0009-0000-6552-0398 Martín Prieto[1][2]
The meaning of “Nature” in its dialectical process of signification.Contributions to the understanding of the environmental crisis
O significado de “Natureza” no seu processo dialético de significação.Contributos para a compreensão da crise ambiental
Los grupos humanos siempre han elaborado clasificaciones que los oponen a los entornos. La distinción entre lo interno y lo externo, o lo doméstico y lo salvaje, puede verse como una característica general del ordenamiento antrópico de la experiencia en tanto cumple funciones de estabilización básicas (Oelschlaeger, 1991; Ellen, 2001; Descola, 2012). En los contenidos particulares que históricamente van tomando estas clasificaciones (que no siempre se resuelve como una oposición genérica entre humanos y no-humanos) están implicados los ideales con el que cada grupo cultural significa su práctica comunitaria y los obstáculos que experimentan en su desarrollo, el nivel de habilidad en la modificación de los entornos materiales a través de sus capacidades cognitivas y técnicas, y las formas sancionadas como aceptables o inaceptables de hacerlo. A partir del proceso de secularización y expansión imperial mundial, cuando la idea de una comunicación privilegiada con la materia comenzó a ser más estratégica que con la divinidad trascendente, la burguesía occidental fundó su argumento de autoridad intercultural en la forma propia de interpretar esta distinción e intervenir en los entornos circundantes (Bacon, 1949). Ahora, el ingreso al Antropoceno interrumpe esta correspondencia de siglos entre teoría y práctica. Originalmente una discusión técnica limitada a los presupuestos disciplinares de la Geología, la penetración cultural que ha logrado el tema es síntoma, más que de evidencias y consensos saldados, de una crisis en la imagen que la mentalidad occidental recibe de sí misma dada su forma de interactuar funcionalmente con aquello que presupone como su límite externo (Svampa, 2019). La crisis emerge de los progresivos desfasajes entre la capacidad de transformación de los entornos locales y la capacidad de control de las consecuencias ecosistémicas globales, que a su vez reingresan en la escala local. La distorsión impacta en el mismo canal de comunicación privilegiado con la materia, la ciencia. Y así, se crea ese peculiar efecto donde “el ambientado se vuelve ambiente (el ‘ambientante’) y viceversa. Se trata de la crisis de un cada vez más ambiguo ambiente, que ya no sabemos dónde está en relación a nosotros, ni nosotros en relación a él” (Danowski y de Castro, 2019, p. 43).
Como acto reflejo, y porque toda crisis profunda supone siempre un desenlace abierto, la crisis ambiental despierta un instinto de reflexión filosófico-antropológico igualmente profundo (Prieto, 2024). Dado su rol angular en esta dinámica de crisis/crítica, actualmente y como nunca antes la “naturaleza externa” es sujeto y objeto de reflexión. En nombre de ella se plantean los términos desde los cuales concebir horizontes de supervivencia y justicia para la humanidad en el siglo XXI: se forjan las narrativas del fin y de transición y crecen nuevos movimientos de masas. En cada caso es la interacción apropiada e inapropiada con la naturaleza la que aparece como punto de palanca para sesgar los argumentos sobre el progreso y el desarrollo. Pero el desacuerdo alrededor de la dirección y límites en que se desarrolla la interacción objetiva entre la organización humana y la organización de la naturaleza también arrastra una distorsión, porque en él se implican distintos lenguajes de “naturaleza”1. Más aún, no es claro que un choque entre distintos lenguajes constituya un desacuerdo posible sometido a cierto control intelectual o más bien lo desvirtúe como tal (Palacio y Ulloa, 2002).
El tema de este trabajo son las condiciones normativas de investigación del sentido de Naturaleza en su marco de realimentación con la crisis del Antropoceno. Antes que el ingreso a un escenario de transgresión de límites objetivos, dicha condición supone el ingreso a un registro de preguntas y discusiones antecedentes que, si bien surgen de la necesidad de aclarar y superar la crisis, bordean el límite del sentido y la objetividad posibles: ¿Sobre qué bases puede ahora una cultura hablar en nombre de los límites entre naturaleza y cultura? ¿Desde qué lenguaje de investigación puede un grupo aspirar a una autonomía epistémica del sistema mundial, y disciplinar los distintos proyectos políticos y los saberes movilizados por ellos para que se ajusten a sus diagnósticos fácticos de sostenibilidad? En otras palabras, ¿quién puede reclamar el derecho de gestionar la complejidad y la incertidumbre de la crisis, esto es, el derecho a equivocarse?
Tenemos entonces que la condición en que transcurren dichas preguntas es una condición de praxis (una economía de conjunto entre teoría y práctica para la producción de mundos considerados más convenientes), por lo que a priori no admite relativismos ni escepticismos paralizantes. Al mismo tiempo su característica principal es que se desarrolla bajo dos tendencias asociadas y contradictorias. Por un lado, la situación de creciente interdependencia metabólica-ecológica entre las culturas y territorios exige un equivalente funcional a “Naturaleza” para emplazar esas preguntas, y por lo tanto una perspectiva autorizada de tercera persona capaz de representar sus procesos a escala planetaria. Por otro lado, las crecientes reivindicaciones de independencia epistémico-política exigen condiciones de autonomía eco-territorial, y por lo tanto la autoridad inalienable para una diversidad de perspectivas de primera persona (Escobar, 2016). El mismo movimiento de la crisis presiona simultáneamente por la integración y la separación de comunidades hermenéuticas y de destino.
