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La reflexividad en la danza contemporánea. Notas de un antropólogo

Aäron Moszowski Van Loon

Escuela Nacional de Antropología e Historia (ENAH), México
moszowski75@yahoo.com.mx

Fecha de recepción: 02/07/2021. Fecha de aceptación: 30/08/2021

Resumen

Al yuxtaponer algunos episodios clave en el desarrollo de la danza y la antropología contemporáneas, pretendo arrojar luz sobre un momento crucial en la historia reciente de las artes escénicas. Después de rastrear las semejanzas y las diferencias entre el teatro posdramático y lo que Rudi Laermans propone llamar la “danza en general”, me enfoco en la antropo­logía socio­cultural para delimitar más claramente el tipo de reflexividad que se despliega en obras de danza contemporánea como Pichet Klunchun and Myself (2005) de Jérôme Bel y ,(2009) de Xavier Le Roy. Paralelamente, reconstruyo estas dos obras y sondeo el alcance de una reflexividad que no opera “desde fuera” sino “desde dentro”. Además, ya que en ambos casos se trata de una reflexividad que gira en torno al problema de la alteri­dad, esto resulta particularmente relevante para la propia antropología. A un nivel más general, pongo de manifiesto que las artes escénicas y las ciencias antropológicas son empresas convergentes.

Palabras clave: danza en general, teatro posdramático, antropología reflexiva, Bel, Le Roy, Pichet Klunchun and Myself, Product of Other Circumstances

Reflexivity in Contemporary Dance. An Anthropologist’s Notes

Abstract

By juxtaposing some key episodes in the development of contemporary dance and anthropology, I pretend to shed light on a crucial moment in the recent history of the performing arts. After tracking the similarities and differences between postdramatic theatre and what Rudi Laermans proposes to call “dance in general”, I focus on sociocultural anthropology in order to delineate more clearly the kind of reflexivity that unfolds in con­temporary dance works as Jérôme Bel’s Pichet Klunchun and Myself (2005) and Xavier Le Roy’s Product of Other Circumstances (2009). At the same time, I reconstruct these two works and sound out the reach of a reflexivity that doesn’t operate “from the outside” but “from within”. Moreover, as in both cases a reflexivity is involved that revolves around the problem of alterity, this turns out to be particularly relevant to anthropology itself. At a more general level, I bring to light that the performing arts and the anthropological sciences are converging enterprises.

Keywords: dance in general, postdramatic theatre, reflexive anthropology, Bel, Le Roy, Pichet Klunchun and Myself, Product of Other Circumstances

Introducción

Este artículo pretende arrojar luz sobre un episodio clave en la historia reciente de la danza contemporánea a partir de la contextualización y la reconstrucción de dos obras que sobresalen por su carácter eminentemente reflexivo: Pichet Klunchun and Myself (2005) de Jérôme Bel y Product of Other Circumstances (2009) de Xavier Le Roy. En otras palabras, más que un panorama general, ofrezco un vistazo parcial, que ni de lejos agota toda la riqueza de la escena dancística actual. Como hipótesis, sostengo que en ellas se despliega un tipo de reflexividad que es muy similar a la que opera en cierta antropología contemporánea y que Bruno Latour (1988) propone denominar “infra-reflexividad”. De hecho, para despejar cualquier duda inicial, cabe adelantar su definición de la reflexividad en general como “cualquier [práctica] que toma en cuenta su propia producción” (Latour, 1988:166)1

Para sustentar lo anterior, son necesarios cinco pasos. Primero dirijo la mirada al llamado teatro posdramático, teorizado en detalle por Hans-Thies Lehmann (2013), como un punto de partida difícil de ignorar en la discusión contemporánea sobre las artes escénicas, que obliga a repensar su relación con lo político. Enseguida me centro en Pichet Klunchun and Myself para resaltar las semejanzas y las diferencias entre el teatro posdramático y lo que Rudi Laermans (2015) propone llamar la “danza en general”, un término que acuñó para referirse a las obras de un conjunto heterogéneo de creadores escénicos que ocupan un lugar importante, aunque minoritario, dentro del panorama mucho más amplio de la danza contemporánea (véase, por ejemplo, Kwan, 2017). Luego me enfoco en la antropo­logía sociocultural, en donde en la década de 1970 se originó un giro reflexivo que culminó con la elaboración de etnografías experimentales como las de Michael Taussig, al que me dirijo a modo de ejemplo. La reconstrucción de Product of Other Circumstances, por último, permite reforzar el argumento expuesto.

A un nivel más general, al enfocarme en la reflexividad, espero mostrar que las artes escénicas y las ciencias antropológicas son empresas conver­gentes. Mas no sólo eso. Ya que, tanto en el caso de Pichet Klunchun and Myself como en el de Product of Other Circumstances, se trata de una reflexividad que afronta de cara el problema de la alteri­dad; esto también es particularmente relevante para la propia antropología.

Respecto a la presencia de este tipo de reflexividad en la danza contemporánea en América Latina, el caso de México es ilustrativo. En “Grupos y compañías de danza contemporánea de México: un panorama” (Íñiguez, 2016), se enlistan cuarenta y cinco propuestas que la autora describe como las “más sobresalientes” en México, las cuales se destacan por disponer de una o varias de las siguientes características: la calidad técnica (diecisietecasos); la búsqueda de belleza (cinco casos); la interdisciplinariedad y el uso de nuevas tecno­logías (seis casos); el activismo político o el compromiso social explícito (cinco casos); la estética posmoderna (nueve casos); y alguna orientación específica (diez casos), sea dancística —el butoh, por ejemplo— o temática —el mundo femenino, entre otros—. Sólo una de las propuestas mencionadas no encaja en ninguna de las casillas anteriores: Colectivo A.M. (www.colectivoam.wordpress.com), compuesto por integrantes provenientes de distintos países, principalmente de América Latina, que desarrollan su trabajo desde México y descrito como un grupo que “ha ampliado las posibilidades estéticas del campo dancístico mexicano al llevar a escena la idea de la danza como forma de pensamiento” (Íñiguez, 2016:4). Como quedará expuesto, aun cuando la formulación sea imprecisa, ya que, como enfatiza Gerald Siegmund (2017:10), no hay danza que no implique pensamiento, esto no resulta tan alejado de lo que hacen Bel y Le Roy en sus obras.

