Artículo original
Del caleidoscopio de la vida tribal a la etnografía
Recorte y pregunta en la construcción de investigación y texto en Antropología

From the kaleidoscope of the tribal life to ethnography. Scope and question in the construction of research and text in Anthropology

Do caleidoscópio da vida tribal á etnografia. Recorte e pregunta na construção de pesquisa e texto em Antropologia

Del caleidoscopio de la vida tribal a la etnografía. Recorte y pregunta en la construcción de investigación y texto en Antropología
Runa, vol. 42 no. 2, (7- 25 pp.), Jul-Dec, 2021, doi: 10.34096/runa.v42i2.8280. ISSN: 1851-9628
Instituto de Ciencias Antropológicas, Facultad de Filosofía y Letras, Universidad de Buenos Aires


Como la dicha cajita es movible, haciéndola que gire lentamente, la combinación de imágenes se pondrá también en movimiento, y nuevas formas enteramente distintas, pero igualmente simétricas, se presentarán sucesivamente, desapareciendo unas veces en el centro, y otras naciendo de él, y otras jugando en torno, en dobles y opuestas oscilaciones1 En un giro de muñeca se construyen y destruyen mundos

A modo de introducción

El desarrollo de este texto hace pie en experiencias propias. O mejor dicho, toma como base de análisis distintas experiencias que fuimos teniendo, como investigadoras, en nuestros campos de estudio -el del mercado del sexo y el policial-. Lo hace por una simple razón: por considerar que nada hay en ello de estrechez de miras, y sí mucho de voluntad de expansión. Porque el movimiento no pretende ser confinatorio -regodearse en las propias vivencias- sino justamente el contrario: echar mano de aquellos procesos epistemológicos que íntimamente conocemos para convertir esas vivencias individuales en reflexiones colectivas.2 Después de todo -ya lo dictaminó Raúl Zurita para las letras-, no se parte de lo propio por considerarlo especial: se parte de lo propio por considerarlo representativo.3 Así, partimos de nuestras experiencias de investigación para reflexionar en torno a dos de las herramientas primordiales de la práctica antropológica: el recorte de la investigación y la pregunta antropológica.

Pero comencemos por situar, de modo por ahora general, los alcances de este texto. Sabemos que toda investigación implica un recorte; que algo siempre queda fuera. Pero por este “afuera” no nos estamos refiriendo a una mayor o menor profundización de los contextos sociopolíticos y las condiciones globales que constriñen de forma variable las relaciones sociales que ponemos bajo escrutinio (pues esos contextos debieran estar, con más o menos énfasis, siempre presentes). Hablamos de otro tipo del “afuera”: de aquel que surge de considerar que ninguna formulación de investigación es inocente; que en ella intervienen intereses, aperturas y clausuras hacia ciertas dimensiones y facetas del tema, así como sensibilidades e insensibilidades, e incluso prejuicios. Hablamos de un “afuera” que es un potencial puntapié: de nuevas capas de significación, de nuevas investigaciones.

De allí que el recorte de investigación sea más una herramienta conceptual que una necesidad empírica. No tiene que ver con cuánto se logre acotar el grupo bajo estudio -si una institución, si un grupo, si una familia-, sino con cuán bien se logre formular una pregunta que logre dar cabal respuesta a ese referente empírico. No es el recorte una cuestión de mero constreñimiento (como si su construcción exitosa dependiera del simple hecho de “apretar” lo más posible), sino de adecuación de la herramienta: de cuán pertinentemente se ajuste a él el interrogante planteado. De hecho, el recorte puede fallar hasta con el referente empírico más concentrado, si el interrogante que lo envuelve le queda, a ese objeto, demasiado grande o demasiado chico.

Lo que estamos planteando, con todo esto, es una enunciación evidente: el recorte de la investigación no puede desvincularse de la formulación de una pregunta. Cada investigación muestra -o debería mostrar- un recorte particular que responda a una pregunta propia. La pregunta refleja la construcción de un problema, entre tantos otros posibles para un mismo campo temático. Dado el recorte, dada la pregunta4 (y viceversa).

Nada nuevo hay en lo dicho hasta aquí. Sin embargo, y como la tradición antropológica marca, una cosa es la norma, y otra muy distinta, la práctica social. Reflexionar sobre estas prácticas, creemos, resulta imprescindible para ampliar el debate más allá de la reflexividad en el campo y traerlo al terreno de, si se quiere, la reflexividad en el desempeño del oficio académico, sobre todo cuando este roza cuestiones de construcción de investigación y texto.5

Decíamos que este texto se planta sobre experiencias propias, y con una de ellas vamos a comenzarlo. Le sucedió hace poco a Mariana. Recibió un señalamiento en relación con una investigación que había comenzado en 1999, que había defendido como tesis de licenciatura en 2000, como tesis de doctorado en 2006 y que había publicado en formato libro en 2009. En esa investigación sostenía que las escuelas policiales de ingreso a la institución podían entenderse (por supuesto, en ese entonces) como un período de separación entre lo civil y lo policial.

El concepto -de separación, pero sobre todo de pasaje- es ya inseparable de los trabajos de Victor Turner sobre los ndembus de África, aunque reconoce por supuesto el aporte de muchos otros autores. En el planteo original de Turner, buscaba dar cuenta de un momento de transición entre estados distintos, entendiendo dicha transición “como un proceso, un llegar a ser […], incluso como una transformación” (1980, p. 104). En el de Mariana, usado como herramienta, el concepto de separación buscaba dar cuenta de cómo esos ingresantes que no eran policías llegaban a serlo:

no se trata aquí del pasaje de lo civil a lo policial, en una suerte de transición de uno a otro dentro de una misma totalidad. Se trata, más bien, del abandono irrecuperable de lo civil como condición imprescindible para devenir policía […], en tanto es la ruptura de posturas (civiles) pasadas la que posibilita la posterior adquisición del nuevo estado. (Sirimarco, 2009, p. 26)

Apoyaban esta tesis varios argumentos que no tiene sentido desplegar aquí, pero que pueden rastrearse en los textos citados. Traemos sin embargo uno a colación, para anclar empíricamente la propuesta:

yo recibí 267 soretitos -recibía el jefe de Compañía a los Aspirantes el primer día de clase- y voy a entregar a la sociedad 267 Agentes de Policía. Olvídense de la vida civil, esa vida de mierda. Ahora tienen que hacer vida de policía (Sirimarco, 2009, p. 26).

Por supuesto, como este extracto de campo bien pone de manifiesto, hablaba Mariana de esa separación en términos discursivos (en los mismos términos, por lo demás, en que la agencia policial la plantea). Es decir, en términos de los marcos y procesos de significación que se activan durante la instrucción como propuesta idealizada de actuación. Hablaba ella, en otras palabras, del proceso de construcción del sujeto policial y/o de su cuerpo legítimo, entendiendo ambas categorías no como un “cuerpo individual y real, sino como un cuerpo institucional”; esto es, como metáforas que ligan los cuerpos de las y los ingresantes con el cuerpo político (Sirimarco, 2009, p. 57). O para decirlo aun de otro modo: hablaba de los relatos institucionales de separación sobre los que se asienta la formación inicial, y nunca de una separación real y efectiva.