Para abordar esta condición de la pregunta por la naturaleza se parte de una premisa: que en tanto la idea de naturaleza se halla subsumida en el centro de la crisis es que justamente constituye un ángulo privilegiado para avanzar en su comprensión crítica. Así, el propósito es indagar en los significados de la categoría de modo de revelar sus esquemas históricos de praxis ambiental implícitos, buscando mostrar cómo las lógicas de separación interno/externo revelan en cada caso esquemas de relación, donde las creencias acerca de cómo conocer los entornos según como los interactuamos y las creencias sobre la mejor manera de interactuarlos tal como lo conocemos se determinan mutuamente (Jasanoff, 2013: 19; Latour, 2017). Una indagación de este tipo debe tratar a la categoría en su sentido simultáneamente descriptivo y normativo, y por lo tanto, solo podrá ofrecer una noción de su potencia dialéctica antes que una imagen estática por reducción conceptual. Para esto, el método de análisis apunta a esclarecer la lógica de construcción de su significado sistemático desde un recuento genealógico de los contenidos históricamente sedimentados en la categoría. Lo que se buscará revelar en cada uno de sus movimientos son los impulsos económico-políticos y los esquemas metabólicos asociados que forman la contraparte de su capacidad epistémica de significación, que a su vez condicionan los movimientos siguientes y así, hasta alcanzar una noción de la potencia dialéctica actual. Una investigación de este tipo exige sin duda mayores desarrollos y precisiones, aquí se dramatizarán sólo algunos puntos de inflexión principales desde una intención esquemática2.
Por lo demás, como un análisis crítico de este tipo no está exento de tomar presupuestos ontológicos y epistemológico-políticos, el método de indagación es también un elemento trabado en la misma dinámica de crisis que pretende dimensionar. Esto solo significa que el análisis es parte misma de esa dialéctica, es decir, que implica una forma de praxis y que por lo tanto sus perspectivas no son neutras, aunque tampoco enteramente subjetivas (Jameson, 2013; Harvey, 2018). Es necesario, entonces, comenzar con un examen previo sobre lo que puede significar indagar la Naturaleza de una manera no circular y arbitraria, explicitando sus frentes de dificultad y sus apuestas pragmáticas para cada caso.
El registro antropológico indica que cualquier civilización que tenga muchos modos de interactuar con el entorno tendrá versiones múltiples y complejas sobre este (Milton, 2007). Y efectivamente, como observó Raymond Williams (2000), “Naturaleza” es una de las categorías reflexivas más importantes y complejas de la tradición occidental. La usamos para hablar sobre lo esencial a nosotros mismos (“la naturaleza humana”, “la naturaleza de la cultura”), sobre lo otro de nosotros mismos (“nuestra relación con la naturaleza”), y para aquello subyacente a esta distinción que conecta y anima todo ineludiblemente (“nada escapa a las leyes de la naturaleza”) (véase también Heidegger, 1998). Esta combinación de alta centralidad y plasticidad conceptual hace de la naturaleza un punto donde se cruzan continuamente todas las vías del pensamiento, en su búsqueda de estabilizar un sentido rector que organice las cosas y las conductas. Dichos intentos han resultado siempre provisorios y tarde o temprano el término se adapta a la versión opuesta: así, tenemos la vía de la religión (divina y secular), la metafísica (sustancia y accidente), la metáfora (organismo y máquina), la historia (escenario y co-protagonista), la estética (monstruosa y simétrica), las ciencias (materia y símbolo), la matemática (determinista y azarosa), la ética (objeto y sujeto), la economía política (ilimitada y escasa), la etnografía (una y múltiple). Cada uno de estos sentidos y muchos otros más coexisten en el imaginario contemporáneo de la naturaleza, excluyéndose, complementándose, formando nuevos sentidos. Indagarlos es entrar en un laberinto sin centro o con innumerables centros, que se transita filosóficamente como un camino lleno de contenidos reales que hay que respetar o como un significante vacío lleno de manipulación intencionada, que hay que abandonar.
Ante este escenario, una condición pragmática para hilar cualquier investigación exige presuponer un hilo común a esta multiplicidad. Esta consigna nos llevaría a pensar que bajo una misma voz se están confundiendo modulaciones suficientemente independientes, y que la vía de entrada para una caracterización útil exige posicionamientos pragmáticos más específicos -diferenciar interrogantes y contextos de uso. La clasificación del comienzo de este apartado tiene esta intención, la de distinguir un registro de significado ampliado y otros más acotados, precisables. Por ejemplo, en una voluminosa obra de referencia Glacken (1996) observó que en la historia del pensamiento occidental se han hecho tres preguntas persistentes sobre la naturaleza, cuando es tomada en el sentido particular de tierra habitable: si es una creación hecha con un propósito, hasta qué punto sus relieves y fuerzas han influido a los seres humanos (en su carácter, costumbres o instituciones), y hasta qué punto estos la han cambiado desde una supuesta condición original.
Este trabajo quiere enfatizar esta acepción específica, la llamada naturaleza “externa” o “material”. Con su uso se busca generalizar ese entorno bio-geo-físico diferenciado de los órdenes culturales humanos, a los que por un lado se les adjudica un rango de autonomía en la modificación “artificial” de ese entorno y por otro resultan material y energéticamente dependientes de aquel para su subsistencia. Al marcar esta tensión, dicha acepción pone el foco en las relaciones de intercambio e interacción entre la agencia humana y los entornos externos, abriendo un campo de problemas sólo indirectamente vinculados a los de la relación con lo natural según los otros sentidos (por ejemplo, los dilemas éticos relacionados al biomejoramiento humano).
Pero esta solución por distinción de sentidos no está exenta de agudas dificultades. Porque incluso avanzando bajo ese criterio pragmático encontramos latente la conexión de esta idea específica, no ya con la cosa específica que designaría, sino con los otros significados de naturaleza. Esta reconexión en el significado se forma en el acto mismo de recorte categorial que permite circunscribir la mirada a aspectos de interacción. Así, un recorte tal implica: a) generar un contrapunto con alguna dimensión de la realidad humana sujeta a una lógica distinta e irreductible a aquella; b) tomar un criterio común de identificación de la diferencia -ser distinguibles en virtud de su “naturaleza intrínseca”-; c) admitir un campo de fuerzas subyacente a ambas -su “naturaleza universal”- dentro del cual estos órdenes autónomos se conectan según condiciones de interacción. Esta interdependencia parece ineliminable en todos los usos del concepto e indica que no es accidental que los tres significados lleven el mismo nombre (en efecto, podemos identificar esa interdependencia como la base del imaginario “naturalista”, véase Prieto, 2018). Por esto mismo, cualquier teorización objetiva sobre la naturaleza externa conllevará, en último término, visiones cosmológicas acerca de la parte y rol propio del humano como agente en su entorno, filtrándose tácitamente en la referencia a lo externo concepciones sobre lo que es internamente útil, normal, originario o esencial, y sobre sus formas adecuadas de consecución.
