0000-0002-8068-9658 Camila Mercado[1][2][*]
From square to theater. Strategies and spaces for artistic production in a community theater group
Da praça para o teatro. Estratégias e espaços de produção artística em um grupo de teatro comunitário
En este artículo abordo la configuración de una práctica artística particular que conocemos bajo la denominación de “teatro comunitario”. El objetivo es analizar cómo esta propuesta fue delimitando su hacer artístico al reafirmar una forma particular de comprender el arte y la producción artística, en busca de cuestionar formas culturales “dominantes” sin por eso dejar de explorar estrategias de reproducción material y simbólica.
El teatro comunitario constituye un proyecto artístico-comunitario con fines de transformación social que se propone como un espacio de participación social, creación de vínculos socioafectivos y exploración colectiva de la creatividad a partir de la elaboración y presentación de espectáculos (Mercado, 2019). Se trata de grupos asentados en distintos territorios -barrios, pueblos, localidades, ciudades, etc.- e integrados por vecinas/os. Estos colectivos cuentan con una dirección o coordinación, pero son de carácter abierto a todos/as aquellos/as que deseen formar parte, independientemente de su experiencia. Esta participación conlleva el compromiso de involucrarse en un proyecto colectivo y no solo una formación artística (Scher, 2010). En la práctica, esto implica una participación activa en presentaciones frente a diversos públicos, ensayos semanales, procesos de creación de nuevos espectáculos, talleres de formación en distintos lenguajes artísticos, organización de actividades comunitarias, entre otras actividades que varían de acuerdo con cada grupo. Quienes están en condiciones de hacerlo abonan una reducida cuota societaria cada mes, que se destina a solventar parte de los gastos del espacio, pero esto no es condición restrictiva para formar parte. Los recursos con que se sostienen los grupos, además, provienen de la presentación de espectáculos y de la gestión de financiamientos.1
Cada grupo tiene una coordinación artística y de gestión que orienta los procesos creativos, dirige espectáculos, elabora y presenta proyectos para obtener financiamiento. Estos colectivos se reconocen como autoconvocados y autogestivos, buscan generar apoyos y recursos de fuentes externas, pero buscando mantener su independencia.
Las obras teatrales que estos grupos elaboran suelen abordar problemáticas que los atraviesan como habitantes de un territorio. Desde este objetivo, en los espectáculos se recuperan relatos y acontecimientos invisibilizados en la historia oficial que permiten comprender o problematizar ciertos aspectos del presente (Mercado, 2017).2
Se trata de largos procesos creativos que implican debates acerca de la temática que se abordará, investigaciones en torno a las historias de la comunidad, intercambio de recuerdos o materiales personales de los/las vecinos/as, creación de personajes y de escenas a partir de improvisaciones, elaboración de canciones y construcción de la dramaturgia.
El material que se genera es aportado por los vecinos y las vecinas. Luego se retoma por una comisión o la dirección del grupo para elaborar la dramaturgia de la obra (Proaño, 2013).
A su vez, en los espectáculos de teatro comunitario se suele recurrir a géneros artísticos populares como el circo, la murga, el tango, el sainete3 y la zarzuela,4 entre otros. De acuerdo con lo que sostienen sus protagonistas, no se trata solo de recuperar estos géneros históricamente deslegitimados como “menores” o no considerados “arte”, sino que también operan resignificaciones que actualizan sus significados (Scher, 2010).5
El teatro comunitario se enmarca junto con una gran multiplicidad de experiencias que recurren al arte como un agente de transformación social (Greco, 2015; Avenburg, 2018, Sánchez Salinas, 2018; Infantino, 2019; Mercado, 2019). A pesar de la diversidad de iniciativas que confluyen en esta categoría, por lo general estas comparten la disputa sobre “qué” es arte, “quiénes” tienen derecho a ser protagonistas de estas prácticas y el “para qué” del arte respecto de lo social (Infantino, Moyano, Berzel y Echeverría, 2016; Mercado, 2018). Los ejes que las atraviesan varían, y pueden abarcar desde la construcción de autonomía en sus protagonistas, la organización comunitaria, el acceso igualitario tanto al disfrute de bienes culturales como a su creación y el cuestionamiento de jerarquías culturales hasta la inclusión social (Palacios Garrido, 2009; Roitter, 2009; Wald, 2009; Nardone, 2010; Infantino, 2019). Asimismo, estas propuestas son heterogéneas entre sí, ya que abarcan tanto iniciativas estatales -en sus diferentes niveles de gestión- como actores de la sociedad civil -ONG, centros comunitarios, colectivos artísticos, asociaciones barriales- y entidades privadas. Muchas veces involucran acciones que se llevan a cabo en cogestión, gestión asociada o con financiamientos estatales, de empresas privadas, agencias de cooperación y/o fundaciones internacionales.
En la presente investigación se aborda el caso del Grupo de Teatro Catalinas Sur, pionero del teatro comunitario en la ciudad de Buenos Aires, para analizar cómo sus protagonistas relatan la construcción de esta propuesta hace más de 35 años. Se trata de un grupo conformado en 1983 durante la apertura democrática luego de la última dictadura cívico-militar (1976-1983), período en el que hubo un auge de intervenciones teatrales en calles, plazas y parques porteños (Carreira, 1994; Alvarellos, 2007). Un contexto en el que se difundieron diversas actividades y proyectos con fines de democratización cultural (Winocur, 1993). Catalinas Sur surgió a partir de la iniciativa de un grupo de vecinos y vecinas de La Boca, quienes, congregados en torno a la cooperadora de una escuela del barrio, comenzaron a reunirse para hacer teatro (Bidegain, 2007; Fernández, 2013; Proaño, 2013). En sus comienzos, la propuesta giró en torno a la presentación de obras teatrales en la plaza Islas Malvinas6 bajo la orientación del director uruguayo Adhemar Bianchi. Desde entonces, el grupo se encuentra asentado en esta zona de la ciudad.
