Espacio abierto - Artículo original
“Cuantificar el Mal Vivir”.
Reflexiones sobre la realización de una encuesta sobre las violencias sufridas por un grupo de mujeres indígenas en Argentina
 
“Cuantificar el Mal Vivir”.. Reflexiones sobre la realización de una encuesta sobre las violencias sufridas por un grupo de mujeres indígenas en Argentina
Runa, vol. 43 no. 1, (267- 282 pp.), Jan-Jun, 2022, doi: 10.34096/runa.v43i1.8275. ISSN: 1851-9628
Instituto de Ciencias Antropológicas, Facultad de Filosofía y Letras, Universidad de Buenos Aires


Trabajo colaborativo

Desde hace un tiempo a esta parte de la historia de la antropología se han planteado diversas discusiones sobre los modos de producir conocimiento y la forma de relacionarnos desde la academia con los grupos con y para los que trabajamos. Se han establecido nombres como “antropología colaborativa” o “activista” al hablar de los enfoques, énfasis y compromisos asumidos en las investigaciones donde los procesos de producción de conocimiento son compartidos y horizontales.

La construcción de un discurso de la antropología en colaboración tiene larga data en la historia de la disciplina. En este sentido, y en varios de sus trabajos, Joanne Rappaport (2007) profundiza el rol de la antropología en colaboración, para lo cual realiza un completo estado del arte sobre la historia de este enfoque. La autora destaca que la colaboración no es un elemento nuevo para la antropología, así como tampoco es un modo de ejercerla que se halla circunscripto a las escuelas disciplinares de Estados Unidos. Por el contrario, se puede rastrear hasta Boas y sus colaboradores (Lassiter, 2005) y ha sido el pilar de la antropología activista afroestadounidense (Gwaltney, 1993), como también la practican antropólogos/as latinoamericanos que trabajan con movimientos sociales (Vasco Uribe, Dagua Hurtado y Aranda, 1993; Vasco Uribe, 2002) y organizaciones no gubernamentales (Riaño Alcalá, 2006; Rapapport, 2007).

La etnografía colaborativa, desde la propuesta de Rappaport, parte de un diálogo de saberes para la construcción de conocimientos a través de instancias de coteorización y de reflexión colectiva sobre los métodos, las técnicas y los posicionamientos epistemológicos involucrados en el proceso de investigación, para lo cual nos invita a abrir las agendas de investigación a las epistemologías subalternas y a sus objetivos políticos. De hecho, asumir que existen objetivos políticos por fuera de lo que imaginábamos o esperábamos como investigadores es, en parte, lo que se aborda en este artículo cuando se hace hincapié en las herramientas metodológicas creadas en esta situación particular.

En una línea similar a la de Rappaport -quien profundiza en la posibilidad de pensar “la colaboración como un espacio para la producción de teoría” (Rapapport, 2015, p. 325)-, Nancy Scheper-Hughes (1995) ha dado cuenta en su trabajo sobre la antropología pública la importancia de producir en colaboración como una manera de hacerlo a partir de un “método éticamente necesario”. Al mismo tiempo, Charles Hale (2020) también ha planteado la posibilidad de pensar el enfoque propuesto por la investigación colaborativa como una manera de reparar la historia disciplinar del sesgo colonial que atravesó gran parte de la antropología clásica.

En suma, se ha escrito sobre los compromisos tomados, pero poco se ha dicho sobre los cambios de rumbo o revisión de herramientas metodológicas a las que nos vemos expuestas para poder construir con las personas que trabajamos un discurso polifónico, democrático y real.

Es entonces desde la perspectiva de una antropología en colaboración que el presente artículo busca precisamente desarrollar y reflexionar sobre el proceso que implicó la creación de una herramienta de relevamiento que respondiese a las necesidades, autorías y deseos del grupo social que sería relevado.

Punto de inflexión

Trabajar con mujeres indígenas implica un constante ejercicio de reflexividad sobre los privilegios de clase y raza que mi persona constituye.1 Mi contacto con el Movimiento de Mujeres Indígenas por el Buen Vivir fue progresivo y lento. A partir de la participación en eventos y las tareas puntuales que se me fueron pidiendo, comencé a formar parte del equipo de comunicación. Los roles y tareas al interior de este fueron cambiando, aunque siempre giraron en torno a lo que desde el Movimiento llaman colaboraciones (ayuda en algunos escritos, en difusión, logística para eventos). Muchas de estas mujeres con las que trabajo devinieron en amigas, compañeras y consejeras de mi ser mujer (con los múltiples roles que eso implica, desde madre, activista y profesional, entre otros) e indudablemente han ido permeando el proceso de escritura de este artículo desde el primer momento.

