Dossier / Artículo Invitado
Departheid
La gobernanza draconiana de los migrantes ilegalizados en los Estados occidentales
Departheid. The Draconian Governance of Illegalized Migrants in Western States
Departheid. A governança draconiana dos migrantes ilegalizados nos Estados ocidentais
Barak Kalir 1
1 Departamento de Antropología de la Universidad de Ámsterdam. Paises Bajos
Correo electrónico: b.kalir@uva.nl
DOI: http://doi.org/10.34096/runa.v41i1.8133
Nota de los editores: Este artículo es una versión traducida y revisada del artículo "Departheid. The Draconian Governance of Illegalized Migrants in Western States" publicado en Conflict and Society: Advances in Research, 5 (2019), pp. 19-40, Berghahn Books. Traducción de Corina Tulbure.
Departheid. La gobernanza draconiana de los migrantes ilegalizados en los Estados occidentales
RUNA, archivos vol. 41, no. 1, mayo-septiembre, 2020. doi: 10.34096/runa.v41i1.8133
Instituto de Ciencias Antropológicas. Universidad de Buenos Aires
Este obra está bajo una licencia de Creative Commons Reconocimiento 4.0 Internacional.
Resumen
Este artículo propone el término departheid para designar la opresión sistémica y la gestión espacial de los inmigrantes ilegalizados en los Estados liberales occidentales. Como concepto, departheid apunta a ir más allá de los instrumentos de ilegalización de la migración para comprender la persistencia con que se implementan estas medidas opresivas, a pesar de una creciente evidencia sobre su inutilidad en la gestión de la movilidad humana y del daño que causan a millones de personas. El artículo destaca la continuidad entre los actuales regímenes migratorios opresivos y las configuraciones coloniales del pasado para controlar la movilidad de aquellos a quienes Hannah Arendt denominó las “razas sometidas”. Haciendo uso de similitudes con el apartheid como ideología dominante basada en la racialización, la segregación y la deportación, sostengo que el departheid viene motivado también por un sentido de superioridad moral enraizado en la fantasía de la supremacía blanca.
Palabras clave: Colonialismo; Detención; Deportación; Inmigración ilegal; Racismo
Abstract
This article proposes the term departheid to capture the systemic oppression and spatial management of illegalized migrants in Western liberal states. As a concept, departheid aims to move beyond the instrumentality of illegalizing migration in order to comprehend the tenacity with which oppressive measures are implemented even in the face of accumulating evidence for their futility in managing migration flows and the harm they cause to millions of people. The article highlights continuities between present oppressive migration regimes and past colonial configurations for controlling the mobility of what Hannah Arendt has called “subject races.” By drawing on similarities with apartheid as a governing ideology based on racialization, segregation, and deportation, I argue that departheid, too, is animated by a sense of moral superiority that is rooted in a fantasy of White supremacy.
Key words: Colonialism; Detention; Deportation; Illegal immigration; Racism
Resumo
Este artigo propõe o termo departheid para capturar a opressão sistêmica e a gestão espacial dos imigrantes ilegalizados nos Estados liberais ocidentais. Como conceito, departheid objetiva ir além da instrumentalidade da ilegalização no sentido de compreender a tenacidade com a qual as medidas opressivas são implementadas apesar de uma crescente evidência sobre a sua inutilidade na gestão da mobilidade humana e os danos que causam a milhões de pessoas. O artigo destaca as continuidades entre os atuais regimes migratórios opressivos e as configurações no passado colonial por controlar a mobilidade ao que Hannah Arendt chamou de “raças submetidas”. Ao fazer uso da similaridade com o apartheid como ideologia dominante baseada na racialização, segregação e deportação, argumento que o departheid também é motivado por um sentido de superioridade moral com raízes na fantasia da supremacia branca.
Palavras-chave: Colonialismo; Detenção; Deportação; Imigração ilegal; Racismo.
Introducción
“El principio de la sabiduría es llamar a las cosas por su verdadero nombre”
(Confucio).
“Nuestro país está colonizado, aterrorizado. Echadlos a todos fuera del país”
(Geert Wielders, diputado holandés y presidente del Partido por la Libertad, septiembre de 2016).
¿Cómo explicarnos la violencia sistémica contra los migrantes desarmados o contra los refugiados ejercida por numerosos agentes estatales en los países democráticos occidentales? ¿Cómo es posible que algunos de nuestros prójimos que se mueven entre los Estados, y que no han cumplido (todavía o completamente) con los requisitos administrativos establecidos por los dichos Estados, terminen sometidos a redadas policiales, largos períodos de detención, separación de sus familias y deportaciones a lugares que representan una amenaza para sus vidas? ¿Cómo puede ser que miles de personas se ahoguen cada año en el mar Mediterráneo o se deshidraten hasta morir en el desierto de Arizona sin que todo ello conduzca a una reevaluación seria de las políticas que regulan las fronteras? Uno de los mejores intentos para dar respuesta a estas preocupantes cuestiones desde las ciencias sociales se ha centrado en la “figura del migrante” (Nail, 2015) y “el nicho del refugiado” (Perdigon, 2018) en las sociedades contemporáneas, y en la continua deshumanización y reducción de muchos no ciudadanos a una “nuda vida” (Agamben, 1998), “vida desechable” (Mbembe, 2003), “vidas no duelables” (Butler, 2006), o a “vidas desperdiciadas” (Bauman, 2005). Las críticas han señalado las múltiples ganancias económicas que se extraen con facilidad del trabajo de los migrantes ilegalizados, desprotegidos, privados de sus derechos y fácilmente explotables (De Giorgi, 2010; Anderson, Gibney y Paolett, 2013; Golash-Boza, 2015).1 Es evidente que existen ganancias políticas sustanciales que benefician a los Estados que apoyan la securitización de la migración (Huysmans, 2000, 2006; Balzacq, 2005), puesto que así reafirman su poder soberano mediante una lucha contra “un enemigo adecuado” (Fekete, 2009a).
A pesar de las abundantes descripciones críticas de los intereses y las razones que sostienen la ilegalización y la securitización de la migración, parece que carecemos de un concepto capaz de reunir analíticamente y capturar de forma intuitiva tanto la voluntad política como la aceptación social generalizada en los Estados democráticos occidentales de una inversión masiva que apunta y sanciona severamente a los migrantes ilegalizados. Este artículo propone el término departheid para conceptualizar la “banalidad del mal” (Arendt, 1963), que incluye la producción sistémica y el (mal)trato estructural de migrantes ilegalizados a gran escala, sin palpable gran oposición. Como concepto, departheid aspira a profundizar más allá de la instrumentalización de la ilegalización de la migración, para abarcar la combinación de políticas y prácticas, razones y emociones que obligan a los migrantes ilegalizados a partir, ser deportados, evadir la deportación (pagando un altísimo precio, literal y figuradamente), o a arriesgarse a la expulsión última, la muerte.
La esencia del departheid es un ejercicio de ingeniería política espacial basado en la identificación, separación y trato diferencial de migrantes ilegalizados. El objetivo formal del departheid de mantener un territorio nacional libre de ellos se logra mediante el despliegue de la violencia legal, psicológica y física en tres lugares clave: primero, en el punto de entrada, los Estados fortalecen y protegen sus fronteras para denegar preventivamente la entrada a quienes, se sospecha, se convertirán en migrantes ilegalizados; segundo, dentro de su territorio soberano, los Estados los segregan y confinan en “zonas de espera” especialmente designadas –vecindarios, campamentos, “hot spots”,2 prisiones e instalaciones de detención–, desde donde la vigilancia y las devoluciones controladas pueden manejarse con mayor facilidad; tercero, en el punto de salida, los Estados los obligan a “irse voluntariamente” o a ser deportados de manera forzosa.
El departheid ostenta a la vez una materialidad concreta –en forma de leyes, fronteras fortificadas, centros de detención, vuelos de deportación, etc.– y un espíritu representado por construcciones culturales y sociales dominantes que informan y promueven la deshumanización de los migrantes ilegalizados. Al explicar su perseverancia en los Estados occidentales liberales, sostengo que debemos considerar el departheid como la continuidad o como la última mutación de las configuraciones coloniales para gestionar la movilidad de quienes Arendt (1951) ha llamado “razas sometidas”.3 Bajo los regímenes coloniales, las “razas sometidas” fueron vistas fundamentalmente por los colonizadores europeos como inferiores, con movilidad siempre restringida, y nunca a la par en cuanto a los derechos arrogados a los ciudadanos europeos blancos. Al trazar aún más similitudes con el apartheid, en tanto que ideología de gobierno basada en la racialización, segregación y deportación de los sujetos no deseados, argumento que el departheid se sostiene también en un sentimiento de superioridad moral basado en la fantasía de una supremacía blanca (Hage, 2000). Este sentido de superioridad moral justificaría el establecimiento y la aplicación intransigente del departheid y, a la vez, lo presentaría como un supuesto acto de autodefensa contra quienes son presentados como invasores de los Estados occidentales.
