0009-0005-7857-6637 Oliverio Gioffre[1]
Towards a Chthulucenic Agriculture for Buen Vivir.The Role of Insurgent Food Production Models in the Face of the Limits of the Agro-industrial Project
Rumo a uma Agricultura Chthulucênica para o Bem Viver.O Papel dos Modelos Insurgentes de Produção de Alimentos diante dos Limites do Projeto Agroindustrial
La modificación de los patrones climáticos y el aumento de los desequilibrios ecosistémicos presentan desafíos sumamente complejos que entrañan el riesgo de un colapso ambiental que torne insostenible la vida en la Tierra. Las estrategias imperantes -fundadas en la retórica del “desarrollo sostenible” promovida por las Naciones Unidas- parten de la presunción de que los problemas asociados a los procesos socio-ecosistémicos pueden ser resueltos a través de una gestión más eficiente, sin necesidad de trastocar el dualismo metafísico que divide a la cultura de la naturaleza. Frente a esta cosmología que les asigna un valor pasivo y calculable a los eventos naturales y le da un poder desmesurado a la tecnología humana, los riesgos ambientales pueden percibirse como eventos dotados de una complejidad superior a la capacidad cultural de planificación y predicción.
La crisis civilizatoria en curso no puede comprenderse cabalmente sin considerar el rol del proyecto agroindustrial en la debacle ambiental actual. La era de la plantación iniciada con la extracción de azúcar en las colonias americanas se mantiene vigente pese a la finalización de las administraciones coloniales, y la modernización agrícola durante la segunda mitad del siglo XX ha consolidado un modelo productivo que reproduce la colonialidad de la naturaleza y que resulta ecológicamente insostenible en el tiempo.
A partir de este diagnóstico, se torna indispensable la apertura a horizontes culturales que posibiliten modelos heterodoxos de producción de alimentos. Con la reforma constitucional ecuatoriana de 2008 -inspirada en el Buen Vivir como alternativa civilizatoria-, se ha instalado una nueva narrativa en América Latina que podría permitir un desmantelamiento de la visión cosificada de la naturaleza. Si la agricultura moderna reproduce el dualismo metafísico, prioriza el valor comercial del alimento, precisa de grandes gastos energéticos y produce severos daños ambientales, un modelo agrícola al servicio del Buen Vivir debe ser leído como un modo de producción insurgente cuyo objetivo principal es la alimentación de las comunidades y el cuidado de la Pachamama.
A partir de un análisis conceptual, se intentará demostrar la relación estrecha entre el proyecto agroindustrial y la percepción instrumental del vínculo entre la naturaleza y la sociedad, así como la insostenibilidad estructural de este paradigma hegemónico. Para ello, se combinarán estrategias analíticas cualitativas y cuantitativas, señalando los factores socioculturales inscriptos en las técnicas de producción de alimentos dominantes y un conjunto de datos ligados a la crisis ambiental global que limitan el proyecto agroindustrial. En segundo lugar, se buscará la articulación de la noción de “Chthuluceno” (Haraway, 2016) con las prácticas agrícolas andinas tradicionales, para patentizar la necesidad de promover ontologías alternativas frente a la crisis civilizatoria actual. Se recurrirá al análisis de un estudio de caso a partir de un trabajo de campo en las sierras ecuatorianas de Cayambe (Da Silva Araujo, 2021), para mostrar cómo se articula la nueva narrativa del Sumak Kawsay con la agroecología andina y cómo puede desenvolverse una práctica agrícola que permita “reconstituir los refugios” (Haraway, 2016, p. 17) en el tránsito del “desarrollo sostenible” como discurso dominante hacia el Buen Vivir como propuesta emancipadora.
La noción de “Antropoceno” (Crutzen, Stoermer, 2000) ha sido planteada por P. Crutzen y E. Stoermer a finales del siglo XX y comienzos del XXI, y describe una nueva época geohistórica en la que el ser humano ha devenido en una fuerza geológica y climatológica capaz de modificar la estructura y el clima planetarios. Es importante destacar que no existe un consenso científico sobre el fin del Holoceno, la era geológica que imperó en los últimos 12.000 años, ni tampoco hay unanimidad respecto de la idea de que nos encontremos habitando el Antropoceno. En ese sentido, N. Billi afirma que el éxito y la propagación del término parecieran vincularse más con su “efecto político” (Billi, 2022, p. 12), a saber, como un modo de nombrar las devastadoras consecuencias del modelo económico imperante que se han hecho cada vez más perceptibles a lo largo de la segunda mitad del siglo XX. La fuerza del concepto se enlaza con la necesidad de cuestionar el antropocentrismo y la urgencia de disminuir la actividad humana para evitar desequilibrios atmosféricos o ecosistémicos. En otras palabras, es innegable que la estabilidad climática del Holoceno se encuentra amenazada y que el riesgo de rebasar los límites planetarios es inminente.
Ahora bien, el término Antropoceno no se ha debatido exclusivamente desde la geología. Efectivamente, en las últimas décadas ha habido discusiones respecto de la pertinencia del concepto en las ciencias sociales. J. Moore, por ejemplo, ha propuesto la noción de Capitaloceno (Moore, 2020) como forma de desafiar la visión del anthropos como un todo indiferenciado y sacar a la luz las relaciones sociales basadas en la lucha de clases y la dominación colonial. En otras palabras, “Antropoceno” operaría como un particularismo encubierto o como un falso universal, ya que no todos los humanos son igualmente responsables de la alteración del equilibrio geológico. La ocupación desigual de la atmósfera por parte de las potencias capitalistas, por ejemplo, se hace patente cuando se analizan los datos respecto de las emisiones nacionales acumuladas de CO2. Según el Carbon Dioxid Information Analysis Center (CDIAC), “los EE. UU. y Alemania son los países con mayores emisiones acumuladas entre los países desarrollados” (Espósito Guevara y Zandvliet, 2013, p. 29), y los países denominados “subdesarrollados”, que iniciaron su historial de emisiones a mediados del siglo XX, no llegan ni a la mitad de las emisiones acumuladas de los países autodenominados “desarrollados”; incluso hay una gran diferencia demográfica entre ellos. Sin duda, hablar de Capitaloceno permite vislumbrar este tipo de desigualdades estructurales que el discurso del Antropoceno enmascara, y puede tornarse central a la hora de diseñar políticas de justicia climática.