El concepto era usado entonces por Mariana en su carácter de herramienta analítica. Sin embargo, su trabajo tuvo una lectura diferente:

El trabajo que presentamos se distingue de otros que analizan los inicios de la formación policial (Sirimarco 2004, 2009) construyendo su marco teórico a partir de la propuesta turneriana. Lejos de lo que considera esta autora, creemos en cambio que estas escuelas y sus alumnos tienen más semejanzas con otras instituciones de nuestras sociedades complejas que con los rituales de separación de las sociedades tribales. Nuestra propuesta busca des-exotizar a la policía y sus agentes, pues se trata de instituciones y actores que deben ser entendidos en el contexto de nuestra sociedad, de la que son parte.6

Según esta lectura, había tomado Mariana la categoría turneriana sin tomar en cuenta que la institución policial y sus agentes (y, por lo tanto, sus períodos formativos) se desarrollaban en el contexto de nuestra sociedad. Al proceder de ese modo, los había exotizado, olvidando que no eran ni instituciones ni personajes tribales, sino agencias y sujetos que cohabitaban nuestro espacio y tiempo. No ndembus, sino pares.

Si traemos esta lectura a colación es porque creemos que desnuda algo que venimos percibiendo desde hace ya algún tiempo, junto con otros colegas, respecto del modo en que tiende a concebirse la construcción misma de nuestras investigaciones. Nos referimos con esto, puntualmente, a cierto grado de deterioro en algunos lineamientos -tácitos pero suponíamos que extendidos- de nuestro quehacer, y que tanto vemos en estudiantes como en graduados recientes. O para ser más específicas: nos referimos a la sensación de que ciertas bases epistemológicas disciplinares -concretamente: el recorte de la investigación y la pregunta antropológica que debe guiar un texto- empiezan a mostrar fisuras.

Algo de todo esto puede verse -creemos- en la lectura que mencionábamos. Pues esta, tal como está planteada, no hace foco en el uso más o menos válido de la categoría turneriana, o en la lectura más o menos apropiada del discurso institucional policial en términos de separación. Hace foco en algo distinto: en que hacer zoom en las y los policías ingresantes es igual a plantear exoticidades. Es curioso, pues finalmente, lo sabemos bien, hacer etnografía es tornar lo extraño familiar, y lo familiar, extraño (Lins Ribeiro, 2007). La exotización es, en el caso de nuestras propias sociedades, un punto de partida para la desnaturalización. De todos modos, la crítica pareciera señalar que recortar es igual a negar el contexto. Es por esto que el foco de esa lectura nos llenaba de asombro: ponía de manifiesto una cierta indiferenciación entre el recortar y el no ver. Un cierto tergiversar en falla lo que no era más que producto de una herramienta analítica.

Habrá quienes crean que estamos generalizando demasiado en base a lo que podría tratarse, simplemente, de un caso de mala lectura. Lo que nos preocupa es justamente que no lo sea. Porque este es, en todo caso, uno que se hace eco de otras experiencias con las que nos hemos venido topando en los últimos tiempos, y sobre las que nos interesa aquí llamar la atención. No para individualizarlas, sino para explorar lo que creemos -en definitiva- que todas ellas entrañan: un proceso de movimiento doble y concatenado, que intentaremos desarrollar a lo largo de este texto. Para decirlo de otro modo: si este tipo de señalamientos no responden a malas lecturas, ¿a qué responden? ¿De qué otras prácticas están hablando?

Creemos que hablan, por un lado, de un proceso de literalización del recorte analítico. Esto es, un proceso de fusión de la herramienta con lo real. Un proceso, en definitiva, de indiferenciación entre voluntad e incapacidad: como si la elección de mirar por dentro (de la zona que demarcamos para nuestra investigación) implicara ipso facto la ineptitud para ver -en su sentido de perderse, de no darse cuenta, hasta de negar- todo aquello que cae por fuera de ese trazado. Pero un proceso también, consecuentemente (y aquí solo lo adelantamos), de descriptivización del texto. O lo que es lo mismo: de borramiento de su pregunta antropológica. De anulación de un interrogante que aglutine argumentos al servicio de una problematización.

Este texto explora así algunos de los matices que puede presentar este proceso, desplegando consideraciones acerca de la formulación de estas herramientas disciplinares -recorte de investigación y pregunta antropológica del texto- en función de lecturas metodológicas, epistemológicas, morales y políticas. No pretende cristalizar definiciones ni brindar técnicas o procedimientos de manual, sino desgranar algunos pocos episodios para apuntar -respecto de estos matices- algunas simples reflexiones, sobrevolando rápidamente por encima de autores, argumentos y debates conocidos, para ir de lleno al planteo de situaciones. El objetivo es modesto y finalmente pedagógico, pues apunta a hilar esas pocas consideraciones en voz alta, con vistas a acercar un punteo esquemático pero concreto acerca de cuestiones cuya comprensión viene presentándose con tantas dificultades.

El recorte de investigación

En el principio de toda investigación está el recorte. Podría decirse, sin temor a exagerar, que constituye una herramienta de relevancia central para la construcción del conocimiento, en tanto acotar la indagación -la temática, el referente, los conceptos, las herramientas- es parte central del proceso de pesquisa (Wainermann, 1997; Achilli, 2000; Guber, 2005). En alguna medida, no hay investigación posible sin recorte: sin los intereses y afinidades, en primer lugar, que van ajustando una zona de atención privilegiada. Pero tampoco sin la batería de elecciones empíricas y conceptuales que van tallando, en el escenario mayor de esa preferencia temática, un problema particular. Todo recorte, en definitiva, no es más que la asunción plena de una imposibilidad epistemológica: la de abarcar, en una sola investigación, “el mundo y sus alrededores”.7

La frase no debe llevarnos a engaños: no se trata -como adelantábamos- de una imposibilidad de grado empírico, sino de grado conceptual. Porque lo arduo de abarcar no es tanto una unidad de análisis de gran tamaño, como la enorme cantidad de variables que una unidad así implicaría. Ya Umberto Eco (1995) nos advirtió sobre este peligro: toda investigación panorámica -nos dijo- implica un acto de soberbia. De allí que el recorte sea, finalmente, un asunto de inteligencia pragmática. Pero sobre todo: de allí que sea, por definición, un asunto de predilección y, por ende, de renuncia: de nunca poder dar cuenta del panorama completo. De modo distinto pero con sentido semejante lo dijo Clifford Geertz (1986): los antropólogos no estudiamos aldeas, sino en aldeas. O sea: estudiamos algo -una problemática puntual- en el contexto de un referente empírico.

Ese algo geertziano da cuenta finalmente de la fórmula del recorte: un asunto de relación -obligada- entre la parte y el contexto. Porque el ejercicio del recorte es, en última instancia, lo que permite la investigación: el recorte remite siempre a la construcción de un problema particular. ¿Qué clase de pesquisa sería aquella que, a la manera del mapa y el territorio borgiano, fuera el calco obsesivo de un escenario y no, como toda investigación, la elección de una medida de escala para su representación suficiente? ¿Qué clase de utilidad científica tendría una pesquisa que fuera una mímesis perfecta del mundo social bajo la lupa?8

El recorte se vuelve, por ello, además de un asunto de relacionamiento, también un asunto de mecánica óptica. Hacer zoom en una zona temática -decíamos antes- significa ganar la cercanía que nos permita, como antropólogos, dar cuenta adecuada de una problemática. Significa, consecuentemente, perder detalle de contornos en aras de un punto de enfoque (detalle, no sentido de realidad). Porque el recorte, por supuesto, deja afuera otras porciones de esa realidad -como también decíamos- pero eso no significa que las niegue. Significa solamente que el problema que elegimos no las ilumina.

No las ilumina, pero tampoco las ignora. O para decirlo de modo tan literal como metafórico: no las pierde de vista. Porque el recorte es, también, una cuestión de planos. Algo se mira de cerca, algo se agranda, pero el escenario mayor -aunque invisible- siempre queda sobreentendido. En eso radica, justamente, la importancia y la potencia del recorte: en acercar una mirada de precisión que, sin desconocer el panorama como fondo, no cae en la hechura (soberbia) de ese cuadro panorámico que tanto estremecía a Eco.