El departheid se consolida en los Estados occidentales como la única política concebible para gestionar la movilidad de los migrantes ilegalizados, incluso ante la creciente evidencia de su inutilidad y del daño que causa a millones de personas (De Genova y Peutz, 2010; Drotbohm y Hasselberg, 2017). Por lo tanto, asume un estatus hegemónico de ideología de gobierno que no guía solo a políticos, hacedores de políticas y funcionarios públicos, sino que también satura con su lógica a la sociedad en general, y a las intervenciones humanitarias y de ayuda en particular (Ticktin, 2011; Cabot, 2014; Kalir y Wissink, 2016).
Al acuñar el término departheid, busco alcanzar dos objetivos. El primero es mayormente nominal, es decir, un acto de nominación: llamar algo por su verdadero nombre. Sin embargo, llamar algo por su propio nombre no es nunca solo una cuestión de semántica. A menudo representa el paso necesario para llamar la atención y acumular juicio crítico sobre un fenómeno particular que, de otro modo, podría dejar de percibirse en su totalidad, ya que aparecería de forma incompleta para diferentes actores en solo una de sus múltiples manifestaciones. Así, no llamar a una cosa por su nombre puede llevar a diferentes críticos a creer que trabajan en y sobre diferentes campos que se fragmentan fácilmente a lo largo de líneas disciplinarias, metodológicas y nacionales. De hecho, uno de los logros más importantes de cualquier ideología hegemónica opresiva es la capacidad de desviar la atención de su forma unitaria y, por lo tanto, evitar que las distintas perspectivas apunten en una sola dirección que pueda provocar un ataque coordinado sobre ella (Gramsci, 1971).
El segundo objetivo de acuñar el término departheid es analítico. La adopción de departheid como marco conceptual puede resolver un predominante sentimiento de perplejidad enfatizado en muchos estudios críticos que analizan el trato inhumano que se brinda a los migrantes ilegalizados en los Estados occidentales (Benhabib, 2004; Barker, 2013). Este sentido de perplejidad parece tener raíces en un punto de partida particular que da por sentados valores progresistas, democráticos y liberales para marcar la posición moral (autoproclamada) de dichos Estados. Desde este punto de partida, los estudios críticos a menudo terminan, de manera bastante insidiosa, reproduciendo y reafirmando una noción falsa de un régimen de gobierno occidental humano que está incompleto o se ha extraviado, y que simplemente necesita corrección o ajuste. Por ejemplo, al estudiar la ineficiencia de la detención para la deportación de los migrantes en Alemania y Holanda, Dennis Broeders (2010, p. 182) concluye: “La prolongada y costosa detención de un migrante irregular que eventualmente acabará de nuevo en la calle no parece un enfoque de control migratorio muy racional”. Por lo tanto, afirma que, dada su ineficiencia, las políticas actuales son imprudentes en el uso de la detención para castigar y disuadir a los migrantes ilegalizados. Siguiendo este análisis, uno puede concluir, fácil y lógicamente, que Alemania y los Países Bajos deben hacer que sus políticas funcionen de manera eficiente y no, en cambio, proceder a abolir la draconiana detención migrantes por razones administrativas durante “un periodo de hasta 18 meses en Alemania e incluso mucho más tiempo en Holanda”.
Establecer el departheid como punto de partida alternativo postula que los Estados occidentales implementan intencionalmente un régimen de movilidad racializado, similar a las configuraciones coloniales pasadas. Desde esta perspectiva, podemos evaluar, por ejemplo, la muerte de migrantes y refugiados en las fronteras, o sus largas detenciones administrativas, como actos deliberados y no como consecuencias no intencionadas o resultados de políticas que de otro modo serían humanas.
El artículo continúa con tres partes sustanciales. En primer lugar, establezco la materialidad y la magnitud del departheid recurriendo a estadísticas sobre el arresto, la detención y la deportación de migrantes ilegalizados desde los años noventa en los Estados occidentales. A continuación, analizo los intereses económicos y políticos contemporáneos que impulsan la costosa y expansiva implementación del departheid. Muestro que su puesta en marcha es un juego en el que todos ganan, con beneficios para los partidos políticos, la élite empresarial y grandes sectores de la ciudadanía. La parte perdedora en este juego son los millones de migrantes ilegalizados, sin voz política debido a su marginalización en la sociedad en la que viven y trabajan. Por último, demuestro la continuidad entre el departheid y formas colonialistas previas de gestión de las “razas sometidas”. Sostengo que el departheid transpone a la metrópolis la lógica empleada históricamente en la gestión de las poblaciones no blancas en las colonias. Concluyo proponiendo el departheid no solo como una herramienta intelectual, sino también –por su capacidad de generar una “política de la vergüenza” entre quienes apoyan sus operaciones– como un intento de vinculación con otras movilizaciones sociales y políticas que se oponen a las prácticas opresivas y deshumanizantes contra los migrantes ilegalizados en los llamados Estados liberales.
Departheid: alcance y efectos
El establecimiento del departheid en los Estados occidentales se remonta a principios del siglo XX, en coincidencia con la “invención del pasaporte” (Torpey, 2000) durante la Primera Guerra mundial. Sin embargo, resulta útil para nuestro objetivo distinguir y ubicar el acelerado ascenso del departheid en su forma completa en el inicio de los años noventa. Es en esta época, tras el fin de la Guerra Fría, cuando somos testigos de cómo una mayor movilidad de migrantes y refugiados del sur global se enfrenta a una respuesta general violenta, criminalizadora y deshumanizadora por parte de los Estados occidentales (Anzaldúa, 1987; Stumpf, 2006) que, a menudo, utilizan definiciones cambiantes sobre la condición de refugiado [“refugeeness”] (Chimni, 2009) o “prácticas iliberales” (Bigo, 2002), especialmente tras los ataques terroristas del 11 de septiembre de 2001. Escribiendo a mediados de la década de los noventa sobre la aparición del “refugiado”, Lisa Malkki (1995, pp. 511-512) criticó duramente la noción occidental de soberanía estatal, y argumentó que
naturaliza y vuelve razonable el cierre de las fronteras contra las solicitudes de asilo [y] torna evidente la necesidad de controlar el movimiento de personas ‘fuera de lugar’ y, por lo tanto, actúa para naturalizar tecnologías de poder tales como el campo de refugiados, el campo de tránsito, el centro de verificación o recepción, etc.
Como demostraré, las personas clasificadas en los Estados occidentales como personas “fuera de lugar” son, de forma abrumadora, aquellas que se ajustan a lo que Arendt (1951) denominó “razas sometidas” o lo que Ghassan Hage (2000) ha llamado más recientemente “gente con apariencia de Tercer mundo [Third-World-looking people]”.
Para ilustrar la rápida constitución de regímenes migratorios opresivos desde la década de los noventa y que culminan en lo que llamo departheid, tomemos por ejemplo el caso de España. A finales de los ochenta, este país prácticamente no tenía una política de inmigración, y sus fronteras físicas con Marruecos en los enclaves de Ceuta y Melilla eran, en su mayoría, vallas simbólicas apenas vigiladas que se podían cruzar con facilidad. España legisló su primera Ley de Extranjería en 1986, durante su proceso de integración en la Unión Europea. En ese momento, el país no tenía centros de detención para migrantes ilegalizados. Sin embargo, desde 1991, cuando comenzaron a llegar al territorio español los primeros barcos que transportaban migrantes y refugiados de África, contempló la viabilidad de una inversión pública masiva para vallar sus fronteras, en función de la cual estableció numerosos centros de detención en todo el país, creó unidades especiales de policía para combatir la migración ilegalizada y ejecutó un elaborado aparato de deportación que incluye tanto programas de retorno “voluntario” como expulsiones forzadas (Andersson, 2014; Kalir, 2017a; Moffette, 2018). Esta respuesta violenta a la movilidad no autorizada en dicho país resulta de la normativa de la Unión Europea (UE), asada en el informe de la Comisión Europea sobre el progreso hacia la adhesión de nuevos Estados miembros que recomienda, por ejemplo, que “Bulgaria construya centros de detención adecuados para extranjeros ilegales con objeto de cumplir con los criterios necesarios para ingresar al área de 'seguridad, libertad y justicia'“ (citado en Rigo, 2005, p. 14). En otras palabras, la aspiración a la seguridad, libertad y justicia, tal y como la concibe la UE, se basa en la capacidad de detener y deportar a los migrantes ilegalizados, que claramente representan, en esta mirada, una amenaza para lograr ese objetivo.
