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Cuerpos escénicos y performáticos: memoria y subjetividad poética

Silvina Díaz

CONICET- Universidad de Buenos Aires, Argentina
silvinadiazorban@yahoo.com.ar

Fecha de recepción: 20/08/2020. Fecha de aceptación: 26/02/2021

Resumen

Toda representación cultural del cuerpo conlleva, de un modo más o menos explícito, un entramado de visiones de mundo, valores sociales, concepciones y saberes sobre la corporalidad y sobre la manera en que el arte los produce y los organiza. Nos proponemos indagar en algunos modos posibles en que la memoria se inscribe en el cuerpo, en el seno de prácticas performáticas o escénicas que aparecen como resultado de procesos de investigación e incorporan lenguajes de diversas artes. En ellas se sugiere la concepción de un cuerpo plural (Citro), atravesado por múltiples inscripciones, al tiempo que las escrituras corporales diseñan los territorios sociales y las cartografías políticas. Tanto en lo que se refiere a las prácticas socio- estéticas que irrumpen en el espacio público, como a aquellas experiencias escénicas en que el actor o la actriz deviene el elemento central del trabajo creativo, su cuerpo -en tanto soporte, materia y acción (Barría Jara)- continúa siendo el verdadero núcleo político y estético en el que se inscribe y se reconstruye la memoria individual y colectiva.

Palabras clave: Cuerpo, Performance, Teatro, Memoria, Liminalidad

Scenic and Performatic bodies: Memory and Poetic Subjectivity

Abstract

Every cultural representation of the body involves, more or less explicitly, a web of worldviews, social values, conceptions and knowledge about bodyhood and the way art produces and organizes them.We intend to investigate some possible ways in which memory is inscribed in the body, within performatic or scenic practices that appear as a result of research processes and incorporate languages of various arts. They suggest the conception of a plural body (Citro), crossed by multiple inscriptions, while bodily writings design social territories and political cartographies. Both in the case of socio-aesthetic practices that break into the public space and in those stage-based experiences in which the actor or actress becomes the central element of creative work, the body, as support, matter and action (Barría Jara) remains the true political and aesthetic core in which individual and collective memory is recorded and reconstructed. 

Keywords: Body, Performance, Theatre, Memory, Liminality

Introducción

Toda representación del cuerpo conlleva, de un modo más o menos explícito, un entramado de visiones de mundo, valores sociales, concepciones y saberes sobre la corporalidad y sobre la manera en que el arte los produce y los organiza. En este sentido, Maisonneuve y Brouchon- Schweitzer (1995) observan que la construcción cultural del cuerpo depende en gran medida del modo en que una sociedad plantea el problema de la vida y la muerte, del trabajo y las fiestas, de la idea que se forje acerca de la naturaleza, del hombre y su destino, de la importancia que asigne al placer y al saber.

Los enfoques socio- antropológicos que, en la década del 80, definen a la experiencia corporal como una construcción biológica, social, artística, económica, filosófica e histórica1, como una red contingente e inestable de fuerzas sensoriales, motrices y pulsionales, acondicionada por el imaginario individual y social (Le Breton, 1990), surgen como reacción a la tradicional desvalorización de la dimensión física en el pensamiento hegemónico moderno. Este desprecio por el cuerpo, originado en la dualidad platoniana de lo inteligible y lo sensible y en la desantropomorfización operada por Descartes a partir de su distinción entre razón y materia, fue reafirmado por toda una corriente de pensamientos racionalistas. Señala Silvia Citro, a propósito de esto, que

(…) más que ‘olvidados’ los cuerpos son ‘confinados’ al lugar de un objeto peligroso pero a la vez potencialmente útil, al cual la racionalidad de los individuos y las instituciones sociales deberán encauzar: en tanto fuente de emoción, goce y pasión que el individuo debe aprender a autodominar para alcanzar un estado espiritual o moralmente superior; como obstáculo o interferencia que es necesario controlar y apartar para alcanzar el verdadero saber, o como medio técnico que es necesario disciplinar para su eficaz funcionamiento en las instituciones sociales. (Citro, 2010: 23).

Y fueron especialmente los cuerpos femeninos aquellos que, según se creía, “más necesitaban ser encauzados por esa racionalidad que fue concebida, preponderantemente, bajo un signo masculino” (23).

