Artículo original
Investigar y militar contra las cárceles
Reflexiones metodológicas para construir conocimiento etnográfico en contextos de encierro

Investigate and military against prisons. Methodological reflections to build ethnographic knowledge in confinement contexts

Investigar e militar contra as prisões. Reflexões metodológicas para a construção do conhecimento etnográfico em contextos de confinamento

 
Investigar y militar contra las cárceles. Reflexiones metodológicas para construir conocimiento etnográfico en contextos de encierro
Runa, vol. 42 no. 2, (367- 383 pp.), Jul-Dec, 2021, doi: 10.34096/runa.v42i2.8499. ISSN: 1851-9628
Instituto de Ciencias Antropológicas, Facultad de Filosofía y Letras, Universidad de Buenos Aires


Introducción

En este artículo describo de manera cronológica algunas experiencias de mi proceso de investigación que me llevaron a advertir los desafíos y obstáculos de realizar una etnografía de manera solitaria en un contexto carcelario estallado.1 Debido a que busco proponer una conversación vinculada a la propuesta temática del dossier2, mencionaré sucintamente los hallazgos de mi investigación para el campo de la educación en contextos de encierro, pero no profundizaré aquí su análisis.

Como expresé en el resumen, en el año 2015 obtuve una beca doctoral del CONICET para investigar etnográficamente una experiencia de educación en contextos de encierro. Por múltiples circunstancias que describiré más adelante, recién en el año 2017 pude acceder y permanecer durante un año haciendo trabajo de campo en un penal gestionado por el Servicio Penitenciario Bonaerense (SPB). Allí documenté la experiencia de un taller de alfabetización donde les estudiantes y les alfabetizadores se encontraban privades de su libertad.

En este artículo, a partir de un ejercicio de reflexividad autoetnográfica, me interesa recuperar mi experiencia personal como investigadora y militante para dialogar con las dimensiones culturales de lo vivido (Ellis, Adams y Bochner, 2015, p. 251). Las operaciones analíticas exhibidas serán las mismas que Rockwell (2009) propone para trabajar con los materiales de registro de campo: la interpretación, la reconstrucción, la contextualización, la contrastación y la explicitación (pp. 86-91).

Este trabajo se encuentra organizado del siguiente modo: luego de la introducción presento las bases epistemológicas, metodológicas y éticas que permiten justificar la potencialidad del enfoque etnográfico para sostener investigaciones sobre educación en contextos de encierro. En la siguiente sección describo las dificultades que enfrenté en los diferentes intentos de acceso a este campo de investigación. En el cuarto apartado, presento algunas escenas dramáticas que analicé en mi tesis doctoral (Pérez, 2020b) y que me permitieron comprender con mayor profundidad qué representaba el estallido de la cárcel para las personas que cotidianamente vivían allí e incluso para quienes la gestionaban o asistíamos a ella con frecuencia. A su vez, describo cómo mi implicación emocional con lo vivido fue saturando mi capacidad para construir mis registros de campo. En la quinta sección expreso las contradicciones que atravesé durante la escritura de la tesis y mi dificultad para “cerrar el campo” y tomar distancia de sus violencias. Antes de finalizar, propongo un sexto apartado en el que describo mi participación como militante en el Grupo de Estudios sobre Educación en Cárceles (GESEC) subrayando el contraste de esta experiencia colectiva con la soledad que supuso el proceso de investigación. Por último, en las conclusiones sintetizo las reflexiones expresadas en el trabajo y describo las posibles líneas de continuidad.

El abordaje etnográfico como punto de partida

Las cárceles deberían llenarse de etnógrafos, dijo el profesor titular de un seminario de grado que cursé en 2010. Como abogado, investigador y amante de la etnografía, le urgía convocar a estudiantes comprometides con la temática para documentar la vida cotidiana de las cárceles bonaerenses. ¿Por qué resultaría pertinente este punto de vista acerca de un contexto que ya se encontraba ampliamente investigado por las ciencias sociales y documentado en informes oficiales?3

Wacquant (2002) propone las etnografías en cárceles como un punto de vista único -y necesario-, desde el cual se contribuye a abrir significaciones y sentidos en torno a las experiencias intramuros. Además, subraya la relevancia de los estudios sociales en este contexto estructuralmente degradante y habitado por una población triplemente estigmatizada (se refiere a personas “condenadas” socialmente como delincuentes, provenientes de contextos de extrema pobreza y mayoritariamente negras). El autor destaca que los estudios etnográficos permiten superar las miradas totalizantes de las instituciones carcelarias y favorecen el registro de procesos, matices y contradicciones.

Las investigaciones del campo de la antropología jurídica sostienen que la insolencia antropológica debería ser capaz de construir discursos que demuestren las complejidades que atraviesan nuestras incumbencias; discursos capaces de instalar preguntas desafiantes que confronten las narrativas jurídicas hegemónicas (Briones, 2018). Rockwell, desde el campo disciplinar de la antropología educativa, señala coincidentemente que el sentido del trabajo de campo solo puede derivarse del significado (teórico y práctico) de construir conocimientos sobre una porción del mundo que suele verse a través de los lentes normativos o ideológicos de algún sentido común, generalmente el de la autoridad (2009, p. 53).

La importancia de la etnografía radica en la posibilidad de recuperar lo particular y lo significativo desde lo local, pero además, situarlo a una escala social más amplia, y en un marco conceptual más general. De esta forma, el conocimiento etnográfico puede contribuir a los procesos de transformación social debido al carácter intersubjetivo de la construcción de conocimiento, esta dimensión de la construcción cotidiana del mundo constituye, para Rockwell (2009), una escala fundamental de la reproducción social general.