Para fundamentar el departheid en las realidades que pretende captar, delineemos ahora los contornos y la magnitud de sus tres componentes operativos: prevención de entrada, contención y deportación. Las estadísticas relacionadas con el departheid no son fáciles de obtener en la mayoría de los Estados miembros de la UE. No obstante, según un informe de Eurostat (2018), de 2008 a 2016, más de 6,8 millones de personas fueron detenidas por “presencia ilegal” en la UE; a más de 4,6 millones se les ordenó abandonar los territorios de la UE; y aproximadamente a 3,5 millones de ciudadanos no pertenecientes a la UE se les negó la entrada en las fronteras de los Estados miembros. En cuanto a la deportación, el mismo informe indica que, en este período, alrededor de 1,75 millones de personas fueron “devueltas” a un Estado no miembro de la UE. Esta cifra está en línea con la declaración general de Migración y Asuntos de Interior de la Comisión Europea de que
cada año, entre 400.000 y 500.000 ciudadanos extranjeros reciben la orden de abandonar la UE porque han ingresado o permanecen de manera irregular. Sin embargo, solo al 40% se le envía de regreso a su país de origen o al país desde el cual viajaron a la UE” (EC, 2019).
Esto significa que se deportan al año a unas doscientas mil personas de los Estados miembros de la UE. Con respecto al confinamiento de los migrantes ilegalizados en los centros de detención, según fuentes independientes, la cifra asciende a unos 200.000 detenidos por año (Global Detention Project y Access Info Europe, 2015, p. 23; ver también GDP, 2019). Es importante destacar que las cifras de confinamiento no incluyen a los cientos de miles de solicitantes de asilo individuales y familias enteras en toda Europa que se ven obligados a vivir en campamentos y “hot spots” especialmente designados mientras esperan, a veces durante años, el procesamiento de su solicitud (Garelli y Tazzioli, 2013; Rozakou, 2017).
Otro indicador de la expansión de las medidas opresivas en el campo de la migración en la UE se encuentra en las operaciones de la Agencia Europea de la Guardia de Fronteras y Costas (Frontex), establecida en 2005 para coordinar e implementar una protección más efectiva de las fronteras de la UE y una expulsión más rápida de los migrantes ilegalizados de los Estados miembros. El presupuesto anual de las operaciones de Frontex se estableció inicialmente en 6 millones de euros por año, pero durante los siguientes 13 años creció un 5.300%, y se situaba, en 2018, en 230 millones de euros (Nielsen, 2018). La implementación del departheid también es ahora parte integrante del plan de ampliación de la UE, que obliga a los nuevos Estados miembros (más recientemente a Polonia, Rumania y Bulgaria) a modificar sus leyes de inmigración e invertir en el establecimiento de la infraestructura requerida para la prevención de la entrada, detención y deportación de inmigrantes ilegalizados (Rigo, 2005; Gibney, 2008; Anderson et al., 2013).
Al analizar el caso australiano, podemos observar con más claridad la tenacidad con que se han implementado los regímenes migratorios opresivos desde la década de los noventa. En 1992, Australia introdujo la detención obligatoria, que inicialmente era una medida temporal para enfrentarse al aumento de los arribos de los “boat people” indochinos, pero que pronto se extendió permanentemente a todos los no ciudadanos “fuera de la ley”. En línea con esta política más dura, Australia ha construido, desde 1991, siete centros de detención nuevos, además de los tres existentes, y pasó de detener a 188 migrantes ilegalizados en 1991-1992 a 19.376 detenidos en 2011-2012, un aumento de más del 10.000% en 20 años (Phillips y Spinks, 2013, pp. 5-6). Estos altos niveles de detenciones y deportaciones de migrantes ilegalizados fueron reemplazados en parte hacia 2004 con procedimientos de procesamiento en alta mar [offshore]. Australia ha invertido fuertemente en desplegar su armada para interceptar los barcos que buscan arribar a sus costas, como parte de su notoria “Solución Pacífica” (Magner, 2004). Las embarcaciones comenzaron a ser remolcadas hacia islas pobres en alta mar (Manus, Papúa Nueva Guinea y Nauru) y la labor de procesamiento de solicitudes de asilo y gestión de detención y deportación se tercerizó en empresas privadas por un coste de 2 mil millones de dólares australianos en solo cuatro años de operación (Jabri, 2013). Las condiciones en los centros de detención financiados por Australia en las islas vecinas han sido criticadas repetidamente como inhumanas, lo que ha llevado a revueltas recurrentes, autolesiones e intentos de suicidio por parte de los detenidos (Hyndman y Mountz, 2008; Pickering y Weber, 2014).
Sin embargo, la magnitud de las políticas y prácticas migratorias opresivas se revela de forma más dramática en el caso de los Estados Unidos. Según su Departamento de Seguridad Nacional, “la devolución forzada de un no ciudadano fuera de los Estados Unidos en base a una orden formal de expulsión” aumentó de 869.646 personas de 1993 a 2000, bajo la administración Clinton; a 2.012.539 de 2001 a 2008, bajo la administración Bush; y hasta 3.094.208 de 2009 a 2016, bajo la administración Obama. Así, la expulsión forzada ha crecido exponencialmente, y alcanza a casi 6 millones de migrantes ilegalizados en los últimos 24 años. En este mismo periodo, Estados Unidos gestionó también 22 millones de “devoluciones/retornos”, definidos formalmente como “el traslado de un no ciudadano fuera de los Estados Unidos con el permiso de retirar su solicitud de admisión en la frontera o una orden de salida voluntaria”. En cuanto a las detenciones, de 1993 a 2016 hubo casi 27 millones, lo que implica “una acción por parte de los agentes de policía de inmigración de establecer una custodia física para un no ciudadano” (Chishti, Pierce y Bolter, 2017). Para comprender este fenómeno de detención masiva, debemos considerar que “cada día, el país mantiene a unas 30.000 personas en detención migratoria administrativa a un coste estimado de casi US$ 150 por día [y por detenido]” (GDP, 2016). El presupuesto general de las dos agencias que operan el departheid –la Patrulla Fronteriza y el Servicio de Inmigración y Control de Aduanas– fue de casi 20 mil millones de dólares en 2016 (DHS, 2017). Sorprendentemente, se ha observado que, en los últimos años, “la financiación federal para la aplicación de la ley de inmigración [es] mayor que la financiación asignada a todas las demás principales agencias federales de aplicación del derecho penal”, incluidos el FBI, la CIA, el Servicio de Alguaciles de los EE.UU. y otras agencias (Chishti et al., 2017).
Para comprender más cabalmente la magnitud del departheid y sus implicaciones más profundas, debemos tener en cuenta dos aspectos adicionales muy importantes. Primero, en los tres lugares en los que se implementa, se producen sistemáticamente muertes. Cada año, decenas de migrantes ilegalizados sufren heridas graves o mueren al intentar resistirse a su expulsión forzada. En los centros de detención para migrantes ilegalizados se han producido numerosos casos de autolesiones y suicidios. En Australia, por ejemplo, entre “enero de 2011 y febrero de 2013 fueron informados 4.313 incidentes de autolesión seria, entre actos consumados, amenazas e intentos, en centros de detención de inmigrantes” (Triggs, 2013, p. 721). En el Reino Unido, en 2018 se detectó un intento de suicidio a diario en los centros de detención para deportación (Taylor, Walker y Grierson, 2018).
Sin embargo, es al intentar entrar en el territorio de los Estados occidentales cuando muere la mayoría de los migrantes ilegalizados. Según las estadísticas, más de 34.000 personas han muerto desde el año 2000 en el intento de entrar a Europa. En la frontera sur de los Estados Unidos con México se han registrado más de 7200 muertes en los últimos 20 años (CBP, 2018). Es probable que los números reales sean mucho más elevados, ya que existe un serio subregistro de muertes (De León, 2015; Spijkerboer, 2016). Más que un daño colateral, matar a migrantes ilegalizados o dejarlos morir constituye una característica intrínseca en el proceso de implementación de los regímenes migratorios opresivos. Al crear barreras fronterizas cada vez más dañinas, condenarlo a largos períodos de detención en condiciones físicas y psicológicas severas y realizar expulsiones forzadas a lugares que representan una amenaza para sus vidas, el departheid genera, de forma sistemática, riesgo de muerte durante su implementación multisituada (cf. Van Houtum, 2010).