En ese sentido, la noción de Plantacionoceno (Haraway y Tsing, 2019) puede imbricarse con la idea de Capitaloceno, ya que surge como una alternativa al concepto de Antropoceno y pone sobre la superficie algunas de sus limitaciones. Siguiendo los datos del informe del Intergovernmental Panel on Climate Change (IPCC) de 2019, los cambios en el uso del suelo ligados a la agricultura, silvicultura y ganadería “contribuyeron a un 23% del total de las emisiones antropogénicas netas de gases de efecto invernadero entre 2007 y 2016” (McKay, 2022, p. 12), mientras que, siguiendo datos de la Food and Agriculture Organization (FAO), “la expansión de plantaciones de monocultivos a gran escala es una de las principales causas de la deforestación y pérdida de biodiversidad” (McKay, 2022, p. 12). Teniendo en cuenta la correlación entre la agricultura de plantación corporativa y la amenaza que sufre la estabilidad planetaria de los últimos 12.000 años, “Plantacionoceno” emerge como un término que permitiría, con mayor especificidad que “Antropoceno”, historizar, situar y contextualizar aquello que se presenta como un acto unificado por parte de una especie presuntamente homogénea, a saber, la humanidad, al poner en evidencia el hecho de que no todos los seres humanos han experimentado del mismo modo, a lo largo de los últimos siglos, los procesos que simplifican ecologías, producen desplazamientos masivos y llevan al trabajo forzado en el marco del avance de las fronteras extractivas. Al mismo tiempo, señala la alienación y el disciplinamiento que han sufrido plantas, animales no-humanos, microbios e incluso seres inorgánicos durante los últimos siglos, y permite pensar las violencias perpetradas por los sistemas de dominación modernos y contemporáneos contra diversas comunidades humanas como indiscernibles de la lógica ecocida presente en las plantaciones.
Siguiendo la sistematización llevada a cabo por Billi respecto del trabajo de Haraway y Tsing (2019), es posible señalar dos características centrales del Plantacionoceno. Por un lado, “la operación fundamental de la plantación es la simplificación de los actores y actrices involucradas en los encuentros sistémicos” (Billi, 2022, p. 22). En otras palabras, esta práctica supone una selección a partir de la cual se extermina aquello que se considera indeseable (por ejemplo, a través de la fumigación) y se produce solo aquello que resulte importante. Las plantaciones de azúcar durante la época colonial, la producción en masa de cereales a partir de la Revolución Verde o el desmonte de bosques enteros para producir aceite de palma en el sudeste asiático pueden servir de ilustraciones para comprender este proceso de simplificación. Esta práctica contrasta con otros modos de producción basados en la preservación de la complejidad y biodiversidad, como los bosques, pasturas o chacras, tal y como puede darse en agriculturas andinas agroecológicas, cuyo análisis se emprenderá más adelante.
Por otro lado, la plantación supone una “ruptura radical con el lugar” (Billi, 2022, p. 22). En efecto, la era de la plantación comienza con la producción azucarera en la América colonial, sobre todo en el Caribe y en Brasil, para la cual se traficaron masivamente africanos esclavizados, pero también se relocalizaron diversas plantas y animales. En este sentido, el Plantacionoceno se articula estrechamente con la idea de “raza” analizada por los teóricos de la decolonialidad, en tanto forma de clasificar mundialmente a la población y dividir el trabajo (Quijano, 2014). Con la Revolución Verde y sobre todo con la biorrevolución producida a fines del siglo XX, la demanda de trabajadores cada vez más calificados ha producido un éxodo rural masivo y el devenir del modelo imperante en una “agricultura sin agricultores” (Pengue, 2009, p. 272).
La simplificación y relocalización -entendidas como características centrales de la plantación- exceden al ámbito agrícola y pueden considerarse aspectos centrales del patrón de poder moderno colonial. En efecto, “la plantación ha sido el campo paradigmático de experimentación sobre lo viviente” (Billi, 2022, p. 23), ya que la lógica de la selección basada en la exterminación de lo indeseable puede concebirse también en relación con las prácticas genocidas. Para Billi, la “Conquista del desierto” puede servir de ejemplo para comprender al estado plantacionocénico en tanto se trató de “una ‘destribalización’ capaz de romper las comunidades aborígenes y dejar los territorios disponibles para el latifundismo” (Billi, 2022, p. 26).
En la época contemporánea, a pesar de la finalización de las administraciones coloniales en gran parte de América Latina, África y Asia, el Plantacionoceno se ha consolidado en principio a través de la Revolución Verde, y de la aparición de los primeros eventos transgénicos posteriormente. Así, las formas alternativas de producir alimentos y las cosmologías sobre las que se sostienen han quedado rezagadas pese a los costos socioambientales de la agricultura hegemónica.
La Revolución Verde surgió en la década de 1940, se fortaleció durante los años setenta y constituyó una parte fundamental de las estrategias de desarrollo implementadas desde mediados de siglo. Consistió en la mecanización del sector rural y la incorporación de tecnologías de alto nivel, pesticidas y fertilizantes para aumentar la productividad agrícola, especialmente en cereales como el maíz, arroz y trigo.
Como peculiaridad exótica frente a las agriculturas llamadas “tradicionales”, la agricultura industrial se universalizó como la forma más racional de producir alimentos a lo largo de la segunda mitad del siglo XX. Como resultado, la producción agrícola se ha vuelto más homogénea en términos culturales en todo el mundo, y las alternativas al modo de producción hegemónico han perdido peso en la correlación de fuerzas. Uno de los argumentos centrales para la promoción de la agricultura industrial y el avance frente a los paradigmas ancestrales se ha vinculado con la necesidad de solucionar el problema del hambre.
Durante la era del desarrollo, el hambre se convirtió en un tema de estudio tan importante como la pobreza. Según Eduardo Devés Valdés, el pensador brasileño Josué de Castro introdujo este tema en las ciencias sociales latinoamericanas en Geografía del hambre. Siguiendo a Valdés, el geógrafo afirma que en su país había “una conspiración de silencio” (Devés Valdés, 2003, p. 28) con respecto al tabú del hambre. Sin embargo, desde la Segunda Guerra Mundial en adelante, el hambre “ingresó inevitablemente en las políticas del conocimiento científico”, como sugiere el antropólogo colombiano Arturo Escobar (Escobar, 2007, p. 179). A partir de este momento, se ha erigido un ejército de científicos para diseñar programas y estrategias en nombre de las personas hambrientas y desnutridas del Tercer Mundo. Según Escobar, la emergencia del hambre como problema abordado explícitamente y sin tabúes promovió la creación de un lenguaje peculiar del hambre.