Numeroses investigadores han señalado que la construcción de conocimiento etnográfico otorga un lugar de relevancia al lenguaje, entendido como un aspecto fundamental para la constitución del mundo social (Batallán y García, 1992; Guber 2011). La performatividad del lenguaje implica reconocer que, en nuestras interacciones, les sujetes sociales ejecutamos y producimos nuestra realidad al otorgarle sentido a nuestras acciones. Desde esa perspectiva se recupera la noción de reflexividad como una de las propiedades del lenguaje que debe ser tomada en cuenta al hacer etnografía vigilando sus tres dimensiones: la reflexividad de les investigadores en tanto miembros de un colectivo cultural (y para esto debemos considerar nuestra clase social, género, edad, afiliación política, etc.), la reflexividad de les investigadores en tanto integrantes de una comunidad académica (y esto supone revisar nuestra perspectiva teórica y sus habitus disciplinarios, nuestras prenociones respecto del campo), y, por último, las reflexividades de nuestros interlocutores en la población que estudiamos (Guber, 2011, p. 46).

La etnografía, por lo tanto, supone atravesar un proceso de comunicación entre la reflexividad del investigadore y la de sus interlocutores en el que todes resultan modificades. En este punto coincide la aproximación sociológica cualitativa de Vasilachis (2006), quien resalta la responsabilidad ética que concierne a la actividad de investigación en tanto quien investiga debe asegurarse que sus actos jamás atenten contra la dignidad de les participantes.

A estos aportes considero pertinente sumar el planteo de Cullen, quien sostiene que la ética precede a la ontología y, en tanto integrantes de la especie humana, somos guardianes de nuestres hermanes (2009, p. 129). Esto implica que debemos reconocer nuestra vulnerabilidad y responsabilidad ante la interpelación del otre en cuanto otre. En relación con la responsabilidad ética y política de nuestros procesos de indagación, Guber (2011) refiere a la permanente tensión respecto de “¿quién investiga a quién en el campo?”, y señala que, luego del llamado posmoderno a la reflexividad a partir de los años ochenta, les etnógrafes comprendimos que solo somos dueñes de nuestras propias vivencias e interpretaciones y que no aspiramos a representar totalizadora y congruentemente a les otres (p. 135).

Como sostiene Rockwell (2001), en la producción de nuestras investigaciones, les etnógrafes latinoamericanes nos enfrentamos al desafío ético-político de conservar nuestra capacidad de indignación moral sin perder la esperanza. El trabajo etnográfico debería permitirnos develar y delatar lo que esconden “les de arriba”, es decir: hablar de lo conocido, pero no dicho por parte de quienes están en el poder. Pero nuestras etnografías también deberían documentar las experiencias de resistencia, apropiación y creación real de conocimientos y saberes. Esto implica registrar la construcción de las alternativas que se producen en los márgenes de los sistemas educativos (p. 63). Esta tensión acompañó todo mi proceso de investigación, en el que, en múltiples ocasiones, perdí el equilibrio entre la indignación y la esperanza.

Investigar experiencias educativas en contextos de encierro comenzó a interesarme desde mi formación de grado en Antropología. Por este motivo, durante el último año de mi carrera (2010) viajé los sábados por la mañana desde Floresta hasta La Plata para cursar dos seminarios universitarios y correlativos, sobre Educación, Derechos Humanos y Cárceles que organizaba de forma voluntaria el GESEC4 en las Facultades de Trabajo Social y Periodismo y Comunicación social. A partir de la bibliografía propuesta en la cursada se percibía que este era un campo de investigación todavía incipiente en América Latina, aunque en pleno desarrollo. Sobre todo, en Argentina, donde la Ley Nacional de Educación 26.206/06 había definido la educación en cárceles como un derecho (Daroqui, 2000; Bizarra 2002; Salinas 2002; Acín y Mercado, 2006; Laferriere, 2006; Scarfó 2006; García, Vilanova, Del Castillo y Malagutti, 2007; Martel y Pérez Lalli, 2007; Frejtman, 2008).

En 2014, cuando presenté mi proyecto de investigación doctoral a CONICET, identifiqué el incremento de investigaciones sobre la temática (Frejtman y Herrera, 2010; Scarfó, 2011; Gutiérrez, 2012; Nieto y Zapata 2012; Suárez, et al., 2012) y, aunque varias de ellas incluían estudios de caso y relevamientos cualitativos, no pude encontrar etnografías realizadas en espacios educativos intramuros. Por este motivo, de forma estratégica enfoqué mi proyecto en un área de vacancia temática y metodológica: investigar las prácticas de enseñanza en el nivel medio5 de escuelas ubicadas en cárceles bonaerenses (gestionadas por el SPB) desde un enfoque etnográfico.

El acceso a un campo de investigación hostil

Con la intención de dar inicio a mi exploración del campo, un martes de abril de 2015, me dirigí al Complejo Penitenciario Conurbano Bonaerense Norte para conversar con algunes estudiantes del Centro Universitario de San Martín (Perearnau, 2016; Tejerina, 2016; Lombraña, Strauss y Tejerina, 2017; Di Próspero, 2019) respecto de su experiencia como alfabetizadores. Era la primera vez que lo hacía desde el rol de investigadora. Antes había participado de ese espacio universitario convocada por diversas actividades educativas que resultaban de mi interés, pero sin la intención de documentarlas. Lo que viví durante esa jornada me representó una primera advertencia respecto de las implicancias de investigar la cárcel. No solo por la incomodidad típica que puede atravesar una situación de apertura de un campo de investigación, sino porque una semana después supe que uno de los varones presos con quien había tenido una conversación muy amena estaba condenado en una causa por violación. Esta información me impactó tanto que hasta pensé en modificar el lugar de la investigación (en cárceles de varones) para no verme expuesta nuevamente a una situación similar. Quizás resultaría menos intenso investigar un proceso educativo en una cárcel de mujeres o directamente volver a las escuelas de los barrios vulnerables en los que había trabajado con anterioridad. Como me encontraba en el primer año de mi beca doctoral (y en función de lo previsto en mi planificación, ese era el momento para cursar seminarios de doctorado), no parecía urgente avanzar con el trabajo de campo y decidí posponerlo hasta estar más segura respecto de cómo orientarlo.