Incluso antes de conocer las vocalidades de este heterogéneo colectivo (Trouillliot, 1995) supe de sus silencios y sus planteos para con una academia que, tal como me hicieron ver en ciertas intervenciones, pecaba de “paternalista y extractivista” al utilizar a estas mujeres como objeto de estudio. Fue Chakravorty Spivak (1988) quien se animó a preguntar si el subalterno podía hablar y, al hacerlo, llamó a la reflexión sobre aquel supuesto que señalaba a los “otros” como inferiores y a los cuales la academia debía aconsejar y/o apadrinar. En este sentido, entiendo que la figura de colaboración también ha quedado estancada en el tiempo. Por lo cual, deberíamos preguntarnos si es pertinente hablar de una antropología comprometida desde el afecto y la ética, que sea capaz de desprenderse de ciertos tiempos mezquinos en las publicaciones o formatos clausurados para el registro cuantitativo, y que solo retrasan el acceso de esos datos a las luchas que se están gestando. En este sentido coincido con Mariela Rodríguez -quien a su vez retoma a Luke Lassiter (2005)-, que piensa la colaboración como la posibilidad de “trabajar juntos” en una tarea intelectual y en resituar la práctica colaborativa en cada fase del proceso etnográfico, desde el trabajo de campo a la escritura y de la escritura al trabajo de campo. Es este abordaje el que permite no solo cuestionar los discursos hegemónicos de la ciencia que niega la legitimidad de otros conocimientos, sino que, además, habilita a las voces subalternas a hablar desde posiciones enunciativas propias (Spivak, 1988). Este enfoque transgresor (Lassiter, 2005) de la producción de conocimiento se enmarca en relaciones intersubjetivas que desafían jerarquías, cuestionan prejuicios positivistas legitimados como verdades científicas y abren la posibilidad para revertir injusticias e inequidades. Colaborar implica, por lo tanto, acomodar nuestras agendas de investigación a los objetivos políticos de las organizaciones y grupos con los que interactuamos y nos relacionamos (Rodríguez y Michelena, 2018).

Influenciadas por Joan Rappaport (2017), las autoras Mariela Rodríguez y Mónica Michelena señalan que las metodologías colaborativas y participativas generan contrapuntos entre la producción de la información y el análisis. Por lo cual se trata de definir la agenda de investigación colectivamente, así como de supervisar los datos y que los diferentes actores sociales controlen el producto final. Es decir, estar disponible para el diálogo y las propuestas de cambios que puedan aparecer cuando lo que está en juego es la posibilidad de producir conocimientos con otras y otros.

El presente trabajo, por lo tanto, es una apuesta reflexiva a la propuesta de estas autoras: el “imperativo moral de re-situarse como aprendices” (Mc Isaac, 2008, en Leyva, Cumes, Macleod y Krotz). En otras palabras:

reconocer a los movimientos sociales como productores de conocimiento -reconocer sus prácticas de conocimiento- no es solo un acto de justicia epistémica sino que tiene múltiples consecuencias a diferentes niveles a la par que nos permite apreciar la potencialidad de las nuevas prácticas micro políticas, embriones de otros mundos posibles, que hoy ya están en gestación y experimentación en muchas partes del planeta Tierra. (Leyva et al., 2008, pp 20)

En lo que sigue, entonces, recorro en la primera parte del artículo el camino realizado por el Movimiento de Mujeres Indígenas por el Buen Vivir, su conformación y su modo de construirse como espacio aglutinante de historias hasta el momento dispersas. En una segunda instancia, describo la necesidad, por parte de estas mujeres, de poseer una herramienta que les permitiese poner en la agenda pública cifras y estadísticas silenciadas respecto de las violencias sufridas en sus territorios. Aquí atenderé a la singularidad del proceso, puesto que fueron ellas las que establecieron cómo debía ser el formulario respecto de la jeraquización y ponderación de elementos tenidos en cuenta para su elaboración. Por último, en la tercera parte de este artículo, realizo un análisis sobre la puesta en práctica de la encuesta, para finalizar reflexionando sobre lo difícil que resulta hacer ciencia social para y con las personas con las que trabajamos si nos salimos de la comodidad de las metodologías que -por más rigurosas que sean- nos alejan de los conocimientos que nuestros interlocutores producen al pensarse a sí mismos.

Escuchar en movimiento: el “campo”, la colaboración y el activismo

El Movimiento de Mujeres Indígenas por el Buen Vivir tuvo su primera aparición en el año 2012 en el marco de actividades realizadas por el centro cultural Qom de un barrio de la ciudad de Rosario en la provincia de Santa Fe, Argentina. En ese entonces, un grupo de mujeres indígenas de distintos pueblos se juntaron para conversar sobre situaciones que vivín y percibían al interior de sus comunidades y naciones. A partir de ese encuentro nació la idea de realizar una gran marcha de mujeres indígenas que recorriera los distintos rincones del país buscando testimonios y voces que no eran audibles entre los discursos políticos y la vida cotidiana argentina.

Desde sus orígenes, esta marcha de mujeres que con el tiempo y las reflexiones al interior del espacio devino en el Movimiento de Mujeres Indígenas por el Buen Vivir ha buscado detenerse en las historias que las mujeres tienen para contar. Tal como señala Moira Millán (coordinadora del Movimiento de Mujeres Indígenas por el Buen Vivir), fue “una marcha que en principio solo era para hacerse visible y se convirtió en una marcha para promover el buen vivir como derecho” (Discurso público, 2017). A lo largo de la historia del Movimiento sucedieron distintos hitos o eventos masivos organizados por ellas que marcaron el rumbo de sus propuestas y accionares. Desde marchas, proyectos de ley, conversatorios, comedores comunitarios, hasta campañas nacionales e internacionales en defensa de la vida y los territorios.

Uno de estos tantos eventos se dio en abril del año 2018 en Ensenada, provincia de Buenos Aires, Argentina. Allí se llevó a cabo el primer Parlamento de Mujeres Indígenas por el Buen Vivir, al que acudieron mujeres originarias de distintas naciones indígenas: mapuches, koyas, guaraníes, charrúas, zapotecas, quechuas, tonocotes, ava guaraníes, aimaras, ranqueles, diaguitas calchaquíes, pilagá y qom. En esa oportunidad, y durante dos días, se establecieron urgencias y necesidades para definir una agenda de discusión política con el objetivo de construir un posicionamiento plurinacional frente al avance de políticas y economías extractivistas en la región. Así como también denunciar los acuerdos entre gobiernos provinciales y empresas multinacionales sobre los territorios habitados por ellas y sus comunidades.