Es justamente la incomprensión de estas dinámicas lo que lleva a discusiones sin sentido. Estas pueden tomar distintas formas, desde confundir el recorte con el mundo (lo que da lugar a investigaciones panorámicas), hasta confundir el recorte con “ceguera”, como hemos visto en el apartado anterior (señalar como falta aquello que queda más allá de nuestra lente). Pero existe aún otra forma que puede tomar la incomprensión de estas dinámicas, y que tiene que ver con otra clase de confusión: la de recorte y postura moral. Mejor dicho, la impugnación al recorte (que implica siempre una perspectiva teórico-política) en esos términos morales. O lo que es igual: la depreciación de esa perspectiva; la conversión de lo político en meros juicios de valor. Es a esta clase particular de discusión a la que nos gustaría referirnos expresamente en este apartado.

El despliegue de esta forma de confusión requiere de muchas reposiciones argumentales. Pero déjennos ejemplificar primero con una anécdota que sucedió hace ya muchos años. Estábamos varias colegas reunidas comentando sobre las revistas científicas de la disciplina cuando, a propósito de una reciente publicación, Mónica Tarducci9 nos contó: “¿pueden creer que desde la revista me preguntaron si mi feminismo afectaba mi investigación?”. La anécdota refería a un “debate editor-autor” en el que el editor, al advertir en el artículo de Tarducci cierta militancia personal en favor de la equidad de género, se/le preguntaba: “¿en qué consiste la antropología feminista?, ¿cómo conjuga usted un cierto posicionamiento personal con su investigación y rol como científico social?”. Nuestra colega había respondido:

[con respecto a la pregunta,] le contesto con otra: ¿por qué a un científico social que es anti-capitalista no se lo invalida para estudiar a la clase obrera (todo lo contrario) y si una dice que es feminista le hacen esta pregunta? ¿Acaso a un antropólogo que lucha contra el racismo le preguntan sobre la influencia de sus ideas sobre su investigación? (Tarducci, 2005, p. 21)

En el momento, la situación nos había causado risa. No solo porque nuestra interlocutora la contaba de manera hilarante; también porque su respuesta había sido más que contundente al desnudar los prejuicios del interlocutor. ¿Cuál era el problema con ser feminista?10 ¿Por qué el feminismo, que es también una herramienta teórica, sesgaría la investigación? ¿No sucedía lo mismo con el marxismo y, sin embargo, no se lo cuestionaba?11 Vista desde el hoy, la anécdota subraya la vigencia de ciertas suspicacias frente a discusiones que creíamos ya saldadas (la supuesta objetividad de la ciencia). ¿Acaso hay observación y análisis que no sea situado, subjetivo, parcial e incompleto en sí mismo?12

Lo que esta anécdota subraya es lo que queremos traer a colación en estas líneas: que toda investigación es política y todo recorte implica una postura político-conceptual. Sin embargo, como decíamos, suele suceder -en particular, aunque no exclusivamente, cuando se trabaja con álgidos temas de agenda pública- que aparezcan reproches al recorte que responden, en verdad, a la postura moral de quien enarbola el reclamo. Así, se banaliza o invisibiliza la politicidad del recorte, ya sea porque no se lo reconozca como válido o porque se lo retraduzca en juicios de valor. Veámoslo con un ejemplo, el de las investigaciones de Deborah sobre prostitución y mercados sexuales.

La prostitución es un tema polémico para los feminismos, por lo que quienes investigan en el campo de los estudios del mercado del sexo (nombrarlo de este modo ya implica un recorte y una perspectiva) a menudo se ven enredados en esas polémicas. En este campo se trabaja con la vasta literatura feminista y en interacción con el movimiento amplio de mujeres, por lo que aquí no sería sospechoso ser feminista -como sí levantó suspicacias Mónica, en aquella revista-; sospechoso sería no tener perspectiva de género. Pero aquí también, y al interior de los feminismos mismos, se replican las acusaciones de parcialidad y las confusiones alrededor del recorte.

A Deborah le pasó, más de una vez, de presentar un trabajo, un informe o una ponencia sobre la vulneración de derechos de las trabajadoras sexuales en el marco de las políticas antitrata13 y encontrarse con la/s pregunta/s: “¿por qué no haces trabajo de campo con las que se dicen ‘en situación de prostitución’?, ¿por qué no hablás de las víctimas del sistema prostituyente?”. La interpelación, o la impugnación, siempre refería a lo mismo: por qué sus investigaciones no subrayan la prostitución como violencia. Devolvemos la pregunta: ¿por qué habrían de hacerlo?

Las relaciones de campo tejidas por Deborah, desde el año 2010, involucran tanto a trabajadoras sexuales como a personas que ejercen la prostitución y no se autodesignan como “trabajadores sexuales” ni como “personas en situación de prostitución”.14 En sus investigaciones, Deborah ha atendido a las formas de gobierno de la prostitución (Daich y Varela, 2014), a la vulneración de derechos de las trabajadoras sexuales (Varela y Daich, 2013; Daich y Varela, 2014), a las relaciones entre los feminismos y los activismos a favor de los derechos de las trabajadoras sexuales (Daich, 2012, 2018, 2019) y a la trama de relaciones entre policías y prostitutas que hacen al control policial (Daich y Sirimarco, 2012, 2014), entre otras cuestiones.

Pese a todos estos enfoques, sin embargo, a Deborah siguen preguntándole dónde están, en sus trabajos, quienes se definen como “mujeres en situación de prostitución”. Creemos que la interpelación desnuda la errónea comprensión del recorte como completitud: apunta al recorte desde la pretensión panorámica, como si “algo” le faltara a su investigación y ese “algo” faltante pudiese subsanarse realizando trabajo de campo con otro referente empírico. Aunque el problema no es tanto el recorte en sí, como su referente: lo que se impugna es su elección, proponiéndose otro que implique relacionarse con quienes se consideran y se autorrepresentan como “víctimas de un sistema prostituyente” y consideran al sexo comercial como pura violencia. Lo que hay, en esta impugnación, es una equiparación errónea entre diversas variables: se impugna la elección del referente como si este fuese igual al recorte y, eventualmente, a la pregunta (lo que, obviamente, nunca es). Como si hacer etnografía fuese una mera des/trans/cripción lineal de lo que los nativos dicen que hacen.15 Es que, finalmente, la objeción señala, a los ojos de quien objeta, una supuesta ceguera: la negación de que la prostitución equivale siempre a violencia. Quienes objetan no reconocen que cualquier investigación es una elección conceptual y política y que, para el caso, de lo que se trata es de otro punto de partida teórico-conceptual.

Así, estos reclamos (“hacés trabajo de campo con las trabajadoras sexuales y no con las víctimas del sistema prostituyente”, “te faltan versiones”) y estas acusaciones de “ceguera” (“¿cómo no trabajás con las víctimas, no ves que prostitución es violencia?”) hablan de las confusiones que se construyen alrededor del recorte y guardan también perspectivas teórico-políticas enfrentadas que no siempre se explicitan.

En concreto, en el campo de los estudios del mercado del sexo y de la prostitución se reactualizan discusiones conceptuales contenidas ya en las sex wars de fines de los años setenta y comienzos de los ochenta (Lamas, 2016; Daich, 2019). Así, mucho de lo que se ha escrito en este campo difiere en función de las conceptualizaciones acerca de la sexualidad y el género que se adopten, de la forma en que se entiendan la violencia y el poder, y de su relación con otras formas de diferenciación y jerarquización social. Y estas producciones suelen diferenciarse, además, a partir del tipo de aproximación: con base empírica o fundamentalmente teórica. Por lo general, lo que se ha escrito desde la filosofía, por ejemplo, tiende a reproducir discursos generalizados y teorías abstractas que suelen nutrirse de las conceptualizaciones propuestas por el campo feminista abolicionista. En cambio, las aproximaciones de la historia, la sociología o la antropología -disciplinas que se basan en un conocimiento empírico- suelen avanzar en la problematización de más aristas del fenómeno.