La distancia temporal con la situación vivida me permitió ir al encuentro de otres colegas para conocer sus opiniones,6 leer artículos antropológicos sobre estos temas (Kalinsky, 2003; Segato, 2003) y hasta escribir al respecto. En un artículo llamado Etnografía y contextos de encierro: El ingreso a un campo de investigación con doble cerradura (Pérez, 2018) intenté dar cuenta de que, más allá de las limitaciones institucionales y materiales para investigar la cárcel (la primera de sus cerraduras), las emociones y contradicciones que experimenté en este primer contacto implicaron que reformulara mi deseo y el sentido de volver. Si bien estas vivencias se convirtieron en la segunda cerradura, decidí superarlas y volver a intentarlo porque estaba convencida de la relevancia de investigar esta temática y de la potencia de hacerlo con esta metodología.

Sin embargo, la primera cerradura volvió a hacerse presente frente a la imposibilidad de ingresar a las escuelas secundarias alojadas en cárceles bonaerenses. Por ser un área de vacancia, indagar acerca de las complejidades de este nivel escolar era mi principal interés de investigación y, si bien tenía el contacto de algunes directores que se mostraron interesades, elles consideraron que mi ingreso resultaría imposible porque era muy complejo conseguir el respaldo institucional de las autoridades escolares y del servicio penitenciario. Si bien les parecía importante que se investigara el tema y se entusiasmaron con la posibilidad de que pudiéramos realizar algún taller de narrativas con docentes y estudiantes, las cerraduras institucionales clausuraron esa opción por la complejidad de obtener los permisos.

Pude sortear esta dificultad recién en el 2017 cuando, por la demanda del SPB me sumé a un taller de alfabetización que se llevaba adelante en un penal del Complejo Penitenciario Conurbano Zona Norte. Mi participación en esta experiencia revistió un carácter excepcional porque les agentes penitenciaries responsables de la sección Educación exigieron a las autoridades universitarias del Centro Universitario de San Martín (CUSAM) la presencia permanente de una docente universitaria en el aula. Esta situación no era habitual: el Programa de Alfabetización ya tenía más de diez años funcionando en ese complejo penitenciario y nunca antes había existido tal exigencia institucional (Berenstein, 2014).

Lograr la apertura de la primera cerradura me expuso ante una encrucijada metodológica que condicionó mi investigación. Por un lado, me aseguró el ingreso al campo por un período prolongado de tiempo y en una experiencia que me parecía muy interesante documentar. Pero, por otro lado, me implicó una enorme responsabilidad, porque mi ocasional ausencia suponía la cancelación de las clases. Esta situación institucional me dejó “atrapada” porque, aún en condiciones en las que hubiera resultado conveniente y deseable dejar de ir al penal para tomar cierta distancia respecto de lo que estaba sucediendo (me refiero a situaciones de extrema violencia que describiré a continuación), no me permití hacerlo para no interrumpir el funcionamiento del taller de alfabetización (Pérez, 2019b). Las tensiones vividas me llevaron a reflexionar acerca de la segunda cerradura: cómo reelaborar las emociones y contradicciones que atravesé como investigadora al indagar una experiencia educativa en un penal estallado.7

Permanecer, registrar, padecer y negar

Como es sabido, dos tipos de textos son fundamentales en el proceso de investigación de campo orientado antropológicamente: los registros de campo, que ofician como documento, y la etnografía final, que es el producto del proceso analítico. El registro es un recorte de aquello que el investigador supone relevante y significativo desde su propia perspectiva: se trata de un documento que podrá ampliar cada vez más, a medida que adquiera conocimiento técnico y del mundo particular que está reconstruyendo, pero en todo caso, en función de la minuciosidad pretendida, resulta clave su transcripción en un lapso no mayor a 24 horas (Emerson, Fretz y Shaw, 1995; Rockwell, 2009, p. 60).

En mi ingreso al campo me propuse registrarlo todo (Rockwell, 2009, p. 62; Guber, 2011, p. 102), aunque nunca tomé nota durante las clases: mientras estaba en el aula, solamente escribía algunas expresiones nativas que consideraba difíciles de recordar posteriormente. No obstante, y como es habitual en la etnografía, en el ejercicio de la reconstrucción inmediata pude recordar muchos más detalles que aquellos que creía percibir en la situación de observación/interacción.

Como establece Tejerina (2016), más allá de algunos rasgos comunes, cada cárcel tiene su particularidad; se podría decir que cada cárcel tiene su mundo (p. 15). En este sentido, el penal donde realicé mi investigación -de acuerdo con la expresión de les alfabetizadores- estaba estallado. Esto significaba que existían elevados niveles de violencia y conflictividad generados por las condiciones de encierro y por la modalidad de gestión del gobierno carcelario sostenida por les agentes del SPB (Ángel, 2015).

