Para una sociología del teatro-arte porteño: un recorte desde las prácticas

Procedimientos en Matías Feldman, Guillermo Cacace y Mariana Obersztern

Nicholas Rauschenberg

Universidad de Buenos Aires /CONICET, Argentina
nicholasdieter@gmail.com

Fecha de recepción: 15/06/2020. Fecha de aceptación: 10/08/2020

Resumen

A partir de la idea de procedimiento tanto de creación como de puesta en escena, buscamos en el presente artículo mostrar algunas construcciones formales de tres importantes creadores del teatro porteño del presente desde una perspectiva sociológica. Nuestro recorte enfoca el polo “arte por el arte” si seguimos el modelo de campo trabajado por Bourdieu. Sin embargo, nos interesa sobre todo abordar las prácticas de los artistas en el sentido de una sociología pragmática en los términos de Boltanski, por lo cual buscaremos esbozar las diferencias metodológicas y estéticas de los creadores. Así, abordaremos tres experiencias de teatreros que rechazan el realismo como “representación mimética” en favor de una realidad del arte, según la conocida fórmula de Danto. El primero es Matías Feldman y su metodología de los estados expresivos sobrepuestos y en tránsito para la actuación y, luego, la imaginación técnica para la escritura y composición formal de obras. El segundo es Guillermo Cacace, quien busca en sus talleres desarrollar una “conexión” o un “entre” que construya una actuación desde el vínculo actoral por fuera de la argumentación del texto. Finalmente, abordaremos las estrategias compositivas de Mariana Obersztern que abre la construcción de estados expresivos hacia una noción de performance.

Palabras clave: Sociología del teatro de Buenos Aires, Procedimiento, Feldman, Cacace, Obersztern.

Towards a Sociology of Buenos Aires Art-Theater: an Approach based on Practices. Procedures by Matías Feldman, Guillermo Cacace and Mariana Obersztern

Abstract

Based on the idea of procedure, both regarding creation and staging, we seek to analyze some formal constructions by three important creators of Buenos Aires theater today from a sociological perspective. If we follow the field model developed by Bourdieu, the focus of this article can be set in the “art for art’s sake” pole. However, we are especially interested in addressing the practices of artists from the perspective of a pragmatic sociology in Boltanski’s terms, which is why we will seek to outline the methodological and aesthetic differences of the creators. To do so, we will address the experiences of three artists who reject realism as “mimetic representation” in favor of a reality of art, according to Danto’s well-known formula. Firstly, Matías Feldman and his methodology of superimposed and in transit expressive states for acting and of technical imagination for the writing and formal composition of works. Secondly, Guillermo Cacace, who seeks in his workshops to develop a “connection” or an “in-between” that builds a form of acting based on the bond between actors regardless of the text’s plot. Finally, we will approach the compositional strategies of Mariana Obersztern who opens the construction of expressive states towards a notion of performance.

Key words: Sociology of Buenos Aires Theatre, Procedure, Feldman, Cacace, Obersztern.

¿Cómo establecer un recorte válido y coherente para dar cuenta de la amplia diversidad del teatro en la ciudad de Buenos Aires desde una perspectiva sociológica? Consideraremos el teatro como un conjunto de prácticas heterogéneas altamente codificadas en la mayor cantidad de ámbitos de legitimación posibles: actuación, dirección, dramaturgia, espacios teatrales, instituciones de formación, etc. No se trata aquí de hacer una semiología de las obras (Pavis, 2015a) o de una ontología del hacer teatral como una sedimentación de tendencias estéticas atravesadas por hechos políticos de gran magnitud, como la segunda guerra o la dictadura militar (Dubatti, 2011). Estas dos tendencias de estudio son sin duda válidas, pero ponen el foco en las obras de teatro –su objeto de estudio– y la obligación del investigador es ver esas obras y elaborar hipótesis, vincular algunas de esas hipótesis a posibles causas que están en otro ámbito o escala del conocimiento social, entrevistar a los creadores, publicar críticas o textos académicos. Es decir, se trata de una práctica que es parte del conjunto de prácticas deseables del teatro, porque son parte del régimen de justificaciones del campo teatral. Podríamos inclusive pensar una sociología que, teniendo en cuenta ciertos conflictos internos entre creadores y estando al tanto de las tendencias estéticas contrapuestas de muchos de esos artistas, organice ciertas tendencias de modo de poder esbozar un campo de posiciones a partir de ciertas variables contrapuestas en un eje “arte comercial versus arte por el arte”, como haría Pierre Bourdieu (1996). Esta perspectiva quizás se acerca más con lo que trataremos de presentar aquí, pero es insuficiente.

No estamos poniendo el foco exclusivamente en los productos finales del teatro, es decir, en las obras terminadas y que hablan por sí solas; mucho menos, eligiendo una obra que represente en su contenido a todo el campo teatral, como sucede con La educación sentimental de Flaubert, analizada por Bourdieu, que contendría en buena medida las problemáticas del campo literario –y artístico– francés de fines del siglo XIX. Podríamos mencionar obras muy representativas en términos temáticos que traen semiológicamente las problemáticas del campo teatral, especialmente de los dilemas de los actores, como La máquina idiota de Ricardo Bartís (en un registro más cercano al teatro alternativo) o Estado de ira de Ciro Zorzoli (en un registro más cercano al teatro comercial), entre otras. Sin embargo, buscamos aquí, en el sentido de Luc Boltanski (2014), no una totalidad teniendo en cuenta una metacrítica, sino investigar desde las perspectiva de los actores sociales un conjunto de prácticas codificadas que incluyen los usos de valores estéticos del campo, pruebas, juicios estéticos, críticas a colegas, trabajo precarizado, negociaciones, construcción de alianzas, discursos sobre metodologías de actuación, procedimientos de composición, docencia, alumnado, ensayos, conflictos éticos etc. La obra de teatro, o mejor, una función de una obra de teatro que siempre es algo único como acontecimiento no es más que una pequeña parte de un conjunto de prácticas que involucra actores, directores, dramaturgos, vestuaristas, iluminadores, empresarios, burócratas, entre otros trabajadores a los que podríamos sumar divulgadores, prensa, críticos, el público mismo que concurre a una función por diversos motivos (Mauro, 2018). En este trabajo, en particular, nos interesa problematizar la categoría de lo real en relación al realismo en los procesos de docencia y discursos metodológicos nativos, por así decirlo, y la noción de procedimiento como estrategias de composición y formación de códigos escénicos.

La complejidad del campo teatral porteño nos obliga desde un primer momento a tomar una decisión en torno al recorte para que el objeto sea abarcable: no abordamos todas las vertientes o todas las salas o, más aún, todos los directores y dramaturgos, sino que nos interesa indagar en el amplio campo al subcampo arte por el arte, para usar el término de Bourdieu (1996). Nuestro horizonte de expectativas tiene en cuenta la actuación profesional y las aspiraciones profesionales de muchos sujetos que buscan su lugar en la intersección borrosa e inestable entre el teatro alternativo y el teatro oficial. Esa actuación podría incluir, por supuesto, el trabajo en los teatros llamados comerciales y complejizar así el recorte. Sin embargo, la complejidad del polo arte por el arte nos permite ver una serie de instituciones y valores artísticos que generan claramente diferencias muchas veces contrapuestas. Una primera marcación del recorte sería la generacional: no es lo mismo pensar el teatro-arte hoy que a mediados de los años 1980 y 1990. En esa época, todavía se podría sostener una suerte de separación entre realistas (Carlos Somigliana, Tito Cossa, Ricardo Halac, Augusto Fernandes, Raúl Serrano, Rubén Schumacher, Agustín Alezzo, Juan Carlos Gené, entre muchos otros) y no realistas (Tato Pavlovsky, Griselda Gambaro, Alberto Adellach, Norman Briski, Ricardo Bartís, Alejandro Urdapilleta, Pompeyo Audivert, entre otros). Las experimentaciones de los años 90 hicieron que todos los principales creadores se alejaran definitivamente del realismo. La experiencia del grupo Periférico de Objetos, protagonizado por Daniel Veronese, Ana Alvarado y Emilio García Wehbi, y, además, las obras de Javier Daulte, Rafael Spregelburd y Alejandro Tantanián que llevaron al gran público experimentaciones tanto de clásicos extranjeros como de obras propias con novedosos procedimientos de composición, marcaron en el campo teatral un camino de ruptura necesaria con tendencias realistas predominantes en el marco de un “canon de la multiplicidad” (Dubatti: 2011).