El segundo aspecto a tener en cuenta con respecto al departheid es su otra cara, a saber, la realidad del abandono y el miedo constante a la deportación que experimentan millones de migrantes ilegalizados que viven en los Estados occidentales (De Genova, 2002; Chávez, 2012; Hasselberg, 2016). El abandono debería considerarse una técnica moderna de gobierno, diametralmente opuesta a la modalidad de “ver como un Estado” conceptualizada por James Scott (1998), que tenía por objetivo la legibilidad completa de la población gobernada. Bajo el departheid, el abandono y la deserción reinan cuando se trata del “contrato social” entre los Estados y los migrantes ilegalizados (Kalir y Van Schendel, 2017). Ahora, “los Estados ya no buscan la legalidad para contar cada sujeto en su territorio soberano, sino la legitimidad para descartar ciertos sujetos, como si ya no existieran […], un giro desde 'dejar vivir' hacia 'hacer morir'” (Kalir, 2017b, p. 65). Como resultado del abandono estructural, los migrantes ilegalizados a menudo terminan viviendo sin acceso a algunas de las necesidades más básicas, como atención médica, vivienda, alimentación y educación para los niños. El miedo constante a una deportación aleatoria y a la posibilidad de separación de las familias pesa fuertemente sobre su salud mental y física Gonzales y Chávez, 2012; Cavazos-Rehg, Zayas y Spitznagel, 2007).
Intereses y retórica
Si pensamos, en sentido figurado, en los millones de migrantes ilegalizados como una “nación de deportados” (Kanstroom, 2007), su movimiento forzado bajo regímenes migratorios opresivos es comparable únicamente con algunos desplazamientos de población a gran escala que ocurrieron en la historia reciente bajo circunstancias trágicas, por ejemplo, entre Turquía y Grecia en 1923, India y Pakistán en 1947 y bajo el Tercer Reich y la Unión Soviética. ¿Por qué, entonces, en los debates públicos y políticos actuales, el confinamiento y la expulsión forzada de decenas de millones de migrantes ilegalizados en los Estados occidentales no se percibe como un fenómeno catastrófico que debe condenarse con vehemencia y detenerse en la mayor brevedad? Incluso dejando a un lado los asuntos morales, ¿cómo podríamos asumir el hecho de que, ante su colosal incapacidad para lograr sus objetivos declarados en términos de gestionar la movilidad, los Estados occidentales siguen implementando el departheid como la única “solución” viable, y cada vez con mayor intensidad?
Existen varias respuestas posibles a estas preguntas desconcertantes. En la siguiente sección, destacaré la continuidad entre los regímenes de movilidad colonial y la gestión espacial actual de los Otros racializados. En esta sección, me centro en los intereses más prácticos y las racionalidades mundanas que impulsan los regímenes migratorios opresivos. Afirmo aquí que debemos reconocer, en primer lugar, que los “logros” del departheid se encuentran no en sus objetivos declarados, sino en su implementación misma. Dicho de otra manera, hay intereses creados que hacen que la implementación y el funcionamiento del departheid sea deseable para sus benefactores, independientemente del cumplimiento de sus objetivos formales.
Las ganancias económicas son quizás las más obvias y fáciles de justificar desde dos niveles importantes. Primero, la creación de un “ejército de reserva” de trabajadores privados de derechos, desprotegidos y fácilmente explotables es inmensamente beneficiosa para los mercados laborales nacionales en los países occidentales. Las grandes empresas, los empleadores medianos y los ciudadanos comunes, que pueden externalizar el trabajo doméstico y el cuidado de niños y ancianos a los migrantes ilegalizados, se benefician directamente de la mano de obra barata de “los nuevos intocables” (Harris, 1995; véase también Agier, 2011). En un segundo nivel, la producción de la ilegalidad (Andersson, 2014; Arbogast, 2016) y la securitización de la migración (Huysmans, 2000; Bourbeau, 2011) ofrecen directamente contratos atractivos a decenas de empresas privadas que vallan fronteras, desarrollan tecnologías de vigilancia, dirigen centros de detención, operan vuelos de deportación, etc. Tal como muestra Tanya Golash-Boza (2015), la lógica económica detrás del extenso “complejo migratorio” resulta ser similar a la que impulsa la industria militar o penitenciaria (Wacquant, 2010).
Si bien los intereses económicos nunca son fáciles de separar de los intereses políticos, está claro que algunos beneficios pueden ubicarse más específicamente en este último ámbito. De manera más evidente, los regímenes migratorios opresivos ofrecen a los Estados un escenario oportuno para ejercer su poder soberano controlando las fronteras físicas y cívicas y reforzando agencias cruciales como la policía, el ejército, la misión diplomática y la burocracia interna (Andersson, 2014). Elevar a los migrantes ilegalizados al estatus de “enemigos del Estado” también puede desviar la atención pública de otros frentes políticos a los que muchos Estados occidentales no responden (beneficios sociales, atención médica asequible, control sobre los mercados financieros, etc.). Además, producir un estrato de personas deportables en la sociedad en tiempos de “modernidad líquida” (Bauman, 2007), cuando muchos ciudadanos sufren condiciones de vida precarias y una inseguridad ontológica, tiene un efecto de empoderamiento en la población nativa que, en comparación con los migrantes ilegalizados, puede (todavía) sentir que pertenece y se halla menos abandonada por el Estado (Anderson, 2013; Kalir, 2015).
A nivel político global, tal como lo adelantara Gregory Feldman (2012), los partidos políticos neoliberales y neoconservadores en los Estados occidentales, junto con muchas organizaciones panestatales como la Organización Internacional para las Migraciones (OIM), la Organización Internacional del Trabajo (OIT) y la Organización de Naciones Unidas (ONU), están de acuerdo en la necesidad de contrarrestar lo que consideran “migración ilegal”. El establecimiento del departheid por los Estados individuales se basa, a nivel internacional, en acuerdos y colaboraciones generalizadas entre los Estados con respecto a la (no) pertenencia de ciertas personas a ciertos territorios, de acuerdo con lo que Malkki (1992) llama el “orden nacional de las cosas”. A su vez, la “vigilancia internacional de los extranjeros” (Walters, 2002) conduce a la construcción de un “sistema global de apartheid […] que celebra la movilidad del capital y de algunos cuerpos, mientras que los cuerpos de otros se enfrentan a restricciones y a una criminalización cada vez mayores” (Sharma, 2005, p. 88).
Creo que es importante mantener una distinción analítica entre un “régimen de apartheid global” emergente que opera a nivel internacional (Nevins, 2008; Van Houtum, 2010; Besteman, 2019) y las formas particulares en las que se implementa el departheid en cada uno de los diferentes Estados nacionales. Si bien ambos son coconstitutivos, no pueden ni deben ser equiparados. El departheid debe estudiarse a nivel empírico en cada Estado, ya que puede adoptar diferentes formas e intensidades, dadas las particularidades históricas, económicas y políticas del país en el que se instala. Claramente, el establecimiento de un “régimen de apartheid global” proporciona legitimidad e incluso constituye un impulso para que cada uno de los Estados implemente el departheid a nivel interno. En consecuencia, este asume, a escala internacional, un estatus hegemónico como ideología dominante. Esto se observa manifiestamente en países como Grecia, donde Syriza, un partido de izquierda supuestamente radical que tomó el poder en 2015, arrancó planteando un enfoque más suave hacia los migrantes ilegalizados, que fue reemplazado rápidamente por una política mucho más dura bajo la presión de la UE (véase Kersch y Mishtal, 2016; Rozakou, 2017). Del mismo modo, bajo la administración Obama en los Estados Unidos, la deportación se intensificó en comparación con los gobiernos conservadores anteriores (Golash-Boza, 2015). El estado hegemónico del departheid relega efectivamente la oposición política a los cuarteles partidistas marginales, ocupados principalmente por partidos políticos no elegibles y por movimientos no políticos o apolíticos, como el movimiento “sin fronteras [no borders]” (Anderson et al., 2009; Fassin, 2011).