Esta recursividad entre las diversas acepciones de naturaleza y entre sus usos descriptivos y prescriptivos se da una manera más trabada y rebelde que en la mayoría de las palabras de la lengua. Pero es este un tipo de circularidad que no indica tanto una confusión sino que justamente nos esclarece su rol semántico. “Naturaleza”, considerado como un complejo categorial, constituye una abstracción de alto orden que funciona simultáneamente como significante particular de cosas y como articulador general de las formas en que significamos cosas. En este sentido Heidegger señaló que no sólo es el término constante de una serie de oposiciones estructurales en la experiencia occidental (arte, historia, espíritu, cultura, etc.), sino que en cada caso es su piedra angular, la que retiene la mayor estabilidad y prioridad para fijar las características mismas de cada uno de los conceptos que contrapone. Desde su nacimiento en el pensamiento griego antiguo, “‘naturaleza’ ha llegado a ser la palabra básica que designa las relaciones esenciales que la humanidad histórica occidental tiene con los seres, tanto consigo misma como con otros seres distintos a ella” (Heidegger, 1998, p. 183). De este modo es que, a través de la idea de Naturaleza y especialmente a través de la escala jerárquica de proximidad/distancia con ella, se han generado los cruces entre las grandes narrativas modernas: de dominación (civilización/salvajismo), de emancipación (liberación de las limitaciones naturales/retorno a la naturaleza), políticas (estado de naturaleza/contrato social), epistémicas (correspondencia con la naturaleza/control de la naturaleza). Si en sus versiones específicas el concepto sirve para representar totalidades distintas, en su versión ampliada trabaja de una manera fuertemente realizativa, organizando una meta-narrativa integradora desde la cual Occidente cuenta la historia y se proyecta hacia imágenes del futuro bajo un sentido de colectividad.
La dificultad para caracterizar la naturaleza externa desde un punto de vista puramente epistemológico es por lo tanto máxima. Avanzar en aspectos más precisos dentro de este recorte exige tomar presupuestos pragmáticos sobre la forma correcta de indagarla, pero en el contexto político de la crisis ambiental global toda presuposición resulta especialmente sensible y disputada. Como el sentido de esta investigación es ayudar a comprender el contexto de fuerzas que dinamizan dicha crisis, la estrategia que se prefiere ahora es la de avanzar progresivamente a través de la caracterización de su función indisociablemente epistemológico-política (Prieto, 2022). Esto es, de cómo las referencias al entorno externo se han ido vinculando a este complejo categorial para producir imágenes fuertemente orientadoras y estabilizadoras de la acción colectiva. De ahí que esta condición exija, como se indicó anteriormente, que dichas imágenes se tomen menos como indicadores de la estructura metafísica de ese entorno postulado, que de la estructura dialéctica por la que se van internalizando y externalizando entidades y creando “entornos” a partir de los cambios en los modos históricos de interacción y en las modalidades normativas de conocimiento y gestión asociadas.
Del mismo modo, como definir la naturaleza “externa” en los términos más generales que el concepto admite, implica estar definiendo simultáneamente el orden “interno” que la interrumpe y con el cual forma el plano de interacción, el foco de la caracterización debe ser más propiamente la “Naturaleza” en enlace con su contraparte constitutiva, la “Sociedad”. Dentro de las muchas precisiones contradictorias que admite la idea de entorno natural, es la lógica de esta “relación”, sostenida por una tensión dinámica pero persistente, la que encuentra a través de la historia y los diversos usos actuales pautas de sentido más prioritarias y estables. Es en este sentido que el compuesto relaciones sociales con la naturaleza ha sido identificado como el “marco básico de referencia” (Ojeda y Sánchez, 1985) o “núcleo cognitivo” estable detrás de una profusión de significaciones y estrategias de conocimiento mutuamente excluyentes (Becker, Hummel & Jahn, 2013). Ver esta relación como una suerte de estructura dinámica nos lleva a pensar la cuestión como organizada en distintos dominios que conservan cierta autonomía pero que necesitan mantener lazos funcionales entre sí (Latour, 2017). Evidentemente, sin esta “tensión esencial” de base la categoría no podría enraizarse en la experiencia colectiva, sujeta a diferencias y conflictos permanentes. Para investigar cómo cada dominio se va diferenciando hasta cierto punto sin dejar de internalizar condiciones del otro, entonces, el sentido más propicio que toma la relación entre naturaleza y sociedad es el de la dualidad, no el de la dicotomía.
Visto desde una escala etnocéntrica, este esquema dualista dota de una poderosa intuitividad a la idea de Naturaleza, ofreciendo la sensación de límites borrosos pero contrastes seguros. Visto desde una escala etnográfica, sin embargo, el dualismo naturaleza/sociedad se muestra humildemente como un esquema funcional de experiencia entre muchos otros que existen en el planeta (Descola, 2012). Esta diversidad es constitutiva de su sentido epistemológico-político, puesto que analizar críticamente la idea occidental de Naturaleza requiere que sea comparable a otras ideas sobre la naturaleza. Pero la comparabilidad abre otro frente complejo. Por un lado, una delimitación clara entre cosmovisiones ayuda a tomar distancia y posibilita el examen, destacando una coherencia relativa de cada una que se perdería desde un enfoque concentrado en las variantes internas, muchas veces contradictorias. Por otro lado, radicalizar diferencias de cosmovisión también tiende a arrinconar el examen en el relativismo -el planteo de que la “naturaleza” sea una suerte de espectro conceptual sin anclaje en rasgos regulares e intuitivos de lo real, o inversamente, que lo “real” sea siempre equivalente a la forma de un grupo particular de categorizarlo-, con la consecuente imposibilidad de formular problemas de la interacción o de tomar alternativas de otras perspectivas.