Durante el año 2017, la problemática de la sobrepoblación afectó a la totalidad de los establecimientos penales del conurbano bonaerense al alcanzar su tasa un récord histórico del 91%. Eso significó que casi la mitad de los detenidos no contó con un espacio para dormir. La situación era aún más grave en el complejo penitenciario donde llevé adelante mi investigación, ya que en tres años, su porcentaje de sobrepoblación se vio incrementado exponencialmente, al pasar de una tasa del 25% (en el año 2015) a una del 102% en el año 2017 (Comité contra la Tortura, 2018, p. 180).

Durante mi trabajo de campo hubo cuatro escenas que sucedieron correlativamente durante la segunda mitad del año y que me llevaron a considerar el modo bajo el cual el estallido de esta cárcel modificaba las prácticas cotidianas de quienes la habitaban, gestionaban y asistíamos allí frecuentemente.

Están buscando un muerto

La primera de ellas fue una conversación que mantuve con Leandro, uno de les alfabetizadores, y una voluntaria que coordinaba los talleres de cerámica en el penal el martes 22 de agosto de 2017. Ella comentaba que la situación que describían semana a semana los participantes de su taller parecía empeorar (en relación con el agravamiento de las condiciones de vida: mala alimentación, falta de atención médica, elevado nivel de conflictividad en los pabellones, etc.). En una reunión con el director de la Unidad Penitenciaria, la coordinadora le expresó “que si no le daba el cuero él se tenía que ir yendo, porque era notorio el desborde del penal y era su responsabilidad. Aunque ellos (las autoridades penitenciarias de la UP 47) estuvieran buscando un muerto, no se podían meter con los pibes, porque eso era muy injusto”. En ese momento no entendí del todo sus dichos, por lo que después le pregunté a Leandro a qué se refería la voluntaria al decir que el SPB estaba buscando un muerto; él me explicó que solamente frente a una situación de extrema gravedad (como una muerte) las autoridades penitenciarias podían exigir que no les continuaran enviando nuevos ingresos a un penal que ya tenía sobrepoblación.

El enfrentamiento

La segunda escena sucedió casi un mes después, el martes 19 de septiembre de 2017. Llegué a la escuela y, después de saludar a Santiago, uno de los alfabetizadores, me encontré con uno de los penitenciarios, que me dijo que ese día no habría clases porque no había agua en el establecimiento. Me quedé conversando con Santiago hasta que él, mirando hacia una oficina ubicada enfrente del edificio escolar, exclamó: “Uhhh… ¡pincharon!”. Yo giré mi cabeza y, del otro lado del enrejado, aproximadamente a cincuenta metros de distancia, pude contemplar la escena a la que se refería. Había dos hombres enfrentados; uno de ellos era muy alto (medía aproximadamente un metro ochenta) y enarbolaba una barra de hierro punzante en su mano derecha (parecía la pata metálica de un banco de escuela); tenía una frazada colgada en su hombro y su brazo izquierdo estaba debajo de ella. El otro hombre, de estatura más baja, tenía en su mano derecha una barra de hierro más pequeña. Ambos se movían muy despacio, con las rodillas levemente flexionadas, intentando comprender qué movimiento haría su contrincante. De repente cruzaron corriendo frente a la escuela diez agentes penitenciaries uniformados con cascos, chalecos y armas. Yo me asusté, decidí entrar al edificio escolar y en ese momento se escucharon siete disparos. Miré a Susana, una de las alfabetizadoras que estaba dentro de un aula, y le pregunté si habían matado a alguien. Ella se rio ante mi reacción y me explicó que no, que en esos casos utilizaban perdigones8 para controlar el enfrentamiento y reducir a los presos. Sin embargo, otre de les alfabetizadores agregó: “Ahora ahí adentro los cagan a palos”. Frente a mi desconcierto, me explicaron que les agentes penitenciaries habían logrado controlar el conflicto disparando y lastimando a los presos con los perdigones, pero que luego los llevarían al sector de sanidad, donde los continuarían “castigando” por haber provocado ese conflicto. Yo me encontraba cada vez más afectada por toda esta información, y Leandro, viendo mi expresión me dijo: “Estás blanca, ¿querés agua?”. Y continuó: “Bienvenida a la cárcel, esto pasa siempre últimamente, todos los días. Así está el penal”.

La fuga

La tercera situación fue la fuga de tres presos. Si bien el hecho sucedió el sábado 23 de septiembre, yo lo supe recién el martes siguiente, cuando me dirigí a la clase de alfabetización. Para esa clase estaba prevista la presencia de une invitade, por lo que recién al finalizarla, les alfabetizadores, con preocupación (por las repercusiones que la fuga podría tener), me contaron lo sucedido. Cuando regresé a mi casa busqué información y encontré varios artículos periodísticos que, además de exhibir las fotos y los nombres de las personas privadas de su libertad que se habían escapado, destacaban que personal jerárquico de la institución (incluido el director del penal) habían sido removidos de su cargo hasta que se comprobara que no estaban involucrados en el hecho. Además, las noticias destacaban que los fugados habían utilizado una “escalera tumbera” de cinco escalones que habían armado con siete maderas y clavos.9

Revisando esta situación, comencé a comprender algunos mecanismos de funcionamiento en la gestión de esta unidad penitenciaria. La fuga había implicado un movimiento importante entre las autoridades del establecimiento, y esto supondría un clima de inestabilidad e incertidumbre hasta que quienes habitaban la institución y quienes asistíamos allí periódicamente conociéramos los modos de gestionar de las nuevas autoridades. De acuerdo con el testimonio de les alfabetizadores, una de las primeras medidas que tomaron las nuevas autoridades fue rechazar nuevos ingresos y trasladar a todas las personas privadas de su libertad que, por diversos motivos, habían solicitado cambiar su lugar de alojamiento.