En aquella ronda donde la palabra circuló con los tiempos que los distintos idiomas y sus traducciones implican, hubo decenas de testimonios que daban cuenta de la importancia de registrar aquello que se considera el “buen vivir” pero, sobre todo, la necesidad de establecer la cantidad de mujeres que eran víctimas de un “mal vivir”. Así, y casi como parte del epílogo de cada intervención, se entrecruzaban historias en las que el cacique de la comunidad había negociado el silencio de otros hombres frente a una situación de abuso, o los nombres de distintas nenas flotaban en el relato de las redes de trata que se las llevan por la noche con complicidad de la policía local. No faltaron las voces en otro idioma que preguntaban por el paradero de un hijo o que daban cuenta del doloroso derrotero por las instituciones judiciales en busca de alguna respuesta. También la religión, con sus múltiples instituciones, aparecía en los relatos donde los abusos y los golpes eran silenciados. Resonaban las balas de los gatillos fáciles que habían arrastrado consigo varios de los hijos de esas mujeres que contaban y volvían a traer aquellos momentos en los que la vida había pasado a ser menos vivible.

Durante todo el año, el Movimiento de Mujeres Indígenas por el Buen Vivir se las rebusca para acompañar a las mujeres que necesitan asesoramiento legal o consejos sobre cómo actuar frente a determinadas situaciones. Desde aquellos relatos sobre violencias escuchados por distintas referentes en comunidades y parajes del país surgió el proyecto de sistematizar esas historias para poder demostrar la doble invisibilización que se percibía. Por un lado, la violencia patriarcal hacia la mujer y por el otro, la violencia colonial hacia sus cuerpos y tristezas efectuada por las instituciones y agentes estatales.

Pero ¿de cuántas violencias se hablaba? ¿Cómo se podría sistematizar lo que nunca había sido dicho en voz alta? En el año 2018, y a partir de las reuniones y los encuentros que las distancias cotidianas de un colectivo que abarca todo un país traen consigo, se estableció como prioritaria la construcción de una encuesta que sistematizara aquello que de manera dispersa se venía escuchando. Fue de este modo que las mujeres del Movimiento nos llamaron -a mí y a otra colega- a colaborar en la construcción de una herramienta que sirviese para relevar y cuantificar, y así luego poder denunciar, con datos construidos desde las bases, las distintas violencias que este grupo de mujeres relataba.

La encuesta del “mal vivir”: una herramienta para disputar agenda

En los últimos años, los índices de violencia machista sobre las mujeres y sus cuerpos se ha logrado visibilidad mediante campañas, protestas y discursos mediáticos. En todo el mundo ha ido cobrando cada vez más importancia las cifras que dan cuenta de la cantidad de muertes y maltratos que hay en las sociedades producto de regímenes patriarcales y misóginos. En palabras de Rita Segato:

los crímenes sexuales no son obra de desviados individuales, enfermos mentales o anomalías sociales, sino expresiones de una estructura simbólica profunda que organiza nuestros actos y nuestras fantasías y les confiere inteligibilidad. En otras palabras: el agresor y la colectividad comparten el imaginario de género, hablan el mismo lenguaje, pueden entenderse. (Segato, 2013, p. 19)

Solo a lo largo del año 2018, de acuerdo con el último informe de la Asociación Civil La Casa del Encuentro -presentado en abril del año 2019 en la Cámara de Diputados de la Nación- un femicidio fue cometido en Argentina cada treinta y dos horas. Al mismo tiempo, a partir de las recomendaciones emitidas a partir de su visita en 2016 al país, Dubravka Å imonović -relatora especial de las Naciones Unidas sobre violencia contra la mujer-, se creó en 2018 el Observatorio de Femicidios de la Defensoría del Pueblo de la Nación. Este organismo produce sus informes “de manera parcial, semestral y anual, utilizando como fuente de datos los medios de comunicación y la información que recopilan en base a averiguaciones en Comisarías, Fiscalías, Juzgados y Hospitales que tienen a cargo los femicidios del país o atendieron a sus víctimas” (Subsecretaría de Estadística Criminal del Ministerio de Seguridad de la Nación Observatorio de Femicidios del Defensor del Pueblo de la Nación, p. 4, 2018).

Esas cifras presentadas en el Congreso y puestas en carteles, campañas y redes muestran una realidad del contexto desigual y violento en el que vivimos como “mujeres”. Paradójicamente, al mismo tiempo que denuncian, homogenizan una realidad e incrementan la invisibilización de mecanismos violentos que no parecen audibles o legibles frente a determinados marcos de interpretación. Desde el Movimiento se estableció que esas cifras no las representaban, no contaban los dolores y violencias que ellas sistematizaban y escuchaban habitualmente en su recorridos por los territorios. En este artículo no está en discusión si hay vidas que valen más que otras. Lo que se pone en relieve es la posibilidad de pensar que no todas las personas tienen la misma libertad para expresar en términos propios las características de cómo debe ser una vida digna y vivible. Desde el Movimiento de Mujeres Indígenas por el Buen Vivir emprendieron la hazaña metodológica de recolección de relatos para un relevamiento que estableciera las desigualdades presentes, por un lado, en sus cotidianeidades. Y por otro lado, en los espacios habilitados para volver audibles y legibles aquello que buscan denunciar.