Así, las “disciplinas con los pies en la tierra”16 suelen estar informadas por posturas que piensan en el sexo como terreno de disputa antes que como campo fijo de posiciones de género y poder, por lo que se considera que el orden sexista imperante no es enteramente determinante (Piscitelli, 2005). Por lo mismo, estos estudios no asumen a priori la posición de la prostituta, no la reducen a un objeto pasivo subordinado a las prácticas sexuales masculinas, sino que proponen leer su posición estructural como un espacio de agencia donde se negocia y se hace uso activo del orden sexual existente. Proponen miradas que contemplen los distintos grados y combinaciones de coerción, explotación, resistencia y agencia; así como las intersecciones complejas entre género, clase, raza, etnia y edad. Así, esta perspectiva no niega la violencia, ni el conflicto, ni la opresión. Para estos estudios, la prostitución o el trabajo sexual deben ser siempre analizados en contexto, por lo que son aproximaciones que pueden separar analíticamente las condiciones en que se ejerce la actividad, de la ponderación de la actividad en sí. Es dentro de este tipo de estudios en los que se enmarcan los de Deborah.

Con este ejemplo, lo que queremos remarcar es que el recorte es siempre epistemológico (y, por ende, metodológico): es quien investiga quien construye su campo, seleccionando el referente empírico y las fuentes secundarias, y quien construye su problema de investigación a partir de la interacción de ese campo y del lente teórico-político con el que lo mira. Así pues, el recorte implica siempre una perspectiva teórico conceptual que es también política (Daich, 2018). No reconocer estas posiciones puede llevar a las acusaciones morales que mencionábamos, como cuando se nos tilda de ser “el lobby proxeneta en las universidades” a quienes trabajamos desde perspectivas que no piensan la lógica patriarcal como pura relación de dominio y sujeción, y a quienes reconocen diversos grados y combinaciones de coerción, explotación, resistencia y agencia (y por lo mismo, reconocen a las y los trabajadores del sexo). Es en estos casos, como venimos repitiendo, donde la objeción al recorte toma la forma de impugnación (e indignación) moral:

Luego de la presentación del informe de vulneración de derechos de las trabajadoras sexuales en la Legislatura de la Ciudad de Buenos Aires, donde expusimos sobre los efectos de la campaña anti-trata en tanto campaña anti sexo comercial y la violencia policial, una feminista abolicionista nos interpeló preguntándonos: “¿dónde están las múltiples penetraciones?”. Con ello, aludía a lo que consideraba el punto ciego del informe y constituía, a su forma de ver, la verdadera violencia sufrida por quienes ejercen el trabajo sexual, es decir, la prostitución misma […] Otras militantes han llegado a decirnos “fiolas académicas” y “académicas pagas por el proxenetismo internacional”, en un intento por excluir la posición de reconocimiento del trabajo sexual del campo de debate político feminista. (Daich y Varela, e/p).

¿Por qué decimos que la pregunta social (y política y conceptual) es traducida, por algunos, a una cuestión moral? Justamente por esto que acabamos de citar: porque es trasladada a imágenes de fuerte -y negativo- contenido ético y emocional. Porque es enmarcada -sobre todo en el caso que traemos a colación- en una argumentación altamente virulenta y visceral, que pretende interpelar su validez académica a partir de apelaciones por completo ajenas a sus fundamentos científicos.

Es finalmente de estos fundamentos de los que estamos hablando en este apartado. Y de cómo recortar, como decíamos, responde a una construcción: al diseño y armado de un problema particular de investigación, entre otros posibles. Esa construcción es inseparable de determinadas herramientas teórico-conceptuales: las propias de la disciplina17 y las propias de quien investiga. En el recorte está implicado, también, un conocimiento situado (Haraway, 1995).

La pregunta antropológica

Decía Malinoswki:

en etnografía hay, a menudo, una enorme distancia entre el material bruto de la información -tal y como se le presenta al estudioso en sus observaciones, en las declaraciones de los indígenas, en el caleidoscopio de la vida tribal- y la exposición final y teorizada de los resultados. El etnógrafo tiene que salvar esta distancia a lo largo de los laboriosos años que distan entre el día que puso por primera vez el pie en una playa indígena e hizo la primera tentativa por entrar en contacto con los nativos, y el momento en que escribe la última versión de sus resultados. (1986, p. 21)

Si en el apartado anterior ensayábamos algunas reflexiones sobre la incomprensión del recorte de investigación, en este nos mudamos de etapa, para pasar revista a algunas de las dificultades que puede adquirir la construcción de la pregunta antropológica. Se trata, desde el punto de vista analítico, de etapas separables. Pero también, en términos procesuales, de momentos concatenados: en el primer apartado prestábamos atención a aquellos primeros pasos en la arena de la playa indígena -cómo se daban, a dónde nos llevaban, a dónde no-. En este segundo prestamos atención a la exposición final de ese camino emprendido. Para que el movimiento de uno a otro momento sea armonioso, hay que salvar de modo coherente, como sugiere Malinowski, esa distancia que media entre la playa del comienzo y la playa del final. O mejor dicho: entre la playa que vi(vi)mos y la playa que recreamos. Y aquí es donde entra a jugar, de manera central, la importancia de construir una buena pregunta antropológica. Una que permita salvar -y ordenar y comunicar-, del modo más fiel posible, esos laboriosos años en la playa.

Queda claro, con esto, que la pregunta antropológica a la que nos referimos en este trabajo no tiene nada que ver con aquella etapa temprana del diseño de investigación que consiste en construir, a partir de un tema, un problema de análisis, y que tan abundantemente ha sido tratada (Hammersley y Atkinson, 1994; Achilli, 2000; Guber, 2001, 2005). No es la pregunta del recorte. Tiene más bien que ver con una etapa distinta: con la construcción de la pregunta que debe guiar toda investigación-como-texto. Nos explicamos: si la investigación-como-campo alude, obviamente, al trabajo de campo y al material empírico que se va construyendo en interacción con la teoría, la investigación-como-texto tiene que ver con el modo en que convertimos todo ese material y esa vivencia en un escrito. Este modo implica, así, la elección de un camino determinado entre la multiplicidad de caminos posibles: el recorte de una pregunta específica y una operación de armado del texto puesta en función de ella, de modo tal que el trabajo de campo -que es un corpus de datos enorme y que también deberá “recortarse”- logre acomodarse en función de ese interrogante construido como núcleo (Sirimarco, 2019).

Vamos a hacer una aclaración: hablamos, mayormente, de textos de largo aliento, en los que la indistinción entre la investigación-como-texto y la investigación-como-campo puede tornarse más notoria. Sabemos que ambos momentos encierran objetivos distintivos. Y es por ello que la distancia entre ambos funciona de modo semejante al que plantea Wendy Belcher (2010) para el abogado y el detective: mientras este último recopila datos, junta información y acumula evidencia, el primero defiende un caso. Es decir, teje argumentaciones, elabora pistas, construye nexos y conclusiones. Cuando ambos momentos se confunden -o mejor dicho: cuando la temática de investigación que guía a la investigación-como-campo se “traduce”, de modo lineal, en el objetivo que ilumina la investigación-como-texto-, la pregunta desaparece. Falta allí, justamente, la estrategia epistemológica que permita ordenar el material presentado bajo un particular curso de acción (Sirimarco, 2019).