Además, la fuga tuvo una repercusión muy severa en uno de los proyectos educativos que funcionaba en el penal. La jefatura penitenciaria impidió que el taller de huerta Reverdecer, que llevaba adelante la Facultad de Agronomía de la Universidad de Buenos Aires, continuara funcionando. Tal y como lo explicó su coordinadora al diario Página|12, desde el Servicio Penitenciario, sin dar mayores explicaciones, aprovecharon esta excusa para cerrar dicho taller y desmantelar el espacio en el que funcionaba: los penitenciarios vaciaron el invernáculo, entregaron las gallinas al INTA y desarmaron los espacios educativos y de formación para el trabajo (Godoy, 2017).

En las semanas que siguieron, pude presenciar la progresiva transformación espacial que había implicado esta decisión, porque desde la escuela se podía observar el espacio en el que funcionaba la huerta, el gallinero y el aula, que en su muro externo tenía la leyenda: “Taller Reverdecer”. Semana a semana fueron sacando las gallinas, desmantelando la huerta y por último pintaron las paredes externas del aula de color negro. Les estudiantes posteriormente me comentaron que allí había comenzado a funcionar un espacio para la Sección de Requisa10 del SPB.

La suspensión de una clase

La cuarta situación también tuvo que ver los niveles de tensión que se vivían en el penal a raíz del cambio de autoridades. El martes 10 de octubre, casi tres semanas después de la fuga, en el anexo de mujeres sucedió un enfrentamiento entre dos pabellones, que nuevamente el personal penitenciario controló disparando perdigones. Las estudiantes que habían ido ese día al taller de alfabetización estaban muy enojadas y nerviosas. Los estudiantes empatizaron con la situación y comenzaron a contar, con indignación, cómo las nuevas autoridades querían limitar y modificar el régimen de visitas, y que esto ellos no lo iban a permitir. “La familia es lo más sagrado para nosotros, si se meten con eso ya saben que es para quilombo”, me dijeron. En ese momento, yo no podía sino compartir sus expresiones de enojo, que permitían vislumbrar el sufrimiento que estaban atravesando, y entendía que la violencia expresada en sus respuestas era uno de los mecanismos que les permitía plantarse y “hacer justicia”. Sin embargo, intuía que detrás del “cambiar las reglas del juego” respecto de la gestión anterior (en relación con el régimen de visitas), había una estrategia penitenciaria para disminuir los niveles de sobrepoblación. Frente a las incertidumbres vinculadas a las visitas de sus familiares y a otras modificaciones en su cotidianidad, se incrementaban las situaciones de violencia en el penal, ya fuera a través de protagonizar enfrentamientos entre elles o con les agentes penitenciaries. Las nuevas autoridades de la institución parecían utilizar estas situaciones de tensión para justificar traslados y así “hacer limpieza” respecto de les sujetes más conflictives.

La semana siguiente, al ingresar a la escuela, la agente penitenciaria que me recibió me dijo que el penitenciario encargado de la escuela quería hablar conmigo. Yo ingresé a su oficina, lo saludé, y él me explicó que no habría clases de alfabetización ese día porque había un rumor de que vendrían a lastimarse a la escuela (se refería a un enfrentamiento entre personas privadas de su libertad con características similares a las situaciones ya descriptas). Frente a este panorama, decidí sentarme en un banco vacío que había a su lado para poder conversar respecto de las situaciones que venían ocurriendo. Él me explicó que por razones de seguridad había decidido tomar esa medida preventiva: “Que hoy se lo pierdan para que evalúen y recapaciten acerca de las consecuencias de sus actos. Así lo van a valorar y no van a venir a lastimarse acá. Ya la semana pasada se pelearon las mujeres y después nos enteramos de que el quilombo había empezado acá en la escuela”11. Aunque comprendía sus argumentos, le aclaré que la educación era un derecho y que no era posible que se cancelaran las clases por “motivos de seguridad”. Frente a mi insistencia, él me aclaró que la orden de suspender la clase venía de más arriba y la mujer penitenciaria, que se había quedado escuchando en la puerta de la oficina, agregó: “Yo no puedo dejar que te pase nada a vos, porque si le pasa algo a un civil, rueda mi cabeza”. Mientras hablaba sacó de una cajita de madera que estaba al costado de la computadora un elemento corto punzante con forma de flecha de unos ocho centímetros, me lo acercó para que lo observara y me dijo: “los presos te pueden lastimar con esto y nosotros no lo podemos permitir” (Registro de campo, viernes 13 de octubre 2017)12.

Estos acontecimientos que analizo con mayor detalle en la tesis (Pérez, 2020b) ponen en evidencia la complejidad de los manejos institucionales respecto de la gestión de los conflictos y las violencias y sus consecuencias inmediatas en el espacio educativo.

En varias oportunidades, la reconstrucción de experiencias dramáticas como las descriptas (enfrentamientos, fugas, situaciones de violencia institucional, etc.) me obligaron a interrumpir la escritura de los registros de campo y, hacia el final del proceso, prácticamente a evitar realizarlos. Además, durante todo ese año evité mencionar en mis descripciones las emociones que vivía cada vez que iba al penal. A pesar de las lecturas metodológicas que lo desaconsejaban, decidí no hablar de mí: creía que si me abría a expresar lo que sentía tendría que asumir que no deseaba concurrir más a la cárcel en soledad porque me resultaba demasiado violento. Reprimí mi sentir en los registros, al igual que las sesiones de terapia. Internamente me había convencido de que si una psicóloga escuchaba acerca de mi trabajo me sugeriría que dejara de ir y esa no era una opción viable porque implicaba la suspensión del taller. Por otro lado, si me veía superada por las emociones y dejaba de escribir los registros al regresar del penal, no tendría el material fundamental para escribir la tesis, por lo tanto, mi decisión fue sostener ambas acciones. Finalmente, a pesar de mis contradicciones, logré permanecer hasta la finalización del ciclo lectivo, en noviembre de ese año.