En términos temporales, nuestro recorte reconoce que hay distintas historicidades en relación a las trayectorias que marcan y legitiman el campo, sobre todo teniendo en cuenta aspectos generacionales y cómo estos se resignifican performativamente para legitimar ciertos discursos y estéticas. Sin embargo, nuestro trabajo de investigación empírico tiene inicio en el año 2013, por lo que tendremos en cuenta tanto teatreros con más trayectoria como experiencias de teatreros más jóvenes. La investigación se viene llevando a cabo observando obras, participando de diversos talleres de actuación, dramaturgia y dirección, entrevistando directores, actores y dramaturgos, leyendo bibliografía actualizada y críticas de obras, entre otras actividades. ¿Cómo podemos pensar una unidad transitoria de las prácticas teatrales para poder delimitar un objeto de investigación abarcable? Considerando este trabajo aún provisorio en términos de resultados, nos interesa abordar una sedimentación de consideraciones estéticas vigentes en la práctica del teatro en la ciudad de Buenos Aires. Llamaremos teatro-arte, por lo tanto, a un conjunto de prácticas vinculadas a actores sociales que trabajan en una intersección entre el teatro independiente y el teatro oficial. Para nosotros, quizás provisoriamente, el teatro-arte es una consolidación estética heterogénea que está aceptada por muchos actores sociales como siendo de vanguardia, por así decirlo. El teatro independiente es un término también conocido como teatro alternativo, pero que tiene un origen histórico particular bastante estudiado (Dubatti, 2012; Fukelman, 2017). El teatro oficial es el teatro hecho en el ámbito estatal, ya sea vinculado a los teatros de la ciudad de Buenos Aires o al Nacional Cervantes. Esa intersección nos sitúa en una creciente profesionalización y precarización de las condiciones específicamente laborales del teatro-arte (Mauro, 2018), temática que nos interesa, pero que abordaremos específicamente en otro artículo.

Nos interesa ahora, por lo tanto, abordar la transición de un determinado conjunto de artistas que provienen y trabajan en el marco del así llamado teatro alternativo, pero que tienen también proyectos teatrales en el teatro oficial como marca de reconocimiento de su preeminente trayectoria artística: Matías Feldman, Guillermo Cacace y Mariana Obersztern. ¿Cómo construyen lenguaje escénico? Creemos, con Spregelburd, que la noción de procedimiento es una interpelación compositiva que pone el foco en un rechazo formalista al realismo, lo que permite la creación de códigos de actuación y puestas en escena que se apoyen en la des-solemnización (I). En seguida, reconstruiremos brevemente la metodología teatral de Matías Feldman para pensar los estados expresivos sobrepuestos y en tránsito y, luego, en el campo de la escritura, la “imaginación técnica” (II). En tercer lugar, nos ocuparemos los procedimientos de Guillermo Cacace para pensar su condición escénica primordial: “lo que sucede” (II). Finalmente, abordaremos algunos aspectos de la construcción poética, por así decirlo, de Mariana Obersztern resaltando sus estrategias para construir estados expresivos para habilitar una performance como “romper” o las “tríadas” (IV). Buscaremos asociar cada metodología a algunas de las obras creadas así como la construcción de procedimientos de puesta en cada caso.

(I) El ‘procedimiento’ como rechazo al realismo

Como explica Spregelburd, “el ‘procedimiento’ existe siempre, y con relativa sencillez. En cualquier creación hay siempre un procedimiento. Lo difícil es nombrarlo” (2015: 57). En otro pasaje dice: “Si queremos exponer la ‘vida’ en nuestros escenarios, no basta imitar un determinado recorte de los aspectos de la vida. El realismo pretendió eso (entre otras cosas) e hizo del argumento el procedimiento de ese recorte. ¡Pero sin decir: ‘estamos haciendo un recorte’!” (Spregelburd, 2015: 65). Más que afirmar que después de la retomada democrática hubo un boom de cánones y perspectivas experimentales, que de hecho es cierto, nos interesa enfocarnos en algunos de los creadores para pensar quizás más los agotamientos, los discursos metodológicos y la aplicación en obras. Concepciones como la de Agustín Alezzo, según la cual el director debe captar el mundo de la pieza y reproducirlo de la forma más real posible ya que todo en escena debe expresar el pensamiento de la obra (Rosenzvaig, 2011), tendió a ser abandonada por muchos de los teatreros del polo arte por el arte. No porque sea en sí misma falsa. No se trata de una demonización o un rechazo adrede, sino que está en juego una reconfiguración de roles. Si las experiencias de los grandes directores considerados realistas partían de un texto ya escrito por un autor reconocido y por un elenco jerarquizado, las tendencias de vanguardia prefieren hacer obras inéditas cuya dramaturgia deviene de procesos creativos colectivos. También se hacen versiones de obras clásicas, pero enfocando más una opinión sobre la obra y el teatro que buscando una esencia verdadera, como vemos en Hamlet, o la guerra de los teatros, dirigida por Bartís en 1991 (Bartís, 2003). Por supuesto, hay trabajo de texto ya escrito en las vanguardias, como en Spregelburd o Kartum, pero se trata de investigar y crear a partir de la composición de procedimientos.

El procedimiento como estrategia compositiva genera narratividades que exceden el sentido del texto y su representación. El rechazo al realismo por parte de las nuevas vanguardias a partir de los 80 experimentan en cierto modo la “paradoja de Artaud”, es decir, la representación de la muerte como muerte de la representación (Derrida, 1989). Las obras pasan a construirse a partir de procesos sin ideas previas muy definidas en términos de contenidos. Se buscaba descubrir fragmentos transitando diversas crisis desde la actuación y la dirección activa, como Alberto Ure (2012), que interactuaba con los actores en escena desde la dirección. Crear una obra es crear, primero, los procedimientos de composición: lo que resultará al final del proceso es indescifrable y posiblemente proponga convenciones en las que estén sedimentadas las crisis y los hallazgos y sus respectivas metáforas y “reflectáforas”, como dice Sprelburg. La reflectáfora es una metáfora armada a partir de nuevos presupuestos del lenguaje desarrollados en la obra, o mejor, una reflectáfora es todo recurso retórico (la metáfora está incluida) que opera en la creación de un código lingüístico de una obra con un sistema de convenciones y procedimientos. En La máquina idiota de Ricardo Bartís, por ejemplo, la reflectáfora podría ser el transe de muerte del camionero Ruchetti que se convierte en el padre muerto de Hamlet. La reflectáfora, entonces, condensa los hallazgos construidos por accidentes y por hartazgos de ciertos procedimientos que son superados por nuevos a partir de la acumulación de presupuestos nuevos en el marco de un proceso creativo.

El procedimiento como estrategia compositiva se opone radicalmente a la idea Como comenta Matías Feldman en sus talleres de dramaturgia en la Universidad Nacional de la Artes y en sus talleres de actuación en el Nuevo Bravard (mis investigaciones con Feldman se hicieron en 2017 y 2018), la idea previamente concebida sería la ingenua intención de ilustrar un pensamiento, concepto o escena antes de pasarlo por un procedimiento. Sin embargo, para la elaboración de una obra o escena, esa idea obstruye el proceso y se transforma en un penoso prejuicio que opera un verdadero sabotaje a la creación. Esas búsquedas radicales anti-idea derivan en procesos originales que parten de la necesidad de destruir la camisa de fuerza de la representación como valor. No se trata, entonces, de ilustrar una idea correcta o lo suficientemente crítica para justificar una réplica o una acción física. No se trata, tampoco, de una metodología interpretativa y expresiva adecuada que indaga el significado de la escena desde los vínculos y las condiciones dadas, como sugiere Serrano (2013). La idea aún menos interesante cuando surge como simple ocurrencia, en el caso de la dramaturgia, porque eso sería traicionar el proceso de investigación escénico o de escritura cerrando un significado y resolviendo apresuradamente el problema. La idea se infiltra muchas veces como una opinión de lo que se descubre y sedimenta, lo que también debe ser evitado porque relativiza y esquiva la profundidad dramática que se puede estar revelando.

