Skills, tools and operational chains.The use of the ax among puesteros of the chaco santiagueño
Habilidades, ferramentas e cadeias operacionais.O uso do machado entre os puesteros do chaco santiagueño
El departamento Alberdi se encuentra ubicado en el Chaco seco, un ecosistema en el cual las mediaciones entre hacha y bosque tienen una larga trayectoria, vinculada a la implantación de obrajes madereros (Tasso, 2007). Estos establecimientos, instalados en la región desde comienzos del siglo XX, provocaron consecuencias importantes en la pérdida de biodiversidad del ambiente chaqueño. Y, del mismo modo, fueron enclaves extractivos basados en formas cruentas de explotación hacia sus trabajadores, a quienes se los conocía localmente como “hacheros”. No sin razón, ambas circunstancias generaron que el trabajo con el hacha se asociara en el sentido común hegemónico a la desforestación empresarial y a condiciones laborales sumamente precarias (Dargoltz, 1991).
Sin embargo, el uso de esta herramienta manual no se circunscribe únicamente a estas experiencias. En el chaco santiagueño, el hacha no solo es un símbolo de identidad masculina sumamente significativo, sino que implica formas de saber-hacer (Padawer, 2013) que cualifican a sus usuarios como artesanos expertos. Retomando los aportes de Marchand (2016, p. 45), en las prácticas hacheras confluyen habilidades, herramientas, materiales y ciertos estándares, para crear objetos técnicos que pueden ser prácticos, funcionales, bellos y fácilmente comercializables.
Este trabajo aborda el uso del hacha desde el punto de vista de la antropología de la técnica. Una perspectiva que explora las mediaciones de los humanos con agentes que, en alguna medida, difieren de ellos mismos (Sautchuk, 2017, p. 11). Tomando aportes de autores como Ingold (2000), Coupaye (2017), Lemonnier (2012), Sautchuk (2007) y Padawer (2021), se describe y analiza la convergencia técnica de habilidades, herramientas y materiales en el marco de cadenas operativas (Coupaye, 2017) involucradas con la actividad hachera.
No obstante, las cadenas operativas o transectos (Coupaye, 2017) abordados en el artículo no contemplan la producción empresarial (Durand, 1987), sino que se circunscriben a procesos estrictamente domésticos. En efecto, se trabaja con integrantes masculinos de una unidad doméstica “puestera”, que reviste interés por el hecho de poner en evidencia cómo una cadena operativa hachera doméstica vinculada a la producción maderera se relaciona con otra asociada a la cría ganadera. Si en el primer caso las secuencias técnicas desarrolladas están destinadas a la producción y comercialización de artefactos técnicos como los “postes”, en el segundo, las práctica hacheras se encuentran orientadas a la construcción de lo que Anderson, Looves, Schroer y Wishart (2017) denominan architecture of domestication: estructuras que median entre humanos y animales en los procesos de cría ganadera. Es en el contexto de ambas secuencias técnicas donde los cuerpos expertos-y-sus-hachas se vinculan con materiales vegetales tomados del monte (Ingold, 2012).
Desde Perception of the environment, Ingold (2000) reivindica la perspectiva del habitar en oposición al constructivismo. Esta corriente, argumenta Ingold, supone una mirada dualista, en la cual sujeto y objeto se enfrentan como dos polos en sí mismos independientes. Mientras que la perspectiva del habitar, por el contrario, parte de una ligazón ontológica inherente y postula una unidad existencial del cuerpo y su ambiente.
Los humanos, en tanto seres corpóreos, difieren unos de otros en función de las habilidades desarrolladas en el curso de sus relaciones con otros humanos y no-humanos, a partir de intercambios cotidianos generados a lo largo de procesos históricos múltiples y variados. El saber-hacer (Padawer, 2013), en este sentido, es una forma de conocimiento corporizado o encarnado, cuyas destrezas y sensibilidades se desarrollan a partir del involucramiento habitual de la persona-en-su-ambiente: Un espacio de relaciones establecidas con instrumentos, materiales, seres vivientes y otros humanos que han desarrollado determinadas experticias. Son estos últimos quienes pueden guiar la atención de los iniciados, al ayudarlos a re-descubrir aspectos y técnicas significativas para los grupos de referencia (Ingold, 2000).
Ingold entiende el quiasma corporal de percepción y movimiento como locus de agencia original, desde donde se producen y comprenden sentidos prácticos referidos al mundo en el cual estamos implicados (Citro, 2009). Esto tiene claras resonancias de la filosofía de Merleau-Ponty (1994), para quien la percepción puede ser entendida como el gozne originario por el cual el cuerpo viviente y su mundo quedan inherentemente ligados el uno con el otro.
El concepto de conciencia perceptual desarrollado por Merleau-Ponty (1994) no debe ser entendido como un “yo pienso” fiel al estilo del intelectualismo moderno, sino en el sentido de una conciencia encarnada, un “yo puedo” que se vivencia a sí mismo a partir de la percepción de movimientos posibles en el mundo en el cual está inherentemente implicado. Desde este punto de vista, el mundo emerge como un campo de relaciones que me ofrece ciertas posibilidades de acción -o affordance-, mientras el cuerpo es vivido correlativamente como un repertorio de comportamientos o acciones posibles en el mundo. Es un modo de implicación prelingüístico y anterior a cualquier representación discursiva del entorno en el cual estamos inmersos.
Las posibilidades de acción y afección perceptual del mundo, de comprensión corporal del ambiente, resultan del carácter habitual de la corporalidad -aspectos sobre los que hicieron hincapié Mauss y Leori-Gourhan (Coupaye, 2017)-. Aprendemos de otros a movernos en entornos, a usar las palabras y a manipular el plexo de objetos y seres “a la mano”. Las herramientas se convierten, de este modo, en prótesis (Merleau-Ponty, 1994) con las cuales nos anexamos, en virtud de esquemas corporales que amplían nuestro campo operativo al unirse a estos utensilios.
En este sentido, las hachas -y el saber-hacer que les es inherente- pueden entenderse mediante la figura de una prótesis (Merleau-Ponty, 1994): se anexan al cuerpo hábil y convergen con él, permitiendo ampliar las posibilidades de intervención sobre materiales sumamente rígidos como los quebrachos. Por tal razón, hacemos referencia a los cuerpos expertos-y-sus-hachas como un sistema de elementos sinérgicos (Ingold, 2012) que posibilitan un campo extenso de actividades bajo distintos regímenes de relaciones.