De alguna manera, en el Movimiento, en aquel hilvanar de historias tristes, también comenzó a producirse una desnaturalización de las injusticias. La posibilidad de tomarse el tiempo para escuchar las historias desde el principio permite la reconstrucción de la génesis, que no es otra cosa que poner en palabras audibles los conflictos y situaciones ubicables en “comienzos de historia” identificables y, por lo tanto, permeables a ser pensados como consecuencia de accionares humanos y, por ende, plausibles de ser transformados (Bourdieu, 2002).

“Es urgente, necesitamos números, datos reales. Necesitamos hacerlo ya”, fueron las palabras de una de las militantes del Movimiento en la primera comunicación realizada para llevar adelante este proyecto. Desde el primer momento hubo cierta tenacidad en el pedido de construcción de una encuesta que permitiese relevar los niveles de violencias que las mujeres indígenas exponían en su transitar por el Movimiento. El dolor no desorganizaba las urgencias, sino que las jerarquizaba con una lógica propia que no respondía a índices, estratos y clases sociales. Los puntos que estas mujeres quisieron relevar estaban elegidos de antemano, es decir, no necesitaban una encuesta para enterarse de algo nuevo. El Movimiento de Mujeres Indígenas por el Buen Vivir sabía con lo que se encontraría, porque desde sus orígenes ha escuchado estos relatos. El pedido fue concreto, necesitaban una herramienta que les permitiesen cuantificar el mal vivir. Xotchil Leiva (2013) nos habla sobre las epistemologías, las metodologías y las teorías que se producen en el “rico terreno de la vida” y cómo estas son las que permiten generar una construcción del conocimiento de manera circular, donde los saberes y las preguntas no sean unidireccionales, sino que se entrelacen formando nuevos entendimientos del mundo. Algo de este ir y venir tuvo el proceso metodológico que dio como resultado el Formulario de Violencias.

Las mujeres con las que trabajo dicen muchas veces la siguiente frase: “una propone y la vida dispone”. Con este formulario fue eso lo que sucedió en lo que respecta a los tiempos. El llamado telefónico se produjo quince días antes del Segundo Parlamento de Mujeres Indígenas por el Buen Vivir. Este evento constituía un marco ideal para realizar el relevamiento que el Movimiento necesitaba, puesto que se esperaba la participación de mujeres originarias de distintos puntos del país y el continente. Una de las coordinadoras venía desde hacía meses peleando con funcionarios y burocracias administrativas para conseguir los pasajes y hospedajes de las más de trescientas mujeres que asistirían a dicho encuentro. Por eso no hubo mucho tiempo para explicaciones y pormenores. Del otro lado del altavoz, el mensaje fue claro: “Es necesario que hagamos esta encuesta, que sepamos. Necesitamos saber, para que podamos mostrarle al país aquello que se viene silenciando. Es una encuesta urgente” (reconstrucción de conversación telefónica ocurrida en abril de 2019).

En suma, había dos semanas para armar una encuesta que permitiese relevar las distintas violencias perpetradas sobre sus cuerpos y sus territorios en un lapso determinado de tiempo.

Como antropóloga, esto me supuso un doble desafío. Primero, encontrarme con mi propio déficit disciplinar en lo que respecta al manejo de datos cuantitativos. Esto se debe en parte a mi línea de trabajo, relacionada con una antropología de la memoria y, por lo tanto, se podría decir que sistematizar o cuantificar en gráficos y encuestas cerradas los relatos de mis interlocutoras no suele ser parte de la metodología que suelo poner en práctica. Y el segundo de los desafíos implicó hallar en la obediencia de un mandato colectivo la creatividad en la investigación, es decir, no anticiparme a mis deseos como investigadora. De qué era lo que pensaba como prioritario remarcar. Sino respetar los tiempos y énfasis que las mujeres del Movimiento señalaban en todo momento. Tal como advertí en la introducción, esta experiencia responde a la idea de trabajo en colaboración. Sin embargo, la academia a veces peca de no dejar de opinar sobre algunas cuestiones. Con esto no quisiera decir que opinar esté mal, sino que hacerlo sin ser conscientes de cómo esto condiciona ciertos procesos o análisis colectivos puede anular todo el carácter de colaboración pretendido en ciertos trabajos.

Frente a este pedido concreto, lo primero que hubo que hacer fue reconocer que nunca antes ninguna de nosotras (quienes nos disponíamos a armar el Formulario de Violencias) había construido una herramienta de relevamiento. Nos encontramos pidiendo ayuda a colegas de otras disciplinas más relacionadas con la sociología o con las ciencias políticas. En estas conversaciones se nos señalaba lo imposible que parecía este trabajo que queríamos llevar adelante. Frases como “en tan poco tiempo no se puede hacer una encuesta”, “se necesita realizar un proceso de prueba y error al elaborar las preguntas”, “conviene explicarles a las mujeres indígenas que estas cosas llevan más tiempo”, circulaban en torno al proceso colectivo de confección del formulario.

La posibilidad de construir un trabajo comprometido con una lógica y una demanda que rebalsara lo metodológicamente esperable lo inundó todo. No bastó con la aplicación de una forma encorsetada de conocimiento; fue necesario hacernos eco de lo que Boaventura de Sousa Santos denomina ecología de saberes (2008). El autor plantea una contra-epistemología, puesto que reconoce la pluralidad de pensamientos heterogéneos que abonen aquellos puntos de encuentro entre los mismos para favorecer las dinámicas de trabajo.