Como dice Spregelburg, “huir de toda posible lectura simbólica es el primero, y quizás el único, de los procedimientos que manejo conscientemente” (2015: 58). La representación como una idea previa y sinónimo de verdad conceptualmente concebida y premeditada queda definitivamente desplazada, al menos de lo que idealizamos considerar aquí teatro-arte. La obra, por lo tanto, tiene que ser el resultado de un proceso y no una deducción idealista de ideas fuera del teatro que deberían hacerse presentes por un compromiso político o espiritual, como pudiera sugerir Georg Lukács en el contexto del debate en torno al expresionismo (Rauschenberg, 2017). El rechazo a la idea como base del realismo es una conquista en favor de la autonomía del campo y la consolidación del polo arte por el arte. En términos ideales, tendríamos entonces, por un lado, algunas tendencias más conservadoras que todavía se apoyan en ciertos elementos de representación como un valor, como Raúl Serrano, Agustín Alezzo, para un teatro dramático, o Vivi Tellas (2017), en el caso del biodrama, y, por otro lado, tendencias que buscan procesos creativos abiertos a la experimentación, Norman Briski (Wasserman, 2019), Sergio Boris y Pompeyo Audivert (Rauschenberg, 2019), entre otros. En este sentido, Alberto Ure dejó marcas imborrables en actores y directores como Cristina Banegas, Ricardo Bartís (Rauschenberg, 2014). La dramaturgia deja de ser exclusividad de dramaturgos ni la dirección lo era de los directores. Un director podría componer dramaturgia desde el devenir de la escena y los actores podían modificarla en largas experimentaciones. La construcción colectiva se desjerarquiza para dar lugar a una incertidumbre creativa. Como explica en actor, director, dramaturgo Federico León,

No veo la escritura separada de la dirección, es decir que siempre escribo para mí y es una escritura muy ligada al trabajo escénico (...) Empecé actuando y construyendo espectáculos grupales, en los que todos nos hacíamos cargo de la dirección, de la dramaturgia, de la luz, de la escenografía, etc. Actores que escriben y organizan un material para crearse un espacio de actuación (2005: 19).

Rafael Spregelburg busca en sus obras la “no solemnidad”, o mejor, “desolemnizar el objeto”. En su ya canónico texto Procedimientos, Spregelburg afirma que “lo solemne es aquello que no reconoce que un mismo objeto (por más que sea único y cerrado) admite siempre muchas miradas simultáneas” (2015: 63). Las obras serias están construidas con la univocidad de sentido. No se trata ni siquiera de “falta de humor”, sino de “la afirmación fascistoide de una única verdad” (Spregelburd, 2015: 63). Una obra no solemne juega con su dimensión polisémica desde la composición (dramaturgia, ensayos, etc.) hasta la puesta en escena. La obra debe crear su propio lenguaje, es decir, no repetir el lenguaje que le es previo, como pasa con la pretensión de verdad del realismo. “Cada obra de arte inventa su lenguaje y propone sus singificados, pero fundamentalmente, señala sus sentidos. [...] El significado está asociado a las formas, a las figuras, al orden. El sentido, a lo informe, al fondo, al caos” (Spregelburd, 2015: 60). El sentido opera como un motor oculto y no debe ser, por eso, percibido como soporte de las formas. Se trata de una dialéctica:

Trabajamos con formas, pero lo que queremos hacer es apuntar a ese sentido que está detrás, y que necesariamente debe permanecer velado. Si el sentido se hiciera presente, no lo reconoceríamos como tal, sino una nueva forma, y buscaríamos otra vez detrás de esta para ver cuál es el sentido detrás de todo (Spregelburd, 2015: 60).

Es decir, el sentido no puede devenir idea porque cerraría el proceso. Si el realismo busca explicar sus presupuestos de significación sosteniéndose en la fórmula causa-efecto, el arte no solemne, al huir del símbolo, busca que el motor oculto del sentido sea múltiple e intangible, pero que, sin embargo, nunca deje de operar.

Para pensar compositivamente esa multiplicidad inmanente a las obras de arte, Spregelburd se apoya en la teoría del caos o teoría de la totalidad, lo que nos lleva a pensar la instauración de multicausalidades, fuga del lenguaje y la refundación del sentido del habla. No es raro ver en las obras de Spregelburd la problematización de la condición misma del lenguaje como en La terquedad, estrenada en el Teatro Nacional Cervantes en 2017, donde un lingüista ruso visita a un comisario valenciano en pleno franquismo español para conocer un nuevo idioma inventado para revolucionar el lenguaje humano. Formalmente, La terquedad tiene un procedimiento clave: la primera hora vuelve a repetirse dos veces, pero con un giro de 120 grados de la escenografía, lo que nos permite ver desde otro ángulo una serie de acontecimientos que se resignifican al revelar otras intencionalidades de los personajes. Aparecen textos nuevos, por supuesto, y es fundamental haber escuchado las conversaciones anteriores. Spam, también de Spregelburd y estrenada en 2013 en El Extranjero, teatro clave del circuito alternativo, cuenta con treinta y un fragmentos que son sorteados, lo que hace que cada función sea prácticamente inédita. La obra es protagonizada por el propio Spregelburg que, acompañado por un músico experimental y en forma de conferencia, encarna la vida de un profesor universitario italiano que se dedica a investigar lenguas extintas de la antigüedad. Después de recibir algunos mails de una alumna a la que le niega dirigir en su tesis y, quizás por culpa o por aburrimiento, el profesor decide contestar un mail de su caja de spam participando a sabiendas de una estafa que él presume estar estafando, pero que lo termina conduciendo a la isla de Malta. El procedimiento, tanto en La terquedad como en Spam, sirve como un obstáculo, una contingencia devenida regla del juego que opera la multiplicación de sentido: son recortes, fragmentos, reconsideraciones que alejan y acercan a la vez hipótesis interpretativas del espectador.

(II) La imaginación técnica de Matías Feldman

Sin embargo, pese a las sofisticadas explicaciones y obras de Spregelburg, la noción de solemnidad como una categoría nativa del mundo teatrero devino al fin y al cabo un adjetivo operativo tanto para corregir escenas en talleres como para puestas en escena a lo largo del circuito porteño de teatro-arte. La malicia de la no solemnidad es proponer un código aparentemente cohesionado y operativo para luego traicionarlo implícitamente. Es instaurar un proyecto de código y romperlo un poco cuando su cumplimiento deviene autoritario. Esa búsqueda no siempre consciente es lo que lleva a que las escuelas de teatro tengan alumnos por muchos años: como si todos necesitaran un código para actuar, cierto espectro de técnicas y logros, pero conscientes en alguna medida de su falibilidad. Un código es más y menos que una poética. La idea de una poética como algo disociado de los procesos de creación se torna solemne en las cocinas de la creación. El código es una sedimentación de consignas y aciertos que presuponen errores, estilos fracasados pero re-erguidos: el código es lo que le da cierta personalidad a la actuación y potencia su sentido. Y actuar dentro del margen de error que presupone todo código es huirle a la solemnidad porque ante la inminencia del error, conviene disfrutar y permitirse descubrir narrativas y estados expresivos ocultos o por inventarse, crear asociaciones impensadas, convenciones y mecanismos escénicos que devendrán procedimientos y condensaciones. No ser solemne es simplemente dejarse jugar pese a todo. La solemnidad es un fantasma del realismo porque piensa el acontecimiento teatral como un mero vector para un juicio crítico ajeno, como si al actuar se estuviera demostrando algo. Cuando esto sucede, se dice que el actor actúa solo, que está desconectado de los demás y de la situación concreta que involucra a la mirada del público (aunque sea un público abstracto, en el caso de un taller). Esa conexión construida desde procedimientos y en un aquí-ahora es el objeto de nuestra sociología del arte.