Es importante destacar que los beneficios económicos y políticos que impulsan el establecimiento y la implementación intensificada del departheid no aparecen nunca en los debates públicos. En cambio, tres líneas retóricas principales presentan los regímenes migratorios opresivos como obligatorios antes que como ideologías dominantes intencionadas. Primero, los migrantes ilegalizados son presentados de manera deshumanizante como delincuentes, parásitos o “los que se cuelan”, y se les culpa falsamente del desempleo entre los ciudadanos, la disminución de los servicios de los sistemas de bienestar y la agravada inseguridad personal (Fekete, 2009a). Este retrato distorsionado de lse interpreta a todos los niveles como una representación fiable de un “problema social” que se encuentra fuera de control.
El segundo hilo retórico que marca la implementación del departheid se relaciona con la legalidad. La afirmación principal es que, dado que la presencia de los migrantes ilegalizados es contraria a la ley, los Estados tienen el derecho a cumplir con los procedimientos para su arresto, detención y deportación. Esta alegación tautológica exime de cualquier juicio moral sobre la legitimidad con la que los Estados pueden ejercer la “violencia legal” (Menjívar y Abrego, 2012) para criminalizar a ciertas personas y sancionarlas. Solo hay que recordar que las deportaciones de judíos, negros y romaníes a campos de concentración y exterminio bajo la Alemania nazi se hicieron legalmente, siguiendo manuales meticulosos y registros cuidadosos. Así, la ecuación de la legalidad con la legitimidad debe verse siempre como el logro de una ideología hegemónica (Kalir, 2019). En consecuencia, respaldar la fortificación de las fronteras físicas y sacralizar las definiciones excluyentes de la ciudadanía en los Estados occidentales son expresiones de un departheid ya implementado con éxito y no sus inicios legítimos, como afirman algunos de sus defensores.
Todavía hay un tercer aspecto retórico que se utiliza frecuentemente en los Estados occidentales para presentar los regímenes migratorios opresivos como una realidad inevitable. Los burócratas del Estado, así como los medios de comunicación, suelen afirmar que las políticas de migración duras son necesarias no solo para detener las “oleadas” entrantes de migrantes y refugiados, sino también para disuadir a las futuras. Es este miedo a que los migrantes ilegalizados “inunden” y “ocupen” los Estados occidentales lo que legitima el departheid. Esta advertencia resuena ampliamente en las sociedades occidentales, a pesar de que no hay bases fácticas para apoyarla. Por el contrario, numerosos estudios han concluido en repetidas ocasiones que las políticas migratorias restrictivas son, en gran medida, inútiles para prevenir la migración no autorizada (Wong, 2015), que la detención no equivale a la disuasión (Leerkes y Broeders, 2010) y que los traslados voluntarios y forzosos pueden afectar solo a una pequeña fracción de la población total de migrantes ilegalizados en cualquier Estado (Nevins, 2001; Golash-Boza, 2015). Lo que los estudios también muestran de manera sistemática es que, de hecho, la inmigración se correlaciona históricamente con el crecimiento económico (Friedberg y Hunt, 1995; Peri, 2012) y que los Estados occidentales tienen una capacidad mucho mayor para recibir refugiados de lo que lo hacen actualmente (Bauböck, 2018).
En resumen, el hecho de denigrar a los migrantes ilegalizados y retratarlos de manera abyecta (Nyers, 2003) permite que los Estados promuevan indefinidamente una mayor implementación de regímenes migratorios opresivos y obtengan sus beneficios. A pesar de su inutilidad y del daño enorme que causan de forma directa a millones de migrantes y refugiados, estos regímenes se interpretan como la única solución política y práctica viable para una amenaza inminente (Anderson et al., 2013). Si queremos entender su atractivo para los políticos y su resonancia con amplios segmentos de funcionarios públicos y la ciudadanía en los Estados occidentales, debemos develar la capa moral más profunda en la que se basan, que se apoya en una continuidad obstinada de configuraciones pasadas y poscoloniales animadas por la noción de supremacía blanca en la gestión de la movilidad de los Otros racializados.
Del pasado al presente
En su libro La nación blanca, Ghassan Hage (2000, p. 18) argumenta de forma elocuente: “La creencia blanca en su dominio sobre la nación, ya sea en forma de un multiculturalismo blanco o en forma de racismo blanco, […] [da como resultado] la fantasía de una nación gobernada por gente blanca”. En Australia, sostiene Hage, el discurso populista contra la inmigración surge como consecuencia de una sensación generalizada de frustración entre los blancos por haber perdido el supuesto control que una vez tuvieron sobre la gestión de la nación. Es por eso que las afirmaciones despectivas de los blancos de que hay “demasiados” migrantes en Australia, “si bien encarnan alguna forma de creencia 'racista', son principalmente categorías de gestión espacial” (Hage, 2000, p. 38). La frustración en torno a la gestión de la composición demográfica y racial de la nación –que a menudo se manifiesta y canaliza hacia formas de nacionalismo neofascistas– tiene su origen en un sentido de derecho que los blancos albergan. Este sentido de derecho no deriva del estatus de los blancos como ciudadanos (porque hay migrantes que también tienen ciudadanía australiana) o de su “origen” en el continente (porque hay aborígenes que habitaron Australia durante milenios antes de que alguna persona blanca llegara). Este sentido de derecho de los blancos, insiste Hage, tiene su origen en una fantasía arraigada en la supremacía blanca.
Orientado hacia la gestión espacial de los migrantes ilegalizados en los Estados occidentales, también el departheid se basa moralmente en una fantasía que justifica o simplemente naturaliza un sentido de derecho entre los blancos en relación con la movilidad de los sujetos racializados (cf. Coutin, 2015). Un elemento crucial para comprender el departheid es el vínculo histórico entre un sentido de supremacía blanca y un sentido de control sobre los territorios gobernados por las potencias occidentales. Desde esta perspectiva, el surgimiento del departheid a finales del siglo XX está directamente relacionado con la larga historia de control colonial sobre la movilidad de los Otros racializados. Si bien las teorías europeas sobre la raza y las ideologías del racismo se construyeron inicialmente para justificar la movilidad de los blancos al Nuevo Mundo y la posterior matanza y esclavización de los “nativos”, un sentido contemporáneo de derecho entre los blancos en los Estados occidentales alimenta la construcción de regímenes migratorios opresivos para subyugar y gestionar espacialmente a los no blancos en la metrópolis.
Caben pocas dudas sobre la racialización de los migrantes ilegalizados y la omnipresencia del racismo en su representación discursiva y en su tratamiento práctico en los Estados occidentales (Fekete, 2005; Albahari, 2006; Van Houtum, 2010). Los políticos, desde los Estados Unidos a Hungría y desde Australia a los Países Bajos, han expresado viles declaraciones racistas sobre el carácter de los migrantes ilegalizados (“violadores”, “delincuentes”, “parásitos”, etc.) y sobre la amenaza inminente que su presencia implica para la civilización occidental (“terrorismo”, “atraso”, “islamización”, etc.). Un vasto cuerpo de literatura académica y no académica ha documentado cómo los perfiles raciales, el racismo institucional y las tecnologías racializantes son endémicos del trato de los migrantes ilegalizados en los Estados occidentales (Ngai, 2014; Hyndman y Mountz, 2008; Fekete, 2009a; Khosravi, 2009; Golash-Boza, 2015). Considero que el establecimiento de lo que llamo departheid ha encontrado poca resistencia política y pública en los Estados occidentales porque coincide ampliamente con percepciones profundamente arraigadas sobre la necesidad de proteger el territorio de los blancos, o lo que podemos llamar “espacios blancos”, de cualquier “invasión” de Otros racializados. De hecho, al abordar lo que él llama el “complejo de invasión” australiano, Nikos Papastergiadis (2009, p. 9) argumenta que las reacciones agresivas hacia los refugiados deberían ser vistas “como sintomáticas de una lucha más amplia contra el 'retorno de lo reprimido' […] [y] la hostilidad, como un síntoma de las ansiedades raciales/espaciales”. Así, mientras Salman Rushdie (1982) anunciaba irónicamente intentos de descolonización en el campo literario como un acto en que “El Imperio contraescribe”, el establecimiento del departheid puede considerarse una respuesta reaccionaria y una nueva “cruzada” contra los intentos espaciales descolonizadores, procedentes de las antiguas colonias, para desafiar las configuraciones espaciales blancas.