En oposición al cuerpo muerto, dócil o ausente de la filosofía occidental tradicional, Antonin Artaud esboza otro cuerpo posible, rebelde, indisciplinado e insurrecto que, en el “espacio físico concreto” de la escena, ejerce sus efectos físicos y poéticos en todos los niveles de la conciencia. (2002: 32-33). Llevando al extremo las ideas que manifestara en El teatro y su doble acerca de la centralidad del lenguaje material del teatro y de la localización corporal de los sentimientos y las emociones (2002: 113-119), en los últimos años de su actividad creativa, el “hombre-cuerpo” adquiere para él la jerarquía de la única realidad existente. Su “proyecto ético- político de insurrección física” (De Marinis, 1999: 13) aspira a detectar y desactivar los mecanismos que someten al cuerpo y condicionan el comportamiento cotidiano desde una praxis teatral que, en tanto acto vital, se produce “en el sistema nervioso” del actor, desde donde se irradia y se contagia al espectador (Artaud, 2002).

En el contexto de este materialismo absoluto, alejado de todo simbolismo y pensamiento metafísico, el teatro aparece como el ámbito idóneo para operar una auténtica “reconstrucción física” que lo restituya a su libertad. En la emisión radial Pour en finir avec le jugement de Dieu, transmitida en noviembre de 1947 por la Radio Nacional Francesa, Artaud plantea por primera vez la noción de “cuerpo sin órganos”, que es recuperada y resignificada luego por Gilles Deleuze y Félix Guattari en El Anti-Edipo. Artaud alude justamente a la noción de “cuerpo sin órganos”, un cuerpo liberado de todo condicionamiento, que se rebela contra el orden instituido y su desestimación de la dimensión física de la existencia. Y aquí el papel regenerador del teatro, que no apunta ya a “desarrollar virtualmente y simbólicamente un mito” sino a “presentar físicamente el acto mítico de rehacer el cuerpo”. (Citado en Grossman, 2020: 4).

A partir de la crisis de las tradicionales categorías espacio-temporales y de la palabra como instrumento de comunicación y descripción certera de la realidad que supuso la denominada “cultura posmoderna”, es la presencia del cuerpo en vivo la que se sitúa en primer plano, “la presencia provocadora de los seres humanos, en lugar de la encarnación de un personaje”. (Lehmann, 2013: 239).

Pretendemos indagar en algunos modos posibles en que la memoria se inscribe en el cuerpo en el seno de prácticas artísticas experimentales, no institucionales, que aparecen como resultado de procesos de investigación e incorporan lenguajes de diversas artes. Las producciones performáticas y teatrales porteñas a las que aludiremos proponen la concepción de un cuerpo plural, investido psíquica y fantasmáticamente (Butler, 2002:107), un “cuerpo múltiple” atravesado por innumerables inscripciones, subjetividades y vivencias imbricadas con otras subjetividades, encarnadas en los dinamismos sociales y culturales de las heterogéneas cartografías del mundo sensible (Citro, 2010).

Teatro y otras artes

Ante el renovado interés que ha suscitado, tanto para la escena como para los estudios teatrales, la relación entre el teatro, los medios técnicos audiovisuales y diversas disciplinas artísticas -danza, performance, artes plásticas, música-, Jean- Marc Larrue sostiene que el teatro “no dejó nunca, en el transcurso del último siglo, de importar, de tomar prestado, de explotar todo lo que podía enriquecer y facilitar sus creaciones, como lo ha hecho siempre” (2008: 27). El teórico observa, sin embargo, dos aspectos que podrían considerarse novedosos en los vínculos entre escena y tecnología. Por un lado, el debilitamiento de los límites entre las disciplinas tradicionales y las nuevas tecnologías y, por otro, el abordaje teórico de las puestas en escena a partir de la concepción de intermedialidad, que se verifica desde mediados de la primera década del siglo XXI.

A diferencia de las artes de la comunicación mediata, el teatro es “el lugar de los cuerpos pesados”, de la “concurrencia real, donde sucede una singular intersección entre la vida organizada estéticamente y la vida real.” (Lehmann, 2013: 28). El carácter efímero y convivial del hecho escénico, la proximidad y la materialidad de los cuerpos se articula con la mediatez de la tecnología y la perdurabilidad de sus efectos, generando percepciones múltiples, simultáneas y superpuestas que dan cuenta de las nuevas experiencias descentralizadas de comunicación. Sus posibilidades expresivas expanden las fronteras del lenguaje teatral, multiplicando la ficción en nuevos pliegues e intensificando la comunicación con el espectador.

Preguntarnos acerca del modo en que se construye la corporalidad en las praxis artísticas que incorporan elementos de diversos ámbitos disciplinares implica necesariamente indagar en los lazos que establece esa liminalidad con los contextos sociales. Es justamente a la luz del vínculo entre los eventos artísticos-performáticos y su entorno que resulta fundamental destacar el carácter cuestionador e independiente de las prácticas liminales, siempre asociadas a situaciones intersticiales o marginales, en los bordes sociales, poniendo en crisis status y jerarquías y nunca haciendo comunidad con las instituciones (Diéguez, 2007: 18).