Así, huirle a la solemnidad como una suerte de valor compartido pasó a significar “estar relajado, ser más irreverente, no actuar desde la idea (es decir, desde un relato ya armado al que se busca representar en escena), a permitirse gozar de la actuación, a escucharse y a escuchar compañeros de escena y al público, a no tener miedo de los juicios ajenos entre muchas otras expresiones que se oyen en clases y pasillos de escuelas de teatro de Buenos Aires, como el Sportivo Teatral, el estudio de Alejandro Catalán o El Nuevo Bravard. En esta última, escuela de Matías Feldman y Santiago Gobernori, en Villa Crespo, el foco del entrenamiento está puesto en la capacidad de crear estados expresivos sobrepuestos, es decir, complejos y en tránsito. El así llamado trampolín implica una rápida transformación, por ejemplo, de un estado de tristeza hacia otro de euforia. El alumno es entrenado a poder sobreponer ambos estados y pasar, además, a otra sobreposición, por ejemplo, alegría y desesperación. Esto tiñe con cierta rareza una escena y la lleva de la lógica argumentativa en términos de causa y efecto a una indagación sobre qué realmente podría estar sucediendo allí. Se trata de un uso ilocucionario de las expresiones: no es lo mismo aceptar un pedazo de torta sonriendo o aceptarlo tratando de ocultar una lágrima y una profunda molestia corporal. Este procedimiento va un poco en la línea de las tesis sobre el cuento de Ricardo Piglia (2014): el virtuosismo de las trasformaciones de los estados emotivos y expresivos conduce al relato oculto del cuento. Pero las escenas tanto de alumnos como Los Sketches Solemnes que hacen los docentes una vez al año con actores amigos invitados conducen invariablemente a la comedia. Lo suelto y relajado en este caso sumado a la construcción técnica de la actuación se vincula a la risa tanto de la escena como de su proceso de composición por imágenes y búsqueda de estados expresivos disociados. En ese sentido, las obras tragicómicas de Santiago Gobernori como Pobre Daniel y Verdades efímeras, ambas estrenadas en el 2018 en El nuevo Bravard, son bastante ejemplares del tipo de código que busca construir esa metodología de composición actoral.

Tengamos en cuenta otro procedimiento, a saber, la imaginación técnica, trabajada y enseñada por Matías Feldman. La idea de imaginación técnica viene de tortuoso camino de accidentes como señalado por el pintor Francis Bacon. Sin embargo, con Feldman, la composición de imágenes sirve tanto para la actuación como la escritura dramática. María José Gabin, por ejemplo, también trabaja con imágenes, pero con cuadros pictóricos o elementos visuales que ya existen y se disponen a inspirar hipótesis de actuación. Ricardo Bartís en sus talleres de actuación hace que dos actores que estén trabajando juntos en una improvisación determinen tres momentos como fotografías después de cierto desarrollo para que esos momentos funcione como anclas por las cuales una nueva historia deberá transitar (Rauschenberg, 2020).

Para los talleres de dramaturgia de Feldman la imagen es un elemento primordial, pero no necesita tener una existencia material previa como condición. Se trata de crear la descripción minuciosa de una imagen como si se estuviera observando una fotografía, por así decirlo. Sin embargo, no se trata de una simple fotografía y su representación, sino que hay una serie de reglas para pensar y componer el régimen de visualización. La imagen debe salpicar algo de lo sucedido de modo a generar misterio, lo que genera un corrimiento de expectativas normativas contrapuestas e inesperadas, para usar dos términos didácticos del propio Feldman. La imagen no puede ser concebida con énfasis en un tema porque eso eclipsa la imagen. Ejemplo: “dos curas que van de la mano en Roma” es una crítica tematizada y obvia. La imagen no puede ilustrar un significado, sino que debe preferentemente proponer corrimientos para abrir interrogantes en relación a los sentidos posibles. ¿Quiénes son? ¿qué vínculos tienen?, ¿qué circunstancia podría ser?, etc.

La imagen tampoco puede ser algo genérico, sino que debe tener una especificidad. No puede ser algo típico porque eso salpica poco. Tampoco puede ser muy rara, porque sería quizás inconveniente armar una historia con un corrimiento exacerbado; esto impondría un código de antemano. La imagen debe tener al menos dos personajes, ya que se trata de un potencial disparador dramatúrgico. La imagen no debe basarse en una metáfora, porque esto también resultaría ser una implicación de idea o moraleja previa. El estilo de la descripción de la imagen no puede incurrir en literatura, llena de adjetivos, juicios de valor, microrrelatos, impregnada por un autor o un punto de vista que no se ven en la fotografía imaginaria. Se trata de una suerte de realismo cínico hiperobjetivista sobre algo que no existe. Esa descripción no puede juzgar la imagen, sino que tiene que aceptar que ella tiene vida propia, como un Frankenstein, por así decirlo. La imagen es una mínima parte de un acontecimiento, contiene una acción o más de una, pero no sabemos qué pasa, porque el tiempo está detenido. El corrimiento y la salpicadura es lo que atrapa nuestra atención. Se oculta allí un relato hipotético, como la sorpresa final de un cuento, según Ricardo Piglia (2014). El cuento muestra una cosa mientras oculta otra que sólo se revela al final. Componer una serie de imágenes, por lo tanto, es el primer paso.

Feldman propone como segundo paso fusión de imágenes que puede ser por relación y por síntesis. En la primera se suman elementos de dos imágenes. Puede suceder que algunos elementos de las imágenes iniciales se pierdan. Es una suma –por yuxtaposición– y abandono a la vez. Por ejemplo, imagen 1: Un piloto de avión se encuentra en el baño del avión, con la puerta cerrada, limpiando minuciosamente caracoles y conchillas de mar. Posee numerosos ejemplares de estos guardados en una bolsa junto a él. Imagen 2: Un ciclista fuma un porro en una biblioteca cerrada mientras lee libros de botánica. Hay algunos libros en el piso. Una posible fusión sería: En una habitación de hotel un tipo vestido de ciclista, pero se ve el traje de piloto sobre la cama. Hay libros de botánica al lado del traje. Fuma porro para relajar, mientras mira una carrera de ciclistas en la playa. Por otro lado, la fusión por síntesis es química. No pueden quedar rastros de las imágenes originales. Lo más difícil es lo mejor. Evitar la química en paralelismo, es decir, que elementos se fusionen uno a uno dejando un rastro mimético de sus imágenes iniciales. La nueva imagen no debe tener marcas evidentes de las originales. Una medalla es una buena fusión sintética entre una credencial y un girasol. Una vez establecidas algunas imágenes del proceso, se inician indagaciones de modo a componer una historia o una situación, sin que sea una revelación ocurrente o que se deje captar por una hipótesis dominante. Se busca un cuidado de trabajar con ciertas disonancias de modo a que el texto y las acciones no estén en favor de ilustrar lo que ya vemos en la imagen, lo que favorece la acumulación dramática, por así decirlo. Pero son infinitos los caminos para escribir una obra y transitar sus crisis. A la imaginación técnica se le pueden sumar otros procedimientos para complejizar el proceso.

La obra de Feldman donde mejor se puede ver este tipo de composición a partir de imágenes, fusiones de imágenes y derivas postdramáticas es Hipervínculo (Prueba 7), estrenada en el Teatro San Martín en 2018 (Berlante, 2019). El procedimiento central, ya no sólo de composición, sino sobre todo de puesta en escena es la fusión de imágenes y situaciones dramáticas que componen planos en relación a la profundidad del escenario. Luego en el comienzo de la obra se proyecta al fondo en una pantalla un cuadro impresionista. A la izquierda del público, en un plano intermedio, hay dos mesas de escritorio con monitores de computadora sin sillas y a media luz. Poco más hacia el público un bar con dos clientes en la barra y luego hacia el proscenio algunas mesas de café. En la mesa que está en primer plano una pareja conversa con visible afectación con estados expresivos sobrepuestos y jugando con el ritmo del lenguaje (lo que genera disociación, otro procedimiento trabajado mucho por este director) un poco al estilo de otra obra del propio Feldman, El ritmo, Prueba 5, del 2016. Cuando el actor de la discusión se levanta para buscar una cerveza, en vez de ir a la barra surge del lado izquierdo un grupo de actores que hacen una réplica humana del cuadro de Rembrandt Lección de anatomía. El actor finalmente va hacia el fondo a la derecha a buscar la cerveza y empieza en un holandés rudimental la lección de anatomía que reproduce el famoso cuadro. La lección es interrumpida por una voz en off que explica un cuadro de Turner sobre el asesinato de esclavos. Los demás actores en el bar están absolutamente estáticos, como detenidos en el tiempo. Poco más tarde, la escena es invadida por seis soldados rusos que entran bailando y gritando con una luz roja que cubre todo el escenario. Y así se van sobreponiendo situaciones, cambios de plano, imágenes, sonoridades y luces a lo largo de la obra.