La investigadora Marcela Bidegain (2007) identifica tres momentos decisivos en la historia de lo que hoy conocemos por “teatro comunitario” en Argentina. Por un lado, el del contexto posdictatorial de auge del teatro callejero que reseñábamos, cuando se conforma Catalinas Sur. Luego, el momento de los años noventa, cuando surge el Circuito Cultural Barracas (1996) a partir de la iniciativa del autodenominado grupo de teatreros/as ambulantes Los Calandracas (1988). Finalmente, durante la crisis socioeconómica, política e institucional que estalló en el país en 2001, cuando estos dos grupos afirmaron su impulso de multiplicación de esta práctica por todo el territorio. En mi tesis doctoral propuse profundizar desde un análisis procesual esta historización marcada por los acontecimientos que resalta Bidegain (2007) para estudiar qué procesos se dieron para que actualmente podamos hablar del teatro comunitario como una práctica artístico-comunitaria diferencial con fines de transformación social (Mercado, 2018). Así, reconozco tres procesos de identificación/diferenciación en la conformación de esta práctica. En principio, una diferenciación respecto del teatro callejero con el que Catalinas Sur se identificó inicialmente y un vuelco a la elaboración de dramaturgias. Luego, un acercamiento al modelo de “centro cultural” a partir de la articulación de aquel grupo con un programa cultural estatal que describiremos a continuación; y un posterior distanciamiento de este formato acompañado de una apropiación diferencial del formato “taller” utilizado en aquellos centros culturales. Finalmente, la conformación de redes de alcance nacional e internacional, el acceso a fuentes de financiación internacionales y ciertos usos estratégicos de la categoría de arte y transformación social. Estos procesos que identifico se relacionan con los momentos de inflexión que señala Bidegain (2007); sin embargo, a partir de un análisis procesual, considero que es posible visibilizar la no linealidad que suele caracterizar al desarrollo de formaciones culturales como el teatro comunitario.
Busco trascender una mirada dicotómica apelando a un enfoque relacional que analice cómo se construyen “interfaces” (Long, 2001; Isunza, 2006) en las que diversos actores -tanto agentes estatales como actores de la sociedad civil organizada- entran en vinculación. Las interfaces son espacios de intercambio y conflicto en los que ciertos actores se relacionan intencionalmente (Hevia de la Jara, 2009). Estas están determinadas tanto por la política pública como por los proyectos políticos de los actores implicados. A su vez, estos intercambios conllevan consecuencias para los actores y permiten analizar su capacidad de agencia. Los enfoques relacionales vienen a cuestionar no solo las miradas dicotómicas en el estudio del Estado y la sociedad civil, sino también los abordajes homogeneizadores que suelen presentarlos como entidades monolíticas y opuestas. Mientras que el Estado se representa como encarnando todos los vicios de la política, la sociedad civil se propone como un polo virtuoso (Dagnino, Olvera y Panfichi, 2006). Por el contrario, una mirada relacional plantea comprender al Estado y/o a la sociedad civil a partir de sus interacciones y está centrada en los actores que conforman estos ámbitos para rescatar su complejidad y diversidad.
El análisis que aquí se presenta reúne algunos ejes trabajados en mi tesis doctoral en Antropología, la cual tuvo como objetivo investigar las trayectorias de producción y reproducción de prácticas artísticas en dos grupos de teatro comunitario de la ciudad de Buenos Aires. Se trató de un estudio cualitativo con enfoque etnográfico, basado en la realización de trabajo de campo con observación participante durante instancias de actuación y de organización de estos colectivos, así como entrevistas abiertas, estructuradas y semiestructuradas a sus directores/as, coordinadores/as e integrantes.
Me propongo profundizar en uno de aquellos procesos de identificación/diferenciación en el teatro comunitario que reseñaba anteriormente, aquel que en la propuesta de Bidegaín (2007) se identifica con los años noventa. Con este fin, retomo una selección de entrevistas semiestructuradas que realicé con coordinadores/as artísticos/as del Grupo de Teatro Catalinas Sur entre los años 2015 y 2018, mientras realicé mi trabajo de campo etnográfico. Estos fragmentos fueron seleccionados con el objeto de reconstruir algunos momentos rescatados por los/as entrevistados/as en el relato de la historia del grupo. Las narrativas a las que se recurrió son comprendidas como interpretaciones de sucesos antes que su descripción (Ochs, 2000). Es la búsqueda de un sentido de continuidad lo que orienta esta construcción discursiva, que ordena los hechos de acuerdo con las emociones que nos generan el recuerdo y el relato y construye la trama de lo sucedido. A partir de esto, considero que este contexto surge como un período clave para pensar cómo se fueron articulando diversos aspectos que hacen al teatro comunitario en la actualidad, ya que por aquellos años el Grupo de Teatro Catalinas Sur realizó un convenio con la Secretaría de Cultura de la Municipalidad de Buenos Aires para ampliar su proyecto y posteriormente adquirió un espacio físico donde construir su propia sala teatral. Me centraré en lo que entiendo como un cambio paulatino en los modos de producción artística -en este caso, del teatro callejero al teatro comunitario- y en las formas de cuestionar ciertos sentidos “dominantes” acerca del arte que circulan en este tipo de propuestas. Estos cambios no son comprendidos como radicales en la experiencia estudiada, sino como procesos de transición en los que las transformaciones se superponen con ciertas continuidades en el proyecto. Una de las preguntas que atraviesan este trabajo es: ¿cómo perviven proyectos artísticos con fines de transformación social a lo largo del tiempo articulando cambios necesarios en la propuesta, pero sosteniendo continuidades que permitan hablar de un mismo proyecto?
De esta forma, comenzaré por contextualizar el campo de las políticas culturales en la ciudad de Buenos Aires en los años noventa para presentar al Programa Cultural en Barrios, el cual comenzó a incorporar prácticas artísticas locales como el teatro comunitario. Luego analizaré el proceso de declive posterior al auge del teatro callejero en Buenos Aires, la transición de Catalinas Sur hacia una propuesta de intervención comunitaria en el barrio y la articulación con el Programa Cultural en Barrios. Posteriormente, retomaré esta vinculación entre el grupo comunitario y el programa estatal, el acceso del grupo a un espacio teatral propio y la elaboración de una propuesta de producción artística comunitaria específica. Por último, en las conclusiones se sintetiza el análisis y se proponen líneas de reflexión futuras.