En suma, al ser las encuestadas quienes establecieron las urgencias y las prioridades en los temas a profundizar, se produjo una disputa con la concepción monocultural del conocimiento para que este pasara, en forma de datos cuantitativos, a ser una “intervención en la realidad” (de Sousa Santos, 2008). El marco en el que se dio este proceso fue indudablemente el de la urgencia. El pedido fue el de una apertura permanente a otras formas de conocimiento que nos permitiese construir de manera colectiva estrategias sociales y afectivas para la recolección de aquello que se buscaba sistematizar.

Al pensar el diseño de la encuesta y su posterior ejecución no se buscó generar una información que sirviera como representativa de las violencias sufridas por las mujeres indígenas en el país. De hecho, se partió de la idea de que hay tantas violencias como personas la perciban, y que pensar en la existencia de un colectivo homogéneo clasificable como “mujeres indígenas” no haría más que incrementar los índices de invisibilización sobre cada caso en particular. La encuesta, por lo tanto, fue pensada para realizarse sobre un grupo pequeño de mujeres que son parte del Movimiento y provienen de distintos pueblos indígenas.

La encuesta que se llamó “Formulario de violencias” nació como la posibilidad de mostrar los niveles de organización y autoconciencia por parte de estas mujeres respecto de la vulneración de sus derechos. Llevarla a cabo durante el segundo Parlamento de Mujeres Indígenas por el Buen Vivir habilitó una variedad de contextos políticos que a menudo existen en simultáneo y se superponen (Mohanthy. K., Misra, M. y Drzal, L. T, 2002). Para sorpresa de muchas de las que participamos de ese evento, fue en dicha superposición precisamente donde residió el potencial político y transformador de esta actividad.

Preguntas que alojan trayectorias reales y diversas

La selección de preguntas confeccionadas responde a un forcejeo con los marcos de referencia que manejan algunos estadistas o científicos sociales que mantienen el set de asociaciones posibles para definir la problemática circunscripta de antemano (Carman y Carman, 2019). No había ningún set o lineamiento previo que se ajustara a la tarea propuesta, por lo que se debieron crear marcos de significado que respondiesen a las destinatarias reales de las preguntas que se querían hacer. Fue por esto que se decidió, por ejemplo, escribir un encabezado para ser leído el día en que se llevaría adelante la encuesta. De algún modo, estas pequeñas subversiones al orden establecido sobre “el deber ser” de una herramienta metodológica se hicieron en pos de crear “un lenguaje inseparable de las formas tangibles de cada lugar” (Gordillo 2019, en Carman y Carman en prensa)

Desde el Movimiento de Mujeres Indígenas por el Buen Vivir nos hemos propuesto realizar un informe estadístico que muestre los niveles de violencia con los que vivimos cotidianamente. Por eso pedimos de su colaboración para completar estas preguntas y que juntas podamos salir de la invisibilidad a la que nos someten las encuestas y estadísticas realizadas por organismos oficiales. (encabezado del Formulario de Violencias confeccionado por el MMIBV)

Así, y en primer lugar, se pensaron nueve preguntas con opciones de respuestas cerradas y algunas con posibilidad al desarrollo en caso de que las opciones no pudiesen contener o dar cuenta de la respuesta o el testimonio. Se estableció la importancia de diferenciar la agresión verbal de la agresión física. Así también como las violencias sufridas, por un lado, en el ámbito familiar y comunal, y por el otro, en el ámbito institucional abarcando la policía (durante operativos, o a través de la búsqueda de justicia por parte de las víctimas), los hospitales o agentes de salud (al ser consultados durante sus embarazos y partos). También se estableció un apartado para detallar en caso de haber sido sus territorios violentados (respondiendo a la construcción indivisible de cuerpo y territorio que muchas mujeres han ido manifestando en estas reuniones), resultado de una “experiencia del mundo más amplia” (Carman y Carman, 2019).

No obstante, quedaron afuera muchas formas de violencia que suelen ser mencionadas en los relatos como aquellas provenientes de las instituciones educativas, violencias académicas, violencias políticas, violencias racistas, entre otras. Ninguna elección fue al azar, y seguramente toda decisión implicó pérdidas y ganancias en el relevamiento.

En segundo lugar, se estableció un límite de extensión en las preguntas en busca de que las mujeres destinatarias pudiesen resolverlo de manera autónoma. Esto implicaba tener en cuenta los distintos grados de alfabetización e idiomas que ellas manejan, para así poder escapar de la “pretensión de ciertos científicos de tener […] a su disposición un tercer término estable y absoluto al cual traducir todos los vocabularios que no son el propio” (Latour 2008, p. 59, en Carman y Carman, 2019).

En tercer lugar, y teniendo en cuenta las nociones extendidas de corporalidad y territorio, se ingresó una nueva variable. Muchos de los relatos que las mujeres contaban tenían que ver con violencias sufridas por ellas o experimentadas por otras mujeres que estaban bajo su cuidado. Esta consistía en pensar su corporalidad como condensadora de los cuerpos de muchas otras a cargo de ellas. Hay en estas trayectorias una ampliación de los límites del espacio biográfico (Arfuch, Catanzaro, G. y Di Cori, P 2002) o aún como el producto tardío de esas “transformaciones de la intimidad” (Giddens, 1995) que llevan hoy a hablar sin eufemismos de una verdadera “intimidad pública” (Berlant, 1998) que también resultaba importante registrar y analizar como dato y pregunta para la construcción de estadísticas reales. En esta misma línea, uno de los apartados decía “¿Cuántas personas dependen de usted?”. Nuevamente, la formulación de una pregunta que pudiese albergar en sí misma las distintas concepciones de cuidado que cada mujer tiene y no imponer categorías filiales. Respecto de esto último, las reflexiones de Chandra Tapalde Mohanthy (2002) iluminan los debates en torno a las divisiones sociales del trabajo y el cuidado donde situaciones que a primera vista son similares podrían tener explicaciones radicalmente diferentes, específicas históricamente, y no se las puede tratar como idénticas (crianza de niñes, cuidado de ancianos, trabajo en el hogar, cuidado de los territorios, entre otros).

