquisiciones que hemos desplegado hasta aquí con el sencillo propósito de introducir el tema e interesar al lector. En cambio, convienen unas escuetas líneas de tenor metodológico. Es imperativo señalar que desde el punto de vista etnográfico las configuraciones comunitarias constituyen fenómenos inexorablemente complejos e irreductibles. No hay fórmulas sencillas para tratar con las comunidades. Implican siempre un problema que el investigador debe construir no sin vacilaciones y laboriosamente, en un constante vaivén con las observaciones en el terreno.
En tanto configuraciones sociales distintivas, componen complejos de relaciones internas y de exterioridad (o diferenciación) que con frecuencia desconciertan al investigador. A la vez, son eminentes productos históricos, aunque a nivel local suele haber distintas versiones de la propia historia y lo que puede parecer sencillo eventualmente se convierte en un asunto espinoso. Aparentemente congeladas en el tiempo y habitualmente dominadas por imágenes estáticas (Blackshaw, 2010), quizá el aspecto más esquivo y difícil de dilucidar durante el trabajo de campo es el carácter procesual de las comunidades. En efecto, además de estar ligadas al pasado y expresarse en el presente se proyectan invariablemente al futuro (Serrano, 2020, 2024a). Así, recurriendo a las concepciones oportunas de Reinhart Koselleck (1993: 338-342), es posible entenderlas como “espacio de experiencia” y también como “horizonte de expectativas”.
Tomando en cuenta todos estos elementos Serrano (2020) ha sugerido una serie de lineamientos de análisis consistente en considerar a las comunidades como problema, proceso y sistema de relaciones. Habrá otras posibilidades, pero solo a través de estrategias de análisis basadas en el ordenamiento y la sistematicidad se podrán establecer comparaciones virtuosas.
Precisamente, por un camino que permite pensar las comunidades en términos comparativos, Alicia Barabas profundiza en lo que sigue en un contexto inexcusable a escala regional: los pueblos originarios. Lo hace al mejor modo de los antropólogos. Esto es, desarrollando sus reflexiones a partir de las áreas y los referentes empíricos en que ha trabajado y bien conoce.
Serrano, Javier (2020). Las comunidades en la visión de los antropólogos: disquisiciones y lineamientos de análisis. región & Sociedad, vol.32. https://www.redalyc.org/articulo.oa?id=10264844006
Serrano, Javier (2024b). El futuro en común. Las comunidades indígenas en las ciudades del bajo río Negro, Norpatagonia, Argentina.Manuscrito inédi Introducción, en J. Serrano y E. Zárate, eds., Las comunidades en perspectiva antropológica: tres conferencias magistrales . Asociación Latinoamericana de Antropología. En prensa.
[1] Asociación Latinoamericana de Antropología (ALA). Instituto de Ciencias Antropológicas, Universidad de Buenos Aires, ICA-UBA, Argentina. Coordinación Nacional de Antropología, Instituto Nacional de Antropología e Historia, CNAN-INAH, México. El Colegio de Michoacán, COLMICH, México. Universidad Nacional de Río Negro, UNRN, Argentina. Centro de Investigaciones y Estudios Superiores en Antropología Social, CIESAS, México.
[3] Las tres sesiones de las Jornadas están disponibles en la web. Pronto saldrá a luz la transcripción comentada de las tres conferencias magistrales que hubo durante el evento (Serrano y Zárate eds., s/f).
[4] Mantenemos aquí el término “sociedad” respetando la edición primera en castellano (Losada, Bs As.). Otras traducciones utilizan la palabra “asociación”; por ejemplo, la edición de Península (Barcelona) de 1979. Esto mismo revela las dificultades de traducir del alemán los términos gemeinschaft y gesellschaft en que Tönnies formuló originalmente la célebre oposición conceptual.
[5] Serrano (2024b) se ocupa precisamente de este problema al examinar el caso de las comunidades urbanas mapuche y mapuche-tehuelche en las ciudades del valle inferior del Negro, en la Norpatagonia. Véanse también los artículos de Olivos y de Acuña y Montes en este volumen.
[6] Véase Lisbona Guillen (2006) para una reseña al respecto en perspectiva antropológica, como también sobre la dicotomía comunidad-sociedad.
[7] El autor enlaza ambas ideas en Termini della politica. Comunità, immunità, biopolítica (Esposito, 2008).
[8] Por razones argumentales y de espacio no consideramos aquí otras perspectivas eventualmente relevantes. En el campo de la psicología social, por ejemplo, se desarrolló la noción de sentido de comunidad (Sarason 1973; McMillan y Chavis 1986). Ciertamente podría ser útil a la etnografía.
[9] Bauman (2006: 6-7, 86) acude nada menos a los escritos de R. Redfield (1971) sobre la “pequeña comunidad” para dar base empírica a sus argumentos.
[10] Así, Díaz Polanco (2015) reprocha a Bauman la arbitrariedad de su análisis sobre la propiedad líquida de las comunidades en la tardomodernidad, en completa omisión de la persistencia y vitalidad de las comunidades preexistentes que se observan en Latinoamérica (las comunidades indígenas).
[11] Así, se ha señalado que en muchos trabajos empíricos se tiende a exagerar la importancia de la solidaridad y de relaciones sociales en las comunidades (Amit, 2002; véase Blackshaw, 2010: 9).
[12] No será novedoso advertir sobre el carácter vago y controversial del término “comunidad”; se ha insistido suficientemente en ello (por ejemplo, Amit, 2002). Esto mismo da lugar a los más variados usos. “Comunidad” es una palabra “cálida” que suena bien (Bauman, 2004: 7-9) y así, se la emplea de muy diferentes maneras en distintas situaciones y contextos. Nos remitimos aquí al ámbito académico.
[13] Más allá de que lo comunitario alude esencialmente a un modo particular de vida en sociedad (Cfr. Lisbona Guillen, 2006: 25-26) o, en sentido weberiano, aun modo específico de relación social.
[15] Más adelante Wegner (2002) publica Imaginary Communities.