Aunque la saturación y el agotamiento emocional fueron enormes, yo era consciente de la potencia que tenía la realización del taller de alfabetización, y por eso presenté un proyecto para regresar el año siguiente con un equipo de trabajo. Por múltiples razones, esta idea no resultó viable para les responsables de la gestión universitaria del Programa de Alfabetización. En diciembre de 2017, ya no quería saber más nada con volver sola a ese penal estallado y había perdido totalmente el deseo de escribir sobre lo vívido.

Las complejidades en la escritura del texto etnográfico y la distancia con el campo

Muy a mi pesar, en abril del 2018 me comprometí con uno de los equipos de investigación en los que participo para presentar en junio un informe de avance de tesis. Mi idea durante los dos meses previos había sido leer los registros de campo y avanzar en una suerte de descripción analítica (Rockwell, 2009, p. 72) de aquellos que me resultaran más significativos. Este tipo de texto permite, mediante una dinámica de retroalimentación constante entre la observación y el análisis, volver inteligibles un mayor número de relaciones conceptuales que den cuenta del orden particular, local y complejo del proceso estudiado.

Por las razones expresadas en el apartado anterior, yo no había realizado descripciones analíticas intermedias durante el año en que realicé el trabajo de campo. En el 2018, cuando comencé a leer los registros, recordé numerosas escenas que había presenciado y que daban cuenta de la cantidad de estudiantes que habían ingresado y abandonado el taller de alfabetización. Caí en la cuenta de que habían pasado más de ciento cincuenta personas por ese espacio educativo. Al leer el corpus de los registros me di cuenta de que había sido testigo de un proceso de exterminio sutil (Pérez, 2019b, p. 58). Con esta definición quiero decir que les participantes del taller en pocas ocasiones habían bajado a la escuela con golpes o marcas de torturas físicas pero, al leer los registros, se podían visualizar las marcas y torturas psíquicas. Como, por ejemplo, el mecanismo utilizado por el personal penitenciario que denominé reacción = sanción. Así lo describía Mariano, un estudiante del taller:

Hay días que los penitenciarios te obligan a que les hables mal, si no, no te dan bola y no te bajan a la escuela ¿entendés? Pero otros días te buscan la reacción para provocarte y si te enojás, listo, te sancionan y te vas a buzones cinco días castigado. Hay otros días que no, en esos días quieren que les hables bien, con respeto (Registro de campo, viernes 7 de julio de 2017).

La arbitrariedad de este procedimiento era tal, que no me sorprendía que muches estudiantes hubieran dejado de venir al taller de alfabetización por el cansancio de insistir. Pero lo que me resultaba más difícil de tolerar era la idea de que se hubieran enojado para poder venir al taller (que era un espacio muy valorado por todes) y que hubieran tenido que “pagar las consecuencias” sometiéndose a tratos degradantes. Más adelante encontré, en una de mis notas del cuaderno de campo, una expresión de uno de les alfabetizadores, Leandro, que confirmaba mi intuición: “El servicio penitenciario bonaerense te destruye física y psíquicamente” (Registro de campo, viernes 5 de mayo de 2017).

Leyendo los registros también recordé a Ramiro, un chico que había conocido en la primera clase y que me había perturbado, porque en ese primer encuentro me contó que no tenía ningún familiar afuera, y después supe que tenía tuberculosis. Él era uno de los tantos asistentes al taller de alfabetización al que vi en una sola oportunidad, porque nunca regresó.

La difícil experiencia de diálogo sobre mi trabajo de campo con el equipo de investigación me llevó a iniciar la escritura de la tesis en simultáneo con un acompañamiento psicológico. Además, fue fundamental consensuar con mi directora un potencial índice que me permitiría dar un orden a lo documentado. Esas fueron herramientas fundamentales para recuperar el sentido y la importancia de narrar y compartir lo vivido a mediano plazo.

Como expresé anteriormente, mientras hacía trabajo de campo más de una vez me pregunté cuánto más podía expandirse mi capacidad de indignación moral (Rockwell, 2001). Durante el proceso de análisis y la escritura de la tesis nuevamente me enfrenté al desafío ético de alcanzar un equilibrio entre la indignación y la esperanza. La construcción de vínculos de confianza que supone la etnografía implica que muchas veces, aunque tomemos distancia física de los territorios de investigación, la relación con nuestres interlocutores permanezca y pueda hasta profundizarse. En mi caso, mantuve la comunicación con dos de los alfabetizadores que habían salido en libertad, quienes con frecuencia me contaban novedades de les otres alfabetizadores y de algunes estudiantes. En una jornada de trabajo, mientras analizaba los registros de campo, me llegó un mensaje de uno de los alfabetizadores contándome que habían matado a un estudiante. Lucas era un participante intermitente del taller y estaba con salidas transitorias. Juan me dijo que lo habían encontrado “choreando” y compartió conmigo una foto que decía: “Moriste en la tuya compañero, siempre en mi corazón”. En ese momento me di cuenta de que los riesgos de conocer la cárcel (Kalinsky, 2004) permanecían y que los relatos de sufrimiento continuarían apareciendo sin que yo pudiera evitarlo. Algunas colegas, con otros intereses de investigación, al escucharme, me sugerían “cerrar el campo”. Decían que resultaría beneficioso para mi análisis tomar cierta distancia respecto de las violencias que vivían mis interlocutores. Aunque yo también lo consideraba prudente, me parecía éticamente imposible. ¿Cómo hubiera podido expresarles mi necesidad de “no saber” lo que estaban viviendo, si tantas veces les había asegurado que podían contar conmigo?