El teatro posdramático

Sin olvidar que este escrito se centra en la danza, un rodeo por el teatro, otra de las artes escénicas, podría servir de atajo para indicar lo que está en juego en los debates contemporáneos. ¿Dónde iniciar? Según Micaela van Muylem, aunque Andrzej Wirth fue el que acuñó el término en 1987, “Tras la publicación del libro Post­dramatisches Theater en 1999 de Hans-Thies Lehmann, la categoría de lo posdramático es casi ineludible en las investigaciones sobre el teatro contemporáneo, tanto el europeo como el internacional” (2018:27).

Como expone Lehmann en esta influyente obra, publicada de forma abreviada en inglés en 2006 y de forma íntegra en español en 2013, lo que distingue el teatro occidental del de otras regiones es el marco dentro del que se desplegó durante más de dos milenios: la tradición aristotélica. Con base en la preeminencia del texto sobre los otros elementos escénicos, autores tan heterogéneos como William Shakespeare, Jean Racine, Anton Chekhov y Tennessee Williams contribuyeron a desarrollar el llamado teatro dramático, que recurre a la actuación-imitación para representar un universo ficticio habitado por personajes autocontenidos y, de esta manera, reforzar catárticamente los vínculos emocionales y espirituales entre los integrantes del público. Evidentemente, hay mucho más en juego que lo estrictamente estético: la metafísica del orden que subyace al lenguaje en general y al drama en particular moldea nuestras maneras de sentir, pensar y obrar. Además, añade Lehmann, al poner en escena una totalidad cerrada con un inicio, un desarrollo y un final, el teatro dramático resulta engañoso, porque afuera de las salas de teatro no existen inicios sin causas ni fines sin consecuencias.

Sea como fuere, los horrores inimaginables de la segunda Guerra Mundial carcomieron los fundamentos del mundo moderno y el proyecto civilizatorio correspondiente. Aun cuando escritores como Samuel Beckett y Eugène Ionesco no fueron tan lejos para poner en tela de juicio la primacía del texto, trataron de captar en el teatro del absurdo el mundo que emergió después de Auschwitz e Hiroshima. Así, la tradición aristotélica comenzó a des­moronarse desde dentro. Alrededor de 1970, el quiebre se consumó. En deuda directa con Antonin Artaud, pasó al primer plano un conjunto de creadores de teatro que posteriormente fueron canonizados como los pioneros del llamado teatro posdramático y entre los que se resaltan Tadeusz Kantor, Klaus Michael Grüber y Robert Wilson. ¿En qué consiste su originalidad? Como precisa Lehmann, al rechazar la preeminencia del texto y reubicarlo como un elemento escénico más entre otros —cuerpos estáticos o en movimiento, gestos, objetos aparentemente inertes, imágenes, música en vivo o pregrabada, etcétera—, el teatro se distanció del drama y volvió a aproximarse a su origen ritual, que precede la aparición de la escritura. ¿Y el resultado? Según Lehmann, se despliegan “paisajes escénicos” que no representan nada y que, por lo tanto, se oponen casi punto por punto a las obras teatrales dramáticas:

paisaje

vs.

drama

presencia

vs.

representación

performance

vs.

imitación

acontecimiento

vs.

ficción

sensualidad

vs.

significado

ambiente

vs.

narración

fragmentación

vs.

síntesis

asombro

vs.

catarsis

Sin embargo, el teatro posdramático no es la negación a secas del teatro dramático: tanto en la discusión filosófica sobre la modernidad, llevada a cabo sobre todo en las décadas de 1970 y 1980, como en la discusión actual sobre el teatro posdramático el prefijo pos es utilizado para resaltar la persistencia de un marco prescriptivo —moderno, en el primer caso, y dramático, en el otro— ante el cual se define lo realmente contemporáneo. Surge un problema. ¿Acaso el rechazo de la primacía del texto y la hostilidad correspondiente hacia la representación no lleva a desproveer el teatro de su contenido político? Nada es menos cierto. En las palabras del propio Lehmann,

El teatro [no adquiere un carácter] político a través de la tematización directa de lo político, sino a través del contenido implícito de su modo de representación. [...] existe un abismo insuperable entre lo político, que da la regla, y el arte, que, digámoslo simplemente, es siempre la excepción: la excepción a toda regla [...] El teatro, como comportamiento estético, [...] es político en la medida en que interrumpe y depone también las categorías de lo político en sí, en vez de establecer nuevas leyes (2013:434-436).

Habiendo llegado a este punto, Lehmann concluye que la tradición aristotélica, que asume ciegamente el carácter sistémico y teleológico de la historia y que no sólo se cristalizó en el teatro dramático, sino también en el influyente concepto de drama social del antropólogo británico Victor Turner, es cada vez más inadecuada para dar cuenta del mundo actual, dentro del que los efectos del holocausto siguen reverberando, como también ilustra la persistencia de las ya añejas tesis sobre el fin de la historia, las ideologías y los grandes relatos. De hecho, el desorden posdramático es más sombrío que el orden dramático, pero probablemente también más parecido al mundo de afuera.

Respecto a lo anterior, y a modo de preámbulo para lo que sigue, en donde me enfoco explícitamente en la antropología, cabe agregar dos apuntes. En primer lugar, respecto al extraño realismo no representacional del teatro posdramático, Lehmann coincide con Gerda Poschmann, quien concibe su aparición “no como [una] crisis de la mímesis, sino de la re­presentación, dado que la mímesis se puede entender más allá de la definición restringida de ‘imitación’” (1997:25-26; traducción de Micaela van Muylem). Parafraseando a José Antonio Sánchez (2010:26), la aversión posdramática por la representación y la lógica se deben a su incapacidad de responder a la liquidez de la experiencia. En segundo lugar, no todos concuerdan con Lehmann. Por ejemplo, José Ramón Alcántara (2014-2015:68, 72) no sólo reivindica el efecto catártico del teatro en general y del teatro posdramático en particular (sic), sino también la teoría del drama social de Turner para reforzar su apuesta por la elaboración de un “drama pos­teatral”. Expreso mi desacuerdo: el advenimiento del teatro posdramático, que rehúye el efecto anestésico de la catarsis, obliga a reevaluar el uso de los conceptos hermanos de drama social y catarsis en la antropología, ya que, como señala Marvin Carlson (2011:174), Turner siempre permaneció sorprendentemente próximo al teatro dramático, un punto al que volveré en breve.