Como es la necesidad pragmática de formular estos problemas y soluciones lo que da entidad epistemológica a la idea de Naturaleza y no al revés, la exigencia de eludir esta paradoja obliga a identificar un “nivel cero” que funciona como precondición de toda caracterización y comparación. Este es el de la proto-naturaleza: una suerte de invariante cognitivo y experiencial humano que busca compulsivamente, a través de los espacios circundantes, trazar distinciones entre un mundo doméstico-interno y uno salvaje-externo, repartir el orden de los existentes y marcar el rango de inhibiciones y desinhibiciones que en cada caso regulan la interacción (Ellen, 2001). Dicha distinción puede tener como su eje la aldea, el círculo totémico, la polis o la conciencia razonadora, por lo que no siempre se resuelve como una oposición genérica entre seres humanos y no humanos -tal sería su debilidad de contenido originaria. De manera menos o más inocente, este compromiso pre-teórico se encontraría siempre implícito en toda teoría de la naturaleza externa3.
En grueso detrimento de muchas contratendencias que han alcanzado una influencia más marginal, se pueden destacar cuatro inflexiones históricas determinantes para el desarrollo de la idea dualista de Naturaleza, tomada como la forma más general e idiosincrática con que la civilización occidental-moderna interpreta la acción humana en los espacios circundantes.
La estructura inicial de la idea aparece en la antigüedad clásica, detectable en su raíz etimológica, el Latín gnatus, “nacido” o “producido”, relacionado al griego gignomai, “nacer”. Naturaleza es entonces todo aquello que haya sido generado y llega a ser. Esta idea de Naturaleza como fuerza cósmica viene a emparentarse con la raíz conceptual fundamental que es el griego physis, presente en las modernas física o fisiología, y también -no casualmente- relacionada al latino futurus (futuro):lo que ha de ser, que va a suceder.
Este carácter cualificador que trae el concepto physis deriva luego en la abstracción del agregado de entidades sujeto a principios inmanentes de desarrollo. Dichos principios son fijos, primordiales y actúan detrás de la inestabilidad visible de las cosas, siendo la innovación de los filósofos griegos afirmar que solo podían descifrarse mediante un trabajo de indagación intelectual crítica y metódica. Como señala Glacken, la idea de una interacción entre agencia humana y entorno (aquella modificando el entorno o siendo condicionada por él) tiene su presencia en el pensamiento mítico, pero su desarrollo pleno corresponde a un pensamiento especulativo-racional, entre otras cosas porque requiere un sentido especulativo de la historia (Glacken 1973).
El dualismo sobre la naturaleza tiene aquí un alcance más de tipo gnoseológico que ontológico, donde no hay todavía distinción tajante entre el mundo interior y exterior o humano y no-humano. La capacidad -y la necesidad- humana de transformación de la naturaleza es vista como limitada a las posibilidades de un trabajador manual, no a las de un tirano o un dios (Williams, 2000, Merchant, 2023). Esto incluye también a las bases de la organización social, solo un grado más en la continua unidad cosmológica que era physis, bien capturada bajo la metáfora del organismo: unidad articulada, animada y funcional (en Aristóteles: inteligente y divina) (Eliade, 1980). Es recién lo que se sustrae a esta unidad elemental lo que aparece como su polo opuesto, una realidad humana de segundo orden llamada nomos (ley, política): teatro artificial de reglas, discursos y hábitos que gobiernan aspectos más particulares de la conducta humana, cuya razón de ser es por lo tanto variable. Esta distinción entre las realidades de nomos y physis, inspirada en la capacidad del artesano de intervenir, moldear, recrear, y en la del agricultor de observar los principios orgánicos del crecimiento y la renovación (por lo demás, propia de una civilización de artesanos y agricultores), establece un marco de convergencia entre la forma de investigar el orden natural y la forma de gobernar el orden social. Por un lado, ya supone un realce de la agencia humana en la manipulación, no de sus principios, sino de las manifestaciones de un entorno no-humano unificado. Al mismo tiempo indica una restricción a esta capacidad, cifrada en el acceso contemplativo a las esencias y los principios del orden cíclico, armónico e inmutable del cosmos, que es traducido en el microcosmos personal y social como íntimos mandatos para el flujo adecuado de la vida. La soberanía y la libertad posibles existen recién cuando los individuos se funcionalizan como partes iguales de un orden precedente (al igual que los órganos en relación al organismo). La idea de Naturaleza se proyecta así en la política: en la autonomía del Estado y en la necesidad y derecho de los ciudadanos de participar en las decisiones públicas en pos del bien general, pero también en el dominio de estos sobre los esclavos y las mujeres. La negación a estos de la facultad de ser libres y autodeterminados se relaciona con su incapacidad epistémica, y esta con su condición inferior en la escala “natural”, noción reforzada por el rol asignado en la división del trabajo (dedicación a tareas manuales, domésticas y reproductivas vinculadas a la subsistencia). Esta lógica se revela claramente en el pensamiento de alto alcance sistematizador de Aristóteles. En él, señala Descola,
la objetivación de la naturaleza se inspira en la organización política y las leyes que la gobiernan, aunque Aristóteles formula esta proyección al revés: es la Ciudad la que supuestamente debe ajustarse a las normas de la physis y reproducir con la mayor fidelidad posible la jerarquía natural. (…) La reflexión sobre la ley como obligación libremente consentida y medio del vivir-juntos, liberada de la urgencia de las decisiones inmediatas, permite poner de relieve sus rasgos más abstractos, que suministrarán un prototipo a las leyes de la naturaleza. Physis y nomos se tornan indisociables; la multiplicidad de las cosas se articula en un conjunto sometido a leyes cognoscibles, así como la colectividad de los ciudadanos se ordena según reglas de acción pública independientes de las intenciones particulares: dos dominios paralelos de legalidad, aunque uno de ellos está dotado de una dinámica y una finalidad propias, pues la naturaleza no conoce la versatilidad de los hombres. (Descola, 2012, p. 113)
Una segunda variación se da en el pensamiento cristiano-medieval. La Naturaleza, ahora la totalidad material de la creación, se resignifica bajo la idea de que el humano es creado a imagen y semejanza de dios. En la cadena del ser, el punto de corte entre lo natural o no-humano y lo humano no es ahora principalmente el raciocinio, cuya jerarquía se haya aquí disminuida, sino el alma, que solo el humano (o ciertas razas humanas) posee (Collingwood, 2006). Hay inteligencia en la naturaleza, pero a diferencia del pensamiento griego, esta se obtiene de un agente externo, el Creador. Esta concepción debilitó tanto la posibilidad como la motivación de llevar el orden de la naturaleza a un régimen de investigación completo y racionalizado, como se puede observar en este pasaje de un manual de educación de San Agustín:
Cuando se pregunta qué debemos creer en materia de religión, la respuesta no debe buscarse en la exploración de la naturaleza de las cosas, a la manera de aquellos que los griegos llamaban phyisici. Tampoco hay que asustarse si los cristianos ignoran las propiedades y el número de los elementos básicos de la naturaleza, o sobre el movimiento, el orden y las desviaciones de las estrellas, el mapa de los cielos, las clases y la naturaleza de los animales, las plantas, las piedras, los manantiales, los ríos y las montañas; sobre las divisiones del espacio y del tiempo, sobre las señales de las tormentas inminentes, y la miríada de otras cosas que estos “físicos” han llegado a comprender, o creen comprender. (…) Para el cristiano, basta con creer que la causa de todas las cosas creadas, ya sea en el cielo o en la tierra, ya sea visible o invisible, no es otra que la bondad del Creador, que es el único y verdadero Dios (Agustín de Hipona, 2005, p.277).