Luego de agotar mi capacidad para llorar por la muerte de Lucas, escribí un texto catártico para desahogarme. Este tipo de escritura no académica se volvió una herramienta que utilicé con frecuencia para exorcizar los horrores, sobreponerme al desconcierto y al desánimo, y compartir las injusticias, aunque solo fuera a través de mis redes sociales. Otra estrategia que encontré para sortear las dificultades del proceso de investigación fue participar activamente del GESEC.

La militancia en el GESEC

Desde su formación, en el año 2002, hasta el presente, el objetivo de este grupo es promover el ejercicio efectivo del derecho a una educación de calidad de las personas privadas de su libertad, desde una perspectiva de derechos humanos. Para eso, articula el trabajo voluntario a través de cuatro ejes: la investigación interdisciplinaria y la sistematización de conocimiento práctico sobre la educación pública de las personas privadas de la libertad; la promoción de la educación pública de las personas privadas de la libertad, tanto en el ámbito de la cárcel como fuera de ella; la formación y capacitación específica para el ámbito de la educación en la cárcel; y la incidencia en políticas públicas referidas tanto a la educación como a la defensa de los derechos humanos en las cárceles (Pérez, 2019a).

Si bien por la distancia física entre la ciudad de Buenos Aires y La Plata me parecía difícil asistir a todas las reuniones y actividades del equipo,13 en el 2017 decidí sumarme, como me fuera posible, para comenzar a pensar el universo complejo de la educación en contextos de encierro colectivamente e impulsar acciones conjuntas.

Desde que me incorporé a este espacio, acompañé y sostuve actividades como el: “V Encuentro Latinoamericano de Educadores y Tesistas sobre la temática de educación en contextos de encierro punitivo” (realizado en octubre de 2017 en la Facultad de Trabajo Social de la Universidad Nacional de La Plata -UNLP-); el Seminario: “Educación, cárcel y Derechos Humanos: Problemáticas de género en el encierro punitivo” (durante 2018 en la Facultad de Ciencias Jurídicas y Sociales de la UNLP)14; diversas jornadas de capacitación en universidades nacionales; participación conjunta en congresos científicos; publicaciones colaborativas de divulgación (Morini y Scarfó, 2018; Pérez y Scarfó, 2020); y reuniones mensuales de formación interna.

Uno de los principios fundamentales que sostiene la organización a la hora de realizar talleres de intervención educativa en contextos de encierro establece que ningún compañere debe entrar a la cárcel en soledad. Por un lado, porque se defiende la potencia pedagógica del trabajo en equipo, pero, por otro, porque se reconocen las violencias inherentes al contexto. Incluso en algunas reuniones formativas, apoyados en materiales bibliográficos (Arón y Llanos 2004; Almada, 2012), hemos profundizado las conversaciones acerca del cuidado de les compañeres militantes en las intervenciones intramuros.

Del mismo modo que lo sostiene Anitua (2018) para les integrantes del GESEC, la investigación es considerada una herramienta fundamental para la transformación de las cárceles. En este sentido, asumimos su divulgación en los seminarios y en los encuentros latinoamericanos promoviendo la construcción de relaciones horizontales y colaborativas entre les investigadores, la comunidad educativa y la sociedad civil. En las instancias mencionadas se promueve el diálogo entre saberes “expertos” (que incluyen a investigadores, docentes, estudiantes, militantes y personas privadas de su libertad), reflexiones colectivas y críticas, y la comunicación de experiencias de luchas y conquistas comunes. En los encuentros regionales y en los seminarios se valora la producción de conocimientos anclados históricamente y “situados” en toda la región, reconociendo su diversidad y riqueza.

Comenzar a trabajar de forma militante contra las cárceles en el GESEC me demostró, por contrastación con mi experiencia de investigación, la potencia de lo colectivo.

Quienes investigamos y militamos contra las cárceles nos enfrentamos a una temática de urgente intervención porque el exterminio de personas inocentes bajo responsabilidad estatal se acrecienta cada día (Pérez, 2020a). En mi caso, pude superar la frustración personal y el sinsentido que sentía al escribir una investigación a mediano plazo gracias a las reflexiones y acciones colectivas que impulsábamos desde este espacio de militancia.

Conclusiones

Al igual que mi profesor, y en coherencia con el planteo de Anitua (2018), creo que llenar las cárceles de etnógrafes y multiplicar las investigaciones es un modo relevante y comprometido de visibilizar las formas concretas y nefastas en las que se materializa el encierro en nuestro país (p. 185). Pero además, la densidad de la mirada etnográfica nos permite comprender las estrategias que las personas privadas de su libertad elaboran para sobrevivir. Las experiencias formativas del taller de alfabetización documentadas en mi tesis estuvieron vinculadas a los procesos de selectividad y agrupación escolar intramuros atravesados por las negociaciones constantes con el personal penitenciario; a la promoción del vínculo con diversos actores de la justicia a través de los escritos judiciales trabajados en las clases de alfabetización jurídica; y a la construcción de un espacio educativo que propició el encuentro y la reflexividad entre pares, como herramientas para transitar los sufrimientos experimentados por les participantes del taller (Pérez, 2020b, p. 1). El aporte de este tipo de metodología para indagar la vida cotidiana en las cárceles argentinas resulta invaluable, sin embargo, en función de los obstáculos reconstruidos en este artículo, considero que como investigadores debemos construir nuevas estrategias metodológicas para garantizar nuestro acceso y permanencia intramuros.