Ahora bien, los aportes de Ingold son sugestivos en cuanto a lo conceptual, pero su uso resulta problemático en abordajes etnográficos. Mientras que ambiente suele ser un concepto teóricamente enriquecedor, si lo pensamos como un campo de relaciones entre humanos y no-humanos, desde el punto de vista empírico implica dos tipos de dificultades. En primer lugar, dicho termino siempre refiere a una multiplicidad de interfaces que articulan a humanos con no-humanos. Por el contrario, el enfoque etnográfico (Rockwell, 2009), en el marco de la antropología de la técnica (Sautchuk, 2007), demanda establecer recortes micro, narrar trayectorias y secuencias de acciones específicas (Lemonnier, 2012). En segundo lugar, pareciera como si las relaciones técnicas entre humanos y no-humanos no estuvieran mediadas por relaciones de poder y dominación.
En orden a la descripción de trayectorias específicas -en el marco de ambientes más amplios- y de introducir las relaciones de poder que median en los vínculos entre humanos y no-humanos, he incorporado el concepto de cadenas operativas. Lo considero heurísticamente útil, en la medida en que permite recortar vínculos entre humanos y agentes no-humanos, y poner el foco en secuencias técnicas específicas a escala micro, sin perder de vista las asimetrías de los diversos espacios sociales. Así, las prácticas de involucramiento técnico de los colectivos humanos con agentes de otro tipo -tales como animales, materiales, artefactos, herramientas, agentes espirituales, considerados técnicamente eficaces por los sujetos- aparecen mediadas por regímenes y procesos que intersectan, modulan, intensifican los lazos sociotécnicos en escalas microsociales.
Dicho concepto fue reintroducido en trabajos etnográficos durante las últimas décadas por distintos antropólogos (Lemonnier, 2012; Coupaye, 2017; Padawer, 2021), sin embargo, su desarrollo nos remite a la obra de Lerói-Gouhran. En El gesto y la palabra, este autor definió la técnica como la sinergia entre el gesto corporal y el útil (o herramienta), organizada a partir de una secuencia o cadena de operaciones (una sintaxis) en las que se realizan acciones repetidas (Leroi-Gourhan, 1971, p. 116).
Coupaye (2017) considera que el valor de este concepto radica en la capacidad heurística para describir y analizar etnográficamente acciones técnicas. No obstante, aboga por un uso no-lineal de aquel, ya que concibe tales cadenas como secuencias que discurren siguiendo flujos espacio-temporales multidireccionales, atravesados por intersecciones con otras cadenas, innovaciones, interrupciones, por formas alternativas de desarrollo, etc. Evita así, postular una sintaxis lineal y circunscripta a procesos estrictamente físicos-materiales, en los que se proyecten concepciones estrictamente occidentales acerca de la materia.
Este autor señala tres aspectos de los sistemas técnicos. El primero de ellos tiene que ver con los componentes de la cadena operativa, como por ejemplo, artefactos o herramientas. Estos útiles tienen la virtud de intervenir en muchas otras operaciones: por ejemplo, un hacha puede ser usada para cortar madera o como arma. En segundo lugar, se encuentran las operaciones técnicas: los gestos o habilidades mediante los cuales estos útiles son puestos en práctica, que tienen la virtud de poder ser usados en distintos procesos. Así, el hacha puede ser utilizada para cortar leña, construir objetos técnicos o talar árboles. Por fin, el sistema técnico está ligado a otros sistemas o regímenes políticos, económicos, productivos, comerciales, territoriales, ontológicos, que los intersectan por doquier.
Así, usar un hacha para extraer madera de manera doméstica o en el marco de empresas madereras -capaces de llevar la presión extractiva hasta las últimas consecuencias- no resultan ser cuestiones idénticas, aun cuando se utilicen las mismas técnicas. En particular, en este artículo interesa la cuestión referida a la territorialidad. Es decir, las tensiones o conflictos entre múltiples agentes “para afectar, influenciar y controlar gente, fenómenos o relaciones, mediante la delimitación y la afirmación del control sobre un área geográfica” (Sack, 1986, p. 19).
Metodológicamente hablando, se puede considerar que la cadena operativa establece un “corte” en estos tres niveles que se encuentran indisolublemente unidos en la práctica. Vale decir, podemos pensar la cadena como si fuera un transecto1que actúa en la maraña de la vida social (Coupaye, 2017). Vale decir, como el registro de una trayectoria espacio-temporal particular en el ambiente, a partir de la cual se desarrollan una serie de operaciones que involucran o intersectan múltiples dominios de las relaciones entre humanos y no humanos. Este transecto descriptivo y analítico visibiliza elementos movilizados por los actores, tales como herramientas, palabras, gestos, sustancias, entidades, materiales, imaginarios etc., siempre y cuando emerjan como necesarios, esenciales y eficaces en el proceso de investigación.
En este sentido nos situamos al interior de un régimen productivo doméstico, dedicado tanto a la cría de animales como a la producción de insumos y artefactos de madera. Se analiza, dentro de un ambiente especifico, cómo se desarrollan cadenas operativas o transectos que se implican mutuamente y suponen el uso del hacha como factor común.
El departamento Alberdi se encuentra ubicado al noreste de la provincia argentina de Santiago del Estero, en la región fitogeográfica del Chaco seco o semiárido. Según Bilbao (1964), este espacio fronterizo fue poblado por dos corrientes migratorias casi simultáneas, a comienzos del siglo XX, que tuvieron un fuerte impacto en la configuración de las relaciones sociales a nivel departamental: por un lado, los “criollos fronterizos” (Palavecino, 1957; Trinchero, 2000), dedicados principalmente a la ganadería vacuna; por otro, una población heterogénea de actores del mundo rural-fronterizo, que en el contexto de los obrajes madereros se convirtieron en “hacheros” u obreros rasos de estos establecimientos extractivos (Concha Merlo, 2019).