Pareciera que estamos ante una paradoja en torno al realismo. Por un lado, las vanguardias, ya desde Tato Pavlosky, buscan evitar el realismo como estética de la imitación de la realidad para favorecer un teatro de acontecimientos cuyo despliegue, convenciones, intensidades pudiera revelar un modo más crítico y reflexivo de la construcción de sentidos más allá del relato de la obra (Rauschenberg, 2015). Por otro, lo real del acontecimiento supera la mera convención de realidad y pasa a ser vital en los procedimientos y problemas contemporáneos para el desarrollo de obras. Como explica Danto (2012), pasamos de la Teoría Imitativa del Arte (TI) a la Teoría de la Realidad del Arte (TR). El realismo pasa a lo real de la materialidad y opera como materialidad en el lenguaje de las obras. La obra no busca imitar, sino que es una realidad en sí misma, porque construye realidades nuevas. En este sentido, Matías Feldman se refiere a que el discurso realista tiene una capacidad elástica. Bertolt Brecht criticaba al realismo porque éste “en su intento de invisibilizarse como lenguaje e intentar esa ilusión de realidad, no hacía más que alejarse de la realidad. En cambio, mostrar los artilugios, develarlos, evidenciar el hecho teatral, evidenciar que hay espectadores y que hay unos actores y que están en un teatro viendo una obra, generaba un evento real” (Feldman, 2015: 48-49). Los procedimientos de composición pueden valerse de cierto realismo como metáfora, no como representación platónica. En la obra Prueba 1 “El espectador”, de Matías Feldman, estrenada en 2014 en el antigua Teatro Defensores de Bravard, se mostraba

de manera realista a una familia de clase media porteña en una mañana de una jornada laboral, pero esta presentación tenía fallas, fallas exageradas, a saber: los hijos de seis y nueve años eran representados por dos actores de 26 y 27 años. En un principio la sorpresa de los espectadores era notable, pero luego, poco a poco, la sensación de realismo, es decir, la desaparición del discurso a suceder, y dejábamos de ver a dos tipos grandes, sino que veíamos a unos extraños niños de 6 y 9 años. El discurso realista nos mostraba su capacidad de elasticidad. El otro caso era la cuarta pared. De hecho no existía. Los personajes veían a los espectadores y hablaban con ellos, pero otra vez el realismo volvía a ocultar sus engranajes (Feldman, 2015: 50).

(III) Guillermo Cacace y lo que sucede

El procedimiento busca, entonces, establecer una consigna y mostrar cómo opera la construcción de convenciones. ¿Qué está en juego formalmente en una convención teatral? Una convención condicionante en términos de forma permite que el sentido sea fuerte más allá del contenido. Como constata Patrice Pavis (2015b: 356), existen por lo menos dos instancias de procedimiento: por un lado, la composición, cuyos rastros, como dice Spregelburd, se pierden porque la experimentación habilita accidentes que cuestionan la eficacia misma del procedimiento y conducen a otras pruebas y errores: el objetivo es una obra genuina donde pase algo. Por otro, los procedimientos de puesta en escena que pueden ser metamorfosis de otros procedimientos superados en los ensayos cuyos accidentes generaron otras pruebas y convenciones. Prueba 1 “El espectador” sucedía literalmente en una casa y los espectadores eran invitados con gestos y señales de los personajes a desplazarse, sin descuidar la actuación, porque ese era el registro y el código. El procedimiento consistía en el modo en que los actores se conectaban entre sí y con el punto de vista que generaba la mirada del público. ¿Qué se generaba en término de relato en esa necesidad de comunicación? Esta estrategia de actuar construyendo una espacialidad de sentido referida al punto de vista del espectador también es usada – con atenuantes– por Bartís, tanto en sus obras como en sus talleres de actuación. Esa doble tensión genera una acumulación en los actores, porque, si el público se ríe a carcajadas, el actor no debería tentarse y/o juzgarse, sino concentrarse aún más y buscar sostener desde el juego y su apertura al vínculo con el otro actor. Ya no vale el pienso, luego actúo del realismo, sino el actúo porque algo pasa y mi actuación genera cosas en el otro y en los otros, por parafrasear a Goerge H. Mead (1973), que sostiene que ego hace suyas las expectativas de comportamiento que alter propone, ante un público en una situación. Sin embargo, las reacciones de alterego no están planificadas. El público puede no reírse y reaccionar negativamente. La situación de actuación como un contexto socio-temporal que incluye al actor y su entorno es riesgosa, porque las acciones de los actores conllevan potencias de sentido. Siguiendo la fenomenología de Merleau Ponty, Karina Mauro explica que “las acciones se experimentan como resultado de la situación, y no son necesariamente precedidas ni acompañadas por pensamientos, por lo que es posible afirmar que la motricidad posee ya el poder de dar sentido” (2015: 4).

Es lo que en la jerga teatral se dice estar conectados, tanto con el otro de la acción dramática como con el público. La situación de actuación no se sostiene por la necesidad de representar un argumento, sino porque los actores están dispuestos a abrirse a un suceso genuino del aquí-ahora, lo que genera algo nuevo, por fuera de la argumentación del texto. Esto es algo que se aprende, por ejemplo, en los talleres actuación de Alejandro Catalán y, en un estilo un poco más crudo, en los talleres de actuación de Guillermo Cacace que frecuenté entre 2016 y 2017. Se trata, entonces, de la archiconocida expresión aquí y ahora, es decir, algo que está sucediendo, no importa el argumento, sino qué pasa con los cuerpos fenomenológicamente: “Sos afectado afectando”, le dice siempre Cacace a sus alumnos. En sus talleres de actuación, Cacace trabaja sobre todo el encuentro entre los alumnos de modo aleatorio en el marco del grupo. Se camina, se corre en el espacio y stop: y conecto la mirada con el que tengo en frente. ¿Qué me pasa con esa persona? ¿Qué puedo querer? “¡Mareado el pensamiento!”, grita Cacace, es decir, no pensar. Correr, caminar, estar con los demás, conectarse, abrirse. “Estoy totalmente involucrado, cuerpo, vísceras, aflojo codos, camino, corro”. Un nuevo stop y nueva mirada a algún compañero. “¿Qué tengo ganas de hacer?”, pregunta Cacace. “Si digo tres hago lo que tengo ganas de hacer. Si digo cuatro, cinco o seis retrocedo un paso sin dejar de estar con el otro”. Entonces el grupo se va amoldando en una suerte de deseo colectivo hasta que, después del sexto o séptimo stop, finalmente escuchamos el tres y hacemos lo que queremos, algo sucede realmente: abrazos, algún beso, luchas cuerpo a cuerpo. No siempre hay pares, y puede ser que se armen tríos donde un vínculo de a dos es amor y otro más violento, lo que habilita una acumulación dramática, por así decirlo, que provoca un estado expresivo desdibujado y muy interesante.

En un taller de dirección que cursé en 2017 en la sala Apacheta, Cacace decía que

cuando vemos que el actor, más que mirándose el ombligo, está queriendo algo del otro, en este ‘entre’ sucede el acontecimiento. No es ni en él ni en el otro: sucede en el ‘entre’. Y el mito, la trama sucede en el ‘entre’, no en las partes, sino en las partes en relación. El ensimismamiento del actor está en su cuerpo y yo como director mis intervenciones van a estar dirigidas al desbloqueo del cuerpo para que esté disponible para ponerse en contacto con otro cuerpo en la situación (Cacace, 27/09/2017).