La metodología autoetnográfica utilizada en este trabajo combinó características de la autobiografía y de la etnografía. Se trató de utilizar la experiencia personal para ilustrar las facetas de la experiencia cultural (Ellis, Adams y Bochner, 2015, p. 254). En este caso, propuse analizar las consecuencias personales de sostener el trabajo de campo de manera solitaria en una cárcel estallada y su contraste con las posibilidades de impulsar acciones de resistencia inteligente (Cullen, 2009, p. 150) desde un espacio colectivo de militancia.

Más allá de los ejemplos mencionados por Anitua (2018), no suele existir una relación directa entre construir conocimiento científico sobre las cárceles y alcanzar un impacto en las políticas jurisprudenciales y en sus mecanismos de gestión. Investigar la compleja irresponsabilidad del sistema penal (Segato, 2003) no implica su automática transformación, aunque sí contribuye a su visibilización y disputa. En este sentido, difundir de modo estratégico nuestros hallazgos -siempre provisorios y circunstanciales- debe ser un compromiso asumido colectivamente por la comunidad científica que integramos.

Por otro lado, en función de mi experiencia, creo que para garantizar el cuidado de les investigadores, las etnografías en contextos de encierro no pueden suceder en soledad. Es preciso -y político- construir condiciones de investigación que nos ayuden a resistir la hostilidad de este campo de indagación para no terminar siendo expulsades por él. Comunicar nuestros aprendizajes y limitaciones a la hora de realizar el trabajo de campo es un primer paso para no abandonar las cárceles (Wacquant, 2002) y diseñar estrategias que nos permitan proteger la integridad física y psíquica de les investigadores.

Los resultados de mi investigación doctoral sugieren sendas líneas de investigación, entre ellas, la comparación con otros espacios de formación intramuros y con diversas experiencias educativas que se desarrollen en otras instituciones de encierro (no carcelario) como las casas de preegreso, los neuropsiquiátricos y los centros para jóvenes y adultos vinculados al consumo problemático de sustancias.

En función de lo expresado en este trabajo, además de sostener actividades de visibilización y formación desde el GESEC y asumir la divulgación estratégica de los resultados de mi tesis, mientras no pueda garantizar otras condiciones de acceso y permanencia con equipos interdisciplinarios para sostener investigaciones en contextos de encierro, me propuse avanzar sobre la documentación de los aprendizajes situados y las experiencias formativas de mujeres liberadas en talleres de artes y oficios sostenidos por organizaciones sociales.


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Notas

[1] Esta es una categoría nativa que les alfabetizadores utilizaban con frecuencia para explicarme que el nivel de conflictividad interna del penal era muy elevado. Ampliaré esta idea más adelante.

[2] Este artículo fue presentado para la convocatoria del Número 42 de la revista: “Cuestiones, dilemas y desafíos metodológicos en investigaciones sobre seguridad pública, violencia(s) y activismos”.

[3] Una versión preliminar de este apartado se presentó en el Primer Encuentro Internacional de Tesistas e Investigadores en Temáticas de Cárceles y Acceso a Derechos Educativos (EITECE) (UNICEN, 10 y 11 de noviembre de 2017).

[4] El GESEC es un grupo de militancia impulsado por educadores de escuelas de educación básica de adultos con sede en cárceles, al que se integraron estudiantes y profesionales de distintas disciplinas comprometidos con la promoción y la investigación sobre el derecho a la educación en cárceles. Se formalizó como asociación civil en octubre del 2002 en la ciudad de La Plata, provincia de Buenos Aires.

[5] Los trabajos citados definen la educación en contextos de encierro en un sentido general o se focalizan en experiencias en el nivel primario o universitario.

[6] Entre elles, le escribí a algunes de les integrantes del GESEC con quienes mantenía el contacto desde 2010.

[7] Esta es una categoría nativa que expresaba que las condiciones de vida en el interior del penal eran inhumanas y que la situación de sobrepoblación implicaba el aumento de la conflictividad interna.

[8] Los perdigones son esferas de plomo pequeñas que pueden provocar lastimaduras graves, pero difícilmente provoquen una herida letal, como lo haría una bala de mayor calibre.

[9] Tres presos se escaparon de una cárcel de San Martín con una escalera "tumbera". INFOBAE (25/09/2017) https://bit.ly/3jzagOm Sigue la búsqueda de los tres presos que fugaron. Diario Popular (26/09/2017) https://bit.ly/2U4Y0g8.

[10] Son los encargados de inspeccionar los pabellones, de manera sorpresiva, frente a la sospecha de que las personas privadas de su libertad estén ocultando facas, celulares o drogas.

[11] Respecto de la función de los rumores en el contexto carcelario sugiero consultar De Ípola (2005).

[12] Este preanunciado enfrentamiento sucedió una semana después. El viernes 20 de octubre, a la salida del taller de alfabetización, mientras esperaban que les abrieran el portón para reintegrarse al anexo femenino, una estudiante lastimó a otra con un elemento corto punzante.

[13] Conformado por un grupo de diez integrantes de diversas profesiones, entre elles: maestres, profesores, abogades, comunicadoras sociales, psicólogues y trabajadoras sociales.

[14] Esta actividad fue llevada adelante junto con el Programa de Educación en Contextos de Encierro (PECE), de la Secretaría Académica de la Facultad de Ciencias Jurídicas y Sociales de la UNLP.