Durante la primera mitad del siglo XX, la vida económica y cultural de este espacio -y de la provincia de Santiago- giró principalmente en torno a la explotación de maderas en el bosque chaqueño, bajo el régimen empresarial obrajero. En este contexto, la consolidación de la producción forestal conllevó perdidas progresivas en la biodiversidad del monte nativo e implicó formas cruentas de explotación laboral a los “hacheros” (Tasso, 2007).
Las explotaciones ganaderas o “puesteras”, por su parte, se articularon como proveedoras de carne y otros insumos en este nuevo orden social obrajero (Concha Merlo, 2019). No obstante, el avance de los obrajes sobre el monte chaqueño también alcanzó el territorio ocupado por estos criadores fronterizos, dado que carecían de títulos de propiedad, y sus tierras fueron enajenadas por el Estado o arrendadas en calidad de fiscales a distintas empresas madereras (Bilbao, 1964).
En el contexto de los obrajes, las familias “puesteras” pasaron a convivir en el mundo montaraz con empresas forestales y sus trabajadores (los “hacheros”), y compartían múltiples espacios de sociabilidad como bailes, festividades, proveedurías, etc. No obstante, los criadores vacunos conformaban un grupo con un estatus social más alto al que tenían las familias trabajadoras (Concha Merlo, 2019). De hecho, en el presente esta diferencia sigue siendo marcada, en la medida en que los criadores ganaderos en general no tienen necesidad de vender su fuerza de trabajo.
Desde la segunda mitad del siglo XX, un complejo conjunto de factores económicos, políticos y ecológicos propiciaron el eclipse de obrajes grandes y medianos, lo que generó una importante crisis de desempleo y migraciones masivas a centros urbanos (Forni, Benencia y Neiman, 1991). Sin embargo, la actividad maderera persiste hasta el presente bajo dos modalidades.
Por un lado, existen modos reciclados de explotación del bosque por parte de pequeños emprendimientos empresariales locales, vinculados a acopiadores de carbón, aserraderos, corralones y carpinterías (Durand, 1987). Por otro, formas domésticas y comunitarias de producción maderera, llevada a cabo por hijos y nietos de los antiguos hacheros. Estos últimos, permanecieron asentados en tierras arrendadas o adquiridas por empresas forestales ya desaparecidas, y también “trabajaban monte”,2 usufructuando sus maderas para la producción familiar. Como veremos a continuación, algo idéntico sucedió con las familias puesteras una vez retirados los grandes obrajes (Concha Merlo, 2019).
En ambos casos, las habilidades técnicas (Ingold, 2000) en el uso del hacha no han cambiado respecto de las desarrolladas por sus ancestros hacheros en el marco de los obrajes antiguos, a pesar de que las cadenas operatorias han sustituido el hacha por la motosierra en algunas tareas específicas. Lo que ha mutado sustancialmente -al menos para el caso de los campesinos que producen de modo doméstico- es su vínculo territorial con el ambiente habitado. Es decir, las relaciones territoriales (Sack, 1986) a partir de las cuales cuerpos expertos-y-sus-hachas (Merleau-Ponty, 1994; Ingold, 2012) interactúan con constituyentes del entramado vegetal montaraz en orden a la producción de insumos o artefactos. Esto último es un elemento a tener en cuenta para a comprender el desarrollo de las cadenas operativas descriptas en el texto.
La diferencia entre producción doméstica o empresarial no es menor, dado que las prácticas que involucran el hacha, en cada caso, quedan anudadas a transectos sustancialmente distintos en múltiples aspectos. Lo cual implica que el hacha y las habilidades que la animan se articulan a proyectos, procesos técnicos y formas de habitar el ambiente, sustentadas en reglas, valores, afectaciones, necesidades, percepciones, concepciones y formas de tenencia de la tierra divergentes en diversos sentidos (Barbetta, 2012).
Esto último, sin lugar a dudas, repercute vivamente en la manera de construir/producir los espacios vitales habitados por las familias locales. De hecho, la permanencia en estos ambientes sigue siendo una cuestión sumamente conflictiva, dado que las tierras en las que viven los campesinos de la zona son codiciadas por empresarios forestales locales y foráneos ligados al agronegocio -particularmente por aquellos que producen soja, maíz y ganadería bovina de manera intensiva (Concha Merlo, 2019)-. Esto ha conllevado el desarrollo de múltiples conflictos territoriales, y a la emergencia de movimientos agrarios populares (Barbetta, 2012) como el Movimiento Campesino de Santiago del Estero-Vía Campesina (MOCASE-VC) con una fuerte impronta territorial, cuya principal consigna es “la tierra es de quien la trabaja”.
Los sujetos en torno a los cuales gira el trabajo son los miembros masculinos de una explotación doméstica “puestera” cuya principal actividad consistía en la cría de “ganado mayor” o “hacienda”3 (bovinos). Sin embargo, la producción doméstica incluía también otras actividades reproductivas secundarias (Schiavoni, 2008) como cría de “ganado menor” (porcino, caprino y aviar), agricultura de secano,4 elaboración de “postes”, producción de leña “campana”5 y caza. Se trataba de una familia relevante porque en ella convergían ambas tradiciones del chaco santiagueño: criadora-ganadera y “hachera”.
Utilizaré nombres ficticios a fin de preservar la identidad de mis interlocutores. Los denominaré Carlos Sánchez (73), Raúl Sánchez (46), Alcides Sánchez (40) y Pablo Sánchez (30). Con la familia Sánchez, realicé trabajo de campo entre 2014 y 2018, durante distintas estadías. Conviví con ellos aproximadamente treinta y ocho días, en los que me hospedé en sus hogares y los acompañé a lo largo de sus múltiples rutinas diarias. Para ello, utilicé como estrategias de investigación la observación participante y, en menor medida, entrevistas semiestructuradas. Esta aproximación prolongada a lo largo del tiempo me permitió abordar a escala micro las técnicas corporales del hacha y las cadenas operatorias en las cuales se inscribían.
En esta explotación doméstica predomina la cría de “hacienda” como principal actividad, lo cual generaba que las tareas y el calendario del quehacer masculino quedasen afectados por los ciclos anuales de los bovinos. En la región chaqueña, el ciclo húmedo comenzaba entre noviembre-diciembre y solía extenderse hasta abril. En dicho lapso, la “hacienda” permanecía dispersa por el monte, en amplios radios de distancia en torno al puesto de sus amos. Luego de abril, durante la estación seca, retornaban hacia las aguadas en las que fueron criados, para instalarse en las inmediaciones del puesto de los Sánchez.