En las prácticas socio-estéticas, performáticas y escénicas a las que aludimos, los lenguajes artísticos y audiovisuales se organizan en función del cuerpo del actor y confluyen en él. Un cuerpo performático entendido

como soporte preferencial, como materia y acción que pone en juego una política del cuerpo y no una reflexión sobre el cuerpo, que trabaja en el desmontaje de las políticas de representación de los corporal alteradas a través de la exposición material del mismo. (Barría Jara, 2014: 22).

Cuerpo y territorio

En tanto expresiones liminales, los eventos artísticos, acciones o intervenciones realizados en el espacio público constituyen “gestos simbólicos que ponen en la esfera pública deseos colectivos y construyen de otras maneras su politicidad” (Diéguez, 2007: 11). En este sentido no solo establecen múltiples vínculos con las coyunturas político- sociales en su dinamismo, sino que desafían también las concepciones tradicionales de un arte elitista y exclusivista buscando expandir sus confines y conectarlo con la comunidad.

Lejos de exhibirse como hechos acabados y cerrados en sí mismos, estos acontecimientos ponen en evidencia su carácter procesual. En ellos, el cuerpo adquiere una importancia fundamental en tanto deviene el instrumento, concreto y simbólico, que reconstruye y condensa la memoria personal y colectiva:

Los actos performativos son, por sí mismos, actos corporales y, como tales, autorreferenciales, en tanto no expresan una identidad preconcebida, sino que generan identidad, y ese es su significado más importante. (Fischer- Lichte, 2011: 54).

Los eventos, acciones o instalaciones performáticas que abordan la problemática de los desaparecidos, la apropiación de menores, la tortura, la persecución política o distintas formas de exclusión social constituyen actos grupales, de expresión colectiva, que se relacionan con un territorio específico desde el cual configuran nuevos sentidos políticos y estrategias culturales, entre ellas la demarcación de los “sitios de la memoria”. Como sostuvimos en este sentido en un trabajo anterior (Díaz, 2019), las prácticas socio- estéticas urbanas resignifican, por un lado, la concepción de lo público como un ámbito de reconstrucción de la memoria y de la identidad y, por otro lado, el vínculo entre arte y política por cuanto interpelan a los asistentes y los conducen a una toma de posición.

Como afirma Elizabeth Jelin en este sentido: “No se trata de objetos materiales o rituales repetitivos, sino de subjetividades depositadas en materialidades. Cada marca, cada lugar, cada conmemoración, es producto de voluntades humanas”. (2017: 153).

Los cuerpos de los desaparecidos durante la dictadura, en torno a los cuales se erigen estas prácticas artístico- políticas, ilustran de un modo aterrador la habilidad de un poder de control y castigo que, como analiza Michel Foucault, ha sabido eliminar todos sus rastros. Su eficacia radica, justamente, en la ausencia del “cuerpo supliciado, descuartizado, amputado, marcado simbólicamente en el rostro o en el hombro, expuesto vivo o muerto ofrecido en espectáculo” para dar lugar a “cierta discreción en el acto de hacer sufrir, un juego de dolores más sutiles, más silenciosos, y despojados de su fasto visible” (Foucault, 1991: 15). Pero la garantía de su éxito se halla además en su facultad ejemplificadora dirigida a quienes, sin ser víctimas directas, inscriben en sus cuerpos las relaciones de poder y reproducen sus coacciones.

A partir del carácter emblemático que asumió el siluetazo en la reapertura democrática argentina, al otorgar visibilidad, en el espacio público, a los reclamos por los derechos humanos mancillados por la dictadura, una serie de performances y eventos culturales promovieron, en los últimos años, el activismo sociopolítico desde el arte.

En los escraches -actos de denuncia pública que realizan los hijos de desaparecidos para poner en evidencia a los represores en libertad- la performance aparece como un medio de transmisión de la memoria traumática. (Taylor, 2011). A través de la acción directa y recurriendo a instrumentos musicales, pancartas, música y canciones, se convoca a la participación de la comunidad en un acontecimiento de memoria compartida, un “acto de transferencia testimonial” que, en muchos casos, viene acompañado por una “fuerza emocional, contagiosa, y el sentido de empoderamiento político, energizante.” (Taylor 2011, 3).