Durante la década de 1960, dos tercios de la población mundial sufrían de hambre crónica y desnutrición. En este contexto, la promesa de la Revolución Verde era profundamente convincente: un aumento en la producción de alimentos podía erradicar el hambre que aquejaba a los pueblos del Tercer Mundo. Desde esta perspectiva, la solución a los problemas de los países periféricos solo podía lograrse con la asistencia del Primer Mundo. Los países “subdesarrollados” no serían capaces de producir grandes cantidades de alimentos, pero el Norte Global, con sus técnicas modernas de producción agrícola, podría redimirlos. Esta idea ya había sido destacada en el célebre discurso de los cuatros puntos de Harry Truman en 1949: un aumento en los niveles de producción a través de la asistencia de los Estados Unidos y su vasto arsenal de conocimientos permitiría al Tercer Mundo escapar de su difícil condición.
Ha pasado alrededor de medio siglo desde la aparición de la Revolución Verde. Siguiendo los datos proporcionados por los autores de la última edición de Los límites del crecimiento, el célebre informe que el Club de Roma encargó al Massachusetts Institute of Technology (MIT) en la década de 1970, es posible comprender los límites y alcances de la agricultura moderna. Por un lado, “entre 1950 y 2000, la producción mundial de cereales se triplicó de 590 a más de 2000 millones de toneladas métricas anuales” (Meadows, Meadows y Randers, 2012, p. 108). Sin duda, este aumento en la productividad puede entenderse como un logro indiscutible de la Revolución Verde. Sin embargo, el hambre sigue siendo un problema global significativo, independientemente del notable aumento cuantitativo en la producción agrícola. De hecho, en la actualidad “la Organización de las Naciones Unidas para la Alimentación y la Agricultura (FAO) calcula que alrededor de 850 millones de personas comen crónicamente menos de lo que necesitan sus cuerpos” (Meadows et al., 2012, p. 109).
Para Escobar, no existió un correlato directo entre la incorporación de las nuevas tecnologías y el aumento en la producción de cereales, y la erradicación del hambre: “independientemente del aumento per cápita de la producción agrícola en la mayoría de los países, este aumento no se tradujo en un aumento en la disponibilidad de alimentos para la mayoría de las personas” (Escobar, 2007, p. 181). De hecho, en Los límites del crecimiento, este análisis puede corroborarse al considerar un estudio de la FAO sobre la producción de alimentos por regiones entre 1950 y 2010: “el índice de producción total de alimentos se ha duplicado o triplicado en los últimos 50 años en regiones del mundo que experimentan hambrunas, pero el índice de producción de alimentos por persona apenas ha cambiado” (Meadows et al., 2012, p. 96).
En este contexto, surge la pregunta inevitable: ¿por qué el aumento en la productividad agrícola, a pesar de las promesas de desarrollo, no ha logrado erradicar el hambre? Una posible respuesta radica en el refuerzo de la primacía del valor de cambio de los alimentos sobre su valor de uso desde la Revolución Verde. En la era del desarrollo, se concibió al alimento como una mercancía en vez de percibirlo como un medio para satisfacer las necesidades sociales. La aparición de monocultivos de varios cereales ha aumentado los márgenes de beneficio para los vendedores de semillas e insumos, lo que ha permitido una mayor producción de alimentos. Sin embargo, esto ha resultado en una reducción en la diversidad alimentaria, pues se ha limitado el acceso a dietas variadas y equilibradas y llevó a gran parte de los habitantes del “Tercer Mundo” a sufrir graves deficiencias nutricionales. Como lo señala W. Pengue, “el problema del hambre no es un problema de producción, sino de distribución” (Pengue, 2009, p. 265). En contra de las agriculturas tradicionales, cuyo énfasis tiende a alimentar a la población que habita las zonas aledañas y cuyo modelo productivo se basa en el policultivo, en la agricultura moderna predominan el monocultivo y la producción para el mercado externo, e incluso la utilización del alimento como materia prima con otros destinos (como los biocombustibles). La conversión del alimento en mercancía y el olvido de su función nutritiva y alimenticia es uno de los principales problemas que atraviesan al modelo agroindustrial. Tal y como se analizará más adelante, las agriculturas “tradicionales”, como por ejemplo la agricultura andina, invierten la lógica moderna y priorizan el valor de uso sobre el valor de cambio, con el objetivo de satisfacer las necesidades alimenticias de la población y proteger el medio ambiente.
A pesar de no haberse dado una erradicación del hambre durante la era del desarrollo, se produjo un aumento de la rentabilidad agrícola y una consolidación del poder del Primer Mundo sobre los países periféricos. De hecho, la dependencia tecnológica y el endeudamiento externo en los países del Tercer Mundo se aceleró significativamente después de la Revolución Verde. Las técnicas tradicionales de cultivo practicadas en Asia, África y América Latina, a pesar de su innegable importancia cultural, fueron asociadas al “subdesarrollo” y al atraso en tanto causantes de la subproducción de alimentos. La introducción de insumos externos producidos por corporaciones multinacionales, como fertilizantes y pesticidas, profundizó aún más esta dependencia, ya que estos productos se convirtieron en importaciones esenciales. El drenaje de recursos y la transferencia de excedentes desde el Sur hacia el Norte Global percibieron un incremento notable durante la época de la modernización agrícola, en la medida en que la Revolución Verde exacerbó un proceso de subyugación económica previo.