Cuando la “hacienda” retornaba a las aguadas controladas por los humanos, las tareas colectivas de crianza ocupaban las mañanas de Carlos, Pablo, Raúl y Alcides con distintas actividades. Sin embargo, los momentos del año en que la hacienda se encontraba adentro del monte, la actividad realizada mancomunadamente por los varones de la familia consistía específicamente en la construcción o el mantenimiento de artefactos para la contención animal: corrales, potreros, chiqueros, usados como mediadores con los animales (Sautchuk, 2007). Una serie de tareas que Raúl describió como “acondicionarle el lugar” al ganado; percibidas como extenuantes y profundamente tediosas en contraposición al trabajo de cría.
Si durante las mañanas el régimen de trabajo involucraba a todos los miembros masculinos de la familia, por las tardes, por el contrario, el uso del tiempo dependía de cada uno de los integrantes de la unidad doméstica. Un lapso de tiempo no-colectivo que cada uno de ellos utilizaba de manera diferente. En este contexto de libre disponibilidad de tiempo, Raúl y Pablo se asociaban para elaborar “postes” y “leña campana” de manera conjunta.
En ambos casos, la actividad de “acondicionar el lugar a los animales”, como la elaboración de “postes” y “leña”, implicaba la utilización del hacha para intervenir sobre constituyentes vegetales del medioambiente.
¿Qué es un “poste”? ¿Cómo se lo produce y en qué historia se inscribe su producción? El “poste” (Figura 1) es una columna producida íntegramente de madera de quebracho colorado (Schinopsis balansae), en cuyo proceso de manufactura se utilizan herramientas como el hacha y la motosierra -introducida de manera sistemática en la década del ochenta (Durand, 1987).
Este objeto técnico puede definirse en relación con su funcionalidad en el mundo agrario: son piezas fundamentales para montar estructuras de contención como alambrados (Sordi, 2019) corrales, potreros. Conforme a lo anterior, son piezas para la construcción otros artefactos vitales en distintos tipos de contextos rurales. Permiten delimitar un perímetro, impedir la circulación a través de él, y simbolizan -en muchos casos- un modo particular de propiedad (Lemonnier, 2012). Este uso del “poste”, se debe a la calidad de su madera, dado que se trata de un material sumamente duro y denso, que puede permanecer bajo tierra o a la intemperie durante décadas, sin degradarse, ya que resiste la agencia de hongos e insectos.
En el departamento Alberdi, los postes de quebracho colorado solían ser comercializados a mediadores de otras provincias, quienes los transportaban a diferentes lugares de Argentina, donde conseguían precios de reventa más elevados. Su colocación en el mercado permitía a cuantiosas explotaciones domésticas del chaco santiagueño obtener dinero rápido ante cualquier tipo de apremio económico.
Los postes formaban parte de un amplio abanico de objetos técnicos, cuya producción remitía al proceso de implantación de los enclaves obrajeros en la provincia. Fue en este contexto que comenzó a fabricárselos con mano de obra local. Otros artefactos similares fueron los “durmientes” y “varillas”.6 Por otra parte, los insumos producidos con material vegetal eran la leña y el carbón. La primera era recogida luego de que cae sola de los árboles, mientras el carbón implicaba un proceso técnico en el cual se usaban hornos carboneros.
Raúl y Pablo complementaban los ingresos de la ganadería produciendo “postes” y “leña campana”, no así carbón, dado que la consideraban una actividad demasiado destructiva. La producción de carbón, señalaban, no solo destruía el monte, sino que movilizaba una serie de agentes invisibles (Coupaye, 2017), conocidos como las “madres de los árboles”. Estos existentes castigaban severamente a quienes cometían excesos en la extracción del monte.
Según Rubén y Pablo, las personas que “sacaban poste de más” o extraían para la producción de carbón generalmente estaban expuestas a accidentes o morían por afecciones pulmonares inducidas por estos agentes. Uno debía ser cuidadoso cuando las madres se encontraban disgustadas, y según Pablo, “no hay que cortar si estás viendo que los pájaros están enojados, porque ahí vienen las desgracias” (registro de campo 18/08/2018). El canto de los pájaros, de hecho, era un indicador del estado de ánimo de las madres. Si las aves cantaban, se sentían habilitados para cortar árboles, pero si se alborotaban, era mejor retirarse. Esta entidad invisible, de hecho, constituía un agente materialmente eficaz en el conocimiento técnico (Coupaye, 2017) de los hermanos Sánchez y uno de los componentes a tener en cuenta en orden a describir las cadenas operativas.
Ahora bien, así como las secuencias técnicas se relacionaban con existentes espirituales invisibles pero activos en el mundo material, también lo hacían con distintos regímenes de uso del monte. Efectivamente, este espacio fue ocupado por los antepasados de Carlos a comienzos de siglo XX -eran “criollos fronterizos”-, pero la familia nunca había tramitado los títulos de la propiedad. Y, a fines de la década del treinta, las tierras fueron compradas por una empresa obrajera y convertidas en un obraje importante de la región.
Con la empresa instalada en el territorio, la familia de Carlos podía criar animales, pero tenía cabalmente prohibido cortar árboles. Y, a pesar de que la empresa dejó de producir en la década del setenta, los propietarios mantuvieron un riguroso régimen territorial: estaba terminantemente prohibido cortar árboles; la policía local solía castigar a quienes se arriesgaban a hacerlo.
A fines de los noventa, los herederos de Hernández y Cía. vendieron las tierras del antiguo obraje a un latifundio madereros llamado Quebrachales del Norte. Los propietarios de esta empresa intentaron desalojar a los Sánchez de Nueva Yuchán por la fuerza, en un conflicto de tierra sumamente violento, que duró varios años y continúa con tensiones en el presente. En este contexto, los Sánchez se involucraron políticamente en el MoCaSE-VC, y la participación en esta organización fue generando que la familia ejerciera soberanía territorial sobre el ambiente habitado. Actualmente se refieren a su espacio vital como “el territorio”, y consideran que les pertenece en tanto son quienes lo trabajan. Esto último los habilita en la actualidad a “trabajar monte” realizando distintas actividades que implican el manto vegetal.