La llamada “danza en general” (I)

El teatro y la danza de hoy comparten al menos dos características. En primer lugar, se detecta la persistencia de un marco prescriptivo que se sigue reproduciendo en la mayoría de las obras escénicas. En el caso del teatro, por ejemplo, el drama “continúa existiendo como estruc­tura del teatro normal, como expectativa de gran parte del público, como fundamento de muchos de sus modos de representación” (Lehmann, 2013:45). En segundo lugar, se resalta la fuerza cre­ciente de un conjunto minoritario y bastante heterogéneo de creadores que buscan ir más allá de estos constreñimientos disciplinarios sin dejar de referirse a ellos. Como expuse anteriormente, el nombre acuñado en el caso del teatro para agrupar este tipo de obras es el de teatro pos­dramático. Pero ¿cómo pensar la danza y la especificidad de su propio marco prescriptivo?

Sin duda, Moving Together: Theorizing and Making Contemporary Dance de Rudi Laermans (2015) constituye un punto de partida apropiado para tender un puente entre el teatro y la danza. Al reevaluar la llamada “ola dancística flamenca” (Flemish dance wave) que se gestó en las décadas de 1980 y 1990 en la región de Flandes en el norte de Bélgica y llegó a su apogeo alrededor de 2005, Laermans distingue tres subgéneros: (1) la “danza (no tan) pura”, que encuentra su expresión máxima en las obras de Anne Teresa de Keersmaeker y su compañía Rosas, que al trasladar el énfasis del cuerpo al sujeto subvierte el formalismo de la “danza pura” de coreógrafos tan variados como George Balanchine, Martha Graham y Merce Cunningham; (2) la “danza-teatro” de compañías como Les Ballets C de la B de Alain Platel y Damaged Goods de Meg Stuart, cuyo escepticismo hacia el lenguaje en general les lleva a resaltar la coexistencia paradójica de la presencia y la representación, lo cual les distancia del “teatro-danza” (Tanztheater) de Pina Bausch y Susanne Linke, creado a partir de su confianza en las capacidades expresivas genuinas del cuerpo, como destacan, por ejemplo, Cecilia Levantesi y Edgardo Brandolino (2013:57-61); y (3) la “danza reflexiva” de artistas menos conocidos como Vincent Dunoyer y Kris Verdonck, que está íntima­mente relacionada con la mal llamada “danza conceptual” de los creadores franceses Jérôme Bel y Xavier Le Roy, cuyo gesto artístico es muy distinto del que subyace a lo que históricamente se conoce como arte conceptual. Respecto a este último punto, cabe adelantar que mientras que en el arte conceptual de las décadas de 1960 y 1970 se prioriza la idea o el concepto detrás del objeto de arte, Bel y Le Roy cuestionan en sus obras escénicas precisa­mente la distinción entre el cuerpo y la mente.

Por esta misma razón, tampoco me parece apropiada la etiqueta de no danza que algunos críticos utilizan para referirse al quehacer escénico de Bel y Le Roy. Por ejemplo, en su análisis del teatro posdramático, Marvin Carlson menciona de paso que “el movimiento no danza en Francia [...] es en muchos sentidos el equivalente dancístico de lo posdrámatico en el teatro” (2015:591), una pista muy sugerente explorada en profundidad el presente escrito, aunque desde un ángulo distinto y mucho más amplio.

Ahora bien, aun cuando la extensión transcultural de su clasificación tripartita queda por delimitarse, Laermans enfatiza (2015:229-233) que durante la primera década del siglo XXI empezó a acortarse la distancia entre la danza (no tan) pura, la danza-teatro y la danza reflexiva a raíz de la recalibra­ción de la relación tradicionalmente asimétrica entre los elementos humanos y no humanos. Respecto a estos últimos, en lugar de ponerlos al servicio de los primeros, son explorados cada vez más como generadores de movimiento en sí. Según Laermans, esto refleja la sustitución del humanismo jerarquizado de la “danza” por el poshumanismo desjerarquizado de la “danza en general”, una noción que entrecomillaré en lo sucesivo para resaltar su uso no coloquial y que remite directamente a la de “arte en general”, acuñada por Thierry de Duve para describir el arte después de Marcel Duchamp:

Propongo utilizar el término de arte en general o arte en el sentido genérico de la palabra para referirme a la posibilidad a priori de que todo pueda ser arte. [...] Arte en general es el nombre, podría decirse, para el nuevo pacto que aparentemente se estableció en la época “pos-Duchamp”. Sustituye el término genérico anterior de “Fine Arts” (Beaux-Arts, Schöne Künste, Bellas Artes, etc.) que imperaba en el mundo del arte antes de Duchamp (de Duve, 2007:30).

Desde esta perspectiva, no es de sorprender que no sea tan fácil trazar la línea que separa la danza en general del teatro posdramático. En efecto, entre los numerosos creadores que Lehmann incluye en la lista que él mismo describe como “una suerte de panorama del campo de investigación definido bajo el nombre de teatro posdramático” (Lehmann, 2013:39) aparecen al menos tres personajes que ocupan un lugar central en la historia de la danza contemporánea: Pina Bausch, Anne Teresa de Keersmaeker y Meg Stuart. A mi juicio, no resulta erróneo, pero existe el riesgo de generar malentendidos, ya que el teatro posdramático y la danza en general arribaron al mismo lugar por caminos disciplinarios distintos: en ambos casos la crítica a la preeminencia de un elemento escénico sobre los otros —el texto, en el caso del teatro, y el cuerpo humano, en el de la danza— condujo a la creación de paisajes escénicos en donde ningún elemento es intrínseca­mente superior a otro y que, por lo tanto, son indistinguibles desde una perspectiva que ignora la historia de la disciplina en particular que se desjerarquizó. Aunque el teatro posdramático y la danza en general se parecen, no son lo mismo, porque tienen historias simi­lares, pero distintas.