Durante la década de 1990, la ciudad de Buenos Aires presentaba un panorama complejo en materia de políticas culturales. La articulación propia de la década anterior, entre un paradigma de “democratización cultural” y algunos elementos de un modelo de “democracia cultural”,7 se vio reorganizada ante una creciente mercantilización e instrumentalización de la cultura en un contexto de restricción del gasto público en iniciativas que no fueran “rentables” (García Canclini, 1987; Belfiore, 2002).
Como sostiene Clarisa Fernández (2018, p. 449), “los 90 se caracterizaron por la dogmatización neoliberal de los mecanismos del mercado, el impacto de las nuevas tecnologías, la masificación del consumo cultural y la expansión de los grandes aparatos culturales”. Sin embargo, también es necesario señalar que, en este contexto, iniciativas para promover la utilidad sociopolítica y económica de la cultura se articularon de manera compleja con corrientes como el multiculturalismo -que subraya el reconocimiento de las diferencias y su “convivencia”-, lo que generó articulaciones complejas entre procesos de reivindicación identitaria, mercantilización y usos de la cultura con fines de transformación/inclusión social (Yúdice, 2002).
Efectivamente, el consumo de bienes y servicios pasó a jugar un rol cada vez más importante como motor de la economía, pero también como mecanismo de diferenciación y construcción de sentidos de pertenencia (García Canclini, 1995; Wortman, 2009). Mientras que es posible identificar cierta orientación de los consumos hacia diferentes formas de industria cultural, así como la definición de estas como objeto de políticas de promoción específicas (Alonso, 2005; Morel, 2011; Infantino, 2012);8 también se ha señalado una difusión de otras formas de consumo en estos ámbitos más vinculadas a la construcción de lazos sociales e identidades territorializadas (Wortman, 2005).
Se trató, por lo tanto, de un período complejo, en el cual podemos identificar una superposición y cruce de distintos paradigmas y concepciones de la cultura que se rearticularon con diversos fines. Esta es cada vez más conceptualizada como un recurso en un contexto de globalización (Yúdice, 2002); sin embargo, como señala Infantino (2019), los sentidos que adquieren esos usos de son disímiles y provienen de desiguales lugares de poder. Mientras que lo cultural se afianza como un recurso para generar crecimiento económico, promover la diversidad y la cohesión social o empoderar a poblaciones vulnerabilizadas; también se difunden fenómenos de politización de la cultura (Wright, 2004) en los que esta es concebida como un derecho que se ve vulnerado por las desiguales estructuras sociales y económicas de los países latinoamericanos.
En este complejo terreno de actores diversos y desigualmente posicionados (Crespo, Morel y Ondelj, 2015) es que analizamos la conformación de una “interfaz” (Isunza, 2006) de vinculación entre el Grupo de Teatro Catalinas Sur y una política pública como el Programa Cultural en Barrios (PCB) del Gobierno de la Ciudad de Buenos Aires. Este programa se encuentra vigente desde el año 1984 y se basa en la creación de centros culturales barriales que ofrecen talleres artísticos, culturales y de oficios de manera gratuita a los/las vecinos/as. El PCB, en sus inicios, articulaba estrategias de “democratización cultural” con acciones de un modelo de “democracia cultural” o “democracia participativa” (García Canclini, 1987; Monsalvo, 2017), con el objetivo de promover la descentralización y la redistribución de bienes culturales que se encontraban concentrados en ciertos espacios geográficos de la ciudad (Winocur, 1993; País Andrade, 2011).
Marcela País Andrade señala que, a lo largo de la década de 1990, el PCB atravesó varias gestiones que cuestionaron distintos aspectos de la estructura y el funcionamiento interno de sus centros culturales. Si bien se crearon nuevos centros, el presupuesto de estos se redujo y se reforzó el apoyo a aquellos espacios ubicados en los barrios más periféricos de la ciudad (País Andrade, 2011). Asimismo, Tamara Alonso señala que la apertura de nuevos centros culturales se realizó mediante convenios de gestión asociada en el marco de lo cual el PCB incorporó espacios de producción cultural vinculados a saberes y prácticas culturales locales como la murga, el circo o el teatro comunitario (Alonso, 2005). Se trata de una acción enmarcada en el contexto que señalaba de reconocimiento de identidades locales territorializadas y sus formas de consumo y producción cultural.
Por otra parte, se instaló el concepto de “bien cultural” como término que empezaba a orientar la actividad artística en torno a la materialización del paso por los talleres de estos espacios barriales (País Andrade, 2011). Se fomentaba así la producción de bienes en la forma de muestras, premios y/o publicaciones, lo cual era comprendido como una forma de incrementar el valor -y la valorización- del programa. Como sostiene la autora anteriormente citada en relación con este programa estatal:
Esta mirada, en donde el bien funciona a modo de respuesta materia lizada de la práctica cultural, responde a una nueva lógica de entender la cultura, la cual se representa en bienes materiales y/o simbólicos, para (re) significarse como recurso (Yúdice, 2002). Como resultado de esta lógica economicista de la cultura, se reformula el programa y sus objetivos. Ahora el Programa será fiel espejo de una Municipalidad que representa una políti ca nacional estado-empresa: reestructuración, ajuste. (País Andrade, 2011, p. 66)
Se promovió la incorporación de prácticas y saberes locales -el teatro comunitario, por ejemplo- abriendo nuevos centros culturales en gestión asociada. Simultáneamente, se favoreció la producción de “resultados” visibles de los talleres allí desarrollados, así como la circulación de estos “bienes” por distintos espacios para difundir las acciones del PCB como una política exitosa del Gobierno de la Ciudad de Buenos Aires.