Pero vamos a explicarnos de otro modo. Quienes escribimos ahora este texto nos formamos, hace varios años, en el Equipo de Antropología Política y Jurídica de la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Buenos Aires, dirigido por Sofía Tiscornia. Con experiencias que difieren solo en detalles, puede decirse que ambas pasamos -enfrentadas al momento de la escritura de la tesis- por el mismo rito de pasaje: una instancia clave, igual de importante que el trabajo de campo en sí. Nos referimos, como se imaginarán, a ese momento en que, luego de exponer ante nuestras directoras el meollo de lo que queríamos trabajar en nuestras tesis, escuchamos por primera vez una formulación que nos sonó tan inaprehensible como desconcertante: “¿y cuál es la pregunta antropológica?”. Recordamos ese momento a la perfección, aun a tantos años de distancia. Se trataba, para ambas, de nuestras tesis de licenciatura. Es decir: de nuestra primera experiencia sostenida de campo. Y de nuestra primera experiencia, sobre todo, de conversión de todo ese trabajo en un escrito académico. Del rito de pasaje necesario para convertirnos en antropólogas.

A Mariana ese interrogante la dejó muda, revolviendo posibilidades de respuesta en su cabeza, como ante esa pregunta de examen final que no se está segura de saber. Intentó algunas teorizaciones, pero la mirada de su directora marcaba claramente que el camino a la respuesta no era por ahí. Era claro que lo que se le pedía no era que hiciera gala de conceptualizaciones, ni que repitiera lo que quería hacer, sino que tradujera todo eso en una pregunta simple pero, a la vez, densamente cargada de sentido. Cómo hacerlo era justamente lo que no sabía. Lo que se le escapaba. ¿Qué era una pregunta antropológica?

A Deborah no le fue mejor. En ese entonces, su interés estaba puesto en las formas en que la agencia judicial civil tramitaba la violencia contra las mujeres. Su directora le preguntó por el campo: por lo que había visto, lo que le interesaba, por lo que había leído. Aun lo recuerda bien: mientras liberaba tensiones de la mano izquierda con una de esas pelotitas antiestrés, la directora le espetó: “¿y qué vas a hacer con todo esto? ¿Cuál es la pregunta antropológica?”. Por supuesto que Deborah no sabía cuál era esa pregunta, pero si algo quedaba flotando en el aire era que “todo eso” no podía volcarse en una tesis así como así, que faltaba algo que le diera sentido y lo ordenara.

Por supuesto, nuestras directoras tuvieron que salir en nuestro auxilio. Nadie nace sabiendo qué es una pregunta antropológica.18 Mariana habló de las escuelas de policía y de aquello que brumosamente intuía que era el eje del trabajo. Después de escucharla, su directora procesó en milisegundos la información y repreguntó: “¿por qué te interesó analizar las escuelas de policía? ¿Cuál era esa curiosidad que te llevó a ellas en un principio, aunque ahora te parezca un planteo tonto? ¿Cómo podrías explicárselo a alguien que no supiera nada de antropología?”. Las pistas que le (nos) dieron entonces son las mismas que seguimos dando nosotras actualmente, a la hora de ayudar a definir la pregunta antropológica de otros. Se trata, si se quiere, de una pista doble: uno, la pregunta no debe regodearse en tecnicismos; dos, la pregunta se esconde muy cerca de las motivaciones primigenias.

Mariana siguió hablando. Haciendo fácil lo difícil, su directora terminó arrimándole la respuesta. “Tu pregunta sería, entonces, cómo se ‘construye’ un policía”. Fue dicho con tono interrogativo, pero en realidad a ninguna de las dos se le escapaba que se trataba de una afirmación: llevaba implícita la certeza de estar dando de lleno en el blanco. De estar poniendo en palabras -mejor dicho: en pregunta- aquello que Mariana rondaba pero no podía ver de frente. Podría decirse, de algún modo, que en eso consiste la tarea de un/a buen/a director/a: no en decirnos algo que nos resulte ajeno, sino en devolvernos -en formato de interrogante- aquello que estuvimos diciendo sin ser del todo conscientes.

Porque una vez formulada, la pregunta antropológica parece obvia (aunque antes haya parecido impenetrable). Y tal es la obviedad con la que se presenta -por supuesto, si la pregunta que se hace nace verdaderamente del trabajo de campo-, que su resolución nos golpea como si siempre hubiese estado ahí. “En eso consiste el verdadero aprendizaje -dijo alguna vez el escritor Mario Levrero-. No saber que se sabe, y de pronto saber”.19 Porque allí estuvo siempre la pregunta, aunque no con ese formato, y lo que vemos como su “descubrimiento” no es otra cosa que el proceso de su construcción. Construir una pregunta antropológica implica justamente eso: escuchar, en nuestro relato del campo, las notas que serán capaces de formar la melodía que lo sostenga en su pasaje al texto. Se trata de un proceso de búsqueda, pero no de uno que da inicio al trabajo de campo, sino de aquel que lo concluye. Porque esta pregunta antropológica siempre se construye a posteriori.

Que esto sea así obedece a una simple razón, que hemos venido repitiendo de distintas maneras a lo largo del texto: que un proyecto de investigación no es la investigación de campo; que la investigación de campo no es tampoco la tesis. No estamos diciendo nada que la reflexión metodológica no haya suficientemente remarcado: que el ajuste de la investigación se realiza a todo lo largo del proceso de conocimiento (Guber, 2001, 2005). Las y los antropólogos redactamos proyectos, hipótesis, objetivos. Llegamos al campo con ciertos ejes esbozados, con ciertas ideas, con cierta hoja de ruta. Pero no dejamos nunca que esas marcas -así sean teóricas o técnicas- condicionen completamente nuestro recorrido. Pues, como diría Rosana Guber (2019) que decía Esther Hermitte, los antropólogos no trabajamos siguiendo “recetas”.

De hecho, una de las primeras cosas que aprendemos, teórica pero sobre todo experiencialmente, es que todo va bien cuando el campo nos sorprende. Diríamos aún más: que la investigación solo va bien si el campo nos sorprende. No hay posibilidad de un buen trabajo antropológico si se va al campo20 sólo para corroborar o refutar hipótesis. Si el campo no es más que un sitio de testeo y no -como repetimos todos ufanamente- una verdadera instancia de encuentro. Por eso la investigación no coincide nunca vis a vis con su proyecto. No hay en ello una falla, sino un atributo: una condición epistemológica esencial para el modo en que hacemos investigación. En eso consiste -otra vez Guber- “la extraordinaria potencia de la antropología, que se renueva desde lo inesperado y hasta lo inconveniente, porque conoce desde un lugar que otras disciplinas no abordan” (2019, p. 136).

Pero así como campo y proyecto tienen puntos divergentes (y de más está decirlo, puntos de contacto), tampoco investigación y tesis son instancias en espejo. No es infrecuente que muchos estudiantes encaren su escritura como si lo fueran: como si el proceso de esa escritura fuese un simple “volcado de ideas”, como si se tratara de una suerte de traducción inmediata y alcanzada sin esfuerzo de todo lo hecho en el campo (Sirimarco, 2019).21 Como su nombre lo indica -una tesis es un razonamiento, un argumento-, su escritura debe asemejarse más a la defensa de un caso que a la mera recopilación de datos (Belcher, 2010). Es decir: una tesis no es la reproducción lineal de un campo, ni una lista de cosas provocadas por lo que se fue encontrando en él. Una tesis es la construcción de un argumento organizado.22 No por nada sostenía Roberto Cardoso de Oliveira que el acto de escribir es simultáneo al acto de pensar, y que es en el proceso de redacción de un texto donde se encuentran las soluciones que difícilmente aparecerían antes de la textualización de los datos provenientes de la observación sistemática (1998, p. 32).