Llegó el momento de ajustar el zoom para dirigir la mirada a un creador francés que retrospectivamente podría ser considerado uno de los pioneros de la danza en general: Jérôme Bel (www.jeromebel.fr). Lo que ocurrió en el con­texto de su participación en el International Dance Festival of Ireland en 2002 permite ilustrar de quién se trata. Raymond Whitehead, quien presenció la función de danza contemporánea, interpuso una demanda por 38.000 euros en contra de los organizadores del evento por haber engañado al público, ya que se trató de una obra obscena en donde hubo desnudez, micción y masturbación simulada, pero nada que pudiera considerarse danza, algo que el propio demandante delimitó como “personas que se mueven rítmicamente, que saltan hacia arriba y hacia abajo, por lo general al son de una música, aunque no siempre” (Whitehead, citado en Holland, 2004:34). Como aclaró Bel en una entrevista (Bauer, 2008:43-44), aunque sus obras sólo funcionan plenamente en el contexto de la danza, no se piensa a sí mismo como un coreógrafo, que prioriza los movimientos corporales de los bailarines, sino como un director de teatro que se sirve de todos los instrumentos que éste pone al alcance para investigar la danza. Así, el peso se desplaza de la danza a lo que se encuentra alrededor de ella: en su obra Nom donné par l’auteur (1994), examina sus reglas; en Jérôme Bel (1995), el cuerpo; en Le dernier spectacle (1998), su historia; en Xavier Le Roy (2000), la autoría; en The Show Must Go On (2001), el público; en Véronique Doisneau (2004), la vida profesional del intérprete; etcétera.

Para evitar confusiones innecesarias, cabe señalar que decidí limitar el uso de la palabra coreografía en este escrito. No obstante, algunos apuntes servirán para orientar al lector. Siguiendo a Bojana Cvejić, Vera Knolle opone la concepción cerrada de coreografía como su “reducción esencialista al ‘movimiento del cuerpo en el tiempo y el espacio’ y el moldeo del material —los movimientos del bailarín— por el coreógrafo” (2014:280) a la concepción abierta de coreografía, que “convierte la propia coreografía en el objeto de trabajo e investigación” (Knolle, 2014:279). Por otra parte, retomando a Peter Osborne, distingue la “danza en singular”, que es un arte entre otras —teatro, pintura, escultura, etcétera—, de la danza como “arte genérico”, en la que ésta se transforma cuando toma a la coreografía como su objeto, ya que puede manifestarse en una amplia gama de formatos (Knolle, 2014:280). Desde esta perspectiva, no sólo son evidentes las semejanzas entre la concepción abierta de coreografía, la danza como arte genérico y la “danza en general”, sino también entre la concepción cerrada de coreografía, la danza en singular y lo que esperaba encontrar aquel espectador que demandó a los organizadores del International Dance Festival of Ireland. Es más, también son obvias las similitudes entre la concepción abierta de coreografía y la llamada coreografía expandida, reivindicada, por ejemplo, por los integrantes de Colectivo A.M. y elaborada programáticamente a partir de las investigaciones de José Antonio Sánchez (2008) sobre el “teatro en el campo extendido” en el contexto iberoamericano, que complementan las de Lehmann sobre el teatro posdramático.

Examinemos de cerca una de las obras de Bel para iluminar su quehacer escénico: Pichet Klunchun and Myself (2005) (reconstrucción basada en la grabación íntegra de una de las funciones que se realizaron en marzo de 2011 en Bruselas, Bélgica. Disponible en http://www.jeromebel.fr/index.php?p=4, consultada el 16 de abril de 2021(acceso abierto). Klunchun, descalzo y vestido de negro, y Bel, con tenis y ropa casual, entran al escenario y se sientan en dos sillas colocadas cara a cara a una distancia de seis metros. Bel abre su laptop y formula una serie de preguntas, que Klunchun responde. Así, inicia un intercambio en inglés entre dos hablantes no nativos, que durará casi dos horas. Después de mencionar su nombre, lugar de residencia, edad, estado civil y profesión, la conversación se traslada hacia el género de danza que Klunchun practica: el khôn, un tipo de danza tradicional tailandesa que actualmente forma parte del mercado turístico internacional. Bel le pide mostrárselo. Klunchun accede y le muestra los principales movimientos, añadiendo algunas aclaraciones sobre los personajes, el texto que acompaña a los movimientos y la forma de representar algo violento. Cuando Bel le pregunta cómo se escenifica la muerte de alguien, Klunchun le pide ayudarle. Bel accede y se levanta. Poco a poco su escepticismo, que a menudo provoca la risa del público, se disuelve. Cuando Klunchun representa a una mujer en duelo, Bel se conmueve. Klunchun aclara que cualquier movimiento tiene un significado específico y esboza el principio general que subyace al khôn, contrastándolo con la tradición occidental. Habiendo llegado a este punto de entendimiento, vuelve a aparecer el tema del turismo. Cuando Klunchun lamenta que a los tailandeses ya no les interese el khôn porque no lo comprenden, Bel le pregunta si, entonces, son como él. Después de un último ejemplo, Bel agradece a Klunchun, deseándole buena suerte.

Enseguida los papeles se invierten. Bel le pregunta a Klunchun si no le gustaría hacerle algunas preguntas. Después de mencionar que ya sabe su nombre y que es muy reconocido, aunque no en Tailandia, le pregunta por su edad, su estado civil, el significado de su nombre y su profesión. Bel le responde que se le identifica como un coreógrafo, pero que no es un “coreó­grafo verdadero”, porque se ocupa de pensar lo que ocurre en un teatro con los elementos que éste proporciona: textos, objetos, música, tal vez danza. Klunchun le pide mostrárselo. Bel lo niega, pero Klunchun insiste. Finalmente, decide mostrar su escena preferida, que trata de incorporar en todas sus obras. Después de quedarse de pie durante un poco más de un minuto, apenas moviéndose la cabeza, explica que la escena, en donde los intérpretes se detienen para observar a los espectadores y mostrarles que les están observando, refleja su intento de poner en escena algo real para resaltar que ya no vivimos nuestra vida, porque vivimos rodeados de representaciones. No totalmente convencido, Klunchun le pide escenificar “algo más grande”. Retomando un fragmento de su obra The Show Must Go On (2004), Bel levanta su laptop del piso y pone Let’s Dance de David Bowie para hacer literalmente lo que indica la letra de la canción. Cuando Klunchun le expresa su insatisfacción, porque no vio nada extraordinario, Bel apunta que no le interesa entablar una relación asimétrica con el público. “Si yo puedo hacerlo, ¿por qué pago?”, le replica Klunchun. Bel le responde en tono jocoso, aclarando la diferencia entre obras como El lago de los cisnes, en donde uno sabe qué esperar, y obras de danza contemporánea, en donde uno no lo sabe, ya que se trata de investigaciones inciertas destinadas a crear lo que él mismo describe como “nuevas formas para representar la realidad de hoy”. “¿Representas la muerte?”, continúa Klunchun. Después de mostrarle una breve escena de su obra Nom donné par l’auteur (1994), Bel vuelve a The Show Must Go On para morirse lentamente al son de Killing Me Softly with His Song de Roberta Flack. Esta vez Klun­chun es el que se conmueve. Sigue un último intercambio sobre la desnudez en escena, después de lo cual Bel y Klunchun se agradecen mutua­mente, se inclinan hacia el público y se retiran del escenario. El público aplaude.

