“Timbre de gloria”. José Eleuterio González: primer editor de las Memorias de fray Servando Teresa de Mier y forjador de un heterodoxo canon literario regional

Víctor Barrera Enderle

Universidad Autónoma de Nuevo León - CONACyT, México

Fecha de recepción: marzo 2021
Fecha de aceptación: mayo 2021

Resumen

En 1876, de las prensas oficiales del palacio de gobierno del estado mexicano de Nuevo León salió impreso un libro inusual, que habría de sustentar las bases para la conformación de una identidad regional: se trataba de las dos primeras partes del corpus textual que conformaría las Memorias de fray Servando Teresa de Mier. Su editor era el médico, humanista e historiador José Eleuterio González. Con este libro, González resucitaba la escritura de fray Servando, que había caído en el olvido desde su muerte en 1827 (salvo algunos fragmentos publicados, al despuntar la década de 1860, por el escritor Manuel Payno), y lo colocaría como modelo de conducta pública y política. El trabajo editorial de González implicó el rastreo de las fuentes y la arqueología textual, así como la conformación del corpus textual para dar coherencia al relato autobiográfico. En este ensayo, me propongo describir el proceso de confección de esta edición, desde una perspectiva múltiple: como parte de la historia literaria y cultural del México decimonónico, así como desde la articulación de un discurso identitario regional que, en muchos aspectos contrastaba y se oponía al modelo nacional.

Palabras clave: cultura impresa, biografía, canon literario, fray Servando Teresa de Mier.

“Bell of glory”. José Eleuterio González: first editor of the Memorias of fray Servando Teresa de Mier and producer of a heterodox regional literary canon

Abstract

In 1876, an unusual book was printed in the official presses of the government palace of the Mexican state of Nuevo León, which would provide the basis for the formation of a regional identity: it was the first two parts of the textual corpus that would make up the Memorias by fray Servando Teresa de Mier. Its editor was the physician, humanist and historian José Eleuterio González. With this book, González resurrected the writing of fray Servando, which had fallen into oblivion since his death in 1827 (except for some fragments published at the dawn of the 1860s, by the writer Manuel Payno), and would place him as a model of public and political conduct. González’s editorial work involved tracing the sources and textual archeology, as well as shaping the textual corpus to give coherence to the autobiographical account. In this essay, I will describe, from a multiple perspective, the process of making this edition: as part of the literary and cultural history of the Mexican 19th century, as well as from the articulation of a regional identity discourse that, in many aspects, contrasted the national model.

Keywords: print culture, biography, literary canon, fray Servando Teresa de Mier.

Sino de glória. José Eleuterio González: primeiro editor das Memórias de Fray Servando Teresa de Mier e criador de um cânone literário regional heterodoxo

Resumo

Em 1876, um livro inusitado foi impresso nas prensas oficiais do palácio do governo do estado mexicano de Nuevo León, que daria a base para a formação de uma identidade regional: seriam as duas primeiras partes do corpus textual que faria as Memórias de fray Servando teresa de Mier. Seu editor foi o médico, humanista e historiador Jesé Eleuterio González. Com este livro, González ressuscitou a escrita de Fray Servando, que caíra no esquecimento desde sua morte em 1827 (exceto por alguns fragmentos publicados no início da década de 1860, pelo escritor Manuel Payno), e o colocaria como modelo de conduta pública e política. O trabalho editorial de González envolveu rastrear as fontes e a arqueologia textual, bem como moldar o corpus textual para dar coerência ao relato autobiográfico. Neste ensaio, proponho-me descrever o processo de realização desta edição, desde uma perspectiva múltipla: como parte da história literária e cultural do México oitocentista, bem como a partir da articulação de um discurso de identidade regional que, em muitos aspectos contrastou e se opôs ao modelo nacional.

Palavras-chave: cultura impressa, biografia, cânone literário.