Se trata de buscar otras vías no sólo de comprender lo real, sino de vivenciar lo real desde los cuerpos de los actores. Para Cacace, el mito como relato se realiza como rito, es decir, como acción y suceso en el entre que genera la conexión interactiva entre los cuerpos de los actores. La idea de una consciencia de actuación como un estereotipo del actor que está actuando lo que piensa genera un ensimismamiento que impide el rito que abre los sentidos del relato desde los cuerpos conectados en acción. Lo expresivo, según Cacace, está en el poder algo que la actuación genera a partir de la situación de juego. Ese poder algo está dado en la obra actuada, es decir, se refiera a los vínculos entre los personajes, pero que en el orden del juego asumen una vivencia particular. Esa vivencia asume un carácter liminal o liminoide (Turner, 2012). El juego activo crea una realidad otra con convenciones que irrumpe en la realidad y al mismo tiempo se invisiviliza por su condición de realidad. La condición actoral del poder algo crea un nuevo plano de realidad que coopta el acontecimiento teatral y por su dimensión de juego habilita la construcción de un código basado en convenciones.

A partir de estas consideraciones metodológicas en torno a la actuación y la dirección, ¿cómo procede Cacace en sus obras en términos de procedimiento? Además de la conexión entre los actores, como mencionamos, Cacace, en Mi hijo sólo camina un poco más lento de Igor Martinic (estrenada en la sala Apacheta en 2014 y que siguió en cartel en el Picadero), hace hincapié en que el punto de vista del público es el organizador de las direcciones hacia donde van dirigidas las miradas, muchas de las réplicas no por exhibicionismo, sino para incluirlo en el acontecimiento teatral, para atravesarlo y de alguna forma sensibilizarlo. Esa forma de inclusión del público comienza desde el momento en que dan sala. Las funciones en Apacheta eran a la mañana y los actores estaban tomando mate y le ofrecían al público. El director también saludaba a la gente que entraba y trataba a los actores por su nombre de pila, sin ninguna solemnidad. Cuando todos ya estaban acomodados y se avisaba que apagaran los celulares, empezaba la obra sin que ninguna luz se modificara. Eso daba la impresión de que la función ya había empezado y que la obra era el tema que concernía a anfitriones e invitados. Como explica Josette Féral,

en el teatro performativo el actor es llamado a ‘hacer’, a ‘estar presente’, a asumir los riesgos y a ‘mostrar el hacer’, en otras palabras, a afirmar la performatividad del proceso. La atención del espectador está puesta sobre la ejecución del gesto, en la creación de la forma, en la disolución de los signos y en su reconstrucción permanente (2015: 131).

Como espectador destaco dos procedimientos de la puesta de Mi hijo sólo camina un poco más lento: el uso del espacio que consistía en construir una centralidad con sillas de madera tapizadas con tela roja agrupadas paralelamente cuarenta y cinco grados hacia la izquierda del público. Por supuesto, esas líneas diagonales enfrentaban al público y se completaban cuando las réplicas eran dichas totalmente de frente, hacia atrás o hacia los otros cuarenta y cinco grados hacia la derecha. Si una escena tiene solo dos o tres personajes, los demás llevaban su silla a una suerte de zona periférica y los personajes en acción construían un fragmento de un living, una cocina o una plaza desde la enunciación y la acción, es decir, se generaba una convención performática de espacio. El único personaje que no podía crear esa convención era Branko, el protagonista, porque actúa desde una silla de ruedas, en marcado contraste con todas las otras sillas. Esa diferencia marcaba una condición del personaje, eje dramático de la obra. En la historia, Branko, que ese día cumple veinticinco años, padece una enfermedad degenerativa y rechaza la lástima de su madre y su novia y busca una suerte de emancipación en el marco de su condición. Esa zona periférica también es usada como una zona neutra por la cual los actores circulan para hacer transiciones entre algunas escenas. Aquí podríamos cuidadosamente asociar algunas características del así llamado teatro posdramático, no tanto por la ausencia de drama, sino por una sedimentación de prácticas en las que los medios teatrales son puestos en el mismo nivel que el texto y pensables mismo sin texto (Lehmann, 2007). Sin embargo, hay que resaltar que la poética de Cacace no es postdramática, dado que sus obras no cuestionan la noción de relato del teatro dramático. Lo que noto en sus ensayos y talleres es la búsqueda de una disociación necesaria entre texto y acción, una autonomía de la dirección y las actuaciones en relación a la textualidad. En el teatro posdramático, la disociación abre la posibilidad del uso de lenguajes escénicos diversos, como la danza, la música, la iluminación, la performance, la fotografía, entre otras artes, cosas que no están en el horizonte de Cacace. Aquí buscamos situar su poética a partir de la vivencia de las obras desde su condición material y, sobre todo, como acontecimiento, lo que Erika Fischer-Lichte llamó “giro performativo” (2014).

El otro procedimiento es la enunciación de las didascalias por un actor para situar las acciones y subrayar ciertas condiciones, como la pérdida de memoria de la abuela del protagonista. No es un procedimiento inédito. Por ejemplo, César Brie también usa la lectura de las didascalias, como en El paraíso perdido, estrenada en 2015 en Santos 4040. El propio Cacace ha utilizado ese mismo procedimiento en La crueldad de los animales, estrenada en el Teatro Cervantes, en 2015 (Invernizzi, 2016). En Mi hijo sólo camina un poco más lento, el actor que enuncia las didascalias no está separado del elenco y ayuda con el texto a Ana, la abuela de Branko, sentándose a su lado, dejando una ambigüedad si es la actriz o el personaje la que tiene lagunas en la memoria. Esa ambigüedad es reforzada en el desarrollo de la obra cuando entendemos que Ana le confiesa a Branko que Víctor, su hombre amado, no es más que una fantasía “para sentirnos un poquito mejor” (Battaglini y Ramos, 2016: 376). Cuando la obra termina, no hay un clásico apagón. Parece quedar en suspenso. Pero, al mirar el público, noté que buena parte de la gente estaba llorando. Mia, la madre de Branko, finalmente reconoce públicamente la condición de su hijo y entiende que debe dejar de sobreprotegerlo para que él sea feliz como quiera. Parece una moraleja sencilla. Sin embargo, no es fácil crear ese nivel de acumulación dramática grupal teniendo en cuenta la condición de rito de la puesta, como propone Cacace y, así, transformarla en un acontecimiento emocionante y que propone sentidos nuevos que no tendrán definiciones precisas. Cuando Sara (la novia) y Branko bailan al final suena una música emotiva y los actores miran a público ubicándose en una suerte de retrato familiar, a medida que la música concluye, como si esperaran su opinión. La luz no cambia. Pasa casi un minuto hasta que algunas personas empiezan a aplaudir, casi como que resignificando esa convención tan básica en el teatro: el aplauso final.

(IV) El teatro posdramático de Mariana Obersztern

Con Mariana Obersztern pasamos a otro registro de acontecimiento. Lo que sucede en sus obras remite al campo de la performance, pero sin abandonar el teatro, un límite muy difícil de establecer en un artículo y con el cual no nos detendremos y nos limitaremos a estar de acuerdo con Josette Féral (2015) y Fischer-Lichte (2014), como ya mencionamos. Esa desafiante imprecisión nos dificulta pensar la obra de Mariana Obersztern. En sus talleres de actuación en el que participé durante todo 2019, los ejercicios apuntaban a la construcción de estados expresivos, de los cuales destaco brevemente tres. El primero juega con acumulación y disociación. Mariana nos dice un estado expresivo como exasperación o conmoción, algo que no tenga una definición claramente representable. No se trata de representar la alegría o la furia –aunque para componer complejas y virtuosas transiciones entre diversos estados emotivos y sus intersecciones– como en los talleres de Matías Feldman, tampoco se trata de reaccionar desde el deseo y el encuentro con el otro como en los talleres de Cacace.

El estado expresivo, con Mariana Obersztern, es antirrepresentativo: su búsqueda pasa por la respiración, por encontrar apoyos con los pies o contra la pared, movilidad del cuerpo, expresiones faciales, cambios de orientación en el espacio, impulsos corporales que rompan la inercia, pero siempre algo transitorio, una búsqueda. Una vez esbozado el estado expresivo (número 1), Mariana nos pide que agarremos a alguien y dejemos que nos agarren (número 2). Del número dos podemos volver al uno o pasar al tres: emisión de texto, que puede ser un “soñé que...” o “el relato de un episodio extraño”. No importa el contenido del texto ni que el compañero con el que se interactúa replique la materialidad textual de modo coherente en favor de una historia. Es más valioso el estado vinculado a la disociación en relación a lo representativo para ampliar el sentido. Una segunda instancia de trabajo es el romper. Se trata de una pequeña performance individual dirigida por algún compañero teniendo en cuenta cinco etapas: caminar, detenerse, romper, exasperarse y decir un texto con la estructura del “soñé que...” desarrollándolo rizomáticamente y, si posible, sostenerlo desde el despliegue de una imagen. La performance se sostiene en el eje de la acción de romper un objeto: es irreversible. El relato de un episodio extrañado asume una contextura expresiva inédita porque se está en un campo de experimentación imprevisible.