La antropología reflexiva

Para poner más claramente en la mira el tipo de reflexividad que se despliega en obras de danza contemporánea como Pichet Klunchun and Myself, resulta esclarecedor realizar un rodeo por lo que, a falta de consenso terminológico, cabe denominar la antropología sociocultural. Simplificando, la independencia política de las últimas colonias en la década de 1960 originó una crisis de la representación en las tres tradicionales nacionales que ocupan un lugar central en la historiografía canónica de la disciplina: la antropología social británica, la antropología cultural estadounidense y la etnología francesa. Más allá de su complicidad política explícita con el colonialismo, se puso bajo escrutinio su posible complicidad cognitiva implícita. Partiendo de la tesis foucaultiana de que hablar en contra del poder sin problematizar el lenguaje en el que uno se expresa es riesgoso porque podría llevar a reproducir involuntariamente el lenguaje del poder, empezó a cuestionarse el núcleo duro de la antropología heredada: la metafísica del orden que subyace a la etno­grafía o, más precisamente, al “escribir” (-grafía) sobre la “cultura” (etno-).

Aun cuando muchos dirigieron la mirada al propio concepto de cultura, que parece difícil de disociar de su carga esencialista, un ejemplo distinto permite mostrar qué tan incrustada se encuentra dicha metafísica. Entre las principales aportaciones de Victor Turner, quien inició su trayectoria en la década de 1950 a la sombra del estructural funcionalismo y se convirtió posterior­mente en uno de los fundadores de la antropología simbólica, se destaca la teoría de drama social, que modela la historia como un conjunto de procesos catárticos que se desarrollan en cuatro etapas: ruptura, crisis, reajuste y, por último, reintegración o cisma (véase, por ejemplo, Turner, 1974). Como aclara Rodrigo Díaz (2014:66-67), según Turner, no se trata del orden natural de las cosas, sino de una metáfora de raíz, que también está en el origen del teatro y que, por lo tanto, antecede el advenimiento de este último. Como quiera que sea, desde esta perspectiva, no sólo se asume que el des­orden es el que corrompe el orden, sino también que la forma de restaurar un orden corrompido es por medio de un proceso esencialmente ordenado.

Una posible etiqueta para agrupar estos cuestionamientos a la antropología heredada que se produjeron al interior de la disciplina es la de antropo­logía reflexiva, cuyo desarrollo se divide en tres. A lo largo de la década de 1970 aparecieron los primeros escritos programá­ticos para articular una agenda crítico-reflexiva y se hicieron los primeros intentos aislados de implementarla. Por otra parte, la década de 1980 fue la de la llamada antropología posmoderna, que se apropió de dicha agenda y adoptó una perspectiva meta-antropológica —es decir, la propia antropo­logía se convirtió en su objeto de estudio— para evaluar la dimensión ético-política de las representa­ciones etno­gráficas heredadas, caracterizadas por la voz monológica de un narrador que relata en tercera persona del plural y en tiempo presente, y alentar la elaboración de etnografías dialógicas y polifónicas destinadas a dar voz a los otros. A inicios de la década de 1990, por último, el énfasis se desplazó de la narrativa y el discurso hacia la experiencia y la práctica, lo cual abrió la puerta a la aparición de etnografías experimentales con una fuerte carga reflexiva implícita. Así, la reflexión sobre la etno­grafía abrió paso a la etno­grafía como reflexión.

Para aclarar lo anterior, resulta útil un pequeño fragmento de la obra de Bruno Latour, el antropólogo de la ciencia que es considerado uno de los arquitectos de la teoría del actor-red (ANT, por sus siglas en inglés). En “The Politics of Explanation: An Alternative”, en donde aborda la reflexividad en el contexto de los estudios sobre la ciencia y la tecnología (STS, por sus siglas en inglés), propone utilizar el adjetivo reflexivo para referirse a “cualquier [práctica] que toma en cuenta su propia producción” (Latour, 1988:166). Asimismo, distingue dos tipos de reflexividad: mientras que la meta-reflexividad se enfoca en escribir sobre cómo (no) aprehender el mundo, la infra-reflexividad se dedica a aprehender mejor el mundo, que es mucho más extraño de lo que se supondría desde una perspectiva no reflexiva (Latour, 1988:169-175). Pero, en este último caso, ¿de qué se trata? Al igual que en el caso de la danza en general, cuyo advenimiento marcó el momento en que la reflexión sobre la danza abrió paso a la danza como reflexión, se trata de crear lo que Bel describió en Pichet Klunchun and Myself como “nuevas formas para representar la realidad de hoy”.

Respecto al verbo representar, cuya aparición en la cita anterior tal vez le hizo fruncir las cejas al lector, cabe precisar que Bel lo utilizó en su conversación con Klunchun en un sentido más laxo y coloquial como sinónimo de escenificar o poner en escena. Sin embargo, se resaltan al menos tres ámbitos en donde suele usarse, además, en un sentido mucho más estricto, aunque no completamente coincidente: las artes, las ciencias y la política. En el contexto del teatro posdramático, por ejemplo, se escenifican obras que, en respuesta a la crisis de la representación, rehúyen ser representaciones de algo. De hecho, el propio Bel exploró en detalle la tensión entre la presencia y la representación en su obra Disabled Theater (2012), que es el resultado de su trabajo con un grupo de actores profesionales con discapacidad mental.