Si bien en la teología cristiana hubo diversas interpretaciones sobre el estatus de la naturaleza y la relación del humano hacia ella, la doctrina de la trascendencia divina y la singularidad ontológica humana impulsa, en el interior de la imagen fuertemente teocéntrica, un giro antropocéntrico, marcado por la externalización de la realidad bio-geo-física de la lógica interna del destino del alma. Una idea generalizada es que la humanidad se encuentra en un escenario que es un patrimonio dispuesto para el desarrollo de su vida y su fe, que debe gobernar y que aumenta su valor en la medida en que es trabajado, humanizado. Las vertientes que ven al humano ya como un administrador o ya como un amo de la creación, son en lo fundamental interpretaciones de la relación del hombre con dios, y sólo secundariamente con el entorno material (Glacken, 1973, p. 313). La naturaleza externa queda así del lado más devaluado de una serie ampliada de oposiciones, retomadas de la metafísica platónica y la ética estoica: perfecto/imperfecto, sagrado/profano, espíritu/cuerpo, inmutable/corruptible, virtud/vicio.
El tercer momento se concentra en los siglos que abarcan el Renacimiento y la Edad Moderna europea. Aquí toman masa crítica una diversidad de nuevas tendencias en la interacción con los entornos: la innovación en la técnicas de construcción de artefactos, el crecimiento de las ciudades como ámbito opuesto al rural, la expansión acelerada de la economía de mercado y de las fronteras extractivas y productivas (Glacken, 1996; Najmanovich, 2016). Al calor de estos movimientos se forjó un actor central, la burguesía, que exigía libertades y mayor dinamismo en la producción de riquezas dentro de un sistema que todavía conservaba las estructuras del feudalismo. La ambición material, resistida por la doctrina eclesiástica como una distracción de la abnegada tarea espiritual, avaló el surgimiento del individuo como doctrina, expresado en la Reforma Protestante que situaba al individuo y su prosperidad terrenal como protagonistas de la escalada espiritual, o en la filosofía de Descartes, que situaba al sujeto pensante como centro inmaterial del ovillo metafísico y lo aislaba de la realidad material inerte. Las llamadas revoluciones científicas, políticas e industriales que se dan en este período, surgidas con el naciente capitalismo y la expansión colonial, alimentan un proceso de secularización que llevaría a la reestructuración de las narrativas de emancipación, progreso y poder, y de las relaciones concomitantes entre tierra y trabajo, producción y energía (Polanyi, 2004).
En el centro de estas reconversiones se impuso el sentido de una nueva metáfora, que habría de erigirse de la visión organicista: la de la naturaleza como una máquina (Merchant, 2023). El mecanicismo (propio de una cultura cada vez más familiarizada con máquinas, con sus imágenes de orden, eficiencia y poder) resume un movimiento sobre la idea dualista de Naturaleza que alteraría dramáticamente la concepción cosmológica del humano (europeo) como agente, y que se expresa tanto en la epistemología como en la filosofía política.
El programa naturalista científico impone un estándar de interpretación del cosmos como la suma de conductas de unidades materiales en perpetua reacción mutua, sin ajuste a un plan final (o en todo caso en ajuste a un plan incognoscible). Este modelo alcanza su más acabada justificación en el siglo XVI con la física newtoniana, un diseño metafísico de investigación de la naturaleza que no hace referencia al propósito ni a la providencia divina en la creación, sino a la explicación de sus fenómenos por leyes causales universales expresadas matemáticamente. Por esta época Francis Bacon, otro de sus principales ideólogos, ya señalaba que “el imperio del hombre sobre las cosas reside por entero en las artes y ciencias, pues no se manda a la naturaleza [léase: externa] sino obedeciéndola [léase: universal]” (en Bacon, 1949, p.168). En estos razonamientos se trasluce la perspectiva de la economía de mercado, que conceptualiza todo entorno material como recurso acumulable y apropiable, reduciéndolo así a su aspecto cuantificable, divisible, previsible y manipulable. Entrelazada con otra metáfora de igual potencia, la naturaleza material como entidad femenina, aquella aparece ahora como una extensión ajena, unificada y pasiva, ofrecida para un dominio cognitivo y moral total: la naturaleza es la máquina y el humano su operario, o es la mujer y la cultura su señor (Ortner, 1979; Merchant, 2023). Contrástese esta dirección ahora con la señalada por Agustín, a partir de la promesa que hacía Descartes a aquellos que siguieran su concepción de la naturaleza y sus principios de investigación:
Luego que adquirí algunas nociones generales relativas a la física y que comenzando a experimentarlas en diversas dificultades particulares, observé hasta donde pueden conducir, y cuanto difieren de los principios utilizados hasta hoy [...], (esas nociones) me hicieron ver que es posible llegar a conocimientos muy útiles para la vida y que, en lugar de esa filosofía especulativa que se enseña en las escuelas, es posible una práctica a través de la cual, conociendo la fuerza y las acciones del fuego, el agua, el aire, los astros, los cielos y todos los otros cuerpos que nos rodean, tan distintamente como conocemos los distintos oficios de nuestros artesanos, podríamos emplearlos del mismo modo para todos los usos a que se prestan y convertirnos en dueños y señores de la naturaleza (Descartes, 1986, p. 98).