La noción de Plantacionoceno, a partir de este diagnóstico, se torna plenamente operativa, ya que, a diferencia del término “Antropoceno”, visibiliza las desigualdades estructurales y las responsabilidades diferenciadas ligadas a la expansión de la agricultura moderna en detrimento de los modelos tradicionales de producción de alimentos y de las economías periféricas. Al mismo tiempo, los costos ambientales de la Revolución Verde son indiscutibles si se considera que la agricultura moderna requiere de un enorme gasto energético. Por un lado, este modelo precisa de la quema de bosques y pastizales que ofrecen diversos servicios ecosistémicos como la absorción de carbono y el hospedaje para distintas especies. La destrucción de ecosistemas tiene como consecuencia, a su vez, la transformación del paisaje, la homogeneización de especies y la pérdida de biodiversidad, con efectos altamente difíciles de predecir. Por otro lado, la utilización de tractores, maquinaria agrícola, canales, represas, sistemas de irrigación y transportes a grandes distancias requiere de un uso elevado de petróleo y otros combustibles, lo que produce un aumento en la emisión de gases de efecto invernadero en la atmósfera. Buena parte de la producción agrícola se destina a la alimentación de animales no-humanos en la industria ganadera, y la ganadería es responsable de muchas de las emisiones de CO2 y metano.
Con la caída del muro de Berlín en 1989 y el avance del discurso de la globalización, entran en escena los primeros eventos transgénicos ante una Revolución Verde cuyas consecuencias negativas eran evidentes. A pesar del incuestionable potencial de esta nueva y reverdecida Revolución Verde -que se vale de los avances en los campos de la ingeniería genética y de la biotecnología-, su aparición durante la era del llamado “fin de la historia” ha fortalecido la primacía del valor de cambio sobre el valor de uso que ya predominaba en la vieja Revolución Verde. Si bien en ambos casos se utiliza el argumento de la lucha contra el hambre y la pobreza, Pengue señala la existencia de un “predominio del sector privado en la biotecnología agrícola” (Pengue, 2009, p. 273) en el contexto de la globalización, que contrasta con el destacado rol que cumplía el sector público en la investigación y difusión de las tecnologías anteriores. En este sentido, no resulta difícil comprender por qué muchos de los costos socioambientales de la antigua Revolución Verde se acrecentaron en el marco de la nueva Biorrevolución, a saber, la pérdida de soberanía alimentaria, la pérdida de biodiversidad, la emigración rural, la erosión cultural y la homogeneización productiva a partir del monocultivo orientado al mercado externo.
Desde América Latina, los cambios radicales producidos al calor del nuevo milenio en las matrices productivas pueden ser leídos a través de la noción de “neoextractivismo” (Svampa, 2019). El proceso de transición hegemónica marcado por el declive relativo de los Estados Unidos y por el ascenso de China como potencia global ha producido un aumento en la demanda de las materias primas latinoamericanas que ha generado una mayor presión metabólica y una expansión de las fronteras de las mercancías en detrimento de las comunidades y de los ecosistemas. Al mismo tiempo, el descenso del excedente ecológico y la mayor escasez de materiales y energía ha estado ligado al llamado boom de los commodities, cuyo impacto ha reavivado la “ilusión desarrollista” en la región (Svampa, 2019).
Este nuevo extractivismo ha operado en formas específicas en el marco de la agricultura contemporánea en América Latina. Sin duda, el concepto de “extractivismo agrario” (McKay, Alonso-Fradejas y Ezquerro-Cañete, 2022) puede ser de gran utilidad analítica a la hora de pensar las transformaciones agrarias y sociales, pues excede los rasgos más aparentes de los monocultivos y las exportaciones de materias primas, y se centra en “la lógica inherente y el funcionamiento subyacente de un modelo basado en la apropiación de las fuerzas de producción, tanto mercantilizadas o no, de una manera extractivista” (McKay et al., 2022, p. 14). De ese modo, la noción de “extractivismo agrario” pone en tela de juicio la idea misma de “agricultura industrial”, lo cual patentiza el hecho de que, más que industrializar al campo, el modelo vigente lo depreda a través de la contaminación del medio ambiente, el debilitamiento de las economías regionales y el desplazamiento de la fuerza de trabajo.
El neoextractivismo (Svampa, 2019) y el extractivismo agrario (McKay et al., 2022) se vinculan de forma estrecha, pues es la creciente demanda de China de productos agroalimentarios y el aumento de la demanda de los denominados “cultivos comodín” (soja, palma aceitera o caña de azúcar) para producir biocombustibles por parte de corporaciones multinacionales lo que ha producido el auge de los precios internacionales de las materias primas, reavivando la ilusión desarrollista y promoviendo un “consenso de los commodities” (Svampa, 2019), que en América Latina se ha hecho evidente a partir del apoyo que tanto desde la izquierda progresista como desde la derecha conservadora ha recibido el modelo agroalimentario hegemónico.
Ahora bien, el avance de la agricultura de plantación corporativa fuertemente dependiente de insumos externos en América Latina no implica exclusivamente una expansión de las fronteras del capital. En efecto, el análisis del Plantacionoceno puede ser enriquecido desde la noción de “colonialidad de la naturaleza”. La colonialidad, a diferencia del colonialismo, no se reduce a una forma de dominación jurídico-política y militar, sino que se despliega en diversos ámbitos de existencia sobre la base de la imposición de la idea de “raza” (Quijano, 2014). La colonialidad de la naturaleza, de este modo, no puede pensarse como un mero sinónimo del concepto de extractivismo, ni siquiera del “neoextractivismo”, ya que no se agota en el proceso de expoliación de recursos naturales del Tercer Mundo por parte del Primer Mundo, sino que abarca a su vez la negación de las formas no occidentales de comprender el vínculo entre el ser humano y la naturaleza, como lo afirman Adolfo Albán y José Rosero:
En la década de 1960, con la agenda desarrollista dirigida a los sectores rurales de los países en desarrollo, se impuso un paquete tecnológico desde un proyecto civilizatorio, con el objetivo de transformar los sistemas productivos tradicionales de las comunidades indígenas y afrodescendientes, considerando sus prácticas culturales como obstáculos para el desarrollo. (Albán y Rosero, 2016, p. 28)
Esta perspectiva civilizatoria está arraigada en la instrumentalización de la naturaleza y el rechazo de las relaciones humanas alternativas con la naturaleza. De hecho, la homogeneización cultural propagada dentro de la agricultura reforzó la percepción de la naturaleza como un mero conjunto de recursos para la explotación en nombre del “desarrollo”. La superación de la crisis civilizatoria actual no puede producirse sin una ampliación de la diversidad cultural y una apertura a formas alternativas de entender el vínculo sociedad-naturaleza.