Un breve vistazo a dos etnografías de Michael Taussig, conocido sobre todo por sus contribuciones heterodoxas a la antropo­logía sobre Colombia en lengua inglesa, permite vislumbrar en qué dirección apunta la infra-reflexividad de Latour. En Chamanismo, colonialismo y el hombre salvaje: Un estudio sobre el terror y la curación (Taussig, 2012), un collage o montaje literario de más de quinientas páginas publicado originalmente en 1987, Taussig yuxtapone fragmentos de descripciones etnográficas, reflexiones filosóficas y reconstrucciones etnohistóricas para re­plicar el desorden ordenado de las sesiones chamánicas ayahuasqueras de su mentor indígena Santiago Mutumbajoy con dos objetivos en mente. Para empezar, se perfila una especie de hiperrealismo que pone al descubierto el carácter problemático de las representaciones etnográficas heredadas, que parecen hacer algo muy distinto de lo que comúnmente se supone: lejos de aprehender un orden natural, parecen imponer orden sobre un desorden natural. Por otra parte, se destaca la intención redentora de Taussig, cuya teoría implícita de la curación chamánica se opone punto por punto a la teoría del drama social de Turner: siguiendo de cerca a Mutumbajoy, sostiene que el ­orden es el que corrompe el desorden y que la forma de restaurar un desorden corrom­pido es por medio de un pro­ceso desordenado en donde no se produce catarsis alguna.

Hay un detalle que merece resaltarse. Según Taussig, existen paralelismos entre el desorden ordenado de las sesiones chamánicas ayahuasqueras y el llamado teatro épico de Bertolt Brecht, quien, a pesar de no haber cuestionado la primacía del texto sobre los otros elementos escénicos, ocupa un lugar importante entre los precursores del teatro posdramático. Como aclara Frederic Ewen (1967:211-225), Brecht rehusó los tres pilares de la poética aristotélica —la imitación, la empatía y la catarsis— para generar mediante el mostrar del mostrar —los actores reflexionan en escena sobre las acciones de sus respectivos personajes, los músicos están sentados en el podio, etcétera— un distanciamiento (Ver­fremdung) destinado a contrarrestar el efecto anestésico de la alienación (Entfremdung) capitalista, que es amplificada por el teatro tradicional —y teorías como la del drama social, agregaría Taussig—, en donde el caos real es sustituido por un universo armónico reservado a ser consumido por un público pasivo, que queda deshabilitado para desempeñar un papel activo y transformador en el mundo.

He aquí, pues, la respuesta idiosincrásica de un antropólogo al llamamiento de crear nuevas formas para re­presentar la realidad de hoy, que, en este caso, también obligó a reevaluar la idoneidad de las formas heredadas para representar la realidad de ayer. Aunque en el contexto de la antropo­logía reflexiva y su cuestionamiento de la representación etnográfica en general convendría sustituir en la cita anterior el verbo representar por aprehender para evitar confusiones innecesa­rias, el uso de la expresión nuevas formas es particularmente acertado. Al igual que en el teatro épico de Brecht, se trata de complementar el contenido crítico explícito con una forma o, mejor dicho, un modo de presentación que no lo invalida implícitamente, algo que llevó a Taussig a plasmar su crítica a la meta­física del orden como un montaje literario de tal manera que el medio se convirtió en el mensaje. Otro ejemplo de su extensa obra, en donde ya nunca dejó de replicar la estrategia que en 1987 implementó por primera vez, permite poner los puntos sobre las íes. Tal vez la mejor forma de intro­ducir Mi museo de la cocaína (Taussig, 2013), publicada originalmente en 2004, consiste en reunir los títulos de los 31 capítulos de la etnografía en un solo párrafo, tal como lo hizo Peter Redfield (2004:357-358):

Oro. Mi museo de la cocaína. Color. Calor. Viento y clima. Lluvia. Aburrimiento. Buceo. El agua en el agua. La piedra de Julio Arboleda. Minas. Entropía. Licor clandestino. La parte maldita. Un perro gruñe. La costa ya no es aburrida. Amante de los paramilitares. Cemento y velocidad. Miasma. Pantano. El derecho a la pereza. Playas. Relámpago. Bocanegra. Piedra. Mal de ojo. [La] Gorgona. [Isla] Gorgona. Islas. Montañas submarinas. Perezoso.

Refrendando tanto su pretensión hiperrealista como su intención redentora, Taussig rastrea en su museo imaginario dos historias extremadamente violentas que brillan por su ausencia en el Museo del Oro de Bogotá: la de los herederos de los esclavos africanos que laboraron en las minas en la costa del Pacífico de Colombia y la del oro y la cocaína en general, indispensables para la economía política del sistema-mundo. Sin negar los llamados datos duros, intenta hacer jus­ticia al desorden ordenado de un mundo encantado por sustancias ontoló­gicamente opacas que fusionan los hechos con los mitos y que a lo largo de los siglos atrajeron a conquistadores, piratas, cartógrafos, ingenieros, narco­traficantes, guerrilleros y para­militares. Mas no sólo eso. También cautivaron a los ex esclavos y sus descendientes, cuya extrema pobreza adquiere un matiz distintivo por la bonanza que parece estar a la vuelta de la esquina. Así, se perfila un mundo animado en donde el clima, la geografía y los sentidos no son el telón de fondo frente al que se desarrolla uno u otro drama social, sino elementos constitutivos de un paisaje extraordinario que disuelve los límites entre las historias de corta, mediana y larga duración.

La llamada “danza en general” (II)

Los dos apartados anteriores, que se enfocaron respectivamente en la danza en general y la antropología reflexiva, pusieron al descubierto la aparición y el potencial de una reflexividad que no se desarrolla desde fuera, sino desde dentro. Más en concreto, tanto el quehacer escénico de Bel como las etnografías experimentales de Taussig reflejan el momento en que la reflexión sobre la práctica, sea cual sea el ámbito, abrió paso a la práctica como reflexión. Para mostrar que no se trata de dos casos aislados que seleccioné mañosamente, dirijo la mirada a otro creador francés que, al igual que Bel, podría ser considerado uno de los pioneros de la danza en general y cuya trayectoria profesional resulta particularmente apropiada para hacer el puente entre las ciencias y las artes escénicas: Xavier Le Roy (www.xavierleroy.com). Como expone en su obra Product of Circum­stances (1999), que algunos describen como una conferencia-performance, después de haber terminado su doctorado en biología molecular, su desencanto con el publicar o perecer (publish or perish) le orientó hacia el campo de la danza, donde para su sorpresa se topó con un contexto de producción muy similar, algo que le convenció de la necesidad de buscar las formas escénicas adecuadas para cuestionarlo, ya que, en sus propias palabras, “el contenido crítico de una obra no basta para [respaldar] una posición crítica”.