De manera recíproca, la filosofía política se vuelca al modelo del contrato, que invierte el sentido de la soberanía y la libertad antiguas situando a los individuos en una relación lógicamente anterior al Estado. En su estado originario natural, los individuos humanos son unidades que se disgregan o reúnen basados en tendencias de atracción, aquellas que determinan sus pasiones e intereses. Las asociaciones políticas son por lo tanto organizaciones descomponibles que responden a intereses particulares en conflicto, pero la epistemología implícita en esta teoría política aseguraría, como puede verse claramente en las exposiciones de Thomas Hobbes, la posibilidad de calcular una mecánica estable y eficaz: la organización política ideal. Así, dice Marcuse (2021),
el liberalismo cree que con la adaptación a esas “leyes naturales”, la confrontación de las diversas necesidades, el conflicto entre interés general y privado y la desigualdad social se cancelan al final en la armonía universal del todo y desde el todo se convierten también en bendición para el individuo. Aquí, en el centro del sistema liberal, se encuentra ya la reinterpretación de la sociedad sobre la base de la “naturaleza” en su función armonizadora (pp. 495-496).
Esta armonía se justifica y comprueba, eventualmente, según las nuevas medidas de libertad, felicidad y prosperidad, relacionadas a la expansión de la autonomía privada, y su condición, el crecimiento material infinito mediante la transformación ilimitada de los entornos. Hay aquí un cambio fundamental en la concepción de la historia, que ahora se entiende bajo una clave lineal y orientada al futuro, como un movimiento del atraso hacia el progreso. En tanto la metáfora privilegia una lógica de relación instrumental y utilitaria con los entornos que promueve la sistematización de sus regularidades y de las formas de vida consideradas “naturales”, aquí surge también lo que Pratt (1997) llama la conciencia planetaria de Europa, “una versión caracterizada por una orientación hacia la exploración interior y la construcción de significado en escala global, a través de los aparatos descriptivos de la historia natural” (pp. 38). Por medio de la investigación de la naturaleza como espacio de fenómenos coherente y unificado, independiente de las representaciones “simbólicas” y las formas de habitarlos que se presentaban a lo largo del globo, “una por una, todas las formas de vida del planeta habrían de ser retiradas de los enmarañados hilos de su entorno vital y entretejidas en las tramas europeas de unidad vital y orden” (Pratt, 1997, p. 64). En la misma línea, la búsqueda de controlar la conducta de las poblaciones y garantizar el uso adecuado de sus fuerzas productivas, lleva eventualmente al surgimiento del societas - deudor epistemológico de nomos-, orden funcional y regular humano que aparece como totalidad contrapuesta a la natura y que puede ser objetivado para su administración científica y gubernamental mediante el aparato de una naciente tecnocracia (Luz, 1997).
Una cuarta variación se da hacia el siglo XIX, en una renovación de tendencias interna al desarrollo de la modernidad. La reacción romántico-conservadora impulsa una revalorización del pasado sobre el futuro y de las facultades empáticas sobre las analíticas, recuperando la dimensión de lo local y lo particular, de lo agreste y lo salvaje, y en general de la expresión menos cuantitativa y más cualitativa del mundo natural, alterando la percepción naturalista (Wulf, 2016; Coates, 2013). El evolucionismo biológico darwiniano, con su énfasis en los balances provisorios que se crean a través de la competencia y adaptación mutua entre especies, genera un paradigma superpuesto, aunque no excluyente, al ideal físico-matemático newtoniano, renovando la metáfora rectora con la de la “red de la vida”. Ya el abandono de la doctrina antigua de un cosmos cíclico permitió percibir el cambio natural como histórico, agudizando la mirada sobre las consecuencias acumulativas de la actividad humana en los entornos. Al mismo tiempo, las primeras ideas sobre límites ecológicos del crecimiento poblacional en la economía política, la formación de la ecología científica como campo de estudio -donde se interconectan las organizaciones humanas con los elementos bióticos y abióticos derivando en la idea de una biósfera planetaria-, y el incipiente interés por el deterioro de los paisajes y redes de soporte de vida producto del desarrollo industrial (véase Marsh, 1965; Malthus, 2000), comienzan a debilitar el ideal epistemológico de la naturaleza como un sistema cerrado, descomponible y perfectible, enteramente reductible al cálculo lineal. Paralelamente, toma relevancia el de uno abierto, complejo y termodinámico, más difícil de externalizar como bloque gnoseológico-ontológico. La comprensión de la agencia humana sufre así alteraciones significativas. La idea de un humano espectador de la naturaleza, capaz de controlar progresivamente su futuro mediante el control progresivo del entorno, halla nuevas resistencias y se recuperan así resonancias del organicismo.
Pero es recién durante el período que sigue a la Segunda Guerra Mundial, con el aumento exponencial de la extracción de materias primas para la producción, de los niveles de consumo y las emisiones tóxicas, las amenazas de guerra nuclear y la mundialización económica-mercantil, que comienza a transformarse el imaginario público dominante sobre el rol geológico del ser humano heredado de la época de expansión europea del siglo XVI (Castro, 2011). Aquí se interponen dos ideas que resignifican la relación y por lo tanto el concepto de Naturaleza: la de una humanidad (en tanto organización biológica o económico-política) como fuerza telúrica profundamente desestabilizadora y como responsable del cuidado de los ecosistemas y la biodiversidad a nivel planetario.