A partir de la reforma constitucional de 1994, la Municipalidad de la Ciudad de Buenos Aires adquirió estatuto de ciudad autónoma. Con la elección de nuevas autoridades en 1996, se desplegó un trabajo territorial en vías de consolidar nuevos consensos y reordenamientos sociales con la población (Alonso, 2005). Las políticas culturales de Buenos Aires promovieron el reconocimiento de las identidades culturales múltiples que integran el patrimonio de la ciudad (Guariglio 2000, en Morel, 2011). Esta orientación de las políticas públicas estuvo directamente vinculada al discurso de organismos internacionales como la UNESCO, que en sus declaraciones y recomendaciones afirman el valor de la cultura local, la diversidad y la identidad como factores claves para las políticas de desarrollo de los Estados nacionales (UNESCO, 1997).
El avance de políticas de corte neoliberal, privatistas y consumistas no se produjo de modo uniforme y encontró a los actores del campo de la cultura en diferentes circunstancias y posiciones. En el caso de Catalinas Sur, el grupo concretó en 1993 un convenio con la Dirección de Promoción Cultural de la Secretaría de Cultura de la ciudad por el que recibió el apoyo del Programa Cultural en Barrios (Bidegain, 2007; Fernández, 2018). Esto le permitió sostener económicamente la organización de talleres artísticos mediante el pago de honorarios a los/las talleristas que se fueron incorporando al grupo o que ya formaban parte de él (Mercado, 2018). Este entonces, pasó a formar parte de la oferta cultural público-comunitaria de los centros culturales de Buenos Aires con talleres de teatro, percusión, música, títeres, escenografía, vestuario, malabares, coro, candombe, murga y tango integrados a la oferta de actividades gratuitas para la promoción cultural de los habitantes urbanos.
Actualmente, el grupo no forma parte de este programa. Si bien no fue posible establecer el año exacto en que este vínculo se terminó, sabemos que por lo menos hasta el año 2003 esta articulación se mantenía. Cuando relevamos este vínculo que mantuvo el grupo con el PCB aparecen relatos que señalan cierta ambigüedad en la identificación de Catalinas como “un centro cultural más” de la ciudad. Se señala una cierta “autonomía relativa” (Williams, 1994) que el grupo mantuvo respecto de los lineamientos del PCB para los centros culturales.
Este funcionamiento diferencial es señalado por la excoordinadora del Centro Cultural Roberto Arlt, del PCB, que había trabajado durante aquella época junto con Catalinas Sur:
Lo que pasa es que ellos siempre, de alguna manera, tuvieron el paraguas del Estado para funcionar un poco autárquicamente si se quiere. Centrándose en otro tipo de organización. Por el perfil de quienes lo conducen, por el perfil del proyecto. Entonces también, ellos siempre se podían sentar desde un lugar distinto a negociar. Y a pautar. Distinto al papel que jugábamos los coordinadores de los centros culturales [creados por el PCB], que dependíamos mucho del diseño, en general al Programa. (Tamara Alonso, directora del Centro Cultural Roberto Arlt, Buenos Aires, 2017)
Los saberes artísticos que empezaron a circular en los talleres de Catalinas Sur -financiados por la Dirección de Promoción Cultural- fueron aprovechados por el grupo para la elaboración de espectáculos propios.
Ahora bien, más allá de este convenio que trajo cambios en la organización del grupo, se produjeron otras transformaciones vinculadas a un paulatino retroceso del teatro callejero y de plazas que había experimentado un fuerte auge en el período de la posdictadura. Comenzó a observarse un declive de las propuestas teatrales callejeras, mientras que se identifica un resurgimiento de géneros artísticos populares como el circo o la murga (Carreira, 1994; Alvarellos, 2007; Martín, 2008; Infantino, 2012). Héctor Alvarellos (2007), director del grupo de teatro callejero La Runfla,9 recuerda:
En 1996 La Runfla era uno de los poquísimos grupos que, practicando este lenguaje [el teatro callejero], mantenía su continuidad. El neoliberalismo que impuso el gobierno del presidente Menem10 nos mostraba un espacio público abandonado, la gente recluyéndose en sus casas, ruptura del tejido social, individualismo, delivery11, rejas. (Alvarellos, 2007, pp. 117-118).
Por otro lado, Adhemar Bianchi, director de Catalinas Sur, analiza también este momento de cambio sosteniendo que:
Concretamente, el teatro callejero tenía en ese momento [principios de los años 80] un sentido, que era que salíamos de la dictadura, era ocupar el espacio público y democratizar, si se quiere. Lo que pasa es que en términos de querer vivir del teatro se fue quedando.... desaparecieron los grupos de teatro callejero y quedaron los actores. Dos actores, payasos, clown, circo porque la gorra da para dos o tres. O sea, el teatro callejero profesionalmente da para dos o tres personas. Entonces, ahí desaparece el teatro callejero, excepto los grupos institucionales, con sala o no, comunitarios básicamente, que quieren hacer calle. (A. B., director del Grupo Catalinas Sur, Galpón de Catalinas Sur, La Boca, Buenos Aires, 30 de abril de 2016)
Coincide con estas lecturas el análisis que realiza André Carreira (1994) respecto de la disolución, hacia principios de los años noventa, de muchos de los grupos callejeros surgidos durante la década de 1980. Este autor sostiene que “los grupos no construyeron alternativas de financiamiento que posibilitasen el mantenimiento de estructuras grupales con capacidad para crear proyectos teatrales cada vez más maduros” (Carreira, 1994, p. 252). Si bien este investigador enmarca tal declive en un contexto de fuerte desencanto social respecto de los primeros años de apertura democrática, sumado a una crisis económica,12 la explicación más directa que encuentra se vincula a las dificultades de profesionalizarse en esta práctica teatral y la consecuente deserción de actores y actrices.
Si bien esto contextualiza en parte los cambios emprendidos por Catalinas Sur, también es necesario postular la existencia de posicionamientos divergentes en lo que hace al sentido social y/o político del teatro entre los grupos de los años ochenta, que también pueden explicar la trayectoria del grupo de La Boca. Clarisa Fernández (2018) sostiene que Catalinas Sur se posicionaba diferenciándose de aquellas iniciativas artísticas que en esos años buscaban “llevar la cultura al pueblo”; es decir, propuestas que no estuvieran de alguna manera arraigadas en los territorios donde se construían esas prácticas.