Con la visión de la Tierra desde la Luna posibilitada por la célebre misión conocida como “Apolo 8” en el año 1968, comienza a producirse una perspectiva de nuestro planeta como ente unitario y totalizable. Efectivamente, en las décadas de 1960 y 1970 surge una nueva conciencia ambientalista que se expresa en principio en diversos movimientos sociales pacifistas y antinucleares, sobre todo en Europa y los Estados Unidos, para culminar con la Declaración de Estocolmo en 1972. Organizada por las Naciones Unidas, la conferencia reunió a cientos de líderes a lo largo y ancho del globo y fue central respecto de la comprensión de los problemas ambientales como un asunto insoslayable para las instituciones gubernamentales. Con la publicación del Informe Brundtland en 1987, se consolida la peculiar lógica de las Naciones Unidas a la hora de abordar la problemática ambiental desde la novedosa noción de “desarrollo sostenible”.
Aunque ha aumentado la conciencia ecológica respecto de los daños ambientales causados por el modelo de desarrollo imperante desde la segunda mitad del siglo XX, las estrategias dominantes relativas al abordaje de los riesgos globales no han trascendido el dualismo metafísico occidental. La persistencia del proyecto agroindustrial durante la era del desarrollo sostenible puede concebirse como un caso ejemplar. La plantación como tecnología surgida durante la época colonial presupone una ontología singular a la que el antropólogo francés P. Descola denomina “naturalismo” (Descola, 2002), y que puede ser definida como un modo de organizar el mundo fundado en el dualismo que separa a la naturaleza como ente pasivo y dominable, por un lado, y la cultura como activa y dominadora, por el otro.
Los fracasos del desarrollo sostenible no se vinculan solo a una falta de voluntad política, sino a una insistencia en la retórica del desarrollo, fundada en un naturalismo ontológico que promueve una concepción de la naturaleza como un mero reservorio de recursos al servicio del crecimiento económico. En otras palabras, la lógica del desarrollo sostenible reconoce los problemas ambientales, pero subordina el cuidado del medio ambiente al sostenimiento del modelo económico imperante en lugar de supeditar la economía a la defensa de los ecosistemas y la protección de los derechos de la naturaleza. La insistencia en proyectos agroindustriales en detrimento de modelos agrícolas de menor escala se liga directamente a la primacía de la narrativa del desarrollo y a la percepción de los modelos alternativos de producción de alimentos como símbolos del “subdesarrollo”.
La subordinación de la naturaleza al sostenimiento del horizonte cultural que promueve el desarrollo contrasta con el carácter finito de las fuentes y sumideros del planeta, y subestima la dependencia de la economía respecto de la estabilidad climática y de los procesos ecosistémicos. Por ejemplo, la pérdida de biodiversidad vinculada a la persistencia del proyecto agroindustrial supone el debilitamiento de un escudo protector que impide que los virus salten zoonóticamente hacia los seres humanos. La pandemia de COVID-19 ha hecho patente la vulnerabilidad del sistema económico imperante frente a los riesgos potenciales que la misma dinámica de desarrollo produce, así como la dificultad de anticiparlos y tratarlos de forma analítica y lineal.
El cambio climático produce un riesgo global semejante, ya que supone ciclos de retroalimentación positivos y negativos que escapan a todo cálculo humano y ponen en crisis a la economía hegemónica. Al rebasarse los límites planetarios, fenómenos como el derretimiento de los glaciares o el aumento de eventos meteorológicos extremos no pueden tratarse a partir de una racionalidad calculadora, ya que desatan consecuencias incontrolables. De hecho, el IPCC ha señalado que a fin del siglo XXI la temperatura global corre el riesgo de elevarse entre 2 ºC y 6 ºC grados, muy por encima del límite de 1,5 ºC al que aluden los expertos como un punto de no retorno.
La noción de “desarrollo sostenible”, concebida como un tipo de crecimiento que satisface las necesidades de las generaciones presentes sin comprometer las de las generaciones venideras (Comisión Brundtland, 1987) no hace hincapié en el carácter debatible de lo que se considera una necesidad, cuestionamiento que abre la posibilidad para repensar nuestro vínculo con la naturaleza desde la conciencia de su finitud e indominabilidad. Trascender el “desarrollo sostenible” como modelo imperante y abrir el futuro a alternativas al desarrollo, como por ejemplo el Sumak Kawsay andino, supone una estrategia de intervención distinta a la hegemónica, en la medida en que implica una reconfiguración del proceso económico al servicio de los derechos inalienables de la Pachamama, pero también una reconfiguración ontológico-cultural que permita trascender el naturalismo ontológico.
Por un lado, frente al naturalismo como ontología atravesada por el dualismo metafísico que separa a la cultura de la naturaleza y establece una jerarquía del alma sobre el cuerpo, de la razón frente al mundo físico o, en términos cartesianos, de la res cogitans sobre la res extensa, Descola señala la existencia de, al menos, tres ontologías alternativas: animismo, totemismo y analogismo, de las cuales se abordará solamente la primera a lo largo de este trabajo.
Por otro lado, frente al Plantacionoceno como una era (o mejor, como un evento-límite) surgido durante las épocas coloniales en el marco de las grandes plantaciones azucareras y consolidado a lo largo de la segunda mitad del siglo XX con la Revolución Verde y la Biorrevolución, es posible anteponer lo que Haraway denomina “Chthuluceno”.
En principio, el animismo puede pensarse como una ontología distinta del naturalismo. Si el dualismo metafísico occidental niega rotundamente la presencia de un alma en los animales no humanos (a pesar de la propia etimología de la palabra “animal”) y en el mundo vegetal, el animismo establece continuidades entre lo físico y lo metafísico valiéndose de categorías elementales de las prácticas sociales, como la protección familiar o diversos lazos de parentesco, para establecer la relación con lo no-humano. Es posible señalar uno de los ejemplos que el propio Descola aporta para esclarecer los modos en que el animismo puede manifestarse en el orden social.
Los indígenas achuar de la Amazonía ecuatoriana son una sociedad de horticultores forestales y cazadores que perciben a las plantas cultivadas y a la gran mayoría de los animales a los que cazan como poseedores de atributos idénticos a los de un ser humano. En ese sentido, Descola señala que la relación con las plantas de las mujeres de la comunidad se asemeja al lazo de parentesco con un hijo: “maestras de los jardines a los cuales consagran una gran parte de su tiempo, las mujeres se dirigen a las plantas cultivadas como a niños que conviene llevar de una mano firme hacia la madurez” (Descola, 2002, p. 156).