Raúl y Pablo dedicaban sus tardes a elaborar “postes” de quebracho colorado. Para ello habían dispuesto una zona a 50 metros del hogar en donde trabajaban diariamente. En distintas ocasiones en las que los acompañé a realizar estas tareas, pude delimitar las características de la cadena operativa involucrada en esta actividad. Como señala Ingold (2012), las secuencias técnicas no son etapas discretas, sino que cada paso es el despliegue del anterior y una preparación para el siguiente (Ingold 2012). Es decir, existe una intencionalidad práctica que dirige el proceso técnico a partir de una concepción general de la/s tarea/s por hacer: de lo que debe ser hecho, de cómo hacerlo, las herramientas y materiales a usar. Pero esta concepción no se encuentra confinada a la mente del profesional. Por el contrario, emerge a partir de las relaciones establecidas entre su cuerpo -sus habilidades práctico-perceptuales- y un ambiente, compuesto por herramientas, materiales, regímenes de trabajo, etc. En este sentido, el ambiente puede ser definido como un campo de posibilidades que se actualizan o no en relación con agencias específicas ordenadas en secuencias técnicas.
La primera etapa de la cadena operatoria resultaba en un momento preparatorio: era necesario conseguir los materiales. Esto implicaba introducirse al monte, explorar y seleccionar los árboles a cortar, talarlos y trozarlos con motosierra. Desde el momento en que cortaban un árbol -siempre y cuando los pájaros no estuvieran alborotados-, Rubén y Pablo proyectaban posibles usos en el futuro, y seccionaban los troncos en relación con estos productos finales que pretendían realizar. Por ejemplo, los árboles usados para hacer “postes” debían tener cierto diámetro, ser lo más rectos posible y no tener ningún tipo de perforación. La motosierra, al trabajar de manera mecánica, facilitaba muchas tareas relativas al trabajo de voltear y desmembrar los árboles.
Una vez trasladados a la zona de trabajo, comenzaba la elaboración de “postes”. Era un proceso artesanal, realizado casi enteramente con hacha, a pesar de que la motosierra había reemplazado algunas tareas. Así, elaborar postes implicaba dos etapas de confección conocidas como “desbaste” y “labrado” en las cuales el hacha cumplía un rol determinante.
Con el término “baquía” mis interlocutores denominaban a las experticias (las de los baqueanos) específicas para llevar a cabo algún tipo de actividad particular. Así, las tareas de “desbastar” o “labrar” eran etapas de la cadena operativa sucesivas en la elaboración de “postes” pero diferenciadas en lo que respecta a las habilidades técnicas (Ingold, 2012) o “baquías” puestas en práctica.
Para entender el “desbaste” y el “labrado” es necesario tener en cuenta: a) la intencionalidad que guía cada tarea y la conexión entre ambas; b) cómo se anexan y mueven cuerpo y hacha a partir de las habilidades técnicas usadas; y c) las características del hacha y de los materiales con los cuales se trabaja en cada caso.
Para elaborar postes de quebracho colorado se utilizaba tan solo una parte del tronco, conocida como “corazón”, la cual tenía la cualidad de permanecer décadas bajo tierra o a la intemperie sin ser degradada por insectos u hongos. El “corazón”, señaló Pablo, es el centro del tronco, con un color rojizo marcado, y se diferenciaba notablemente de una capa intermedia de madera color blanca -de menor calidad y durabilidad- que rodeaba el núcleo del quebracho (Figura 2).
“Desbastar” consistía en quitar con hacha la corteza y parte de la madera blanquecina. Así, durante esta tarea nunca se alcanzaba del todo el núcleo del tronco, sino que cesaba cuando empezaba a despuntar gradualmente la parte rojiza, y el material adquiría una forma próxima a la de un hexágono regular. Cuando ambos criterios se cumplían, esto daba lugar a la siguiente etapa, conocida como “labrado”.
En segundo lugar, en el caso de las habilidades técnicas (Ingold, 2012) de “desbaste”, el movimiento de los órganos ejecutores y el hacha era denominado “revoleo”, me explicaron/mostraron Raúl y Pablo. En el revoleo, cuerpo y hacha se anexan y mueven de un modo particular, a fin de separar el corazón del quebracho de las partes que no resultan útiles.
Con la mano izquierda debía tomarse siempre la parte inferior del mango -la empuñadura-, mientras que la mano derecha tomaba la parte media-superior del mango, siempre por arriba del hombro e incluso por encima de la cabeza del hachador. Es decir, mientras la izquierda estaba siempre fija en la empuñadura, el punto de agarre (Marchand, 2016) de la derecha era móvil: podía ser desde la zona media del cabo a la zona superior. Este desplazamiento dependía siempre de la fuerza y la precisión que quisiera imprimírsele al movimiento de “revoleo” (Figuras 3 y 4).
Esto último resultaba en revoleos cortos, largos o medianos, que se iban realizando y ponderándose en virtud de la valoración práctico-perceptual que el hachador iba realizando en cada momento, a partir de su relación con el material y de la intencionalidad que guiaba a la tarea. Cuanto más alto se agarraba el mango, mayor impulso tomaba el hacha y mayor fuerza se imprimía en el golpe sobre la madera. No obstante, a medida que el golpe era más fuerte, el revoleo perdía precisión. Entonces, era necesario modular los movimientos a cada momento en virtud de si se necesitaba mayor precisión o mayor fuerza con cada revoleo.
Si el impulso otorgado por la mano derecha imprimía mayor o menor fuerza en la acción de revoleo -dependiendo de su agarre-, la mano izquierda brindaba “dirección”, me explicó Rubén. Así, el monitoreo práctico-perceptual de los movimientos y los golpes se definía de diferente manera en el proceso de desbastado.
El hacha usada para “desbastar” medía noventa centímetros de largo y pesaba dos kilogramos. Su mango era de madera, mientras que la “cuña” o cabeza, de acero forjado. El filo del hacha para desbastar tenía una “pancita” o curvatura en su cara externa, denominada “haba”, mientras que en la cara interna la de la hoja era recta. Las características del filo, explicaban los hermanos, eran fundamentales para desbastar, en virtud de que generaban un tipo de acción sobre la madera dura del quebracho que permitía separar las láminas inútiles del corazón del tronco.