Este breve examen de los desplazamientos históricos de sentidos muestra que la tradición occidental, incluso en sus momentos más cercanos a la dicotomía, enfatizó tanto la distinción entre la naturaleza y la sociedad como la indisociable relación de ambos (Glacken, 1973). La dualidad es en verdad una forma específica de expresar relación, una marcada por crecientes niveles de intensidad y complejidad en la interacción, así como de vocación de control y rendimiento. Dentro de este esquema, los intentos de conceptualización y resolución de los constantes problemas derivados de la interacción forman un espectro típico de alternativas, que van del antropocentrismo al ecocentrismo, de la dominación a la subordinación, de los giros construccionistas a los giros materialistas:
el contraste, hablando crudamente, es entre el discurso que nos dirige a la “naturaleza” que estamos destruyendo, ensuciando y contaminando y el discurso focalizado en las funciones ideológicas de la apelación a la “naturaleza” y en las formas en que las relaciones con el mundo no-humano están siempre históricamente mediadas, y en efecto ‘construidas’, a través de concepciones específicas de la identidad y diferencia humana. (Soper, 1995, pp. 3-4)
La posibilidad de tal movimiento pendular entre extremos opuestos, característico de la estructura de muchos conflictos socio-ambientales, depende del apoyo en un eje común. Aquí la transversalidad del imaginario moderno se evidencia en cuanto la ciencia aparece como máxima autoridad a la hora de representar esa externalidad material y distinguir puntos de corte. El sentido de “Naturaleza” como objeto en disputa entre sujetos políticos es concomitante a su formación como área delimitada de representación científica. Pero aunque ese criterio de autoridad epistémica que llamamos “cientificidad” también admite distintas versiones, el rango de versiones autorizables se referencia en un mismo origen epistemológico, que es deudor, más que de una serie de descubrimientos puntuales y atemporales, de una serie de desplazamientos históricos en los modos asociados de producción, asociación y representación (Kuhn, 1993; Palma, 2004). Esto significa, por un lado, que en cada contexto el objeto de disputa no resulta ser “la” naturaleza como una entidad trascendente, completa y autosuficiente, sino más bien la naturaleza bajo algún régimen regulatorio asociado de representación e intervención colectiva; por ejemplo la naturaleza como un sistema teleológico, o mecánico, o de complejidad organizada (Longino, 1990: 99). Por otro lado esto lleva a pensar, como lo hacen Douglas (2012) o Daston (2019), que a través de las variaciones históricas donde se articulan versiones particulares del entorno material y órdenes particulares de normas humanas, la apelación invariable al significante Naturaleza cumple la función de articular el concepto de orden externo con la normatividad en sí misma, fundando la legitimidad de cualquier ideal de orden como emergiendo de “las cosas mismas”.
De ahí que la pregunta de si es el realismo de las ciencias (sociales/naturales) el que autoriza la visión dualista de la naturaleza o es la convencionalidad de esta visión la que autoriza a las ciencias excede la respuesta fija y más bien expresa una dialéctica constitutiva y abierta. En la misma línea, si el dualismo científico forma un marco de experiencia e interpretación de la realidad de alta eficacia e intuitividad, lo hace en la medida en que también forma sus puntos ciegos. Como toda perspectiva teórica debe apoyarse en un poder colectivo que produzca activamente el tipo de situaciones materiales que esa perspectiva está predispuesta a verificar, no podemos disponer de una perspectiva superior e independiente para saber hasta qué punto regulamos económica y políticamente el mundo material para que sea regularmente responsivo a un conjunto específico de normas de conocimiento, o viceversa. En este sentido, ninguna cantidad de investigaciones fácticas acerca de las “relaciones sociales con la naturaleza” en general nos podrá revelar resoluciones teóricas definitivas a la hora de definir lo que se puede hacer en la crisis del Antropoceno, sino solo puntos de tensión abierta en la praxis histórico-sistémica.
Es bajo esta complicidad sistemática entre la dimensión epistemológica y la política que se resuelven las modalidades de interpretación-acción ambiental, y es bajo la forma histórica que toma esta complicidad donde se resuelven en cada caso las modalidades posibles. En efecto, se puede decodificar la forma actualmente predominante a partir de un examen sobre lógica interna de las “relaciones sociales de la naturaleza”. Al generar un contrapunto ontológico con la agencia social, la naturaleza externa determina la acción política indicándole cuál es su ámbito de autonomía y los límites de su proceder. Así, una naturaleza externa como campo de acción instrumental funciona como marco de posibilidad para el campo moral donde se integra ese “Nosotros” con capacidad de sostener relaciones de agencia sobre su entorno, y producir activamente su proyecto de vida. A su vez, la autonomía epistémica necesaria para dar carácter de objetividad a esas imágenes de externalidad solo se alcanza bajo el presupuesto de una Sociedad ya “desontologizada” de naturaleza, que constituye el campo unificado de subjetividades capaces de disputar la esencialización o la ideologización de la “Naturaleza”. Por extensión, esas subjetividades sociales pueden conocer la misma Sociedad en tanto objeto con características intrínsecas. En este punto la tensión se vuelve tan irreductible como constitutiva. Porque ni bien una teoría avanza en la explicación de las representaciones de “naturaleza” como productos “socioculturales” de la actividad humana, esto al mismo tiempo aumenta el espacio ontológico de lo político y disminuye la incidencia de la práctica política frente a la epistémica, es decir de la sociedad considerada como grupo de sujetos en condición ontológica de decidir y actuar al margen del tipo de regularidades causales atribuida a la Naturaleza.
Esta tensión habilita que toda referencia a la “Naturaleza” genere pujas entre perspectivas de naturalización de lo social y de socialización de lo natural, y recíprocamente de epistemización de lo político y politización de lo epistémico, porque en estos desplazamientos se juega el derecho y la capacidad de distintos grupos (expertos o legos, gobernantes o gobernados, poseedores o desposeídos) de explotar las instituciones a favor y direccionar la decisión colectiva. Pero lo que el conflicto en cada caso puede cambiar es la posición relativa entre uno y otro, no la lógica de relación mutua entre tipos de sujetos y tipos de objetos, a la que más bien confirma y refuerza.