Si las siluetas restauraban simbólicamente los lazos solidarios en tanto constituían “la huella de dos cuerpos ausentes: la de quien prestó su cuerpo para delinearlas y -por transferencia- el cuerpo de un desaparecido” (Longoni, 2008: 32), en los escraches, las siluetas y las fotografías de los desaparecidos que portaban las Madres de Plaza de Mayo son reemplazadas por los cuerpos de sus descendientes que, en un evento antisolemne, ocupan e intervienen el ámbito público erigiéndose como la memoria viva de sus padres. Señala a propósito de esto Ramón Balbiene, hijo de militantes desaparecidos: “H.I.J.O.S. tiene continuidad con la lucha de las Madres y las Abuelas de Plaza de Mayo, lo que es rupturista de la agrupación es que venimos a reivindicar la militancia de nuestros viejos.” (Citado en Roesler, 2019). Y es justamente esa memoria, encarnada en el cuerpo, en el ADN de estos jóvenes, pero también en su presencia voluntaria y en su reclamo, lo que no han podido hacer desaparecer las políticas totalitarias.

Por su parte, en los trabajos performáticos de Emilio García Wehbi se aborda la cuestión de la corporalidad desde distintos ejes filosóficos y estéticos, entre ellos la relación cuerpo- espacio urbano, un cuerpo que atraviesa y ocupa el territorio (Proyecto Filóctetes); y el cuerpo como territorio, en su singularidad única e irrepetible, marcado por el paso del tiempo y por el derrotero de la historia personal (58 indicios sobre el cuerpo).

Su Proyecto Filóctetes (2002), en coproducción con el Centro Cultural Ricardo Rojas, escenifica, a través de una intervención urbana, el cuerpo invisibilizado y marginado de la sociedad. Realizada en distintas ciudades -Viena, Berlín, Cracovia- la intervención ponía de relieve las conflictividades de cada una. En Buenos Aires cobró una significación particular a la luz de las políticas neoliberales de privatización y ajuste que, implementadas en la década del 90, derivaron en una profunda crisis socio- económica, en nuevas oleadas de desocupados y niveles inéditos de pobreza. Una serie de muñecos hiperrealistas confeccionados en látex, vestidos, de forma y tamaño humano, aparecieron en distintos puntos neurálgicos de la ciudad el 15 de noviembre de 2002 en diferentes posiciones: caídos, sentados, arrodillados, extendidos en la vereda sobre manchas de sangre. Pero los muñecos vacíos evocaban otros cuerpos: los de aquellos que fueron expulsados del sistema capitalista en las urbes contemporáneas, personas en situación de calle, indigentes y desocupados. Partiendo de una visión sociológica que busca revelar la exclusión y las desigualdades sociales, la acción trasciende el marco estético para invitar a la reflexión crítica acerca de la conciencia social y la percepción del otro en la sociedad contemporánea. Como parte de los fundamentos de su proyecto, García Wehbi manifestó su intención de interrogar en términos estéticos la relación establecida “entre los transeúntes de la ciudad, que la atraviesan” y quienes “la habitan realmente; los mendigos, los niños de la calle e inmigrantes internos y externos que llegan a ella con la esperanza de un futuro mejor”. (Citado en Hipoliti, 2020: s/p). Organizados en grupos y ocultos a la vista del público, los artistas- activistas supervisaban las reacciones de la gente, al tiempo que se ocupaban del reacomodamiento de los muñecos. Debían, asimismo, mantenerse en comunicación y acudir a las autoridades en caso de incidentes. Mientras que otro grupo se encargaba de la documentación audiovisual (grabaciones sonoras, filmaciones y fotografías de las reacciones de la gente, las contingencias y situaciones imprevistas), que fue exhibida en un workshop a la semana siguiente del evento. En esa ocasión se promovió además un debate que contó con la participación del sociólogo Horacio Gonzáles, la crítica de arte María Teresa Constantín, el dramaturgo Luis Cano y García Webhi.

Otro modo de abordar la corporalidad fue 58 indicios sobre el cuerpo, que se presentó en Timbre 4 y en el Centro Cultural de la Memoria Haroldo Conti (2014). Esta performance- instalación propone una manera de recorrer y plasmar los 58 indicios que Jean- Luc Nancy formula en su libro homónimo. “¿Por qué indicios?” -se pregunta Nancy- “Porque no hay totalidad del cuerpo, no hay unidad sintética. Hay piezas, zonas, fragmentos”. (2007: 21). El acto performativo consiste en la repetición, durante aproximadamente tres horas, de una misma secuencia ceremonial, en la que los 58 performers imprimen sus rasgos personales. Al ingresar al espacio escénico cada uno de ellos contempla detenidamente a los espectadores mientras se despoja de sus ropas y las deja en el centro de la escena. Luego marcan su cuerpo con barro y crean una pequeña coreografía al son de un madrigal de Jordi Savall. Cuando evocan los indicios de Nancy, cuyos números se encuentran pintados en sus espaldas, esas marcas físicas parecen condensar y narrar metafóricamente la historia personal de cada uno. Se crea entonces una experiencia artística que oscila constantemente entre la realidad concreta, física y sensorial de la escena, la dimensión filosófica y la condensación poética. Al tiempo que se instaura un debate acerca del propio cuerpo y el de los otros, partiendo de su materialidad, de las cicatrices y los trazos de vida que el tiempo imprime en ellos y que constituyen su “memoria política”. El cuerpo es bello, por lo tanto, no porque responda a un valor predeterminado y universal, sino en la medida en que exprese su singularidad y su memoria: cuerpos desnudos, que exhiben su propia historia. Como sostiene Nancy “El cuerpo es material. Es denso” (2007: 7), y a la vez “es inmaterial, es una idea” (8): el cuerpo, entonces, como territorio político y, al mismo tiempo, como metáfora.