Puede parecer simplista sugerir analíticamente que el racismo contra las personas del sur global simplemente existe en los Estados occidentales y se ha activado, de forma “natural”, por la creciente presencia de personas del sur en dichos Estados. Es igualmente simple creer que algunas élites poderosas hayan conspirado para racializar el funcionamiento de los regímenes migratorios opresivos con el fin de reforzar el apoyo público para su implementación y sus ganancias económicas y políticas. Lo que les falta a ambas afirmaciones es una explicación sobre la resonancia del racismo en el contexto de la gestión de la espacialidad en los Estados occidentales. Si bien es cierto que, desde la década de los noventa, los Estados occidentales han experimentado una mayor movilidad de migrantes no autorizados y solicitantes de asilo de antiguas colonias de África, América Latina, Asia y Oriente Medio, no existe una explicación automática de por qué esta movilidad es recibida con hostilidad y racializada. Dicho de otro modo, podemos plantear, de manera provocativamente ingenua, la siguiente pregunta: ¿por qué la creciente movilidad desde las antiguas colonias a la metrópolis no fue bien recibida por las posibles ventajas económicas y demográficas que confiere a los Estados occidentales ricos en capital con poblaciones envejecidas pero, en cambio, fue enmarcada como una grave preocupación y una amenaza para el bienestar de las naciones occidentales? Para responder a esta pregunta, creo que debemos descifrar la estrecha relación entre el racismo y el departheid, y remontar el control sobre la movilidad espacial a la dinámica colonial que moldeó, y aún moldea, los imaginarios espaciales de muchos blancos en los Estados occidentales.
Dos desarrollos interrelacionados de las ideologías de gobierno de la espacialidad que dominan en Occidente son esenciales para la construcción del departheid: una que se aplicó en las colonias sobre las “razas sometidas” (Arendt, 1951), y otra que entró en funcionamiento en la metrópolis con el ascenso del “biopoder” (Foucault, 2003). Todo ello comenzó en las colonias, donde se estableció, en el trato a la población, una distinción de gobierno entre los colonizadores europeos, considerados “ciudadanos”, y los “nativos”, reducidos al estatus de no ciudadanos, de “razas sometidas” (Arendt, 1951). Aquí, la noción de ciudadanía se desarrolló como un marcador crucial para mantener alejadas a las “razas sometidas” del ámbito de la ley de ciudadanía europea, con todos los derechos y protecciones que esta otorgaba a los colonizadores. Al reflexionar sobre la construcción de la “ciudadanía tras el orientalismo”, Engin Isin vincula, de manera perspicaz, los orígenes de la ciudadanía estatal europea con el régimen de gobierno efectivo de las poblaciones no europeas en las colonias. Isin argumenta que los europeos blancos en las colonias experimentaron un fuerte sentimiento de nacionalismo y chovinismo que los llevó, entre otras cosas, a demarcar ferozmente y a gobernar de forma estricta a las “minorías” colonizadas con una poderosa combinación de “pensamiento racial y burocracia” (2016, p. 268). De hecho, como Timothy Mitchell (1991) ha demostrado de manera convincente, el movimiento físico y la movilidad social y económica de las “razas sometidas” estaban estrictamente regulados y cuidadosamente controlados por un floreciente sistema burocrático colonial.
Casi en el mismo momento histórico, en la metrópolis, los Estados europeos se preocuparon cada vez más por la “salud” y el bienestar de su población gobernada (Foucault, 2007). Esta preocupación, que Foucault (2003) más tarde denominó “biopolítica”, legitimó la violencia contra aquellos que estaban “contaminando” la población. Como afirma Zaki Nahaboo (2016, p. 146), “una de las piedras angulares que permitió a la biopolítica discriminar entre poblaciones saludables y no saludables fue el racismo estatal. Este sostenía que 'la sociedad debe ser defendida' frente a otras 'razas'”. Según esta lógica racista proteccionista, aquellos percibidos como un peligro para el bienestar de la población fueron biologizados, medicalizados y posteriormente segregados, expulsados o eliminados.
La Alemania nazi fue el epítome mórbido de la unión de estos dos desarrollos históricos en el gobierno de poblaciones. Preocupado frenéticamente por la “higiene” de la raza aria, el Tercer Reich se movilizó para segregar, confinar, deportar y matar a las “razas” no arias. A este respecto, como argumentó Aimé Césaire (1950), la aberración cometida por Hitler no fue el ejercicio de la violencia y el control total sobre la movilidad de los Otros racializados, sino el hecho de que lo hizo dentro de Europa y no en las colonias, donde los europeos blancos lo consideraban apropiado. Efectivamente, en las colonias, la supremacía blanca justificó durante siglos la erradicación de la población nativa “primitiva”, especialmente bajo la modalidad del “colonialismo de colonos” (Wolfe, 2006), como ha ocurrido en Australia, Canadá, Estados Unidos, Sudáfrica, y más recientemente, bajo el proyecto sionista, en Palestina (Pappe, 2004). Las “razas sometidas” que sobrevivieron a la aniquilación y evitaron la expulsión fueron subyugadas posteriormente como minorías en su propio territorio mediante formas extremas de gestión racial (Armitage, 1995; Hage, 2000; Coulthard, 2014). Como observó Arendt (1951), para el mundo occidental, el riesgo de permitir la violencia racial desenfrenada y los campos de concentración en las colonias era que las mismas tecnologías eventualmente se trasladarían hacia el interior y se utilizarían en las poblaciones de la metrópolis (cf. Verrips, 2001). Por lo tanto, es revelador que la Alemania nazi deportara y exterminara a judíos, negros y romaníes solo tras despojarlos legalmente de su ciudadanía. En otras palabras, para aplicar en la metrópolis la ideología colonial dominante con el fin de manejar espacialmente a los sujetos racializados, no fue suficiente con deshumanizarlos; más bien, se necesitó convertirlos en no ciudadanos. Es decir, el biopoder pudo desatarse en su morbosa modalidad colonial en la metrópolis solo mediante la racialización de una división entre ciudadanos y no ciudadanos.
A pesar del ethos europeo aclamando el “nunca más” tras la Segunda Guerra Mundial, la modalidad mórbida del biopoder en la gestión espacial de poblaciones racializadas en los Estados occidentales permaneció claramente operativa. Por ejemplo, en los Estados Unidos, con las leyes de Jim Crow para segregar a los negros; o la política de la “Australia blanca” [White Australia Policy], que restringió la inmigración no europea hasta mediados de la década de 1970. Sin embargo, resultó ser, por lejos, más evidente en Sudáfrica, cuando se estableció, en 1951, el apartheid, un régimen basado abiertamente en la ideología de la supremacía blanca. El Partido Nacional de Sudáfrica estableció la Ley de Clasificación de las Razas para instituir y administrar la categoría de “no europeos” con el fin de segregar, confinar, deportar y matar legalmente a los sudafricanos negros. Una vez más, para gobernar la gestión espacial de los negros bajo el apartheid, las personas fueron despojadas de su ciudadanía y forzadas a vivir en “bantustanes”, considerados espacios separados para las “tribus” que debían convertirse idealmente en Estados independientes para los negros (Wolpe, 1972). Los bantustanes bajo el apartheid se inspiraron claramente en las “reservas” coloniales creadas bajo el Gobierno británico para segregar a los negros desde el siglo XIX. Para evitar la resistencia al apartheid, el Partido Nacional prohibió toda representación política de los negros y, como no ciudadanos, los privó del derecho a voto.
Por lo tanto, el departheid puede interpretarse como la última mutación de una ideología colonial dominante, opresiva y de larga duración para la gestión espacial de las poblaciones racializadas. De modo similar a las modalidades coloniales, bajo el departheid, una determinada categoría de no ciudadanos es explotada, deshumanizada y sujeta de forma legal a limitaciones en su movilidad, al confinamiento y a la deportación. Estos no ciudadanos no tienen representación política y se les niega el derecho a voto, incluso cuando llevan décadas viviendo como migrantes ilegalizados en los Estados occidentales. Sin embargo, tres alteraciones cruciales distinguen al departheid de las modalidades anteriores de gobierno colonial. Primero, el lenguaje legal que lo articula carece de referencias raciales explícitas. Segundo, las personas sujetas al departheid son “genuinos” no ciudadanos, a diferencia de quienes fueron despojadas del estatus de ciudadanía que inicialmente tenían en los Estados occidentales. Tercero, en la metrópolis, los blancos son el grupo mayoritario, a diferencia de las colonias, donde eran minoría desde el punto de vista demográfico y cultural (al menos, inicialmente). Estas diferencias son importantes al tratar de establecer la continuidad entre las formas pasadas y presentes de gobernanza espacial de los Otros racializados.