Antes de comenzar a desbastar con el hacha, se utilizaba la motosierra para realizar una serie de caladuras horizontales en el palo, las cuales se ubicaban a unos 15 o 20 cm de distancia a lo largo de este y tenían una profundidad de 5 cm, aproximadamente. Estos cortes eran marcas que servían para facilitar la extracción de los trozos desbastados. En efecto, el filo del hacha ingresaba a la madera a lo largo del tronco, y, al intersectar las caladuras hechas horizontalmente, los trozos caían más fácilmente al suelo.
Rubén era diestro, por lo cual sus pies se ubicaban a la derecha del tronco. Empuñaba la parte inferior del mango con la mano izquierda y el tramo más alto con su miembro superior derecho. Su mano derecha sujetaba el cabo desde el extremo más alto y eso le ayudaba a dotar de fuerte impulso a su revoleo.
El revoleo realizado por Raúl implicaba la puesta en movimiento de todo el cuerpo en cada acción. Comenzaba elevando el hacha por sobre su cabeza en un revoleo alto, y con toda su fuerza hacía caer la cuña del hacha sobre la superficie de madera blanquecina. Este movimiento se repetía tres o cuatro veces, hasta que el hacha intersectaba la caladura de motosierra, entonces un trozo de corteza-madera blanquecina caía al suelo. Ulteriormente, hacía unos cuantos revoleos cortos que servían para despejar pequeñas fibras que hubieran quedado adheridas al tronco. Dicho ciclo se repetía a lo largo de distintos tramos.
Poco a poco, asomaba de manera cada vez más marcada una superficie relativamente plana en el futuro poste. Su hacha golpeaba la madera y el lado plano del filo permitía que el palo adquiriera un formato cada vez más liso (Figura 5); mientras que el “haba” ejercía presión sobre la madera extraída y la separaba del tronco paulatinamente, abriéndola o quebrándola (dejándola caer al suelo).
Cada golpe generaba una superficie plana, que se ofrecía como guía e indicaba a la percepción del hachero dónde y cómo debía ser el siguiente golpe. Este affordance revelaba si el golpe anterior había sido correcto o si debía ser corregido con un nuevo golpe en orden de conseguir una forma más lisa en la madera. Cuando el golpe había sido correcto, era necesario retomar la guía ofrecida por el golpe anterior, de lo contrario, era inevitable generar un nuevo corte a fin de nivelar la madera e implicaba golpear para crear una nueva guía y poder continuar desbastando.
Cuando los troncos han sido desbastados desde cuatro laterales, adquieren un formato rectangular. Entonces, es necesario pasar a la siguiente y última etapa del desbaste, que consistía en cortar los vértices. Esto involucraba el uso de formas de revoleo más cortas, puesto que cortar vértices implicaba un proceso bastante más cuidadoso en tanto que debe dársele una forma próxima a un hexágono regular (Figura 6). Mientras eso sucedía, se podía percibir cómo la madera cambiaba de color y se ponía cada vez más rojiza, lo que permitía que se hiciera visible el “corazón” del quebracho.
Los “postes”, cuando se encuentran bien elaborados, es decir, según los valores de perfección de los trabajadores del hacha, suelen tener trece “cantos” o caras. Y tienden a aproximarse, de esta manera, a un polígono de trece lados -tomando criterios de la geometría-, cuyo largo puede variar entre 2,20 a 4 metros. En este sentido, la tarea de labrado estaba guiada por la intencionalidad de transformar el hexágono resultante del “desbastado” en una columna con trece lados bastante más angostos.
Cuando comencé a hacer trabajo de campo en 2014, Rubén se encargaba de “desbastar” pero no de “labrar”. Esto último debido a que no había aprendido a realizar esta tarea de características más artesanales. Según me explicó en aquel primer momento, consistía en un trabajo más “delicado” para el cual “hay que tener pulso” y, como había señalado su madre -hija y hermana de “hacheros”-, “tener buena mano”.
Mientras resultaba común que alguien aprendiera el desbaste, por ser una labor técnicamente más sencilla -dado que los movimientos del desbaste son aprendidos en la niñez, en tareas de recolección de leña para el hogar-, el “labrado” implicaba ciertas habilidades especiales que distinguían a los locales como “hacheros” profesionales. De hecho, en la zona se realizaba un torneo anual de “labrado” de postes que otorga importante renombre a quienes triunfan en él.
Raúl había migrado a Buenos Aires en los noventa, cuando apenas tenía dieciocho años, y retornó a los 40. Según me dijo, eso había interrumpido su aprendizaje en las tareas de labrado. En cambio, su hermano Pablo, de 27 años, permaneció siempre en Nueva Yuchán y se desempeñó “haciendo poste” para un conocido empresario maderero del pueblo. Allí adquirió las destrezas necesarias y se las transmitió a Raúl en esos años. De este modo, cuando realicé mi último trabajo de campo, en 2018, ya había aprendido la técnica a pesar de que, según me comentó, todavía le faltaba desarrollar mayor velocidad.
Pablo y Raúl me enseñaron en distintos momentos las técnicas del “labrado” (Figuras 7 y 8). En esos contextos pude observar que la posición del cuerpo con respecto al tronco era bastante distinta de la adoptada durante el desbaste, dado que el tronco se colocaba por debajo de ambas piernas, en posición inclinada: es decir, se apoyaba una de sus puntas en el suelo mientras la otra se encontraba suspendida en otro tronco, como se observa en las figuras 7 y 8.
Cuando Pablo y Raúl labraban, se inclinaban sobre la madera y tomaban el hacha con las dos manos en la mitad del mango. Así, mientras el labrador se mantenía erguido sobre las dos piernas y con el torso inclinado hacia adelante -en paralelo al poste- utilizaba la fuerza conjunta de brazos, hombros, espalda y abdomen. Esta habilidad técnica permitía ejercitar la suficiente fuerza y precisión como para extraer “fetas” o finas láminas de la madera hasta encontrar la forma buscada (en las figuras 7 y 8 puede apreciarse cómo las laminillas eran extraídas del tronco mediante la técnica de labrado). Consistía, de hecho, en un trabajo de modelado que, de ser mal hecho, hacía que estos artefactos perdieran valor en el mercado local a pesar de que su funcionalidad fuera la misma.