Quizás no hay un mejor ejemplo para ilustrar lo anterior que una obra que creó diez años después: Product of Other Circumstances (2009) (reconstrucción basada en la grabación íntegra de una de las funciones que se realizaron en abril de 2011 en Seúl, Corea del Sur. Disponible en https://vimeo.com/35868771, consultada el 4 de junio de 2021(acceso con contraseña). Mientras entran los espectadores, un hombre descalzo con playera negra y pantalón gris se encuentra al frente de un escenario en donde sólo se observa una pequeña mesa auxiliar y un telón de fondo de color blanco. Se presenta a sí mismo como Xavier. También introduce a Kathy, quien se encargará de traducir sus palabras del inglés al coreano. Se quita los lentes, se coloca de espaldas al público y empieza a moverse. Poco a poco sus movimientos lentos y pesados, como si su cuerpo estuviera sumergido en un líquido viscoso, se trans­forman en movimientos más rápidos y ligeros, acompañados de sonidos guturales. De repente, se detiene. “Esta danza forma parte de una historia que me gustaría contar­les”, aclara en su inglés no nativo. Cuenta que en 2009 recibió un correo electrónico de Boris Charmatz, el director del Museo de la Danza en Rennes, con la invitación de crear en cuatro meses una obra a partir de algo que supuestamente le había dicho en alguna ocasión: “para convertirse en un bailarín de butoh, se requieren dos horas”. Después de leer el correo, también comparte la res­puesta que le envió: no se acuerda haberlo dicho, pero aceptó. Además, resalta que no tenía tiempo, pero que precisamente esto le iba a permitir cuestionar las condiciones de producción de la economía liberal, obsesionada con la novedad, la rapidez y la utilización óptima de recursos escasos.

Enseguida reconstruye su investigación en cinco pasos. Primero, narra sus encuentros previos con el butoh o la “danza de la oscuridad”. En el transcurso de los últimos 25 años vio a Sankai Juku, quien le hizo perder el interés por el butoh, y a Kazuo Ohno, Min Tanaka y Tadashi Endo. Cuando en 1999 fue invitado para presentar su obra Self Unfinished (1998) en un festival de butoh en Dinamarca, lo rechazó, porque pensaba que su trabajo no tenía nada que ver con el butoh, algo de lo que ya no está tan seguro. Asimismo, ensayó con Tino Seghal, quien en su performance Twenty Minutes for the Twentieth Century, que reúne fragmentos de obras de danza de Vaslav Nijinsky hasta Jérôme Bel, incluyó un extracto de butoh. Muestra al público lo que Seghal estaba tratando de hacer: con la boca abierta y los ojos en blanco, contorsiona sus brazos y manos, se deja caer y rueda hacia atrás. Segundo, confiesa que necesitaba saber más, por lo que decidió realizar una investigación en internet. Se siente, abre su laptop y pide apagar las luces. En el telón aparece la página de entrada de Google. Después de consultar la definición de butoh que aparece en Wikipedia, accede a la página de Butoh Net. Desde YouTube muestra algunos vídeos de butoh, que tardan en cargarse. Al escuchar a la esposa de Tatsumi Hiji­kata, detectó un problema: no tiene este tipo de cuerpo ni proviene de la cultura japonesa. Empero, enfatiza que le dio curiosidad tratar de alcanzar lo que está lejos de él para ver qué tipo de danza esto generaría. Tercero, de nuevo con las luces prendidas, comenta que se topó con algunos fragmentos de las obras de Sankai Juku y Kazuo Ohno que había visto en vivo, los cuales decidió aprender. Los muestra al público, esta vez con música. Añade que le hizo pensar sobre la muerte, pero que aun así resolvió no avanzar más por este camino, entre otras, porque sólo sería percibido como una provocación. Cuarto, con base en los libros Kazuo Ohno’s World de Kazuo y Yoshito Ohno e Hijikata Tatsumi and Ohno Kazuo de Sondra Fraleigh y Tamah Nakamura, empezó a hacer ejercicios de improvi­sación en su estudio de danza. Lee en voz alta “You Live Because Insects Eat You”, uno de los butoh-fu o imágenes-palabra de Hijikata, y aclara que el fragmento con el que inició la función fue un ejercicio de este tipo. Quinto, después de que se enteró de que le fue asignado un pre­supuesto de sólo 1300 euros, siguió trabajando en su improvisación en su tiempo libre. Aún no tenía idea qué presentar en Rennes. Cuando al final de una de las funciones de su obra Le Sacre du printemps (2007), en donde utiliza los movimientos de un director de orquesta para transformar a los asistentes en músicos virtuales, una espectadora le remarcó que cierto episodio tenía un sabor marcada­mente japonés, quedó sorprendido. Pide prender las luces del auditorio para mostrarlo al público. Finalmente, al impartir un taller en Tailandia, una participante familiarizada con el butoh le dio un consejo: “hay que tratar de dirigirse hacia dentro, siempre hacia dentro”. Y eso fue lo que decidió hacer.

Después de pedir una iluminación más oscura y teatral, inicia su lista de reproducción de música y muestra la improvisación de quince minutos que ensayó por primera vez en Singapur. Los movimientos contor­sionados y espa­smódicos de sus extremidades, ejecutados sobre un paisaje sonoro denso y oscuro, se transforman en movimientos más suaves y fluidos, pero no menos extraños, acompañados de música de piano. Cuando irrumpe el silencio, su cuerpo, parecido al de una mantis religiosa, se dirige lenta y accidentadamente hacia el piso para quedarse acostado de espaldas durante casi un minuto. Sudando y con una expresión seria en su rostro, se pone de pie. El público aplaude. Pide ajustar las luces y comenta que no le pareció viable limitarse a presentar sólo esta danza en Rennes, porque esto hubiera encaminado la recepción de la obra hacia la pregunta poco relevante de si se trata de butoh o no. Agrega que, ya que le interesa yuxtaponer elementos disímiles, finalmente resolvió reconstruir en escena la investigación que realizó para destacar un punto central: considerando su presupuesto limitado, que según los cálculos del gobierno francés no le hubiera permitido trabajar más que veintiseis horas, se trata de una obra amateur creada mayoritariamente en su tiempo libre. Después de señalar que la retro­alimentación recibida sobre mucho más que sólo el butoh le llevó a presentar la obra en otros contextos, levanta su reloj de pulsera de la mesa auxiliar, indica que transcurrieron exactamente dos horas y agradece al público, que aplaude de nuevo.