Desde la perspectiva naturalista, la atribución a las plantas de características humanas por parte de las mujeres achuar puede ser percibida como una antropomorfización “irracional”. Sin embargo, una postura dualista es tan ontológicamente arbitraria como una postura monista, en la medida en que resulta imposible establecer cuál de estas perspectivas es más “verdadera”. En todo caso, el binarismo occidental ha conducido en los últimos siglos a una relación entre el ser humano y la naturaleza que ya no puede sostenerse, mientras que una ontología monista que no separa ni jerarquiza el ámbito espiritual respecto del ámbito de la sensibilidad puede conducir a un modo distinto de habitar el mundo, una era a la que Haraway llama “Chthuluceno”.
Chthuluceno es un término que señala las dinámicas de fuerza y poder “sin-chtónicas” (“sin” es “con” en griego, y “chtónico” es “perteneciente a la tierra” en el mismo idioma) existentes en la tierra, de un “ensamblaje rico en múltiples especies” (Haraway, 2016, p. 19) que incluye a los seres humanos. A diferencia del personaje tentacular de H. Lovecraft conocido como Cthulhu, de características sumamente terroríficas, el Chthulu de Haraway también posee tentáculos, pero es vivamente esperanzador, y designa un espacio-tiempo hecho de ensamblajes: la Pachamama andina, según afirma la propia autora, puede ser pensada como un modelo ejemplar.
Vivir y morir en el Chthuluceno implica necesariamente la reconstitución de los refugios que hacen posible la regeneración de la vida incluso frente a situaciones ambientalmente desfavorables. El eslogan del Chthuluceno propuesto por Haraway es: “haga parientes, no bebés” (Haraway, 2016, p. 20). La resignificación del concepto de “pariente” y su desvinculación respecto del lazo sanguíneo a través de un cuestionamiento de la familia burguesa occidental resulta crucial, ya que permite trascender el horizonte ontológico naturalista, que divide entre naturaleza y cultura, y elaborar lazos de parentesco con el universo no-humano, tal y como ocurre con las mujeres achuar en la Amazonía ecuatoriana.
Indudablemente, la noción de Pachamama en la región andina puede concebirse desde esta óptica singular. Por un lado, la concepción de la tierra como madre y de los seres vivos como hijos de la tierra puede aparecer como “irracional” desde una perspectiva naturalista, pero adquiere pleno sentido desde una ontología animista en la que no hay una discontinuidad radical entre las formas de sociabilidad humana y el mundo no-humano. Por otro lado, en el contexto de las cosmologías andinas no se percibe al ser humano como productor de alimentos, sino que es la propia naturaleza la que produce, y el ser humano queda relegado a un rol de facilitador. Frente a la perspectiva naturalista sobre la base de la cual se erigen las prácticas agrícolas del Plantacionoceno -que supone una relación Sujeto-Objeto entre el ser humano y la tierra-, la agricultura tradicional andina representa un modelo productivo insurgente y chthulucénico, cuyas peculiaridades no pueden pensarse sin tener en cuenta el vínculo directo entre cosmología y tecnología.
La presunción de que el mundo del futuro será una mera extensión del mundo actual debe ponerse en tela de juicio. La era de la naturaleza barata, y sobre todo del petróleo barato, tiene los días contados. Como ha señalado J. Earls, “la producción del petróleo en el mundo ha llegado a su punto máximo” (Earls, 2006, p. 14), no porque se haya efectivamente agotado, sino porque lo que queda es cada vez más difícil de extraer y refinar, y por lo tanto, la tasa de retorno energético será cada vez menor. La agricultura industrial está directamente relacionada con el uso del petróleo, cuyo carácter multipropósito lo torna difícil de reemplazar. La mecanización de los distintos pasos de la producción agrícola (siembra, barbecho, irrigación, cosecha), el plástico usado para fabricar invernaderos y empaquetar los productos, los derivados para la producción de fertilizantes y pesticidas, el transporte empleado para largas distancias y la refrigeración utilizada para el almacenamiento ponen en evidencia la versatilidad de este combustible fósil. La paradoja de la agricultura industrial es que la quema de combustibles fósiles que la hace posible constituye su propia aniquilación, ya que el cambio climático aumenta la probabilidad de sequías que imposibilitan la continuidad de este modelo agroindustrial.
Ante este diagnóstico, el fortalecimiento de las agriculturas tradicionales como la de la zona andina, pese a percibirlas desde la cultura occidental como arcaísmos, representa la única posibilidad de construir un futuro habitable. El decrecimiento del sistema económico vigente es cuestión de tiempo, y la recuperación de agriculturas locales o nacionales será crucial para evitar una situación en la que los países exportadores de alimentos ya no tengan adónde exportarlos, ni tengan los medios para importar los alimentos necesarios para su población.
Según Earls, “con el colapso del sistema capitalista global, la producción agrícola volverá a ser una actividad local o por lo menos nacional” (Earls, 2006, p. 14), e inevitablemente se producirá un movimiento masivo de personas al campo, dada la necesidad de restringir el transporte a distancias reducidas. Los conocimientos tradicionales, sumados por supuesto a los conocimientos actuales, se tornarán cruciales, en el marco de una descolonización de la agricultura. Si la lógica colonial utiliza los recursos de la colonia en beneficio de la metrópoli, muchos de los modelos agrícolas latinoamericanos, por ejemplo, se diseñan según el mercado externo y los intereses de potencias extranjeras, lo cual fomenta la creación de modelos ambientalmente insostenibles y de organizaciones socioeconómicas desventajosas para los países periféricos.
Como señala Earls, en la zona andina “se ha desarrollado un sistema agrícola de alta productividad sobre el curso de milenios” (Earls, 2006, p. 15), cuyo máximo despliegue ocurrió durante el Incanato. En contraste con la agricultura industrial -extendida en zonas homogéneas como llanuras u otros fondos planos-, la agricultura andina se practica usualmente en las escarpadas laderas de la sierra, donde no se pueden emplear maquinarias de uso intensivo de energía. Así, aunque la agricultura andina ya no sobrevive en estado puro, sino que convive con la comercial, muchas de las comunidades campesinas de la sierra no han cedido a las presiones modernizantes: “es común que los campesinos de las comunidades cultiven algunas chacras de la manera denominada andina y otras de manera comercial” (Earls, 2006, p. 16).