Una tesis es el desarrollo de una estrategia. Y para armar una estrategia es necesaria una pregunta; una que nos vaya llevando de la mano por la etnografía. De allí que la pregunta antropológica sea una construcción a posteriori de la finalización del trabajo de campo, pues solo puede nacer en ese espacio que se abre entre la investigación y su escritura. Y solo puede nacer allí porque lo hace mirando hacia ambos lados: buscando en el campo un ordenamiento que permita transformarlo en texto. Por eso la verdadera pregunta no es conceptual (en el sentido de que nazca del manejo erudito de conceptos, aunque obviamente se nutre de un marco teórico), ni se deriva de los objetivos de ningún proyecto (el objetivo hace al proyecto, la pregunta hace a la tesis). La verdadera pregunta surge al final de la etapa de campo, porque busca repasar ese recorrido que fuimos haciendo y busca escuchar -como ya dijimos- lo que el campo puede decir. De algún modo, plantea un camino inverso, que nace en la respuesta y desemboca en su interrogante. La pregunta se arma para contestar algo que ya está ahí. El resultado del trabajo de campo es la respuesta a la que tenemos que buscarle pregunta.

Llegados a este punto, se hace necesaria una aclaración. Todo lo dicho no debe dar lugar a creer que la pregunta antropológica es algo así como una irrupción intuitiva: el estallido de un trueno en medio de un cielo sereno, al decir de Marx. No es de hecho un acontecimiento, sino una construcción: el resultado de un proceso -no pocas veces arduo- que involucra distintas variables. No tiene lugar en un vacío teórico, por supuesto. Una pregunta antropológica no pierde de vista el campo, pero no podría realmente aprovecharlo de no ser por el bagaje de lecturas, reflexiones y conceptos que permiten moldearlo.

No tiene lugar en un vacío teórico, pero nace del campo. Y agregamos: nace de una tensión del campo. Porque la pregunta antropológica no implica nunca un simple “qué” descriptivo, sino un “cómo” problematizador (Sirimarco y Spivak L´Hoste, 2019). Ese “cómo” no es otra cosa que la percepción de un “nudo” en el campo. De algo que no tiene respuesta lineal, sino que implica una densidad tal, que darle explicación requiere de todo un proceso de desentramado.23 Para Mariana fue el episodio de los “soretitos”. Esa fue la llave que le permitió construir su investigación-como-texto. Pero que se entienda bien: no porque ese episodio constituyera un antes y un después en el campo mismo (o un punto a partir del cual el campo se “desencadenó”), sino porque se constituyó en un punto bisagra a la hora de presentar y ordenar ese campo en la tesis.

Es importante dejar asentada la diferencia: en la investigación-como-campo, la narración de los “soretitos” llegó -cronológicamente- promediándola, después de varias observaciones y entrevistas. En la investigación-como-texto, esa narración se convirtió, en cambio, en punto de partida. Esta aclaración puede sonar intrascendente, pero nos demuestra, sin embargo, dos cosas. La primera, que toda escritura de investigación implica un proceso de ajuste y pulido, donde los interrogantes generales van dando espacio a planteos más concretos (empírica y conceptualmente), y donde los objetivos del proyecto van desembocando, poco a poco, y en contacto con el campo, en un interrogante problematizador (que no necesariamente se encuentra al inicio del trabajo de campo).

La segunda, que toda pregunta antropológica, una vez “detectada” en su “simplicidad”, debe luego construirse; es decir, debe profundizarse, “moldearse” al calor de lecturas, aportes y reflexiones. La pregunta antropológica se trabaja. No solo para ganar espesor conceptual, sino para sumar también complejidad analítica: la formulación de la pregunta antropológica debe ser capaz de abrirse en una variedad de argumentos y capas de sentido, de modo tal que cada capítulo de la tesis se convierta en una parte de la respuesta, y cada capítulo se vincule con los otros no en cadena, sino en árbol, volviendo siempre al modo en que se conectan con el tronco,24 y la reunión de esos capítulos conforme la columna vertebral de la etnografía y despeje, al mismo tiempo, ese interrogante total que es el motor de la tesis. Como solemos decir en las clases, a modo de broma pero también de metáfora, la pregunta que organiza la tesis aparenta ser sencilla como una cebolla, pero cada una de sus capas -de sus capítulos- aporta a la complejidad que finalmente dota de significación a la tesis central (o lo que es lo mismo, a la respuesta a la pregunta antropológica).

Nos gustaría introducir aquí una segunda aclaración. Algo que se desprende de todo lo que hemos venido sosteniendo hasta ahora: toda pregunta antropológica se construye, de algún modo, sobre la base de una elección. No hay ningún campo que pueda caber en la formulación de un solo interrogante; dada una investigación, no hay una única pregunta posible. Hay, en todo caso, la elección de una en particular, que delimitará no solo la tesis que se escriba, sino -también- la vasta cantidad de material etnográfico que quedará por fuera. Por fuera de esa tesis y de esa pregunta, pero no por fuera de otros interrogantes futuros. Aquello que fue parte del campo pero no de determinado texto puede, por ende, ver la luz en textos sucesivos. No hay allí nada inusual para la antropología: no son pocas las veces que una investigación sigue dando frutos durante mucho tiempo, al calor no solo de material no analizado, sino al calor también de revisitas empíricas, que nuevas lecturas y aportes hacen ver bajo otros ojos.

Hemos dejado para el final una tercera aclaración importante. Es obvio que la pregunta antropológica no implica la construcción de cualquier pregunta, mucho menos de una genérica e inespecífica. La pregunta antropológica no apunta al simple interrogante de un evento, sino a un interrogar que sea deudor del ir y venir entre campo y teoría. Pero aún más: a un interrogar que nazca del contacto cultural y que refiera y remita permanentemente a él. A uno que tenga que ver con el cómo de la construcción de alteridades y de estructuras significativas (Geertz, 1986; Krotz, 1994). Pero que se entienda: no estamos planteando aquí una suerte de especificidad disciplinar limitante, como si lo antropológico de la pregunta tuviera que ver necesariamente con “lo propio” de una determinada ciencia (“¿qué es lo que debe preguntarse la antropología?”). Lo antropológico de la pregunta remite a nuestra disciplina, por supuesto, pero no porque propugne cotos de análisis, sino porque propone -a partir de una evidente paleta de intereses-25 una determinada forma de construir el conocimiento.26

Recorte y pregunta. Breve cierre

Es en virtud de esa forma de conocer que el recorte de investigación y la pregunta antropológica se vuelven indispensables. Mejor dicho: que se vuelve indispensable la correcta comprensión de su hechura y su función. En principio, para asumir lo obvio: que en nuestras investigaciones no damos cuenta de una “verdad”. Ni siquiera de un panorama. Damos cuenta de una pregunta. Y eso siempre dentro de un particular recorte. Para volver a Geertz: damos cuenta de algo en una aldea.

Pero también para abrazar la verdadera naturaleza de toda investigación y todo texto antropológico. Asistimos, nos parece, a tiempos de expansión y crecimiento de la etnografía como método. El movimiento es sin dudas encomiable, pero conlleva la desventaja de olvidar que lo etnográfico no implica solo una metodología, sino también una reflexión epistemológica. Recuperar esa otra arista -tal vez el verdadero corazón de la empresa antropológica- se vuelve entonces prioritario. No solo para disputar la propagación, por fuera de nuestra disciplina, de un método etnográfico banalizado -la sola “receta”, al decir de Hermitte-, sino también para recuperar, dentro de la propia antropología, investigaciones y textos que verdaderamente reflejen el modo de producción de nuestro conocimiento.