La práctica teatral callejera aparece como una forma artística que había tenido sentido de acción política en un contexto generalizado de “democratización” durante la década de 1980, pero a medida que fue cambiando el escenario social, político y económico, ya no era sostenible por parte de grupos numerosos.
A continuación, se analiza cómo el Grupo de Teatro Catalinas Sur incorporó algunas cuestiones vinculadas a la modalidad de talleres de los centros culturales del PCB pero buscando elaborar una propuesta comunitaria emergente y sostenible en el tiempo.
En 1997, Catalinas comenzó a alquilar un viejo galpón ubicado en la intersección de las calles Benito Pérez Galdós y Necochea, en el barrio de La Boca, con el fin de construir allí su propia sala teatral -dicho galpón sería comprado un par de años después y es la sede del grupo en la actualidad-. Hasta ese momento, el grupo había alquilado diversos espacios para guardar las escenografías, instrumentos y demás elementos, así como para ofrecer los talleres financiados por el PCB. Sin embargo, se trataba de salas pequeñas, utilizadas solo con estos fines. En esta apuesta influyó la construcción de la autopista Buenos Aires-La Plata que atraviesa la Plaza Islas Malvinas, donde el grupo ensayaba y actuaba regularmente desde sus inicios, ya que la circulación constante de vehículos transformó el paisaje sonoro del espacio. Sin embargo, no es posible desestimar el contexto de retracción del teatro callejero en plazas y parques porteños que se señalaba en el apartado anterior como un factor que explica este cambio.
De acuerdo con lo que pude relevar mediante entrevistas, esta apuesta estuvo vinculada con el deseo y la necesidad de seguir haciendo teatro de manera colectiva, así como sostener el proyecto a pesar de los inconvenientes que presentaba el uso del espacio público como eje de la práctica. Resulta relevante analizar este momento en la trayectoria del grupo, porque marca un nuevo rumbo de reproducción y crecimiento.
En este sentido, al hablar de cómo cambió el grupo a partir de contar con una sala, Adhemar Bianchi sostiene:
Una cosa es juntar todo un día, hacer una función y volver a guardarlo. Y otra es mantener una sala, entonces tenés que tener una organización de producción de espectáculos y de ideas y de qué hacer con esto y de cómo lo vas armando mucho más complejo. Empezás a necesitar más apoyos. (A. B., director de Catalinas Sur, Galpón de Catalinas Sur, La Boca, Buenos Aires, 30 de abril de 2016)
El director de Catalinas Sur señala aquí una necesidad de cambiar el modo de producción artística. Al tener una sala o un espacio físico que sostener, el grupo requería “una organización de producción de espectáculos” y una estructura más compleja, con diferenciación de roles. Entre quienes estuvieron en la primera etapa de Catalinas Sur, antes de la mudanza al galpón, aquellos tiempos aparecen en la memoria como una época de actividad teatral más informal, caótica, “artesanal” y, en algún punto, amateur. Sin embargo, se señala que para lograr un crecimiento artístico se volvió necesario crear marcos más formales de producción.
Así, Alfredo Iriarte, coordinador teatral e integrante de Catalinas desde sus inicios, recuerda:
Porque Catalinas Sur, todo muy romántico, pero eso era un encuentro semanal, un ensayo semanal en la plaza el fin de semana. Al que yo llegaba puntual y empezaba puntualmente una hora y media, tres horas después del horario convenido. Ese era uno de los quilombos por los cuales no se podía progresar en muchas cosas. Y era así: mate o juntarnos en la casa de alguien, y ensayar en el living de una casa diciendo la letra mientras se comía. Era muy… No relajado, era intenso, pero no dentro de las convenciones teatrales que ahora vive Catalinas. Esa era otra realidad. Después se empezó a sujetar por estas cosas. Teníamos otras pretensiones, que fuera mejor, más lindo, que se viera, que se entienda. Que toda la potencia no esté dispersa solamente en un evento social catártico, sino que fuera un espectáculo, que los que llegaran para hacer teatro se vieran bien. Bueno, eso siempre existió la pretensión, pero después lo fuimos logrando. (A.I., coordinador artístico de Catalinas Sur, taller del entrevistado, La Boca, Buenos Aires, 14 de agosto de 2017)
Este relato presenta un aspecto de la producción artística que muchas veces queda oculto detrás de visiones “románticas” o “bohemias” acerca del arte vinculado con el trabajo: el orden y la estructura que requiere este tipo de actividad. Existe un modelo idealizado del/la artista como una persona que se guía por su creatividad y su talento, que no se somete a rutinas, en el cual se oculta que la creación artística no solo tiene que ver con una inspiración creativa sino también con un trabajo que muchas veces resulta repetitivo y que lleva horas de dedicación. Esta visión ha sido también sostenida por investigaciones que definen el arte como el ámbito de la creatividad por excelencia, donde se expresa el carácter esencial de una sociedad. Tradición que toma al/la artista y a la obra de arte como los puntos centrales de análisis y no visibiliza las redes de cooperación que se involucran en la producción artística (Becker, 2008).
El entrevistado señala que como el grupo -o al menos una parte de este- quiso afianzar sus producciones artísticas y que no fueran “solo un evento social”, tuvieron que ir ajustando ciertas “convenciones teatrales”, que normalmente implican aumentar la cantidad de ensayos, respetar horarios pautados, dedicar un tiempo más estricto al trabajo artístico, tener un espacio escénico especial donde ensayar. Esto marca también un deseo de ir más allá de lo celebratorio y del convivio (Dubatti, 2003).