La tercera instancia de trabajo ya más avanzada es la tríada, donde un alumno protagoniza y otro asiste en escena con textos fijos –dos o tres cortas frases– llamados tecla. Se trata de elegir una suerte de paleta de colores para componer un espectro de potenciales acciones: un afuera, un adentro y una textualidad a partir de un verbo clave. Las acciones exteriores son las muy visibles, que ponen al cuerpo en franca y evidente acción (barrer, correr, arrastrar, etc.). Las interiores son esas acciones que si bien están ocurriendo, son menos visibles, atañen al interior, o son menos perceptibles (como recordar, disimular, desconfiar, etc.). Las de texto son aquellas que se basan en algo del hablar (contar, insultar, interrogar, convencer, etc.). El alumno define qué verbos quiere trabajar y qué estado expresivo será el preponderante y, luego, Mariana dirige la performance en razón del mundo objetual propuesto como escenografía por el alumno. El objetivo es que en la actuación los estados adentro y afuera queden bien definidos teniendo en cuenta las acciones físicas y un consistente espectro de variaciones que hagan que el alumno-performer se desarme, abandone su intención de asociar y transite una incomodidad expresiva. Estos momentos de corrimiento son los preferidos de Mariana para pedirle al alumno desde su rol dirección activa que enuncie el texto para luego interrumpirlo cuando la actuación se relaja en la palabra. La tecla se usa en ese contexto para que el breve diálogo aparentemente inexpresivo en textualidad gane un color y potencia de sentido. Se trabaja entonces con un desconcierto sobre la preponderancia del sentido en relación a cualquier posibilidad de significación. Lo que potencia el sentido es la acumulación de los estados (adentro, afuera y textualidad) en diferentes combinaciones. Esas consignas generan obstáculos que descolocan cualquier intencionalidad consciente del alumno y lo que sucede en la performance es imprevisible y creativamente potente.

Ya desde sus primeras obras, la veta performática de Oberstern era notoria. Obras formadas exclusivamente por fragmentos y sin línea narrativa, mucho menos drama, fábula o relato dramático (Obersztern, 2004). En Kantor, Wielopole, Mezrish, Wielopole, estrenada en el Centro Cultural San Martín en 2017, en el marco del Ciclo Invocaciones, Mariana Obersztern expone su estilo posdramático al buscar disociar distintos niveles y “enunciadores de discurso escénico” (Fernandes, 2013: 25). Por un lado, operan la dramaturgia y las actuaciones desafectadas, y, por otro, opera una dramaturgia visual y una escena auditiva de ruidos, música, voces y otros dispositivos acústicos y visuales como proyección de o subtítulos. En el caso de Kantor de Obersztern, quisiéramos destacar cuatro procedimientos. El primero es la entrada del público que, al acceder a la sala nota que no hay butacas y se desplaza por el escenario que es el piso del teatro. Mientras escucha una suerte de canto gregoriano las personas caminan e indagan si la obra empieza o no y por dónde entrarían los actores. Después de casi cinco minutos, cuando esa situación genera cierta incomodidad en algunos y una suerte de sorpresiva adaptación en otros, se abren súbitamente las cortinas que dan acceso a la grada de butacas que estaban escondidas. Este movimiento es acompañado por un cambio de luces y por el clásico tema de Sergei Prokofiev Romeo & Juliet. El público, un poco nervioso, corre a la grada para lograr una buena ubicación. No hay más de sesenta butacas. Todos se acomodan y empieza la obra.

Otro procedimiento es la proyección de subtítulos como un juego con la condición de posibilidad del lenguaje. Mariana Obersztern encarna el personaje del propio Tadeusz Kantor hablando en polaco y dicha proyección en una pantalla a lo alto y al fondo del escenario es necesaria para entender qué dice la protagonista. Kantor tiene asiduas discusiones con su asistente, la actriz Agustina Muñoz, que le habla en castellano y tiene que leer los subtítulos para ver qué le contesta Kantor, lo que genera un efecto cómico, lo que se potencia, inclusive, en la larga escena donde Kantor es entrevistado por ella. Un tercer procedimiento que destacamos es la construcción y sobre todo la disolución del espacio. Los actores preparan el escenario con muebles envejecidos y un piso de madera que tiene pequeños ganchos de hierro en las puntas, justo para pasar una gran soga. A cada armado de escena, alguno de los actores se encarga de pasar la soga entre los muebles y los ganchos de las tablas que serán usadas al final para construir una estrella de David. Cuando concluye la escena, desde atrás del escenario se prende un farol de frente a público y la escenografía es arrastrada hacia el fondo lentamente, como si toda la escenografía se derritiera hacia la oscuridad. “Los actores humanos entran en un espacio de actuación de las cosas” (Lehmann, 2007: 121). Hay en Kantor un explícito rechazo de representar dramáticamente escenas de la guerra en favor de crear una poesía polifacética sobre el escenario. Las actuaciones son lavadas, totalmente des-solemnizadas; los textos dichos en una suerte de neutralidad, sin embargo, algunas veces hablan de recuerdos crudos de la guerra y, otras, parecen encontrar una irónica alegría. En el teatro lírico y ceremonial de Kantor, las cosas surgen como reminiscencia de cierto espíritu épico del recuerdo y como afectividad por los objetos. Como explica Lehmann, si la característica del modo poético del teatro épico brechtiano, a diferencia del modo dramático, es representar una “acción totalmente ya sucedida”, Kantor, a su vez, enfatiza que las escenas deben aparecer como ancladas en el pasado, como si el pasado se repitiera bajo formas extrañamente alteradas.

Madera, hierro, tela, libros, vestidos y objetos extravagantes cobran una intensidad y una cualidad táctiles sorprendentes y difíciles de explicar. Un factor esencial al respecto es el sentido que Kantor otorga a lo que él mismo denominó el objeto miserable o también la realidad del más bajo nivel. Las sillas están desgastadas por el uso, las paredes llenas de agujeros, las mesas cubiertas de polvo o cal, todos los utensilios carcomidos por el óxido, podridos, gastados, desmenuzados y manchados (Lehmann, 2007: 121).

El cuarto procedimiento es la interacción con los objetos diseñados por la misma Mariana Obersztern, pero construidos por el artista plástico Santiago Rey. Un ejemplo es el “Aireador de pensamientos” que consiste en una caja con soporte de hierro a la altura de la cabeza con un motor que emana aire caliente. “Qué bien le puede hacer al pensamiento una refrescada”, dice un personaje. “Eso no es una refrescada, emana aire caliente”, le contesta otro. Y así empieza una discusión que termina sobre si uno habla en nombre de su propio pensamiento y un libro del que ya ni se sabe el nombre. Otro ejemplo sería el “Golpeador de cabezas” que consiste en dos bastones de plástico que giran sobre un eje de metal colgados de una pequeña bisagra que les da movilidad hacia un eje horizontal según la velocidad. Una actriz se para al lado y recibe periódicos golpes en su cabeza, mientras su expresividad – más bien cómica – da cuenta del rechazo que eso le produce, y luego ambas actrices terminan hablando de la coincidencia de minas, como mujeres o como bombas. Otro objeto es el “Ensuciador de manos” que genera una discusión sobre la suciedad del dinero, pero no solo del dinero en sí mismo, sino también la “suciedad de contar billetes que no eran para vos”. Un maniquí el puesto de pie en el centro del escenario sirve como cobaya para un entrenamiento militar: “Si el enemigo te derriba, tenés que descender suavemente. Si el golpe de la caída fuera muy fuerte pueden pasar cosas graves, amoratarse, astillarse...”. “Si te amoratás, no grites, podrías despertar al enemigo”. En otro fragmento, Agustina Muñoz distribuye papas hervidas a cada actor y alguien dice: “¿Esta es la famosa papa caliente?”, y le contestan: “Sí, algo que quema en las manos”. “¿Te la puedo dar a vos?” “Querés traspasarme tus problemas”. Y así podríamos seguir con cada fragmento de esa obra. Lo que quisiera destacar de este trabajo con los objetos-dispositivos es que activan significantes como la tortura, la corrupción, la guerra y el hambre, pero de ese sentido se generan situaciones nuevas que disocian el significado llevando el pensamiento a una suerte de poesía concreta y juegos de lenguaje irónicamente filosóficos, por así decirlo. Esos objetos-dispositivo encarnan un concepto crucial que vimos arriba con Spregelburd: la reflectáfora. Son parte de la retórica de la obra y encarnan metáforas que presuponen el planteo más amplio de la objetualidad de la obra. La puesta de Obersztern juega con esa condición metonímica para recrear una suerte de biodrama artístico-memorialístico de Kantor y el teatro de la muerte.