Recorte y pregunta son elementos vitales en esa producción. ¿Qué pasa, en una investigación etnográfica, cuando fallan? ¿Qué pasa cuando su uso no es el adecuado? Como hemos intentado mostrar, recorte y pregunta están tan íntimamente relacionados, que un traspié en uno u otra nos guía a consecuencias similares. Desde ya, un recorte es, de por sí, algo de lo que no puede carecer una investigación. Puede estar mejor o peor construido (en función de la pregunta de investigación), pero nunca puede ser inexistente. La pregunta antropológica, en cambio, sí que puede faltar en un texto. Hablamos, sin embargo, de consecuencias similares, en tanto que no reconocer ni poder acotar el recorte conduce al mismo callejón sin salida al que conduce carecer de esa pregunta: a la descripción más o menos panorámica, en un caso; a la pura descripción, en el otro. En ambos, a la primacía de lo descriptivo por sobre lo analítico.

Tal vez se entienda mejor lo que queremos sostener si nos detenemos en este último caso. ¿Qué pasa, en un texto etnográfico, cuando no hay pregunta? A lo largo de estas páginas, algunos de los riesgos de tal ausencia han quedado a la vista. Nos gustaría cerrar este texto resaltando al menos otros dos. El primero acabamos de señalarlo: si no hay pregunta, hay mera descripción. Es decir, hay un uso del material empírico que no se encuentra asociado a ninguna argumentación ni jerarquización analítica. Hay, si se quiere, un tirar todas las piezas del rompecabezas sobre la mesa (hablamos, por supuesto, del material de campo), esperando que esa exhibición total de insumos prefigure alguna forma. Pero la simple presentación de piezas no arma por sí sola el rompecabezas, así como el simple despliegue del material etnográfico no estructura de por sí una tesis. Uno y otra requieren de un armado; es decir, de un ordenamiento. De un ir ajustando las piezas entre sí, unas con otras, encadenadamente, hasta que de esa unión -que nunca es mera sumatoria sino relacionamiento- surja finalmente la imagen buscada. Si no hay pregunta no hay análisis. Hay solo piezas sueltas. Piezas empíricas y teóricas yuxtapuestas que no logran suplir la falta de argumentación.

Porque prescindir de la pregunta antropológica es escribir sin norte: es no saber cómo ni para qué construir el dato etnográfico (esto es: cómo seleccionar, de entre el fárrago enorme de información de campo, aquel material que servirá para sostener algo). Desde este punto de vista es que afirmamos que describir no es analizar. Describir, en todo caso, se parece más a la toma de una fotografía: a la captura de un espacio cerrado, aislado, estático. Describir, por eso decíamos, es lo contrario a la construcción del dato: si lo primero es el dibujo de una ambientación, lo segundo es el tejido de una argumentación. En el primer caso de seguro hay un tema; en el segundo, lo que hay es una problemática que guía la investigación (Sirimarco y Spivak L´Hoste, 2019). O para decirlo aun de otro modo: lo que hay en el primer caso es una descripción del material etnográfico. Lo que hay en el segundo es un texto antropológico.

Puede creerse que lo que acabamos de decir va de algún modo en contra de aquello que sostuviera Clifford Geertz cuando volvió famosa la categorización de Gilbert Ryle. Pero su afirmación de que la etnografía es “descripción densa” solo buscaba resaltar una sinonimia: la existente entre etnografía e interpretación. Lo que “llamamos nuestros datos son realmente interpretaciones de interpretaciones” (1986, p. 23), sostuvo, dejando claro que la investigación antropológica no puede ser nunca una actividad de observación, sino una actividad interpretativa. Que no puede ser nunca -añadiríamos nosotras, por ende- una actividad de descripción sin densidad, sin mediación. Es decir, una actividad de mera descripción. No puede ser nunca una descripción puesta al servicio de nada; una descripción sin pregunta.

Debe ser, por el contrario, una descripción situada, en tanto el rescate de lo empírico se haga en función de teorizaciones o argumentaciones específicas. La etnografía -ya lo dijo Laura Nader (2011)- no es (no debiera ser) nunca una mera descripción, sino una teoría de esa descripción. La descripción siempre debe hacerse desde una pregunta. Y eso es justamente lo que sostenemos en este trabajo: que sin ella -sin esta pregunta-, la inclusión de lo empírico en lo textual se pierde como herramienta analítica. En vez construir conocimiento, se vuelve simple descripción.

“Pinta tu aldea y pintarás al mundo”, dijo -presumiblemente- el escritor ruso León Tolstoi. Y eso es lo que creemos que debe buscar un buen trabajo antropológico: no describir sino situarse. Esto es, no describir una aldea, sino pintarla. La imagen nos resulta sugerente para hacer inmediatamente evidente aquello que se ve cuando se pinta: que hay una elección en la paleta de colores, en el tipo de pinceladas y en las técnicas utilizadas. Es decir, “en el recorte mismo (y en la intención del artista) que se expresa en la obra pictórica. La pintura refleja, o expone, tanto a la composición como al pintor” (Daich y Varela, 2020, p. 1).

Se entenderá entonces, volviendo al hilo de nuestro argumento, que la pérdida de la pregunta antropológica sea particularmente problemática en nuestro campo disciplinar. En primer lugar, como veíamos, pues desaprovecha el potencial epistemológico de la empiria, convirtiéndola en mera ilustración. Pero en segundo lugar, porque nos aproxima a una zona de alarma: hacer del “atractivo” o de la “exoticidad” del campo el solo fundamento de su potencia. En uno y otro caso, el texto antropológico alcanza similares resultados: se vuelve crónica.

¿Qué pasa, en un texto etnográfico, cuando no hay pregunta? Este es justamente el segundo riesgo que queremos subrayar, y no es más que un corolario del primero: la confusión entre el punto de vista del nativo y el análisis del investigador. Lo venimos diciendo en este texto de diversas formas: sin pregunta no hay mediación. No hay interpretación posible. Hay, en todo caso, descripción y un mal entendimiento de una muletilla del oficio: darles voz a los sujetos. Llevada al extremo, esta directriz no deja de producir una equiparación bastante plana (y curiosamente omnipotente) entre la transcripción de estas voces y el solo oficio del etnógrafo.27 Hablamos específicamente de lo que sucede en el texto disciplinar, donde inscribir la voz de los sujetos -o su equivalente: la explicación del mundo en sus propios términos- termina confundiendo esos textos con registros de campo (Sirimarco, 2019).

Proceder de este modo implicaría -yendo otra vez a los extremos- aquello que ya vaticinara Clifford Geertz hace tiempo: producir una interpretación de la forma en que vive un grupo que resultara prisionera de sus horizontes mentales, algo así como “una etnografía de la brujería escrita por una bruja” (1994, p. 75). El resultado no distaría mucho -para retomar los sugerentes contrapuntos disciplinares de Belcher- de la acción de ir al psicólogo y de encontrarse con que este, a modo de devolución, solo repite lo que una le dijo. Un texto antropológico -intentamos argumentar- lo es por no poder prescindir, justamente y en primer lugar, del análisis. Pero también por no poder prescindir de uno que suponga la mediación siempre interpretativa del etnógrafo (Sirimarco, 2019). Por no poder prescindir de su pregunta. Recuperarla para la construcción de la investigación-como-texto es, creemos, el camino hacia un modo más profundamente antropológico de escribir nuestra disciplina.

También de practicarla. Después de todo, conviene no olvidar lo que decíamos al comienzo de este apartado: que en nuestras investigaciones no damos cuenta ni de una “verdad” ni de un panorama. Damos cuenta de una pregunta. Y eso siempre dentro de un particular recorte. Damos cuenta de algo en una aldea. Y hay tantos algos en una aldea como creamos posibles. Porque, para volver a las metáforas de mecánica óptica, todo el basamento de una investigación reside en cómo se gire el caleidoscopio: en cómo se muevan y reacomoden esas pequeñas piezas de vidrio coloreado -posicionamientos, teorías, herramientas, intereses, relaciones- para terminar construyendo una imagen (es decir, un problema). Pero que se entienda: una imagen determinada; puntual entre muchas otras posibles. Una imagen que nunca va a ser igual a otra, aunque el caleidoscopio sea siempre el mismo.