Volver a los relatos con los que se viene trabajando desde el Movimiento de Mujeres Indígenas por el Buen Vivir fue muy importante para poder pensar en la jerarquización de aquello que se quería sistematizar para luego problematizar. Estas narraciones contienen la posibilidad de identificar algunos puntos en común sobre las trayectorias de estas mujeres:

Estamos cansadas de ir de un lado para el otro y que vengan y nos pidan sacarse la foto los políticos en las elecciones, pero no nos escuchan de verdad. Así si no se escucha de verdad, si solo preguntan para hacer de cuenta que están prestando atención, pero ni siquiera saben lo que significa el dolor de los golpes o que se te lleven una hija y no poder encontrarla no es una escucha real, es una escucha sorda. (Mujer qom mientras exponía los principales problemas de su comunidad en uno de los talleres realizados durante el Segundo Parlamento de Mujeres Indígenas por el Buen Vivir en Las Grutas, Río Negro, Argentina)

La idea de escucha sorda no solo abarca la burocratización de la demanda, o la falta de políticas públicas que las tengan como destinatarias sino también el grado de legibilidad. En este sentido, para que la encuesta cumpliese con su objetivo final (construir datos cuantitativos sobre casos de violencia hacia las mujeres indígenas), debía poder reflejar algunos acuerdos del orden, no solo ideológico, sino también ontológico (Briones, 2013).

Aun sabiendo la imposibilidad de poder condensar en nueve preguntas las distintas cosmogonías de los pueblos indígenas que participaron, se establecieron algunas nociones que las mujeres participantes de esta dispusieron como base innegociable para ser entendidas en sus propios términos:

no hay forma de explicar lo violentado que está siendo mi cuerpo si no se percibe que al violentar el río del cual saco el agua para mis hijos está siendo sometido a la contaminación y extractivismo extranjero me afecta mi forma de vida. Porque yo soy ese río, soy ese territorio y soy también este territorio que es mi cuerpo. (JJ, anciana indígena mexicana, participante del Segundo Parlamento de Mujeres Indígenas por el Buen Vivir)2

En la frase “no hay forma de explicar” reside la voluntad política de querer ser entendidas en sus propios términos. En suma, cualquier cuestionario que piense la violencia de género a la que se ven sometidas las mujeres indígenas no reflejaría la realidad sin no la percepción de violencia y corporalidad que cada una de estas comunidades maneja y reproduce. La demarcación de lo que es entendido como cuerpo físico para ellas, en tanto productoras de categorías, deviene en una operación de poder performativa (Butler, 2017). Es decir, al ser nombrado y actuado como algo más que el límite físico (impuesto por la piel), el cuerpo pasar a ser comprendido también como el territorio que se habita.

Al respecto, Das (2008) reflexiona sobre la importancia de encontrar maneras de hablar que respondan a la realidad percibida por quienes han sufrido. Parafraseando a esta autora, “si la manera de estar con otros fue herida en forma brutal, entonces el pasado entra en el presente, no necesariamente como un recuerdo traumático, sino como conocimiento envenenado” (2008, p. 46). Este conocimiento, además, es solo accesible si se lo hace a través de un “conocer mediante el sufrimiento” (knowing by suffering); un sufrimiento percibido y entendido como un “río” o siendo mujer que sufre y narra.

La capacidad para pensar un formulario que permita crear formas de registrar las tristezas y denuncias relatadas en ámbitos más informales responde a lo que Rey Chow (2010) propone como autoetnografía. Es decir, aquel registro en el cual los sujetos -y a diferencia del convencional, donde se vuelven objetos sin reflexión- cobren otro rol que les permita ser conscientes de su proceso y capitalizar ese “estado de ser mirados” por otros, para ser mirados por sí mismos en sus propios términos (Carrasco, 2002).

La encuesta, entonces, comenzó con la búsqueda de un equilibrio que permitiese, por un lado, escapar de la reproducción de categorías “blancas” y occidentales para no reproducir una retórica vacía sin identidad. Al mismo tiempo que permitió ensayar una negociación con la cosmogonía indígena para no generar preguntas que clausurasen otros modos de percibir y vivir esa realidad que se buscaba relevar.

no aparecemos en los índices de violencia y asesinatos, porque nos invisibilizan y también porque no entramos dentro de los parámetros blanco occidentales del feminismo que denuncia […] no puede ser, nos están matando a todas nosotras, a las mujeres indígenas. (Noelia Naporicci, mujer qom integrante del MMIBV en entrevista en LATFEM)

En la denuncia de Noelia sobre la invisibilización de sus sufrimientos y violencias vividas por ser parte de un grupo subalterizado y subordinado -mujeres e indígenas- queda clara la existencia de ciertos criterios establecidos que permiten entrar o no en determinadas categorías para la construcción de una herramienta cuantitativa. Es decir que no solo los resultados de las estadísticas, sino el paso previo, que es saber quiénes participan y quiénes quedan afuera de ellas, son el resultado de disputas dadas en geografías de poder más amplias (Massey, 2009).