Finalmente, estuve presente en su performance Blow, una asamblea, en la Bienal de Performance 2019, en el Complejo Art_media. Blow trata de un encuentro entre cuatro actrices y Obersztern, que tiene un texto con propuestas de acción del cual las actrices no están advertidas. Lo único que saben las actrices es que un auto las llevará a un galpón en el barrio de Chacarita para una performance y que se les mandó por mail un breve monólogo de autoría de Obersztern para que se lo estudien. Mariana no conoce las actrices; ellas fueron seleccionadas por sus asistentes Agustina Muñoz y Julia Perette, que también es la asistente de escenario en la performance. Lo único que sabe Mariana para identificarlas es el color de la ropa, así que durante la casi hora y media. Ellas son llamadas por el color de ropa que visten y reciben órdenes en forma de didascalia como: “Las actrices se reúnen en el centro, o en alguna clase de centro” y, luego, ellas se desplazan hacia el medio del galpón entre las dos gradas de espectadores, de frente a la silla de bañero de Mariana. El procedimiento central en Blow es, por lo tanto, una condición que opera como consigna: Obersztern no conoce a las actrices y las actrices no conocen el texto y las acciones, lo que provoca que el acontecimiento esté totalmente pendiente de la interacción entre la directora y las actrices. La composición de las acciones y los textos que las actrices dicen por imposición de Mariana, siguen de modo más complejo el mismo esquema de las tríadas que vimos en el taller. Eso se nota en el tipo de acciones como llenar baldes de arena para hacer un nuevo montículo, transportar ladrillos entre las cuatro, etc.

No siempre las didascalias de la performance son muy precisas, para vértigo de actrices y público. Esa imprecisión, involuntaria, genera accidentes. El público se ríe de nervios. Hay más de doscientas personas presenciando la performance que podría ser dividida en dos partes. La primera empieza con la llegada de las actrices que siguen el guión de acciones y textos para réplicas que Mariana dicta y profesa desde su silla. La segunda parte involucra la presencia de los espectadores que reciben un sobre con hojas en blanco y una birome. Mariana enuncia consignas para que escribamos y se lo demos a su asistente, pero separados entre impares (grada 1) y pares (grada 2). Por ejemplo: “los espectadores de los asientos impares pensarán un ejemplo de aquello que puede ser considerado un mobiliario”. La asistente proyectará en la pantalla aleatoriamente alguna de las respuestas para que todos la lean. Al final, Mariana, ya caminando por el piso cerca de las actrices, de frente a ellas y al lado de la montaña de arena dice: “Ahora, Mariana se va a subir al auto, va a encender el motor y va a huir como una cobarde. (Risas del público). Cuando el auto pase por el centro de la sala y el cartel [la pantalla de proyección de textos] invito a los espectadores pensantes [en irónica referencia al ‘espectador emancipado’ de Ranciére] abandonarán sus butacas, se unirán con las actrices en el centro de la escena, se tomarán los brazos en posición de cisnes, y miraran cómo Mariana, por más que se suba a una silla de bañero, no podrá jamás comandar sus designios” (Risas). Mariana entra al auto y se va por Avenida Corrientes. El público se levanta y sale abrazado a las actrices sin poder aplaudir.

Notas (no tan) conclusivas

Buscamos en este extenso artículo compartir algunas reflexiones sobre un primer recorte de investigación sociológica que enfatizó la perspectiva del observador participante para indagar los discursos metodológicos y los procedimientos de algunos importantes teatreros de la ciudad de Buenos Aires, a saber: Matías Feldman, Guillermo Cacace y Mariana Obersztern.

Nuestra perspectiva sociológica se concentró en lo que, siguiendo a Bourdieu, denominamos polo arte por el arte para encontrar allí ciertas diferencias en relación a las modalidades de trabajo de algunos creadores. Por supuesto, no podemos aún dibujar el amplio espectro de creadores que componen ese polo pese a ya haber publicano artículos sobre Ricardo Bartís y Pompeyo Audivert, creadores sin duda centrales en el campo del teatro alternativo y oficial de Buenos Aires. En este sentido, todavía está por investigarse creadores como Mariana Chaud, Federico León, Cristina Banegas, Silvio Lang, Gustavo Tarrío, Alejandro Catalán, Ciro Zorzoli, Sergio Boris, Analía Couceyro, Emilio García Wehbi, Daniel Veronese, Raúl Serrano, entre muchos otros, para poder establecer comparaciones más sistemáticas entre estilos, premisas y aspectos metodológicos y compositivos. Nos interesa, como mencionamos, abordar la intersección entre teatro alternativo o independiente y el circuito estatal u oficial para indagar la actividad profesional de los teatreros. ¿De qué viven y cómo viven los artistas del teatro? ¿En qué medida buena parte de la producción teatral oficial sigue enmarcada en el teatro representativo? ¿Cuáles son las estrategias de los actores sociales para legitimar sus poéticas en el complejo y competitivo campo teatral de Buenos Aires?

Mencionamos al principio, refiriéndonos a un ya clásico texto de Rafael Spregelburd, que una de las principales consecuencias del abandono del paradigma representativo es la des-solemnización en favor de la construcción de formalizaciones de códigos transitorios y acontecimientos genuinos sobre el escenario. Spregelburd subrayaba que lo importante en las obras es el lenguaje y no el tema aludido. Nuestro foco en este trabajo fue, por lo tanto, mostrar cómo las poéticas de muchos de los creadores parten de la base de un rechazo al realismo como representación mimética para construir un nuevo sentido de realidad de las obras ya desde los entrenamientos en los talleres de formación que ofrecen. Este tránsito de una teoría de la representación hacia una teoría de la realidad de las obras, como mencionamos con Danto, sólo es posible a partir de la noción de procedimiento pensado en doble sentido: por un lado, están los procedimientos de creación que operan como obstáculos creativos para desarrollar los materiales a partir de consignas y metodologías. Vimos la noción estados expresivos superpuestos como construcción formal de corrimiento de sentido en la actuación o la noción de imaginación técnica de Matías Feldman, o la noción de entre de Cacace para construir un aquí-ahora escénico desde el deseo que desborda el sentido textual de las obras, o cómo Mariana Obersztern pone en práctica la noción de“romper y tríada para enseñar su noción formalista de performance. Por otro lado, vimos cómo las obras construyen códigos de actuación y puesta en escena a partir de procedimientos tales como la construcción de distintos planos y fusión de imágenes, en el caso de Feldman, o la enunciación de didascalias y el uso de una escenografía minimalista construida apenas con sillas y direcciones diagonales para enmarcar convenciones espaciales, en el caso de Cacace, o el uso de proyección de subtítulos, el vaciamiento del espacio o la interacción con objetos construidos para operar como dispositivos transitorios, en el caso de Mariana Obersztern. Uno de los ejes centrales de la futura investigación será indagar sobre las estrategias de acumulación en torno a estados expresivos, procedimientos, convenciones, códigos escénicos para poder comparar de modo un poco más sistemático el trabajo estético de los creadores estudiados. Falta, por lo tanto, definir aún más esas categorías y encontrar aplicaciones variadas para ver logros y limitaciones en sus prácticas.

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