El trabajo de dar forma (Ingold, 2000) se iba realizando primero sobre los vértices que sobresalían del tronco ya desbastado (hexágono), de modo que se multiplicaban los “cantos” o laterales hasta aproximarse a la figura de un polígono de trece lados. Una vez que se ha logrado perfilar los cantos, el trabajo consistíaen mejorar la definición de cada uno de ellos a lo largo de todo el “poste”.
Quienes trabajaban realizando “postes” usaban un hacha específica para la tarea de labrar. Esta herramienta era en realidad una modificación local realizada sobre el hacha de desbaste, comprada en ferreterías de la zona. Dicha alteración consistía en recortar el mango de 90 a 70 cm y transformar las características del filo. Esta reforma en el área de corte consistía en limar el “haba”, y dejar en su lugar una cuchilla plana en ambos lados de la “cuña” del hacha, sumamente afilada. Estas características son las que permitían extraer finas láminas al mismo tiempo que se otorgaba forma y se modelaba un material considerablemente duro.
Tanto en el caso del desbaste como en el labrado, el hecho de que los movimientos siguieran una lógica no implicaba que sean repetitivos o idénticos, puesto que las personas no son máquinas de corte, sino artesanos hábiles. En este sentido, como señala Ingold (2000), lejos de ser un movimiento mecánico, el uso del hacha suponía el monitoreo perceptual constante de los excesos y o faltas, y la corrección a partir de hachazos subsiguientes. En una dinámica por la cual materiales y herramientas también actúan junto al cuerpo dando lugar a un sistema (Ingold, 2012). Esto implica un estímulo visual pero también un estímulo basado en la interacción táctil de la herramienta y el material manipulado a través de ella.
En la vida campesina, los artefactos construidos con hacha y madera del monte no son siempre comercializados. Por el contrario, un núcleo variable (dependiendo del espectro de actividades realizadas por cada unidad doméstica) de lo producido es usado para montar estructuras de diversa índole: viviendas, muebles o dispositivos de contención animal. Las distintas variedades de quebracho -y de otras especies vegetales- son, entonces, materiales fundamentales para la arquitectura local.
De esta manera, la utilización de la madera del monte no es idéntica entre explotaciones domésticas subalternas -cuya principal actividad es la extracción de maderas, la caza, la ganadería menor y el trabajo asalariado estacional- y familias mejor posicionadas en el espacio social local, como las puesteras, cuya fuente primordial de ingreso resulta de la cría ganadera. Entre estas últimos, las denominadas arquitecturas de domesticación (Anderson et al., 2017) cumplen un rol central en función de establecer mediaciones técnicas entre humanos y animales domésticos (Sordi, 2019). Como se indicó más arriba, en la época húmeda del año, el trabajo colectivo de los varones de la explotación doméstica se circunscribía a arreglar y construir estos artefactos.
Durante mi trabajo de campo en el puesto me encontré con un conjunto de dispositivos fabricados con madera nativa, los cuales diferían notablemente de otros como los alambrados. No obstante, cumplían un rol fundamental en la cría.
Los dispositivos de encuentro/contención de los animales podían dividirse al menos en tres tipos (Figuras 9, 10 y 11), y cada uno de ellos difería notablemente del resto en términos de resistencia y durabilidad. En virtud de eso, eran construidos para mediar distintos tipos de relaciones con los animales.
Las estructuras menos durables eran los “enlamados” (Figura 9), para las cuales se utilizaban como materiales arbustos xerófilos o ramas de árboles espinosos como el vinal (Prosopis ruscifolia). Dicho dispositivo era usado como parche o solución circunstancial para impedir el acceso de las cabras a determinados espacios reservados para las vacas. Estas ramas eran cortadas con hacha y colocadas en lugares por donde se filtraban animales caprinos.
En segundo lugar, se encontraban las estructuras usadas en el “potrero” (Figura 10) -espacios donde se preservaban pasturas y monte para alimentar a las vacas durante la sequía-. En general, el mantenimiento de esta estructura se circunscribía a acomodar piezas movidas por los animales. Sin embargo, cuando alguna se rompía, se utilizaban remanentes o descartes del proceso de elaboración de “postes”. Es decir, partes de árboles que no podían ser convertidas en columnas de madera o varillas por el hecho de tener curvaturas muy pronunciadas o presentar bifurcaciones entre las ramas. Los restos de quebracho colorado, de hecho, se reciclaban siempre para este tipo de estructuras o como leña en el hogar, dado que el fuego se mantenía encendido durante todo el día.
Los más durables entre estos objetos técnicos eran aquellas estructuras tipo corral o madera cargada (Figura 11), utilizadas para la construcción de corrales para las vacas y chiqueros de los cerdos.
Las estructuras de madera cargada solían realizarse utilizando “postes”. Como he mostrado en otros trabajos (Concha Melo, 2020), los postes iban enterrados como columnas. Mientras que las barreras horizontales, encargadas de contener la circulación de los animales, eran construidas con palos extraídos del quebracho blanco. Este material, según me dijeron los hermanos Sánchez, era sumamente resistente a la intemperie, pero no podía ser enterrado dado que se descomponía rápidamente.
En la cadena operativa orientada a la construcción de estructuras de madera cargada, las columnas hechas de postes pueden ser montadas de dos formas diferentes, según su disposición en el corral. Para las columnas esquineras, se necesitan tres “postes” de quebracho colorado. Los tres “postes” son enterrados verticalmente a medio metro de profundidad, dispuestos de tal forma que forman un triángulo equilátero, en el cual el espacio entre uno y otro tronco es de unos 15 cm (Figura 12). Durante la construcción de estas estructuras, Raúl y Pablo tomaron algunos postes que no podían comercializarse por no cumplir con los estándares exigidos en el exigente mercado, como el hecho de no tener trece lados definidos.