Consideraciones finales

Argumenté que tanto en el teatro como en la danza contemporáneas la crítica a la primacía de un elemento escénico sobre los otros —el texto, en el primer caso, y el cuerpo, en el otro— impulsó la creación de obras escénicas desjerarquizadas, en donde ningún elemento es intrínsecamente superior a los otros. De esta forma, vieron la luz el teatro posdramático y lo que Laermans (2015) propone llamar la danza en general, que enfatizan de sobremanera el contenido político implícito de la forma o el modo de presentación de una obra. Sin embargo, ambos continúan ocupando un lugar minoritario dentro de las artes escénicas contemporáneas, lo cual también se refleja en la reflexión sobre éstas. En la antropología de la danza, por ejemplo, siguen proliferando definiciones de la danza como “el mundo propio de los cuerpos en movimiento” (Guzmán, 2016:27) y la danza contemporánea como “una danza centrada en el propio cuerpo y sus posibilidades de vivir y expresar vivencias” (Guzmán, 2016:331-332). Desde esta perspectiva, la interrogante central que plantean obras como Pichet Klunchun and Myself de Bel y Product of Other Circumstances de Le Roy es “¿esto es danza?”, como defiende, por ejemplo, Haydé Lachino (2009:s/p). Disiento de lo anterior: a mi juicio, la cuestión medular es “¿qué es danza?”, una pregunta que Bel y Le Roy responden precisamente por medio de la danza, que, como ellos ponen al descubierto, se despliega a la sombra de un marco prescriptivo que continúa guiando a una parte sustancial de los creadores, espectadores y críticos.

Dentro del panorama heterogéneo de la danza en general, que por su poshumanismo desjerarquizado es implícitamente crítica del humanismo jerarquizado de la danza como el “movimiento del cuerpo en el tiempo y el espacio” (Knolle, 2014:280), las obras de Bel y Le Roy se resaltan por su carácter explícita­mente reflexivo. Como mostré al yuxtaponerlas con las etnografías experimentales de Taussig, estructuradas como montajes literarios para hacer justicia al desorden ordenado de un mundo encantado y contrarrestar el efecto anestésico de la metafísica del orden que subyace a las representaciones etnográficas heredadas, en ellas se perfila una reflexividad que no se desarrolla desde fuera sino desde dentro y que también hizo acto de presencia en la antropología sociocultural. De esta manera, retomando a Latour, la meta-reflexividad —o la reflexión sobre la práctica— abrió paso a la infra-reflexividad —o la práctica como reflexión—. En efecto, más allá de sus intereses de investigación específicos, la interrogante central que arrojan los escritos de Taussig, quien rehúye disociar los hechos de los mitos, no es “¿esto es etnografía?”, sino “qué es la etnografía?”.

No obstante, hay un elemento en la obra de Taussig que merece tomarse con pinzas: la oposición maniquea entre la narratividad colonizadora o la “escritura agroindustrial” (agribusiness writing) de la academia tradicional, que ordena el desorden intentando separar la verdad de la ficción, y la narratividad de chamanes indígenas como Mutumbajoy o su propia “escritura sistemáticamente nerviosa” (Nervous System writing), que mina la búsqueda de orden eludiendo separar la verdad de la ficción. Así, retorna por la puerta de atrás uno de los componentes más criticados de la antropología heredada: la dicotomía entre nosotros y ellos. De hecho, se trata del punto nodal de la crítica de Edward W. Said (2004) al orientalismo, la cual desborda por mucho el ámbito restringido de las representaciones de Oriente —en las que uno, de todos modos, buscaría en vano las huellas de algún Oriente real—, ya que se centra en los efectos perniciosos de la “alterización” (othering) en general. Y es aquí donde Pichet Klunchun and Myself y Product of Other Circumstances ofrecen un camino alterno. Ampliando el argumento de Yvonne Hardt (2011:33-40), SanSan Kwan (2014) y Gerald Siegmund (2017:204-220), quienes se enfocan exclusivamente en la primera obra, considero que tanto en el diálogo directo entre Bel y Klunchun como en el diálogo indirecto de Le Roy sobre el butoh se trasluce una perspectiva etnográfica que, aunque no escapa de la alterización, suponiendo que esto fuera posible, logra visibilizar este problema espinoso en y desde la danza, lo cual se refleja claramente en los diálogos derivados que ambas obras produjeron y de los que el presente escrito constituye un ejemplo. Por otra parte, no es casualidad la aparición de libros como Beyond Alterity: Destabilizing the Indigenous Other in Mexico (López y Acevedo-Rodrigo, 2018), que no sólo incitan a problematizar la alteridad en lugar de asumirla como un punto de partida inamovible, sino también, y sobre todo, invitan a reinventar el quehacer etnográfico desde una perspectiva más allá de ésta.

Ahora bien, para anudar los múltiples hilos tejidos a lo largo de estas páginas, resulta oportuno traer a colación a un filósofo de la ciencia que Rodrigo Parrini y Hortensia Moreno (2018:10) mencionan de paso en su introducción al dossier “Performatividad, imagen y etnografía”, dedicado a los diálogos interdisciplinarios entre las artes escénicas y las ciencias sociales: Paul Feyerabend, el autor del muy a menudo malentendido Tratado contra el método: Esquema de una teoría anarquista del conocimiento (Feyerabend, 1986). Más que un anarquista epistemológico, se trata de un relativista político que aboga a favor de la igualdad de derechos y oportunidades para todas las tradiciones científicas y no científicas, aduciendo que, para evitar que una tradición en particular se erija como un dogma, hay que confrontarla con el mayor número posible de rivales, lo cual, además, favorece el progreso como abundancia. Esto tiene al menos dos implicaciones para aquellas investigaciones que son­dean los cruces entre la danza y la antropología contemporáneas. Respecto a la “división del trabajo entre el artista y el académico” (Jackson, 2004:178), cabe buscar la confrontación entre ambos para repensar no sólo la danza y el cuerpo, sino también la etnografía y la alteridad. Mas no sólo eso. Aunque en este artículo adopté una perspectiva meta-reflexiva para enfocar el lente en la infra-reflexividad, tanto en el contexto de la danza como en el de la antropología este repensar obliga a contrastar la práctica como reflexión con la reflexión sobre la práctica.

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1 Respecto a los autores citados en este escrito, para evitar reiteraciones innecesarias, cabe aclarar de antemano que las cursivas provienen de los textos originales, pero que, a menos de que indique explícitamente lo contrario, todas las traducciones de las citas en inglés son mías.