En este sentido, y evocando a Foucault, Webhi (http://emiliogarciawehbi.com.ar) habla del cuerpo como un “mapa político” sobre el que, a lo largo de la historia, se han ejercido las relaciones de poder, de manera directa o indirecta, con la intención de disciplinarlo. Pero el cuerpo es también la historia de la resistencia a esas políticas de sometimiento y domesticación, que podría sintetizarse en el gesto de despojamiento, liberación y entrega de los performers.

A partir de la irrupción de lo sorpresivo y del acto de provocación que suponen los cuerpos en su desnudez, expuestos en su vulnerabilidad y su fragilidad, los espectadores se sienten partícipes del acontecimiento artístico. El performer los interpela, los desnuda a su vez con la mirada, los desafía con su presencia, despierta en ellos reacciones físicas -energéticas, sensoriales, cinestésicas- que postergan o relegan la interpretación intelectual y simbólica.

Este trabajo aparece como continuación de un proceso de investigación y experimentación que comenzó con 12 indicios sobre el cuerpo + 12 indicios sobre el alma -una experiencia pedagógica realizada con estudiantes de la Universidad Nacional de Colombia- y culminó con la publicación de un libro, Communitas, trabajo en conjunto de Emilio García Wehbi y Nora Lezano. Las fotografías de Lezano registran los cuerpos desnudos de los performes y de otros modelos que respondieron a la convocatoria, estableciendo diálogos y contrapuntos con los breves textos escritos por García Wehbi. Las imágenes y las palabras -que evocan esos “cuerpos plurales, fuerzas situadas que llevan la diferencia” (Nancy, 2007: 14)- se reinterpretan entonces, se complementan y se confrontan.

58 indicios sobre el cuerpo. Emilio García Wehbi. Programa de mano. Diseño: Leandro Ibarra.

Cuerpo- Documento

En El lugar de la cultura, Homi Bhabha alude a aquellos momentos en que la literatura reconoce y hace visible las historias singulares olvidadas y reprimidas, en que revela y reescribe lo que estaba oculto, desplazando las fronteras entre lo público y lo privado, articulando las ambivalencias traumáticas de una historia personal, psíquica, con las dislocaciones más amplias de la existencia política. (2002: 26-28).

En el mismo sentido los proyectos performáticos multidisciplinarios vinculados con el arte documento que propone Lola Arias -dramaturga, actriz, directora y performer- abordan la relación de la memoria individual con la historia colectiva y el sentido identitario. El desdibujamiento de los límites entre distintos géneros y lenguajes artísticos va de la mano, en sus producciones, de la idea de un acontecimiento creativo que involucra, emocional y físicamente, a los espectadores.

Como parte de su trabajo con múltiples registros, Arias presentó Doble de riesgo (2016), una instalación interdisciplinaria desarrollada en el Parque de la Memoria de la ciudad de Buenos Aires que repasaba los últimos cuarenta años de la historia argentina a través de testimonios, documentos, canciones y videos. El evento se desarrollaba en cuatro salas que el público podía recorrer libremente. En la sala mayor se ofrecía una videoinstalación, Cadena nacional, en la que se presentaban fragmentos de discursos de siete presidentes argentinos y de los dictadores Videla y Galtieri, transmitidos por cadena nacional en circunstancias sociales críticas. Cada discurso había sido intervenido por una persona distinta -proveniente del teatro o de otros ámbitos- que ocupaba el lugar del presidente y hacía playback mientras era filmado. En el sector inferior de la pantalla podía leerse un texto que daba precisiones acerca de las coyunturas socio- política por las que transitaba el país en esos momentos. Se invitaba luego a los asistentes a poner el cuerpo ocupando el sillón presidencial e improvisando un discurso, que sería emitido simultáneamente en las pantallas de la sala. Por su parte, en Ejércitos paralelos se exponían fotografías y testimonios de guardias de seguridad de la ciudad y del conurbano bonaerense. Quien lo deseara podía ingresar a la garita ubicada en el centro del espacio, ocupar el lugar desde donde ellos observan y vigilan la ciudad y experimentar por sí mismo sus condiciones de trabajo. En el ámbito dedicado a El sonido de la multitud se evocaban cantos populares entonados en las marchas y manifestaciones más significativas de los últimos años de nuestra historia política, desde “se va a acabar la dictadura militar” o “si este no es el pueblo, el pueblo dónde está”, hasta “piquetes y cacerolas, la lucha es una sola”. Cada uno de ellos condensa y representa la conflictividad social de un momento histórico determinado y se convierte en emblema de la lucha popular. Los espectadores podían acompañar los cantos o bien sugerir otros. En la última sala se exhibía Veteranos, una video-instalación en la que cinco excombatientes de Malvinas evocaban sus recuerdos sobre la guerra desde el lugar donde viven y trabajan en la actualidad.