Si, por el contrario, las columnas se ubicaban en los laterales (Figura 13), insumían tan sólo dos postes de quebracho, también de 2,20 metros de largo, los cuales se situaban enterrados de modo enfrentado, con una distancia de 15 cm entre cada uno. En medio de estas brechas entre postes, se encastraban los palos de quebracho blanco que servían como paredes de los corrales.
Cuando presencié la construcción de estructuras de madera cargada, pude advertir que los troncos de quebracho blanco (Aspidosperma quebracho-blanco) usados en las paredes laterales eran trabajados utilizando movimientos similares a los usados en la elaboración de “postes”.
El primer paso en la cadena operativa consistía en talar los troncos de quebracho blanco con motosierra y trasladarlos a la zona de trabajo. Posteriormente, utilizando el hacha, los hermanos Sánchez comenzaban a trabajar sobre ellos a fin de dotarlos de una forma tal que les permitiera encastrarlos entre las columnas de quebracho colorado.
La madera de quebracho blanco era considerablemente más blanda y liviana que la del colorado, por lo que resultaba un trabajo bastante menos extenuante para Raúl, Pablo y Alcides. Carlos, por su parte, podía contribuir cavando los pozos de las columnas, o desmalezando. Y en algunas ocasiones trabajaba con el hacha, pero en realidad, manipular esta herramienta resultaba un esfuerzo demasiado peligroso a sus 71 años de edad. De hecho, repetía incansablemente que era necesario “cuidar el cuerpo” y no trabajar más de lo que se podía.
Las puntas de estos troncos debían ser modeladas con hacha y para ello se usaban los mismos gestos técnicos del labrado, pero se trabajaba con un hacha de desbaste, por el hecho de que se trataba de un material de menor rigidez. Y, a diferencia de los postes, que tenían trece lados, a estos palos laterales debía dárseles forma cuadrada (Figura 14). Esto último debido a que los troncos laterales eran encastrados unos arriba de otros, sobre sus puntas, mientras que las columnas de quebracho colorado se encargaban de contenerlos para que pudieran ser apilados unas sobre otras. Las superficies planas permitían que pudieran apilarse o cargarse una arriba de otra manera más sólida, sin que se deslizaran.
En el mundo del monte chaco-santiagueño, el hacha resulta una especie de prótesis anexada al cuerpo de los varones. Estas se ensamblaban a los cuerpos a partir de ciertas habilidades relativamente estabilizadas y bastante homogéneas -al menos desde el arribo de los obrajes en la primera mitad del siglo XX-, tanto entre los integrantes de la familia abordada en este trabajo como en otras explotaciones domésticas con las que realicé trabajo de campo. Y dicha anexión comienza en la infancia a partir de tareas domésticas como buscar leña.
Los gestos técnicos del revoleo y el labrado, de hecho, resultaban formas de movimiento que podían ser observadas a lo largo de múltiples formas usos, además de la producción de “postes”: en la elaboración de corrales, de enlamados, en prácticas de desmalezamiento o de corte de leña, etc. Estas habilidades corporales convergían técnicamente ampliando las posibilidades de intervención sobre materiales sumamente rígidos como los quebrachos, con tal precisión que incluso se podían permitirles labrar trece cantos.
Dadas las características de la vegetación chaqueña, esta herramienta se tornó parte fundamental de la vida, no solo para cortar leña, hacer carbón o construir artesanalmente objetos técnicos, sino también como experticia fundamental en lo laboral y lo identitario. Es decir, como un capital cultural incorporado básico para encontrar trabajo en el ámbito rural, dado que las principales fuentes de empleo todavía están vinculadas a la actividad forestal. Y, también constituyen un diacrítico fundamental para el reconocimiento entre pares masculinos (Concha Merlo, 2019).
No obstante, el ensamble técnico de habilidades, herramientas y materiales no resulta homogéneo en distintos espacios institucionales (Padawer, 2021), como emprendimientos privados o unidades domésticas. Incluso entre las explotaciones familiares, la apropiación del hacha no es homogénea, dado que existen unidades con perfiles productivos diversos y esto repercute directamente en el modo en el cual los hacheros se apropian de los saberes.
Esto significa que, para entender el uso del hacha en el ambiente en cuestión, es necesario tener en cuenta puntos de convergencia y de divergencia entre sus usuarios. Es decir, poder trazar trayectorias a partir de las cuales las hachas son usadas y su inserción en marcos relacionales más extensos.
La noción de cadenas operatorias o transectos planteada por Coupaye (2017) permite abordar los saberes del hacha documentando sus usos de manera desagregada y relacional, en función de las múltiples formas de apropiación de esta a lo largo de contextos específicos. Así, habilita a reconocer cómo se constituyen los vínculos y las formas de organización en el marco de las cuales las hachas son puestas en movimiento.
De esta manera, nos posibilita a analizar cómo la(s) sinergia(s) entre cuerpos expertos-hachas-monte (Ingold, 2012) se encuentra mediada a su vez por otras actividades domésticas, agentes espirituales, regímenes productivos y formas de territorialidad cambiantes a lo largo del tiempo. Analizar estas relaciones como elementos que modulan las prácticas hacheras nos invita a ver el uso del hacha no como algo homogéneo sino a partir de los diversos casos posibles que el trabajo de campo nos presenta.
Agradezco a Camila Pereyra por haberme facilitados las fotos n° 3. 4 y 6. Y a Ana Padawer por comentarios realizados a distintas versiones de este trabajo.
[1] Método de registro de datos en ecología que consiste en trazar un hilo entre dos puntos definidos de un ecosistema dado y registrar cuidadosamente las especies encontradas en la trayectoria que dicho hilo demarca, teniendo en cuenta las irregularidades del terreno y la topografía. Sin pretender abarcar la totalidad del ecosistema, la representación gráfica permite así aprender la heterogeneidad de las especies presentes.
[4] En los trabajos de agricultura y ganadería menor participaban las mujeres de la unidad doméstica. Pero, en general, su actividad estaba ligada al plano doméstico y el cuidado de los niños.
[6] Los durmientes eran vigas rectangulares de quebracho colorado usadas para montar las vías del ferrocarril. No se fabrican actualmente porque los árboles restantes, luego de un siglo de explotación, son demasiado pequeños para este tipo de producto. Las varillas, en cambio son maderas rectangulares y bastante delgadas usadas también en la construcción de alambrados.