Empezando por la ausencia de categorías racializadas en el lenguaje legal que sustenta el departheid, sostengo que, dada la matriz racial intrínsecamente codificada que estructura la movilidad global en un orden mundial neocolonialista, ya no es necesaria una mención racial tan explícita. Como sugieren Sandro Mezzadra y Brett Nielson (2013), los regímenes de movilidad altamente selectivos y la inclusión diferencial como miembros del Estado, ejercida por los Estados occidentales, se hace fuerte eco del colonialismo y el imperio en la producción de una separación racializada de las sociedades (cf. Ngai, 2004; Rigo, 2005). La dominación de dichos Estados sobre los territorios de sus antiguas colonias y, en general, sobre el sur global, dicta un círculo vicioso en el que muchos de los que pueblan los territorios explotados y agotados del sur se ven obligados a buscar medios de subsistencia y seguridad en el norte, donde están destinados a someterse al departheid (Golash-Boza, 2015; Van Houtum, 2010). La pobreza y la inseguridad devienen, así, formas vicarias para la segmentación, encubiertamente racializada, de la población mundial. Difícilmente puede considerarse una coincidencia que la gran mayoría de los que terminan detenidos, deportados o muertos en la UE y sus alrededores sean negros del África subsahariana o árabes de Oriente Medio; en los Estados Unidos, en su mayoría son latinos; y en Australia, son asiáticos de países pobres y en conflicto. El departheid casi nunca se aplica a los blancos o, más específicamente, a los ciudadanos de los Estados occidentales, ya sea porque su movilidad siempre está legalmente permitida o porque no se los considera una amenaza, incluso cuando carecen de la documentación correspondiente desde un punto de vista administrativo.
También existen formas más sofisticadas en las que el departheid opera mediante de la pobreza con el objetivo de discriminar a los “sujetos racialiados” de las antiguas colonias. Por ejemplo, muchos Estados miembros de la UE establecen restricciones financieras a la posibilidad legal de que las “parejas mixtas” vivan juntas. Las parejas mixtas, definidas como la unión entre un ciudadano europeo y uno no europeo, pueden vivir en algunos Estados europeos solo si pueden demostrar ingresos suficientes para mantener su hogar. Estas restricciones, aunque articuladas en un lenguaje económico universal, impiden claramente la entrada y excluyen sobre todo a los no europeos del sur global (Van Walsum, 2008; véase también Raissiguier, 2010). La condición de colonialidad (Balibar, 2001) significa, entre otras cosas, que las vías para la regulación de la movilidad física y la definición de poblaciones distintivas separadas no solo se superponen en gran medida, sino que también están saturadas de la idea racial que ha moldeado la dinámica global de dominación en los últimos siglos (véase Essed, Farquharson, Pillay y White, 2019).
El hecho de que las personas pobres del sur global tengan formas extremadamente limitadas de convertirse en miembros de los Estados occidentales se conecta directamente con mi segundo punto, a saber, que el departheid está dirigido a los no ciudadanos en lugar de a las personas que han sido despojadas de su ciudadanía (como los judíos bajo la Alemania nazi o los negros bajo el apartheid). Es obvio que hay quienes intentan llegar a dichos Estados de maneras no autorizadas y, si son atrapados, se los ilegaliza instantáneamente. Apenas se les da una oportunidad real de obtener una autorización formal, ya sea porque las vías legales hacia la ciudadanía están bloqueadas o porque se los castiga por tratar de ejercer la movilidad a través de las fronteras estatales sin un permiso formal, incluso cuando buscan refugio (Schuster, 2003; Magner, 2004). Sin embargo, es importante tener en cuenta que los migrantes ilegalizados, sujetos al departheid, en su mayoría ingresaron legalmente a los Estados occidentales como turistas, trabajadores, cónyuges, solicitantes de asilo, migrantes naturalizados, etc. Es con posterioridad al ingreso que se los ilegaliza, de acuerdo con ciertas leyes que invalidan su estatus por una razón u otra: vencimiento del visado, desempleo, divorcio, revocación de la protección subsidiaria, etc. Como se mencionó anteriormente, la legalidad no puede equipararse con la legitimidad, y el hecho de que millones de migrantes y solicitantes de asilo sean ilegalizados y sometidos al departheid constituye un problema moral que no se puede resolver con una simple referencia a su legalidad.
Podría decirse que la capacidad de los Estados para ilegalizar a millones de personas demuestra el potencial expansivo del departheid para ser aplicado también a aquellos con estatus formal, incluidos los ciudadanos. En el futuro, será importante prestar atención a las formas en que ciertos ciudadanos podrían verse gradualmente privados de sus derechos de ciudadanía (Fargues, 2017) y verse posteriormente sometidos al departheid. Encontramos indicios incipientes de esta tendencia en las actuales clasificaciones racializadas de los ciudadanos cuyos padres e incluso abuelos llegaron a los Estados occidentales como migrantes hace décadas (El-Tayeb, 2011; Paulle y Kalir, 2014). De hecho, existen ya casos en los que se ha revocado la residencia permanente o incluso la nacionalidad de ciudadanos naturalizados, por ejemplo, en el caso de los ciudadanos acusados de ciertas actividades criminales en los EE.UU. (Kanstroom, 2012), o en Rumania, al denegar el registro formal de los ciudadanos romaníes (Vrăbiescu, 2017). En el Reino Unido, hay debates en curso para evitar que ciudadanos británicos, como Shamima Begum, quien supuestamente fue a Siria a apoyar a la yihad, regresen al Reino Unido. El “escándalo de Windrush” también expuso cómo sujetos nacidos como británicos y llegados al Reino Unido antes de 1973 (de las antiguas colonias británicas en el Caribe) fueron detenidos injustamente e incluso deportados en 2018 (para más información, véase Grierson, 2018). Por lo tanto, la cuestión que se plantea no es tanto que el departheid se aplique a los no ciudadanos, sino más bien que el marco legal que lo apoya en la ilegalización de ciertas poblaciones tiene límites legales cambiantes. La inversión masiva en la externalización de las fronteras australianas o las de la UE en los países de África, Asia y Europa del Este es otra ilustración poderosa de la capacidad expansiva del departheid (Boswell, 2003; Hyndman y Mountz, 2008).
Finalmente, deseo comentar el hecho de que el departheid opera en los Estados occidentales modernos donde, a diferencia de los entornos coloniales, los blancos no solo son el grupo dominante, sino también mayoritario. De manera crucial, las formas de ciudadanía excluyentes en las colonias europeas o en los puestos de avanzada imperiales se desarrollaron principalmente para garantizar los derechos de un grupo minoritario de blancos que gobernaba sobre un grupo mayoritario de “nativos”. El objetivo de asegurar la posición minoritaria privilegiada de los blancos se combinaba frecuentemente con las preocupaciones demográficas que luego se manifestaron más abiertamente en las políticas de migración de los Estados colonizadores, que intentaron blanquear su ciudadanía de manera proactiva: por ejemplo, la política de la Australia blanca, la Ley de Regreso en el Israel sionista o las deportaciones a los bantustanes bajo el apartheid. Curiosamente, los Estados occidentales hoy en día justifican regularmente los regímenes migratorios opresivos recurriendo a las inquietudes demográficas, endémicas en los proyectos coloniales. Sin embargo, para mantener tales preocupaciones en un contexto donde los blancos son la mayoría, la amenaza demográfica debe inflarse a un nivel fantasmagórico.
Desde la década de 1990, una enorme producción de relatos académicos y populares en torno a un “choque de civilizaciones” (Huntington, 1997) ha inflado y animado la amenaza demográfica. Las políticas contra la inmigración y la islamofobia están instigadas por lo que Guillaume Faye (2016) ha llamado la “colonización de Europa” o, como Renaud Camus (2012) ha argumentado en su libro inmensamente popular Le grand remplacement, el temor de que los europeos blancos nativos estén siendo colonizados a la inversa por “migrantes negros y mulatos”. Camus, así como otros autores célebres e intelectuales públicos como Michel Houellebecq y Bernard-Henri Lévy, advierten además que Francia y otros Estados de Europa occidental corren un grave riesgo de extinguirse cultural y étnicamente. En una Europa posterior a la Segunda Guerra mundial, donde la discusión sobre “raza” es un tabú y ha sido ampliamente reemplazada por el debate sobre “etnicidad” (Weiner, 2014), esta advertencia de “extinción étnica” es una clara justificación racista para que los europeos blancos luchen contra las “razas sometidas”, quienes supuestamente se están apoderando de sus países. Es crucial tomar conciencia de que estas interpelaciones racistas no pertenecen a los cuarteles de la extrema derecha de las sociedades occidentales, sino que informan, en gran medida, las políticas de los gobiernos dominantes en casi todos los Estados occidentales que elogian el departheid como la única ideología de gobierno para gestionar espacialmente la “invasión” de los Otros. A este respecto, son reveladoras las metáforas acuáticas (olas, inundaciones, pantanos e incluso tsunamis) que se utilizan con frecuencia para referirse a la movilidad de los migrantes y refugiados racializados del Sur Global.