Veteranos, de Lola Arias. (Captura, video de la puesta). Lolaarias.com

Veteranos fue, además, el origen de un nuevo proyecto interdisciplinario integrado por una performance -Campo minado-, un libro en edición bilingüe inglés y español -Minefield/ Campo minado- y una película: Teatro de guerra (2018), documental ficcionalizado. Su propósito era indagar en los múltiples caminos de la memoria y en las posibilidades de representación de la guerra desde el arte. Apelando nuevamente al relato de vida como estrategia compositiva que recupera el valor de la memoria y el testimonio, los performers de Campo minado, veteranos de la guerra de Malvinas-dos soldados profesionales ingleses, un gurkha nepalés que sirvió al ejército británico y tres soldados argentinos- narran sus vivencias en la guerra. Sus relatos se acompañan con fotos, música en vivo, fragmentos de videos, proyecciones, notas periodísticas, cartas, diarios íntimos, restos de ropas y de objetos, audios y máscaras de Tatcher y Galtieri. De este modo, y más allá de “la exhibición escénica de sí y del propio cuerpo” se configura una autoficción que conserva algo del orden de lo dramático (Danan, 2020: 19) y supone un constante deslizamiento de los límites entre ficción y realidad. Luego de su estreno mundial en Londres, la performance -protagonizada por David Jackson, Gabriel Sagastume, Lou Armour, Rubén Otero, Sukrim Rai y Marcelo Vallejo- se presentó en el Centro de las Artes de la Universidad de San Martín (2016) y en el Teatro San Martín de la ciudad de Buenos Aires (2018). Se exhibió, además, en varios festivales internacionales.

Pero tanto esa dimensión dramático-ficcional como el entramado de los lenguajes artísticos y audiovisuales puestos en juego, convergen en el cuerpo- vivencia de los protagonistas, en las palabras y en los recuerdos que evocan sus heridas, sus miedos y frustraciones. Las diversas concepciones y puntos de vista acerca de la guerra se superponen y se contraponen con el discurso oficial de la historia, deconstruyéndolo desde la propia subjetividad y desde la dimensión física, precisa e intransferible de una experiencia extrema.

El cuerpo despojado y poético

Las obras de Cecilia Hopkins -Lunario (1997), Danzadelejos (2000), La recaída, de Julio Cardoso (2003), Milonga desierta (2005), Gemma Suns (2009), El león de la Metro (2011), La memoria de Federico (2017), Suns (2019), Cielo con diamantes (2019)- encarnan un paradigma corporal asociado con la antropología teatral, que implica un quiebre tanto en lo que se refiere al trabajo del actor sobre sí mismo como a la creación del personaje.

Si en la tradición del teatro realista psicologista el cuerpo del actor se percibe como cuerpo del personaje, se propicia desde esta poética una suerte de “eclipse del personaje” (Grotowski), que no se configura ya desde un trasfondo psicológico, desde vivencias o estados interiores, ni constituye el objetivo de la tarea creativa del intérprete. Más que sobre una entidad ficcional, el intérprete realiza un auténtico trabajo sobre sí mismo que lo involucra como ser integral: su cuerpo, su mente, su pensamiento, su emotividad.

Como creación literaria el personaje es anterior e independiente del entramado escénico, y es también el elemento que viene a concluir el proceso creativo del actor. El artista reelabora el personaje a través de sus actos performativos, desde una “dramaturgia corporal” generada en escena, de una notable organicidad y precisión técnica, con valor en sí misma y no como una interpretación de un texto y de un rol. (Barba, 2005).