Como sostiene Stolovich, la creatividad es esencial para la producción cultural, sin embargo, por sí sola no es suficiente, ya que la oferta este tipo de bienes requiere también de un proceso de producción y distribución al igual que las actividades económicas. Este autor explica que las actividades culturales pueden ser clasificadas según el modo de producción de sus objetos y que en el caso de las artes escénicas este es artesanal, personalizado y no existe posibilidad de reproducción masiva (Stolovich, 1997). Sin embargo, a partir de los relatos que pudimos recabar acerca de la historia del Grupo de Teatro Catalinas Sur, sostengo que, dentro de las artes escénicas y particularmente del teatro, existen matices en las formas de producción que conllevan diferencias. Así, cuando un grupo pasa a tener una sala -la cual debe sostener económicamente-, los procesos de producción y distribución se transforman, como veíamos reflejado en las palabras del director de Catalinas Sur, y requieren de una producción de obras más regular.
Luego de la mudanza al galpón en 1997, el grupo estrenó un espectáculo que es hasta la actualidad su obra más conocida y convocante; este es El Fulgor Argentino, Club Social y Deportivo.13 A su vez, con esta obra el grupo viajó al Festival Grec de Barcelona en el año 2001, hecho que aún persiste como un acontecimiento significativo en la memoria de quienes estuvieron en ese momento y en la trayectoria del grupo.
Las narrativas de quienes formaron parte de Catalinas en este estreno señalan que este espectáculo le dio una difusión masiva al grupo. Hacia fines de los años noventa y comienzos del nuevo milenio, Catalinas adquirió un gran reconocimiento, y la importante convocatoria de público que tenía El Fulgor hizo que gran parte del esfuerzo se pusiera en este espectáculo. Por más de 10 años no se creó un espectáculo teatral nuevo de las dimensiones que habían tenido los dos primeros, es decir, Venimos de muy lejos14 y El Fulgor Argentino, que ponían en escena entre 60 y 100 vecinos-actores y vecinas-actrices.15
Sin embargo, durante esos años, el grupo profundizó en otros lenguajes artísticos y elaboró diferentes espectáculos más cortos, con menos actrices y actores en escena. Ejemplos de esto son La niña de la noche (1999), primer producto del taller de títeres; Los negros de siempre (2000), resultado de los talleres de percusión, títeres y baile popular; el espectáculo Sudestada (2002), un sainete circense resultado del taller de circo. Estas producciones llevaban menos tiempo de elaboración que un espectáculo que debía incluir al grueso de los integrantes, como eran las obras teatrales. De tal forma, mientras El Fulgor continuó “llenando sala”, la producción de espectáculos nuevos se diversificó hacia otras expresiones. Esta diversificación también estuvo marcada por la oferta de talleres que, como señalábamos anteriormente, Catalinas Sur brindaba con el apoyo del Programa Cultural en Barrios.
A partir de estos procesos que describimos se fue definiendo uno de los ejes de este grupo de teatro comunitario vinculado con la creación de circuitos comunitarios de producción y consumo cultural. El objetivo de los talleres que organiza el grupo -el de iniciación teatral, títeres, talleres musicales, etc.- es que esos saberes luego se plasmen en una producción artística propia presentada en su sala.
Los conceptos de “producción” y “consumo” suelen remitir a una idea de producción de las industrias, en este caso, culturales. También son conceptos que se suele asociar al ámbito comercial, ya que se producen objetos para ponerlos a la venta y ser consumidos. Sin embargo, en el caso de Catalinas, estas nociones adquieren algunas particularidades que revelan que los sentidos que atraviesan los conceptos son continuamente disputados. Ahora bien, ¿cómo se concibe la participación dentro del grupo y, en este marco, qué sentidos se le otorgan a la producción artística?
Nora Mouriño, coordinadora y una de las directoras artísticas del grupo, explicaba:
La idea es que si vos venís a aprender teatro te sumás a un proyecto. La idea del taller de teatro, básicamente, no es que venís a tomar, porque nosotros no somos una escuela teatral, entonces no venís a tomar el saber teatral para irte a hacer teatro comercial. No, no te vamos a enseñar eso. Lo que estamos enseñando es a ser parte de un proyecto comunitario. Entonces, el taller de teatro es el que después integra los elencos. El taller de títeres lo mismo. (N. M., coordinadora artística de Catalinas Sur, Galpón de Catalinas Sur, LA Boca, Buenos Aires, 17 de junio de 2015)
La categoría de “taller” artístico es apropiada y disputada por estos grupos que le otorgan un sentido emergente y diferencial al que adopta en el marco de los centros culturales o de otros espacios de educación más formal como las escuelas. Los talleres que desarrolla Catalinas Sur -así como otros grupos de teatro comunitario- funcionan como insumos para los espectáculos propios o para la creación de nuevos elencos, a diferencia de los talleres brindados en los centros culturales, donde no hay un sentido de integralidad o de continuidad en el tiempo. Este “uso” de una modalidad de taller -adoptada a partir de la articulación con el PCB- fue apropiada pero, con los años, refuncionalizada para ajustarse a las necesidades del grupo y también a su forma de concebir el rol social del arte y su noción de artista. La noción de consumo vinculada con el hecho de “tomar” un saber y volcarlo en otro circuito o simplemente no circularlo es, así, abandonada.
Los espacios de iniciación o formación en la práctica artística, los “talleres”, contemplan generalmente instancias de actuación frente al público, ya sea por medio de la incorporación de los/las vecinos/as a los espectáculos existentes o de una nueva producción artística. De esta forma, se busca no reproducir una instancia de formación individual de artistas que luego nutran otros circuitos artísticos no comunitarios. El proyecto de estos grupos tiene que ver con una construcción a largo plazo que sea inclusiva para quienes deseen expresarse artísticamente y no encuentren lugar en espacios convencionales y, al mismo tiempo, que genere una producción artístico-cultural territorializada en barrios periféricos a los circuitos artísticos consagrados. Asimismo, se cuestionan concepciones hegemónicas del arte como una actividad destinada a sujetos geniales o naturalmente talentosos. La reivindicación del arte como un derecho de todos/as se materializa en la construcción y el sostenimiento de estos espacios culturales abiertos a la comunidad donde la participación artística y social de los/las vecinos/as aporta a la sostenibilidad de los grupos.16
En este sentido, como señalaba Nora Mouriño, no es el objetivo de Catalinas Sur -ni del teatro comunitario en general- formar artistas que recién luego de varios años actúen en alguna producción; sino proponerles un proyecto en el cual, al mismo tiempo que acceden a espacios de aprendizaje puedan experimentar la actuación frente a un público y aportar al sostenimiento del grupo. Es decir, crear circuitos comunitarios de formación, consumo y producción artística.