Claramente, uno de los “logros” significativos del departheid es que no necesita evocar directamente ninguna retórica racista vil en sus operaciones formales, basadas todas en leyes y reglamentos con el sello de los procedimientos liberales y democráticos. Estas leyes y regulaciones incluyen siempre lógicas de racialización y exclusión, de modo que los encargados de formular políticas y los burócratas estatales pueden “simplemente” aplicarlas como los guardianes de la ley y el orden en la sociedad. El departheid, por lo tanto, debe concebirse como una forma de racismo estructural que no se basa en el pensamiento racista de todas las personas y grupos que trabajan a su servicio. En otras palabras, la consolidación hegemónica del departheid como una ideología dominante para el gobierno de los migrantes ilegalizados ha hecho que se volvieran obsoletos los intentos de “negación del racismo” (Van Dijk, 1992). Por lo tanto, los académicos (de la migración) críticos deberían condenar el supuesto alto nivel moral de los Estados democráticos liberales occidentales cuando se trata del trato humano a los migrantes y refugiados. En su acusación sobre los derechos humanos como la última manipulación discursiva occidental para asegurar un terreno moral elevado, respaldado por hechos vacíos, Arendt (1998 [1951], p. 246) subraya un desarrollo crucial en la gestión política de las poblaciones oprimidas:
Cuanto más aumentaba el número de aquellos sin derechos, mayor se tornaba la tentación de prestar menos atención a las acciones de los gobiernos perseguidores que al estatus de los perseguidos. Y el primer hecho deslumbrante fue que estas personas, aunque perseguidas bajo algún pretexto político, ya no eran, como habían sido los perseguidos a lo largo de la Historia, un compromiso y una imagen vergonzosa para los perseguidores.
En línea con Arendt, deberíamos dejar de estudiar a los migrantes y refugiados y empatizar con ellos para “avergonzar a los perseguidores”. Es solo a partir del trabajo diario de actores estatales leales y burócratas de nivel de calle (Lipsky, 1980) que el departheid se hace operativo y se traslada desde los cínicos tableros de ajedrez de las élites políticas y económicas a las aterradoras realidades de millones de migrantes ilegalizados. Recordando la “banalidad del mal” de Arendt (1963), debemos reconocer que las personas en general y los burócratas en particular no son malvados, sino que lo son los proyectos estatales racistas, y que aquellos que los sirven pueden y deben ser acusados por su descuido e indiferencia (Vrăbiescu y Kalir, 2018; Kalir, 2019). Muchas ONG y otros actores de la sociedad civil que ayudan en las operaciones del departheid, aunque con un enfoque humano, deberían también ser llamadas a reevaluar su postura (Kalir y Wissink, 2016; Kalir, 2017a).
Conclusiones
El objetivo de este artículo ha sido acuñar el término departheid para designar la ideología de gobierno, hegemónica y opresiva utilizada en los Estados occidentales para gestionar espacialmente a los migrantes ilegalizados y racializados. Acorde con la corrección política de nuestro tiempo, el departheid evita una mención directa a sus claras articulaciones raciales. Más bien, pretende ser un acto de autodefensa que protege la llamada civilización occidental y los valores judeocristianos supuestamente atacados por los migrantes ilegalizados. Al negarse a reconocer el funcionamiento de un sistema capitalista global que empobrece y explota a las poblaciones masivas del sur global, el departheid opera a partir de la pobreza y de un supuesto marco legal universal para evitar la entrada, contener y deportar a las personas consideradas “fuera de lugar”.
Llamar a una cosa por su propio nombre significa siempre algo más que un mero ejercicio de precisión descriptiva o de categorización. En este caso, nombrar aspira de forma clara a avanzar en una “política de la vergüenza” que podría incomodar moralmente a aquellos que trabajan al servicio del departheid. Sin ignorar la “autonomía de la migración” (Mezzadra, 2010), la agencia y la creatividad de los migrantes ilegalizados para ejercer la movilidad, desafiar las fronteras y mostrar resistencia contra viento y marea, creo firmemente que es la tarea de los “ciudadanos activistas” (Isin, 2009) de los Estados occidentales avergonzar a los que hacen cumplir y apoyan el departheid, en lugar de proyectar nuestras esperanzas de un cambio en nuestros sistemas de gobierno sobre los hombros hostigados de los migrantes ilegalizados.
A fecha de hoy, el departheid parece omnipresente y potente en todo el mundo occidental. Como ideología hegemónica de gobierno, frena la imaginación política y sofoca el debate público sobre las posibilidades alternativas para categorizar y tratar a los no ciudadanos. No obstante, en los últimos años, activistas y ciudadanos comprometidos han conseguido sabotear varias veces vuelos de deportación, construir santuarios para migrantes ilegalizados, ayudar a los solicitantes de asilo a cruzar las fronteras, regularizar el estatuto de los rechazados por el sistema legal, incluir a los migrantes ilegalizados en los sindicatos y construir movimientos sociales que luchen contra las políticas y medidas migratorias opresivas (Ataç, Rygiel y Stierl, 2016; Rosenberger, Stern y Merhaut, 2018).
Aparentemente, estos y muchos otros actos de resistencia ya están amenazando a los Estados occidentales, que han respondido con rapidez para prohibir muchos de ellos al redactar una nueva legislación contra lo que, de forma paradójica, se denomina “crímenes de solidaridad” (Fekete, 2009b). El departheid causa un daño excesivo a millones de personas por razones administrativas, basándose en su deshumanización racista y, por eso, necesita de forma constante crear una fantasía de superioridad moral blanca y eliminar cualquier contraataque que pueda revelar su “déficit de legitimidad” (Ugelvik, 2016). La historia nos dice que los sistemas hegemónicos a menudo ceden de manera inesperada. Como ilustra el libro de Alexei Yurchak (2006) Todo era para siempre hasta que dejó de serlo, lo imposible podría ser posible cuando la imaginación política de las personas se enciende para creer en la posibilidad del cambio.
Sobre el autor
Profesor del Departamento de Antropología de la Universidad de Ámsterdam.
Codirector del Instituto de las Migraciones y Estudios Étnicos. Se encuentra actualmente desarrollando un proyecto Horizon2020 titulado “Avanzando Alternativas para la Gobernanza de la Migración”.
Financiamiento:
Esta investigación ha sido apoyada por el Consejo Europeo de Investigación (Starting Grant 336319) “The Social Life of State Deportation Regimes: A Comparative Study of the Implementation Interface”.
Agradecimientos:
Agradezco a Conflict and Society el permiso para la publicación de la versión traducida y revisada del artículo
Quisiera agradecer por sus útiles comentarios y sugerencias a Lotte Buch Segal, Jane Cowan, Shanshan Lan y a Helen Hintjens. La responsabilidad por el contenido de este artículo es exclusivamente mía.
Notas
“Migrantes ilegalizados” enfatiza el proceso mediante el cual las autoridades estatales atribuyen a algunos migrantes y solicitantes de asilo un estatuto de ilegalidad y, por lo tanto, los hace deportables. El término incluye a todos los tipos de migrantes (indocumentados, irregulares, no autorizados) y los llamados falsos solicitantes de asilo o los que han sido rechazados.↩
En 2015, como parte de la respuesta de emergencia dada por la Comisión Europea a la llamada “crisis de los refugiados”, se establecieron cinco “hot spots” en Grecia e Italia. Estos constituyen una suerte de sitios administrativos temporarios, financiados por la Unión Europea y con personal parcialmente aportado por ella, para ayudar a acelerar el proceso de registro, identificación, toma de huellas dactilares e interrogatorio de los solicitantes de asilo que llegan a la UE.↩
Con el fin de enfatizar el carácter racializado/r del orden imperial, Arendt eligió utilizar el término “razas sometidas/súbditas [subject races]”, acuñado por el régimen colonial británico para referirse despectivamente a la población nativa como “atrasada”, “primitiva”, “salvaje” y demás nociones inferiorizantes. ↩
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