Suns está basada en textos de Maxi Rodríguez, que se inspiran a su vez en Emma Zunz, de Borges. La obra tuvo una primera versión en Buenos Aires (Gemma Suns, 2009) con Cecilia Hopkins y León Izcovich, en el Teatro del Abasto. Convertida en unipersonal, se presentó en el Teatro Celcit, en 2019. A su vez, ambas se basaron en Emma, del autor asturiano Maxi Rodríguez, que se exhibió en España, protagonizada por Hopkins y Leonel Cisneros. Se trata de tres obras distintas, que forman parte de un mismo proceso de investigación y reescrituras, basado en el lenguaje corporal. Hopkins -quien codirige el espectáculo con Etelvino Vázquez- se adentra en el mundo de una mujer atormentada por el deseo de justicia y de venganza por la muerte de su padre. Como en el resto de sus producciones, la actriz aborda física y poéticamente el personaje borgiano a partir de unos pocos rasgos que se plasman de un modo fragmentario. La obra comienza con pequeños movimientos que se hacen cada vez más amplios y más abarcativos, y deviene en una danza no figurativa que compromete al cuerpo entero en constantes transformaciones de energía y tonicidad. Los pocos objetos que pueblan el espacio -una silla, una mesa que es a la vez una cama- forman parte también de esta danza, que culmina cuando la actriz- bailarina se convierte en oficiante y se presenta como la mujer que Borges quiso inmortalizar en su célebre cuento. El lenguaje teatral, la danza y la música adquieren un mismo valor expresivo y estético y configuran un entramado artístico centralizado en el cuerpo de la actriz.

Su composición actoral no pretende imitar sino acontecer a través de la presencia de un cuerpo expresivo en su singularidad, un cuerpo poético que no representa miméticamente significados preexistentes. Esta “presencia escénica”, el cuerpo- en- vida del actor y de la actriz, se concreta en el pasaje “de un comportamiento cotidiano a uno estilizado, que produce un nuevo potencial de energía.” (Barba, 2005: 21). El interés se focaliza entonces “en el instante en que la percepción del cuerpo fenoménico salta a la percepción del personaje y viceversa, cosa que ocurre según sea el cuerpo del actor o el personaje de ficción el que esté en el primer plano” (Fischer- Lichte, 2011: 183). Resulta clarificadora en este sentido su concepción acerca del hecho escénico como un acontecimiento producido por el cuerpo del actor y de la actriz, y centrado en su relación con el espectador. Sostiene Hopkins, a propósito de esto, que la teatralidad implica

la posibilidad de construir un hecho significante a partir de un actor que en vivo produce series de acciones físicas y vocales en un orden establecido, con el objeto de ser observado y de causar en el espectador una conmoción de índole estética. (2008: 20).

Los rasgos distintivos de la poética actoral de Hopkins -su particular uso del cuerpo, su valoración expresiva de la fuerza y la energía, la conciencia de su presencia física, la no disociación entre teatro y danza, el dominio de las tensiones y los cambios de intensidad, de ritmo y dirección- se definieron en gran parte en sus prácticas de entrenamiento con el Odin Teatret de Eugenio Barba. Del mismo modo, sus estudios de teatro, canto y danza Kathakali en la India le permitieron ampliar sus capacidades físicas y expresivas.

Cecilia Hopkins en Suns, Teatro CELCIT, 2019. Gentileza Cecilia Hopkins.

Cuerpo y violencia

En Lo mejor de mi está por llegar (Acebo, 2019), Florencia Galiñánez representa y encarna el cuerpo de un personaje atravesado por múltiples inscripciones genéricas y sociales que la interpelan, no solo como actriz sino también como mujer. Y ello por cuanto la reescritura de la Medea de Eurípides que proponen Jorge Acebo y Juan Carlos Rivera pone el acento en el sometimiento de la mujer en una sociedad patriarcal, que adquiere conciencia del mundo que la rodea a través de su cuerpo herido, violentado, abusado. Tanto Lo mejor de mi está por llegar como Wake up woman -escrita y dirigida por Acebo en 2014-, fueron declaradas de interés social y cultural por la Confederación Parlamentaria de las Américas y contaron con el apoyo de organismos de políticas de género.

La Medea de Lo mejor de mi está por llegar nació y transcurrió sus primeros años en La Limpia, un pueblo perteneciente al partido de Bragado, provincia de Buenos Aires. Un momento preciso señala el final de la inocencia y la candidez de su infancia: la noche en que conoce al prestigioso Doctor Jasón en una fiesta en la ciudad de Bragado. Sin embargo, su enamoramiento y su admiración por él se acaban tempranamente, ante el primer abuso de Jasón. La protagonista relata en primera persona los hechos más significativos de su vida: la muerte de su madre durante el parto, la relación idílica que establece con su padre, los juegos de su niñez, sus sueños de adolescente, su matrimonio, los maltratos a los que fuera sometida, su primer embarazo fruto de la violencia de su marido, su maternidad y la relación con sus hijos. La trama se concentra en la escalada de violencia que Jasón ejerce sobre ella, narrada en todos sus detalles o bien apenas sugerida por una Medea humillada, despojada de todo, incluso de su dignidad. Pero la descripción del maltrato y la opresión que tiene lugar entre cuatro paredes se desliza sutilmente hacia la violencia del contexto socio- político de los años 70, en el que transcurre parte de la trama. Del mismo modo, en la crítica al encubrimiento de quienes fingían desconocer los excesos de Jasón, se alude indirectamente a toda una sociedad sumida en un silencio forzado, aunque no por eso menos cómplice.