De eso se trata finalmente este texto: de comprender el funcionamiento de ese caleidoscopio, pero también de saber usarlo. De entender que en ese simple giro de muñeca, en esa elección de recorte y pregunta, en ese vértigo horizontal de luces y formas, lo que se dirime no es la visión espejada de la realidad sino la construcción de imágenes posibles. Interactivas, dinámicas y complejas, pero nunca totales ni fijas. Después de todo, el lente de la antropología no pretende verlo todo. El caleidoscopio no nos muestra el mundo. Nos permite, sin embargo, pintar casi infinitamente sus aldeas.


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Notas

[1] Autor anónimo, El Español Constitucional. Miscelánea de Política, Ciencias y Artes, Literatura, 1818, pp. 195-196.

[2] Lorenzón, Claudia: “Cecilia Pavón: escribir desde el yo…”, en: Infobae, 02/03/2020.

[3] Zurita, Raúl: “Toda obra literaria es siempre un monólogo”, en: Blog Eterna Cadencia, 30/03/2020.

[4] Vale aclarar que nos referimos aquí, particularmente, a la pregunta de investigación, que para nada es de traducción lineal en la pregunta antropológica que desarrollaremos más adelante. Una cosa es la pregunta que organiza la investigación de campo y el recorte, y otra la que organiza el texto que de esa investigación se deriva. Digamos rápidamente que la segunda no es posible sin la primera y que, si bien ambas se encuentran relacionadas, no son ni pueden ser exactamente iguales.

[5] No es poca la literatura que aborda, reflexivamente, cuestiones que hacen a diversas situaciones en el trabajo de campo: el posicionamiento del investigador, las relaciones de poder, lo dicho y lo no dicho, etc. Sin embargo, no es frecuente encontrarse con el mismo ejercicio reflexivo a la hora de dar cuenta de las vicisitudes que implica, como decíamos, la construcción de una investigación, de un texto, o la lectura y comprensión, por qué no, de las investigaciones y los textos de los otros.

[6] En tanto el objetivo no es individualizar la crítica, optamos por mencionar este párrafo -levemente modificado- sin referenciar.

[7] De hecho, uno de los errores más comunes que encontramos en las aulas al acompañar las primeras formulaciones de investigación es la pretensión de abarcarlo todo, como si fuera la primera y la única investigación que se realizará, desconociendo también que hay tantas investigaciones posibles como preocupaciones o problemáticas. Como bien ya señalaba Catalina Wainermann (1997), hay que aceptar que no se puede estudiar todo; no se puede abarcar “el mundo y sus contornos”. Es preciso acotar.

[8] Tomás Saraceno, Cómo atrapar el universo en una telaraña, Exposición en el Museo de Arte Moderno, Buenos Aires, 2017-2018.

[9] Mónica Tarducci es una referente de la antropología feminista en la Argentina, y es quien nos ha formado, a muchas generaciones ya, en dicho campo. En el año 2010, Mónica, Deborah y otras colegas fundaron la Colectiva de Antropólogas Feministas (IIEGE, FFyL, UBA).

[10] Las relaciones entre antropología y feminismo como forma de producción de conocimiento han sido ampliamente abordadas; baste aquí mencionar los trabajos de Marilyn Strathern (1987, 1988).

[11] Por supuesto que debe haber círculos en los que aún hoy se impugne una investigación cuyo marco teórico sea materialista-histórico, acusándolo de “ideologizado”. Con todo, cabe señalar que la institucionalización de los estudios marxistas ha sido anterior a la de los estudios de género, y todavía hoy nuestros colegas parecen estar más preparados, o más receptivos, para comprender el racismo y la desigualdad de clase, que la desigualdad de género (Tarducci y Daich, 2011).

[12] Sobre el problema de la objetividad en las ciencias sociales, las perspectivas parciales y el conocimiento encarnado, ver el trabajo clásico de Donna Haraway (1995). Allí la autora postula una objetividad feminista basada en los conocimientos situados.

[13] Ver Daich y Varela (2020).

[14] Como en toda investigación, la trama de relaciones que hacen al campo y la utilización de fuentes secundarias es más amplia que lo aquí consignado. La simplificación resulta para la ejemplificación.

[15] Ya lo dijo hace muchísimos años Malinowski (1986): comprender “el punto de vista del nativo” implica también recuperar y diferenciar lo que los nativos dicen que hacen de lo que efectivamente hacen.

[16] Dolores Juliano, al decir de la antropología y otras ciencias sociales de base empírica (comunicación personal, 2012).

[17] Si hablamos de investigación social, es claro que cada disciplina aporta su especificidad. Para el caso de la antropología, Achili (2000) señala ciertos núcleos problemáticos que hacen al enfoque disciplinar: el interés por el conocimiento de la cotidianidad social, la recuperación de los sujetos sociales, sus representaciones y construcciones de sentido y, ligado a lo metodológico, la dialéctica entre el trabajo de campo y el trabajo conceptual.

[18] Creemos importante remarcar esto, así como subrayar también que aprender a construir la pregunta antropológica requiere de la experiencia y del acompañamiento o dirección de otro investigador. Ello así porque, finalmente, el aprendizaje de la investigación se da a través de un doble movimiento: se aprende a investigar investigando; no puede aprenderse a investigar sin la experiencia con el otro. De aquí que varios autores hablen de la investigación social como un oficio, una expertise que se aprende haciendo (Bourdieu y Wacquant, 1995; Achilli, 2000; Peirano, 2004; 2021). De tal modo esto es así, que la construcción de la propia pregunta antropológica, tanto como el reconocimiento de las preguntas ajenas, guarda los mismos visos de ese saber hacer de difícil transmisión que el profesor Hugo Ratier señalaba para las especificidades de nuestra disciplina: “yo no sé cuál es la diferencia entre la antropología y la sociología, pero me doy cuenta cuando la veo pasar”.

[19] Levrero, M. (2008). La novela luminosa. Buenos Aires: Mondadori, p. 531.

[20] Por supuesto, hablamos en sentido figurado. El campo no es un espacio físico al que llegar, en el que permanecer y del que marcharse, sino una herramienta conceptual sinónima de relacionamientos.

[21] Entrevista a Fernando Alfón: “La tesis como escritura hermética”. Diario Página/12, 20 de junio de 2018. En: https://www.pagina12.com.ar/122835-las-tesis-como-escritura-hermetica

[22] Laura Kropff (comunicación personal, 2019).

[23] Laura Kropff (comunicación personal, 2019).

[24] Laura Kropff (comunicación personal, 2019).

[25] La pregunta antropológica -señala Esteban Krotz (1994) en un famoso texto- es la pregunta por las causas y el significado de la alteridad, por sus formas y sus transformaciones. Por la igualdad en la diversidad y por la diversidad en la igualdad. Es, en definitiva, una pregunta por la experiencia de lo extraño.

[26] De allí que, salvando algunas distancias, nuestras reflexiones puedan ser extensivas a otras áreas de las ciencias sociales, pues entendemos que las dificultades que traemos a colación aquí se relacionan menos con especificidades disciplinares que con problemáticas epistemológicas -de construcción de una investigación, de construcción de un texto- comunes a todas estas áreas.

[27] Darles voz a los sujetos refiere, en antropología, al interés por sus representaciones, sus construcciones de sentido y sus lógicas. La recuperación de la voz de los sujetos no niega su capacidad de generar conocimiento sobre sus vidas y sus experiencias, antes bien, es ese conocimiento el que forma parte también de los datos etnográficos construidos y que resulta indispensable para la investigación-acción. Simplemente llamamos la atención sobre la confusión entre antropología y mera descripción.