Con la proclamación de la nueva Constitución ecuatoriana en 2008, pero también con la reforma constitucional boliviana en 2009, el Buen Vivir entendido como un movimiento que busca establecer una alternativa civilizatoria al modelo hegemónico de producción y consumo ha ganado prominencia en las primeras décadas del siglo XXI. Sin embargo, los estudios sobre el Suma Qamaña (aymara) y Sumak Kawsay (quechua) han sido predominantemente teóricos, ya sea filosóficos o jurídicos, quedando relegados el aspecto práctico y los estudios empíricos. En ese sentido, si bien la Constitución ecuatoriana sancionó en 2008 la existencia de derechos de la naturaleza a nivel formal, cabe preguntarse de qué modo puede llevarse a la práctica la concepción de la Pachamama como sujeto de derechos.
La antropóloga brasileña Larissa da Silva Araujo ha colaborado con las comunidades indígenas del pueblo Kayambi en la provincia ecuatoriana de Pichincha para averiguar cómo se entrelazan, a nivel práctico, el Sumak Kawsay y las prácticas agroecológicas. La etnografía se realizó en distintas chacras de la región de la sierra ecuatoriana, donde la producción está a cargo sobre todo de mujeres, conocidas como chacareras.
La ciudad de Cayambe es un centro de disputa entre proyectos comunitarios y locales, como los de las chacareras dedicadas a la producción agroecológica, y las grandes plantaciones de flores orientadas al mercado externo. Las chacras trabajan de manera biodiversa, con alimentos tanto de la dieta andina como de hortalizas no nativas, y producen en principio para el autoconsumo y el excedente se vende en las ferias, parques e incluso en las carreteras. Las florícolas han expandido la frontera agrícola hacia las comunidades en los últimos años, lo cual causó disputas en torno a la polución del aire, el agua y el suelo, y patentiza un conflicto entre dos modelos antagónicos.
El Sumak Kawsay como una alternativa civilizatoria frente al modelo de desarrollo imperante se erige sobre la base de una ontología relacional; es decir, una forma de concebir la realidad que toma en consideración la interdependencia de los distintos seres que integran la biosfera, cuya consecuencia práctica es el intento de construir una relación simbiótica con la naturaleza concebida como sujeto de derechos. Siguiendo a Da Silva Araujo, si bien el Buen Vivir no se resume a la producción agroecológica, “las prácticas agroecológicas contribuyen a construir un camino hacia ese horizonte de expectativa expresado como Sumak Kawsay, la convivencia armónica entre seres diversos” (Da Silva Araujo, 2021, p. 98).
El trabajo de las chacareras puede ser pensado, en términos de Haraway, como una labor que contribuye con el Chthuluceno en dos sentidos, a saber, como un espacio-tiempo que reconstituye los refugios al posibilitar la alimentación de la comunidad, así como al contribuir al enfriamiento del planeta y a la regeneración de la biodiversidad, y como un ensamblaje rico en multiespecies que permite el establecimiento de lazos de parentesco no exclusivamente antropocéntricos, en la medida en que la chacra puede ser definida como “un espacio integrado donde varios seres conviven, animales, seres humanos, plantas (culinarias, medicinales u ornamentales), las plagas, la tierra, el agua, el sol y la luna” (Da Silva Araujo, 2021, p. 98). Este modelo de producción agrícola, fuertemente inspirado en la cosmovisión andina, solo adquiere sentido en un contexto en el que no se utilizan agroquímicos ni se producen grandes gastos energéticos, y donde el valor de uso de los alimentos es preponderante sobre su valor comercial.
La ejemplificación del Chthuluceno por parte de este modelo productivo puede concebirse con más claridad si se considera la noción de chakana. Para el pueblo Kayambi, la agroecología como camino hacia el Buen Vivir es indisociable de la chakana, un símbolo andino milenario de cuatro lados que a menudo puede vincularse con las cuatro estaciones del año (raymis), pero que también opera como un organizador de saberes que establece el deber ser de la comunidad en cuatro espacios de convivencia que se interrelacionan: la familia, la chacra, la comunidad y la Pachamama.
En cuanto a lo familiar, es importante destacar que las chacareras han adquirido una mayor independencia del dinero gracias al uso culinario y medicinal de las plantas y animales de la chacra. Como señala Da Silva Araujo, “las mujeres recalcan que ahora no necesitan tanta plata para alimentarse, ya que no gastan con la compra de alimentos en los mercados” (Da Silva Araujo, 2021, p. 100). Esto contrasta con la experiencia de campesinos destituidos o expuestos a las presiones modernizantes. En ese sentido, los filósofos interculturales A. Albán y J. Rosero le realizaron una entrevista a un campesino ecuatoriano, Guillermo Ayovi, quien señala las dificultades que se han generado en la zona a partir de la Revolución Verde:
La verdad es que la vida en los montes ha cambiado mucho de lo que era antes y de lo que es ahora, en ese tiempo nadie tenía problemas para vivir y sobre todo para conseguir su comida. Antes todo era más fácil y cualquiera podía conseguir su comida ya fuera en el monte o en el río sin mucha dificultad sobre todo sin tener que comprar tantos aparejos como ahora. (Albán y Rosero, 2016, p. 29)
Indudablemente, la pérdida de soberanía alimentaria frente al avance de la modernización en ciertas regiones contrasta con la mayor solvencia experimentada por las chacareras en la sierra ecuatoriana. Las agriculturas chthulucénicas pueden ser pensadas como guaridas que disminuyen las mediaciones del dinero y las tecnologías que se interponen en la producción de la común, y contribuyen a la creación de modelos agrícolas que alimentan a la población y posibilitan la regeneración de la vida, en contraste con los procesos de desposesión vinculados a la expansión del extractivismo agrario en América Latina.