Como en la crisis ambiental estos desplazamientos se exacerban y tienden a alcanzar extremos que a su vez se tocan, el movimiento nos permite una comprensión más clara de los invariantes sistémicos contenidos en esta lógica de relación sociedad/naturaleza, y de las modalidades limitadas de conflictividad y problematización ambiental que históricamente lo constituyen. Así, vemos que una imagen científica de la situación ambiental solo logra capacidad vincular y vinculante para la acción colectiva en cuanto el rango de prácticas asociadas a la cientificidad dotan a los juicios de conocimiento sobre la “naturaleza externa” del tipo de razones a las que los sujetos constituidos moral y políticamente en un espacio “social” pueden consentir o disputar, y al mismo tiempo, en cuanto las explicaciones “objetivas” sobre esa externalidad material ya codifican los tipos de acciones instrumentales que pueden ser racionalmente orientadas para la satisfacción de estándares de autonomía, libertad y vida buena. En este sentido, los sentidos vívidos y prácticos de Naturaleza que emergen del funcionamiento de este esquema de relación, no pueden disociarse de su implicación material y normativa en la economía capitalista y la institucionalidad liberal.
Pero esta racionalidad epistemológico-política de autoproducción histórica y ambiental tampoco es puramente autónoma. Depende siempre de una constancia en los flujos energéticos, que permiten que las instituciones mantengan viva la posibilidad de satisfacer sus impulsos y realizar materialmente sus promesas. Cuando la dinámica se revierte, y sobre todo cuando se percibe que la causa misma del empeoramiento radica en los presupuestos mismos de investigación-acción previstos para controlarla, las modalidades sistémicas, con toda su complejidad “interna”, tienden a desanclarse de las “cosas mismas”. El movimiento histórico presiona así por nuevos anclajes sistémicos para nuevas distinciones interno/externo. De ahí que la “sociedad libre” y cientificista se haya vuelto “problemática” de esa forma peculiar no sensible a solución exclusivamente técnica ni exclusivamente política que llamamos crisis ambiental (Prieto, 2024).
En el panorama general, este recorrido por la idea de naturaleza como nodo dialéctico nos revela dos cosas, según la consideremos como proceso cerrado (el punto de vista del sistema histórico) o como proceso abierto (el punto de vista sobre el sistema histórico).
En el primer caso, nos muestra cómo la idea tolera dos puntos de vista incompatibles y cómo ambos conservan algo de verdad. Si desde una mirada sincrónica y epistemológicamente aislada la lógica de la regularidad natural se muestra relativamente independiente de la lógica de regulación cultural/social -de ahí que los científicos naturales afirmen que la Naturaleza es “amoral” (Gould, 1995)-, bajo una mirada diacrónica y epistemológico-política estas lógicas se enlazan, y toda afirmación fáctica sobre la Naturaleza toma una dimensión moral ineliminable. En este sentido, las enunciaciones de que toda Naturaleza “es” política o de que es aquello que está más allá de lo político solo pueden tener sentido contextual -en las disputas internas a una determinada estructura de poder- pero no literal.
Por otro lado, ni bien la crisis ambiental nos empuja a la praxis global y a la posibilidad de un cambio en las estructuras mismas de poder, también nos revela cómo estos dos puntos de vista se reconectan. Porque al tiempo que la indagación crítico-genealógica realiza la acción deconstructiva, donde la idea de Naturaleza revela su esquema histórico subyacente de agencia colectiva, simultáneamente lo requiere como presupuesto de esa misma indagación, ya que sin el apoyo en alguna noción específica de Naturaleza no se podría establecer el trasfondo de estándares de ajuste y de capacidades de agencia que se consideren niveladas con el desafío constructivo de superación de la crisis.
Esta dialéctica entre el funcionamiento de la “Naturaleza” como estructura y como proceso se refleja como una relación -nuevamente: tensa y constitutiva - entre verdad e interés. Como aquello que hay de funcionamiento moral en la idea de la “Naturaleza” y de funcionamiento material-energético en la idea de la “Sociedad” se halla siempre reflejado en las instituciones, es el tipo de interés global sobre las instituciones (crítico-transformador o esencializador-conservador) lo que destaca un tipo u otro de verdad a la mirada, así como son las formas consumadas de demostración de lo verdaderamente existente las que nos abren proyecciones de interés. Por esto es que la praxis constituye la perspectiva epistémica más iluminadora sobre el significado real de “Naturaleza”. Volviendo ahora a la pregunta necesaria por los límites objetivos de nuestra relación con ella, llegamos así al caso donde, como observó Habermas (1999),
Este documento es resultado del financiamiento otorgado por el Estado Nacional, por lo tanto queda sujeto al cumplimiento de la Ley Nº 26.899.
[1] En este artículo, las referencias a la idea occidental de naturaleza se escriben con N mayúscula, y las referencias a su sentido más genérico (la “proto-naturaleza”, véase más adelante) se escriben con n minúscula, admitiendo algunas ambigüedades inevitables.
[2] En desmedro de las miles de culturas humanas y sus tradiciones de conocimiento y práctica que aquí no se representan (para un panorama, véase Selin, 2010), si este recuento hace eje en la tradición occidental es debido al reconocimiento de ésta tanto como un vector predominante en la degradación ecosistémica como en la organización de su comprensión y diseño de las soluciones (Gudynas, 1999). Además, es necesario notar que dentro de la tradición occidental es posible encontrar una gran diversidad de expresiones distintas; aquí sólo se enfatizan aquellas expresiones “educadas” que han caracterizado las formas de razón pública más expansivas y sistemáticas que heredamos para pensar el ambiente (Whitehead, 1948).
[3] Las alusiones directas a este sustrato preconceptual, que a veces se encuentran en las exploraciones de mayor tenor filosófico, tienden a recaer inevitablemente en recursos expresivos vagos e indirectos. Inevitablemente también, en cada caso ya ofrecen indicios de los presupuestos ontológicos y de praxis detrás de cada sistema filosófico. Por ejemplo en Mill (1904) es “todo lo que ocurre sin la agencia voluntaria e intencional del hombre”, en Marx (2014), “la primera fuente de todos los medios y objetos de trabajo”.