De esta forma, el análisis de esta articulación entre un grupo de teatro comunitario y un programa estatal como una “interfaz” nos permite entrever no solo las tensiones que surgen de la vinculación de dos proyectos de acción cultural -uno estatal y otro comunitario- sino también las posibilidades de agencia que esto puede desencadenar cuando los actores no estatales resignifican y refuncionalizan formatos de abordaje de una práctica artística como en este caso pueden ser los “talleres”. Desde mediados de los años noventa, Catalinas Sur comenzó un proceso de institucionalización en el cual el foco ya no estuvo puesto en la apropiación del espacio público o la “democratización” -en un sentido de distribución- de bienes culturales como estrategia de difusión cultural, sino en la construcción de otra manera de acción colectiva, centralizada en promover el protagonismo de los vecinos en la producción cultural.
Como analizamos, en el campo de las políticas culturales desde la apertura democrática fueron articulándose estrategias de intervención vinculadas con la democratización cultural, formas de descentralización del consumo y el reconocimiento de expresiones y prácticas locales y populares. Asimismo, a medida que avanzó la década de 1990 comenzaron a difundirse formas de mercantilización e instrumentalización de la cultura cada vez más acentuadas, que parten de su conceptualización como un recurso con fines y utilidades disímiles (Yúdice, 2002). Esto estuvo acompañado por una retracción en el gasto público en el sector de la cultura, que fue invadido por prácticas de consumo más vinculadas al espacio privado (Wortman, 2009).
Como sostenía al inicio de este artículo, el enfoque elegido está orientado por el interés en analizar ciertas “interfaces” en las cuales diferentes actores, en este caso estatales y sociales, se interrelacionan intencionalmente (Hevia de la Jara, 2009). Estas interacciones no están exentas de conflicto y tienen consecuencias para los y las involucrados/as, quienes desarrollan diferentes grados de agencia. Un enfoque relacional nos permite realizar análisis que complejicen la configuración de circuitos artísticos y culturales comunitarios, ya que abre la mirada a la intervención de agentes no comunitarios -en este caso, estatales- que modifican la práctica y el proyecto de los grupos dando lugar a trayectorias artísticas emergentes.
Por un lado, a partir de las narrativas de estos actores comunitarios, fue posible reconstruir un relato que hoy representa los inicios de Catalinas Sur como un grupo en el cual la actividad de encuentro social y comunitario era fundamental y la actividad artística se desarrollaba bajo formatos laxos, sin una estructura completamente formal de producción artística. Sin embargo, la construcción de una sala teatral propia, la necesidad de sostenerla económicamente y el deseo de crecer artísticamente llevarían a una organización más formal, en la que los tiempos de producción se ajustasen a la generación regular de espectáculos.
Si bien la articulación del Grupo Catalinas Sur con un programa cultural del Estado fue anterior a la construcción de la sala propia, con esta adquirió nuevos matices. Una mayor apertura de talleres artísticos generó replanteamientos en la forma de llevar adelante estas instancias de formación. Esto implicó la emergencia de nociones particulares acerca de la producción artística y el consumo de saberes y bienes culturales que constituyeron un nuevo anclaje identitario para el grupo. Con el paso del tiempo, desde los inicios de Catalinas en los años ochenta, la circulación de nociones como “democratización”, “participación”, “descentralización” en el campo de las políticas culturales públicas conllevó la necesidad de diferenciarse de figuras como los centros culturales -pilar territorial del PCB- que, a pesar de apelar a un lenguaje común, en la práctica desarrollaban una propuesta cuyos objetivos eran diferenciales.
Será necesario continuar indagando en estos proyectos artístico-comunitarios para analizar cómo se reactualizan históricos debates en torno al potencial crítico y político del arte (García Canclini, 2010; Rancière; 2010; Richard, 2011). ¿Dónde reside este potencial? ¿En el contenido/mensaje de las producciones o en los aspectos técnicos/formales de cómo se transmite ese contenido? ¿Es más importante el producto o el proceso? ¿Es relevante en un sentido político la pedagogía de enseñanza artística más que la garantía de acceso a estas experiencias? ¿Los consumidores deben transformarse en productores culturales? Quizás, una respuesta que englobe estas preguntas pueda ir por el camino de cuestionar y/o contextualizar estas antinomias. No negarlas, ya que pueden señalar posicionamientos contrahegemónicos en una coyuntura particular, pero sí desesencializarlas, para que no se cristalicen en dicotomías de lo correcto/incorrecto, eficaz/ineficaz o lo político/apolítico.
Estos cuestionamientos no serían nuevos en el campo del teatro, ya que existen múltiples experiencias que buscaron subvertir, entre otras, divisiones entre actores/actrices y espectadores/as. Resulta relevante, entonces, profundizar en estas trayectorias que reactualizan desde la cultura comunitaria debates propuestos por experiencias como el teatro de las personas oprimidas del brasileño Augusto Boal, quien en la década de 1960 propuso ver al teatro como “una forma de comunicación perfectamente utilizable por el pueblo, como forma de conocimiento que no carece de entrenamiento previo” (Boal, 1975, p. 9). Aun remontándose más atrás en el tiempo es posible retomar las lecturas de Walter Benjamin acerca del teatro épico de Bertolt Brecht, en las que aquel filósofo encontró una propuesta de politización del arte que, a través de la refuncionalización de técnicas modernas, permitiera superar dicotomías entre autores y espectadores (Catz, 2011). Es interesante retomar estos debates en relación con el potencial refuncionalizador de una cultura politizada que se reapropie de medios de producción y de comunicación para ponerlos a disposición de las comunidades y de las problemáticas que las atraviesan.