Detenerse en el momento, la implementación como el espacio de reflexión y militancia

El segundo Parlamento sobrepasó lo que desde la organización se había esperado. Llegaron mujeres de distintos puntos del país y de América del Sur. La cita era en Las Grutas, una ciudad balnearia de Río Negro de 2500 habitantes durante el año. Por supuesto que la presencia de trescientas mujeres indígenas modificó el paisaje al que los pobladores del lugar están acostumbrados en mitad del invierno. Respecto de esto, Judith Butler (2017) dirá que el cuerpo anuda una fuerza referencial capaz de llegar con otros cuerpos a una zona visible. En el paisaje de esta ciudad, al convocarse para parlamentar o al realizar ceremonias a orillas del mar para darse fuerza en cada uno de los idiomas que viajaban con ellas, estas mujeres ejercitaron el derecho performativo a la aparición (Butler, 2017).

Cuando las mujeres iban llegando se les otorgaba una carpeta pintada a mano por las voluntarias del Movimiento, que contenía el programa con la agenda de trabajo para los dos días y medio que duraría el Parlamento y una hoja impresa de ambos lados con el título “Formulario de Violencias”. Luego de pasado el primer día, la segunda jornada de trabajo comenzó con relatos muy dolorosos enunciados por mujeres de distintos lados. El objetivo de ese momento era poder consultarle a la abogada del Movimiento sobre dudas que cada una tuviese respecto de situaciones en las que sus derechos fueron y son vulnerados.

Para el momento en el que se terminaba la segunda jornada de trabajo, las personas allí presentes ya habíamos sido testigos de más de treinta testimonios desgarradores sobre situaciones de violencia. Todas habíamos escuchado los relatos de las mujeres contando cómo se les negaba el derecho a parir desde sus propias cosmologías, o cómo desaparecen niñas en las fronteras, o cómo el sistema de salud diagnostica como “locas” a mujeres porque hablan en otro idioma, entre muchas otras situaciones. Sin embargo, ningún formulario había sido completado o entregado hasta ese momento. Fue entonces cuando algunas de las que habíamos trabajado en la construcción de esta herramienta decidimos hablar. Moira Millán tomó el micrófono y dijo:

hermanas, en sus carpetas que con tanto amor hemos confeccionado se encuentra una hoja titulada Formulario de Violencias. Necesitamos que lo completen, que se tomen el tiempo de leerlo o traducirlo o escucharlo para completarlo. De sus respuestas saldrá una verdad bien nuestra. Estamos cansadas de que nos maten a nosotras las mujeres indígenas y nadie diga nada de esto. Se habla de femicidio cuando se habla de un hombre que mata a una mujer por el hecho de ser mujer. Pero cuando es el Estado el que nos mata por ver para otro lado ¿cómo se llama eso? Eso es lo que vamos a decidir hoy. Van a levantar la mano cuando no entiendan lo que se les está preguntando, van a completar con su verdad que es la que será escuchada y registrada. Sacaremos datos de esa verdad y se los mostraremos al resto del país. (Moira Millán, durante el Segundo Parlamento de Mujeres Indígenas por el Buen Vivir)

Esa verdad potencialmente sistematizable de la que habla Moira Millán se contrapone con otra construcción de verdad que no las incluye, al mismo tiempo que las silencia. Hay en este posicionamiento una decisión de dejar de ser “una vida a la que se le puede dar muerte” (Agamben, 2003), para constituirse, a través del “reconocimiento de los mecanismos de violencia ejercidos sobre ellas”, vidas dignas de ser vividas y defendidas (Pita, 2010).

En el llamado a ser parte de este relevamiento se daba comienzo a un modo de actuar determinado. A una suerte de pedagogía de la denuncia que inicia con el llenado de formularios y marca un nuevo curso en el accionar del Movimiento. Esta acción, que, retomando a Paul Ricoeur (1986), podemos considerarla como el comienzo de una historia que se inaugura y se desarrolla cuando provoca en la historia relatada un cambio de fortuna, destrabó una suerte de quietud instalada frente al llenado del formulario. Las mujeres que allí se encontraban abrieron sus carpetas, leyeron las preguntas y comenzaron a consultarse entre sí y a nosotras mientras circulábamos por el espacio donde se llevó a cabo el parlamento. Cómo se debía llenar o si “valía” agregar opciones fueron algunas de los interrogantes que aparecían mientras nos acercábamos a cada una de ellas para colaborar, acompañar o ayudar al momento de responder las preguntas consignadas. De pronto las hojas parecían no alcanzar, porque muchas se encontraron contando historias y experiencias que aún no habían sido dichas. En el transcurso del aquel día, todas las mujeres que habían viajado para parlamentar llenaron sus formularios y se lo entregaron al Movimiento. Aun cuando estos eran anónimos, muchas de estas mujeres optaron por escribir sus nombres completos al final del mismo como un acto subversivo frente al permanente estado de anonimato que desde hace años se viene denunciando:

NM: ¿Hay que poner el nombre de una?

Mariel: No, no hace falta. Es anónimo. Porque lo que nos interesan son los datos.