Con respecto a la comunidad, si bien la hegemonía de la plantación como modelo productivo es indudable, el modelo agroecológico ha ganado relieve en las últimas décadas dada su importancia en distintos momentos críticos, como los paros nacionales o la pandemia de COVID-19. A pesar del escepticismo frente a la presunta rentabilidad de la agroecología, el énfasis en el valor de uso, característico de este paradigma alternativo, ha permitido que los habitantes de la zona siguieran accediendo al alimento en contextos problemáticos y que las propias chacareras pudieran seguir sosteniendo a sus familias. En el actual contexto de crisis climática, el proyecto agroindustrial no solo resulta inadecuado en términos de mitigación de las emisiones, sino que es inapropiado a la hora de fortalecer la resiliencia de las comunidades expuestas a un alto grado de vulnerabilidad. Por el contrario, son los modelos agrícolas chthulucénicos los que permiten una mayor adaptación a los momentos de crisis, ya que hacen posible la creación de refugios regeneradores en instancias críticas en las que el comercio de alimentos a gran escala se encuentra amenazado.
La producción en la chacra, además de utilizar abonos orgánicos e insumos naturales para el combate de las plagas, prescindiendo de fertilizantes y pesticidas que no solo contaminan la tierra, el agua y la salud humana, sino que también aumentan la temperatura global al requerir la quema de combustibles fósiles, está directamente atravesada por la cosmovisión andina. De hecho, la noción de animismo analizada por Descola a partir de su estudio de los achuar puede ser aplicada también al trabajo de las chacareras, quienes aseguran que no solamente conocen las técnicas de producción agroecológica, sino que también “hablan con la Pachamama mientras están trabajando” (Da Silva Araujo, 2021, p. 107). En ese sentido, una práctica común en las chacras es la manchachina, un verbo del idioma quechua que alude a la necesidad de asustar a la tierra, “conversarle y demostrar con primeros frutos lo activa que tiene que ser, que deje de ser perezosa y que brinde más frutos” (Da Silva Araujo, 2021, p. 108). Si la lógica chthulucénica supone una reconfiguración de la noción de parentesco, las prácticas agrícolas andinas tradicionales producen una resignificación del concepto de “pariente”, desasociándolo del lazo sanguíneo en el marco de un cuestionamiento de la idea de familia burguesa occidental tradicional y de una reivindicación de la relacionalidad ontológica y la interdependencia de lo viviente.
Finalmente, el vínculo con la Pachamama, un espacio-tiempo compuesto por formaciones geológicas, diferentes ecosistemas, elementos, astros y seres vivientes que conforman una gran entidad viviente, destaca por su carácter plenamente simbiótico. Distintas prácticas espirituales, como “pedir permiso o brindar ofrendas al entrar a un bosque, al subir un volcán, al bañarse en una cascada” (Da Silva Araujo, 2021, p. 111), hacen patente la reciprocidad con la naturaleza y encarnan a nivel práctico la concepción de la Pachamama como un sujeto de derechos tal y como se manifiesta a nivel constitucional. En tanto ensamblaje chthulucénico, la lógica de la Pachamama desmantela el dualismo naturaleza-cultura y opera como base ontológico-cultural para los modelos insurgentes de producción de alimentos, y posibilita así un restablecimiento de las condiciones geológicas que han hecho posible la estabilidad climática y ecosistémica durante los últimos 12.000 años.
A lo largo de este trabajo, se describió la plantación como una tecnología agrícola que impone tácitamente una cosmología que divide a la naturaleza de la cultura y establece una jerarquía del ser humano sobre el resto del planeta. Iniciado durante la colonia y fortalecido luego de los distintos procesos de descolonización, el Plantacionoceno se encarna actualmente en la agricultura moderna, cuyo desarrollo se produjo fundamentalmente a lo largo de la segunda mitad del siglo XX. En América Latina, el extractivismo agrario continúa expandiendo las fronteras del capital produciendo un escalamiento de la conflictividad socioambiental y una aceleración de la crisis civilizatoria. La incapacidad de este modelo para solucionar el problema de la desigualdad en el acceso a la alimentación y los desafíos que afronta en un contexto en el que la apuesta por la sostenibilidad ambiental es urgente han sido subrayados con la finalidad de manifestar los límites del paradigma actual. Si la definición de “desarrollo sostenible” ofrecida por las Naciones Unidas no da cuenta del carácter controversial de lo que se considera una “necesidad”, se ha recalcado la importancia de correr el eje del debate hacia un plano más fundamental, con el objetivo de imaginar un futuro en el que la agricultura recupere su carácter local y se enlace con las distintas formas de concebir el vínculo entre la sociedad y la naturaleza.
De este modo, a pesar de no satisfacer las “necesidades” de una sociedad de consumo masiva, la agroecología andina fue presentada como un modelo productivo que cuida el medio ambiente y alimenta a las comunidades, promoviendo un vínculo simbiótico entre el ser humano y la Pachamama. Frente a la doble limitación de la agricultura moderna, incapaz de erradicar el hambre e inepta para colaborar con la sostenibilidad, la agroecología contribuye con la soberanía alimentaria y con la construcción de un futuro ambientalmente prometedor.
Tal y como ocurre en la propia ciudad de Cayambe, donde el proyecto de las chacareras agroecológicas está en disputa con la robustez de las grandes plantaciones de flores, la defensa de los modelos productivos alternativos existentes y la promoción de nuevos proyectos agroecológicos no se encuentra libre de obstáculos. Los paradigmas alternativos enfrentan una asimetría de poder en la correlación de fuerzas respecto de la agricultura de plantación corporativa y afronta serias trabas culturales en sociedades altamente urbanizadas y de consumo masivo. Es cuestión de tiempo, sin embargo, para que las fisuras y grietas de un proyecto de crecimiento infinito en un planeta finito se hagan evidentes, y los modelos agrícolas anclados en lógicas civilizatorias que diverjan del naturalismo ontológico sean valorados como refugios para la regeneración de la vida.
Espósito Guevara, C. y Zandvliet, H. (2013). Las negociaciones sobre cambio climático en Naciones Unidas y la realidad de las emisiones. Perspectivas desde el Sur Global. En Delgado, G. C., Espina, M. y Sejenovich, H. (Coords.), Crisis socioambiental y cambio climático (23-52). Buenos Aires, CLACSO.
Haraway, D. y Tsing, A. (2019). Reflections on the Plantationocene. A conversation with Donna Haraway & Anna Tsing moderated by Gregg Mitman. Wisconsin, Center for Culture, History and Environment; Nelson Institute for Environmental Studies. https://edgeeffects.net/wp-content/uploads/2019/06/PlantationoceneReflections_Haraway_Tsing.pdf