A través del caso abordado, fue posible presentar una experiencia que se propone crear circuitos artísticos donde las fronteras entre productores y consumidores culturales sean porosas. Esta elaboración de un proyecto artístico-comunitario diferenciado de otras formas de intervención teatral en el espacio público -el teatro callejero-, de acceso gratuito a la actividad artística -los centros culturales estatales- o de formación artística -las escuelas privadas de teatro- se fue construyendo procesualmente a lo largo de los años. La coyuntura que analizamos en este artículo, en torno a la década de 1990, permitió a estos grupos tanto ampliar su rango de acción e incorporar nuevos lenguajes y talleres artísticos como incrementar la oferta de espectáculos. Sin embargo, a medida que pasó el tiempo, se volvió necesario diferenciarse de espacios oficiales o tradicionales de acceso a la práctica artística para no reproducir formas “dominantes” (Williams, 1994, 2009) de acción cultural. En las postrimerías de esta década y principalmente a comienzos del nuevo siglo, esta experiencia convertida en saberes, junto con la creación de vínculos con nuevos agentes internacionales, se plasmaron en la sistematización de la práctica y replicación del teatro comunitario en distintas ciudades y pueblos del país.
Agradezco al Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas, que ha financiado la investigación que dio como resultado el presente análisis.
Catz, F. (2011). Benjamin y Brecht: una teoría refuncionalizadora para la práctica cultural antagonista. VI Jornadas de Jóvenes Investigadores. Instituto de Investigaciones Gino Germani, Facultad de Ciencias Sociales, Universidad de Buenos Aires, Buenos Aires. Recuperado de https://www.aacademica.org/000-093/99.pdf
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[1] Esto, por supuesto, varía de acuerdo con las dimensiones de cada grupo, la cantidad de integrantes, si poseen un espacio propio o lo alquilan, las actividades que abarcan, etcétera.
[2] Un ejemplo es la obra teatral Lo que la peste nos dejó, del Grupo Los Pompapetriyasos de Parque Patricios, ciudad de Buenos Aires, donde se reconstruyen las consecuencias de la epidemia de fiebre amarilla en la ciudad y la actual división socioeconómica y territorial entre un “norte” pudiente y un “sur” pobre y periférico.
[3] El sainete constituye una pieza teatral en un acto que se manifiesta con máscaras que permiten la rápida identificación de personajes populares y situaciones de un contexto histórico preciso.
[4] La zarzuela constituye un género teatral que alterna partes vocales, otras instrumentadas y otras habladas.
[5] Para un análisis de cómo operan las resignificaciones de géneros y canciones populares en el teatro comunitario, recurrir al análisis de una performance cultural del grupo Matemurga de la ciudad de Buenos Aires en Mercado, 2017.
[6] Ubicada en el centro del barrio de La Boca, entre las calles Caboto, Arzobispo Espinoza, 20 de Septiembre y la Autopista Buenos Aires-La Plata.
[7] Durante la transición democrática luego de la última dictadura militar (1976-1983), en la ciudad de Buenos Aires la cultura tomó un lugar central en el proceso de democratización y promoción de la participación ciudadana. Se propagaron políticas culturales orientadas, en un comienzo, hacia una difusión y acceso al arte (propia de un modelo de democratización) que luego se articularían con estrategias más enfocadas en la participación en procesos de producción artística y en el reconocimiento de la diversidad cultural (democracia cultural o participativa). Para profundizar en estos paradigmas consultar a García Canclini, 1987 y Monsalvo, 2017).
[8] Por ejemplo, la difusión de megaeventos culturales como una política del GCBA que se afianza en este contexto de la década de 1990.
[9] La Runfla es un grupo de teatro callejero conformado en 1991 a partir de la experiencia que venían teniendo algunos artistas callejeros en este lenguaje desde mediados de los años ochenta. Desde 1993, el grupo se encuentra radicado en el Parque “Dr. Nicolás Avellaneda” del barrio homónimo.
[10] Carlos Saúl Menem fue presidente argentino por dos períodos consecutivos: de 1989 a 1995, reelecto hasta 1999.
[11] El término inglés “delivery” significa reparto o entrega y se difundió en esta época como una opción para encargar comida desde el propio hogar.
[12] En referencia a los procesos hiperinflacionarios que se desencadenaron en 1989 y 1990, sumados a una serie de levantamientos militares sucedidos entre 1987 y 1990 contra el Gobierno democrático de Raúl Alfonsín y de su sucesor, Carlos Menem. Estos alzamientos se dieron a su vez en el marco de la sanción de las leyes de Punto Final (1986) y Obediencia Debida (1987), que detenían procesos judiciales contra imputados por delitos de desaparición forzada de personas durante la última dictadura y eximían de cargos penales a aquellos cuyo cargo estuviera por debajo de coronel.
[13] Este espectáculo cuenta las vicisitudes de un club de barrio a lo largo de 100 años (1930-2030), que se ve atravesado por diferentes hechos históricos de nuestro país. Cada momento histórico está representado por referencias ineludibles para el público, por la música y la vestimenta características de la época, interpelando durante todo el espectáculo a quienes asisten.
[14] Este espectáculo se estrenó en 1990 en la plaza Islas Malvinas y luego fue presentado en distintos festivales y teatros de Buenos Aires. Cuenta una versión local, desde el barrio porteño de La Boca, de lo que fue y es la inmigración en la historia argentina. La pieza retoma el género del sainete, muy popular durante comienzos del siglo XX, en el cual se representaban las precarias condiciones de vida de los/as inmigrantes a través de la comedia costumbrista.
[15] Se estrenó un nuevo espectáculo en 2013. Este fue Carpa Quemada. El circo del centenario, que reconstruye varios momentos históricos del siglo XIX hasta rememorar los festejos del centenario de la patria utilizando como disparador la quema de la carpa de circo del payaso Frank Brown dispuesta en el centro de la ciudad porteña.