NM: Pero mi nombre es un dato, porque es el dato de quien ha sufrido estas cosas en el cuerpo. Estas violencias pasaron por mí, que soy persona con nombre. Yo creo que deberíamos poder hacer datos con identidad, con nombres, para ser más que datos, o ser datos para algo más. (Conversación mientras circulaba por las sillas donde las mujeres realizaban el formulario con mujer adulta mapuche de la zona de Norpatagonia, 2019)

“Mi nombre es un dato” no solo refleja la posibilidad de ser autora de aquello que se está contando, sino que también contradice y discute con los presupuestos respecto de la “comodidad” que genera no escribir los nombres de las personas que denuncian. Al decir “mi nombre es un dato”, esta mujer está colocando su persona en una trama de significados legibles para una audiencia específica. Es en la capacidad de narrarse a sí misma la presencia insoslayable de una búsqueda explícita de “ser datos para algo más”. En este sentido, Walter Benjamin (1991) señala la forma en que determinados contextos traumáticos arrastran a la mudez las capacidades narrativas de las personas. Son, para este autor, los sentimientos que estos eventos dejan en ellas la certeza de que nada ha sobrevivido a esa experiencia que merezca la pena ser contado. Fue en el mismo momento en el que se alentó al completado de los formularios cuando se produjo un rumor colectivo que rompía con lo estático de aquella mudez mencionada por Benjamin. Incluso tal como evidencia el extracto de conversación citada arriba, pareció haber un cambio de actitud por parte de muchas de las mujeres que sostenían más bien una escucha atenta a las voces que habían viajado cientos de kilómetros para traer su palabra (Bleger, 2018) buscando una autoría en aquello que denunciaban al completar el formulario.

La posibilidad de devenir en autora de sus propios relevamientos implicó una puesta en valor de las trayectorias personales: “estas violencias pasaron por mí, que soy persona con nombre” (NM, extraído de la conversación anteriormente citada). En suma, fue a través de la posibilidad de contarse a sí mismas que se evidenció el cambio de lugar de víctima para pasar a ser la que ha sobrevivido con sus marcas y dolores para llegar adonde están y contarse frente a otras.

Tal como he intentado relatar, la encuesta ha nacido desde un pedido concreto, y en tal tarea se han puesto en tensión cuestiones que van desde ciertos sesgos disciplinares, a la idea de rigor científico como parámetro para la construcción de datos, hasta la posibilidad de acompañar procesos desde un lugar más instrumentalista y no tan catedrático. Pero sobre todas las cosas, este trabajo tiene la intención de revisar la construcción de ciertas herramientas que facilitan o que obturan trayectorias de vida que deciden ser contadas en sus propios términos. La encuesta se hizo desde la comodidad de una computadora, pero pese a lo que nos habíamos propuesto al imprimirla, no estaba acabada. Se terminó de moldear en la puesta en práctica de esas preguntas, en la permeabilidad frente a los aconteceres del día en que las mujeres decidieron responderlas. De alguna manera, la metodología colaborativa se encarnó en la oportunidad de pactar los inicios, pero también los finales de ciertos procesos que la academia muchas veces está tentada a dictaminar.

A modo de cierre: la reflexividad antropológica

Escribir este artículo ha implicado múltiples desafíos. Se supone que todo proceso de reflexividad sobre nuestro propio quehacer antropológico nos lleva a revisar algunas prácticas disciplinares que naturalizamos. Son muchas las veces en que desde plataformas partidarias o disciplinares promulgamos y alentamos al trabajo colaborativo con los movimientos sociales. Sin embargo, también -sin ser conscientes de esto- clausuramos los discursos de nuestres interloculocutores, simplificamos sus dolores encuerpados o sus experiencias de sufrimiento cuando les imponemos ciertas categorías propias, naturalizadas y homogeneizantes como “trauma” “marginalidad” y ”violencia”.

He querido con este artículo reflexionar sobre los desafíos epistemológicos y afectivos que se han puesto en juego a través de la construcción colectiva de una herramienta para el relevamiento de violencias en un grupo de mujeres indígenas. En su desarrollo, cada una de estas instancias de reflexión nos abrió un abanico de reacciones y conocimientos encontrados.

Así, y una vez finalizado el proceso de relevamiento de experiencias, el Movimiento de Mujeres Indígenas por el Buen Vivir reunirá los testimonios y las denuncias que durante este tiempo recolectaron, los nombres de las mujeres indígenas asesinadas y puestas en el anonimato para establecer los parámetros de violencia que deben ser trabajados con el compromiso político de proveer un conocimiento que sea útil a la transformación social (Carrasco, 1999).

La labor en colaboración y activismo consistió menos en “devolver” la voz a las mujeres subalternas que en intercambiar conocimientos y establecer un diálogo de saberes a partir de sus propios trabajos de memoria sobre las historias de vida y las de sus pares. Estas mujeres, que históricamente fueron y son subordinadas y alterizadas por los marcos coloniales, patriarcales y estatales, “aparecen” en el escenario actual como intelectuales indígenas organizadas capaces de disputar no solo los criterios hegemónicos que siguen reproduciendo las lógicas de desigualdad, sino también los mismos métodos de relevamiento -hasta el momento exclusivos de las ciencias estadísticas- que en apariencia buscaban dar un lugar de visibilidad a estas trayectorias de exclusión pero que continuaban siendo funcionales a las lógicas de poder actuales que las invisibilizaban. La producción de un conocimiento en conjunto me invitó a una revisión de los modos en los que entendía las metodologías y teorías respecto del trabajo y me abrieron el camino para repensar mis propias trayectorias en la antropología como colaborativa y comprometida.


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Notas

[1] Indudablemente, asumir los privilegios con los que contamos quienes venimos de familias de clase media, no indígenas y hemos realizado nuestros estudios es el comienzo necesario para poder empezar a hablar de colaboración y entendimiento.

[2] Por motivos conversados con mis interlocutoras, o por respeto a ciertas elecciones algunas de las mujeres citadas son mencionadas con sus iniciales o pseudónimos y no sus nombres completos.

Notas

[3] Financiamiento: El presente trabajo se realizó en el marco de una Beca Doctoral otorgada por el CONICET.