El registro audiovisual subraya notablemente el contrapunto entre un pasado dichoso y una realidad sórdida y asfixiante, entre la alegría y el miedo, entre sus deseos y la imposibilidad de seguir soñando. El entorno rural de su infancia, condensado en la imagen de las amapolas bajo el sol que se proyecta en la pantalla, aparece ahora como un universo idealizado, lejano, definitivamente clausurado, suplantado por otro paisaje, esta vez oscuro y tenebroso. El dramatismo se acentúa aún más ante la imagen de sus pequeños hijos y de su propio rostro en primer plano, filmado por una cámara en vivo, que demarcan una distancia abismal entre pasado y presente.

Pero es en el cuerpo de la actriz- personaje donde se inscriben sus vivencias. Un cuerpo-memoria (Gotowski) que registra todas las experiencias cruciales de la vida y que constituye en sí mismo el relato. Su cuerpo maltratado y ultrajado es el que precipita el derrumbe emocional, la profunda frustración e impotencia, la certeza de saberse incapaz de volver a experimentar el amor y el deseo. Y es, en definitiva, el cuerpo oprimido por el dolor el que se fortalece, renace de sus cenizas, se torna resiliente. Aun cuando, como nueva paradoja del destino, su liberación, el reencuentro con sus propios valores, se produzca con la única condición de que sea ella quien se encargue de reproducir y perpetuar la violencia que padeció.

La obra invierte, entonces, la idea de un victimario que encarna el discurso del poder e impone el código de comunicación y de un ser pasivo que no alcanza a comprender la causa de su desventura. Si bien en un comienzo Medea internaliza los mandatos sociales, la conciencia de su situación y su determinación no sucumben en ningún momento, hasta que finalmente se atreve a enfrentar a Jasón y a desafiar los estereotipos culturales y los roles impuestos según las diferencias genéricas. Como mujer, Medea se resiste a asumir la norma reguladora de un cuerpo dócil, sometido, y al hacerlo, interpela al espectador, sobre quien recae entonces la incómoda responsabilidad de ver, de saber, de indagar detrás de la sombra de lo que no puede ser mostrado. Pero invoca además a otras víctimas, invitándolas a tomar la palabra, a rebelarse, a adueñarse de su poder, a reconstruir su identidad.

Consideraciones finales

Tanto en lo que se refiere a las prácticas de activismo sociopolítico que reelaboran la memoria traumática, a las performances que se erigen en zonas fronterizas entre la representación y la presentación, como a aquellas puestas en escena en que el actor/ la actriz deviene el elemento central del trabajo creativo, el cuerpo continúa siendo el auténtico núcleo político y estético, que se presenta a sí mismo en su “opaca visibilidad, no conceptual”, en su presencia intensificada. (Lehmann, 2013: 352-353).

En los primeros casos, el cuerpo del performer -y, por extensión, el del espectador- adquieren la capacidad de explorar lo consciente y lo inconsciente, lo racional y lo irracional convirtiéndose en un instrumento de indagación social y política, dentro de un proceso de reconstitución de la memoria individual y colectiva.

Del mismo modo, el personaje eclipsado detrás del cuerpo de la actriz (Suns), la violencia inscripta en el cuerpo de la mujer en el contexto de una sociedad atravesada por múltiples formas de violencia sexista (Lo mejor de mi está por llegar) dejan entrever un diálogo constante entre lo ficcional y lo real. Y es justamente la emergencia del cuerpo lo que pone en crisis la idea de simulacro. (Barría Jara, 2014: 20).

Teniendo en cuenta que “el tratamiento de la corporalidad en tanto manifestación autorreferencial, opera como un gozne entre la problemática estética y la propiamente social y, por extensión, política” (Trastoy, 2010: 107), la memoria adquiere en estos casos un carácter performativo que se inscribe en el cuerpo y, a la vez, las escrituras corporales diseñan los territorios sociales y las cartografías políticas.

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1 Judith Butler plantea que concebir al cuerpo como una construcción cultural exige, a su vez, “reconcebir la significación de la construcción misma. La construcción es en sí misma un proceso temporal que opera a través de la reiteración de normas”. (2002, 29).