Materializar las ideas: imprenta y política

¿Cuál fue el papel que jugaron las ediciones de libros e impresiones de periódicos y diarios en el proceso de consolidación de los Estado-nación hispanoamericanos? Si bien las grandes victorias se conquistaron en el campo de batalla, la palabra impresa fue un modo de consolidación discursiva del período insurgente (tal vez el principal). Sería larga la enumeración de periódicos y hojas volantes que difundieron ideas, proclamas, consignas, anhelos y nuevas disposiciones jurídicas. Solo señalo, al paso, que estos papeles “flamígeros” cubrieron casi la totalidad del subcontinente (desde el Río Bravo hasta la Patagonia). La breve libertad de imprenta promovida por las Cortes de Cádiz (y decretada como Ley el 10 de noviembre de 1810) impulsó este proceso, aunque ya existía ese género narrativo llamado por el crítico chileno Nelson Osorio como “Letras de la emancipación” (Osorio, 2000), que incluía un amplio corpus de escritos (cartas, proclamas, traducciones, memorias) y denunciaba la relación asimétrica de poder entre la metrópoli española y sus colonias ultramarinas (y donde, por cierto podríamos ubicar los escritos de fray Servando Teresa de Mier). Desde El Pensador Mexicano hasta la aparición de diarios como La Nación o El Siglo XIX, la cultura impresa desempeñó un rol preponderante en la consolidación simbólica de los nuevos países. La publicación de libros también jugó un papel importante, sobre todo en la materialización y difusión de discursos políticos y de algunos géneros narrativos en concreto: desde las novelas, que tuvieron su nacimiento y auge en este período (partiendo con la aparición de las tres primeras partes de El Periquillo Sarniento en 1816) hasta las biografías o estudios sociológicos (como el Facundo de Domingo Faustino Sarmiento, publicado primero en el diario chileno El Progreso y tres meses después como libro en 1845). La imprenta se convirtió en uno de los principales dispositivos para el ordenamiento y difusión de la realidad social, del pasado reciente, de los idearios políticos, de las ideas y de los imaginarios comunes. El uso de las prensas se volvió, así, político y proporcionó una potente materialidad ideológica a los objetos que producía: libros, revistas, folletos y periódicos. En consecuencia, el libro, como artefacto y como aspiración, se transformó en personaje fundamental para la estos enfoques como el “giro material”, ha dejado claro cómo este abordaje crítico “nos ha enseñado a ver todo libro impreso como un producto social, el resultado de la colaboración entre escritores, artesanos y emprendedores, y a investigar los rastros dejados por todas las partes involucradas en estas transformaciones” (Grafton, 2014: 20).1

Esta es la historia de cómo una modesta y rudimentaria imprenta regional y la edición de una biografía (que incluía a su vez fragmentos de una autobiografía) colaboraron en este magno y complejo proceso. Una actividad material que tuvo fuertes repercusiones simbólicas y discursivas. Trata también de un humanista de pueblo (visto por sus vecinos como un sabio): el médico, orador y escritor José Eleuterio González, autor de la Biografía del benemérito mexicano D. Servando Teresa de Mier Noriega y Guerra, publicada en Monterrey, capital del norteño estado de Nuevo León en 1876. A través de la genealogía de esta publicación me propongo describir las interacciones (tensiones, alianzas, contradicciones) del campo literario mexicano del siglo XIX y de su abrupto proceso de canonización de una “literatura nacional”, que reflejaría de manera nítida la identidad mexicana, la cual se sobrepondría (e impondría) sobre las diversas manifestaciones y expresiones regionales (un fenómeno que se mantiene hasta el presente).

Ahora bien, lo que subyace aquí es el vínculo entre literatura e identidad. ¿Hasta qué punto podemos hablar del discurso literario como instrumento para referir (o crear) una identidad? Es necesario señalar, primero, que la identidad implica, al menos desde Aristóteles, una relación de congruencia (la que se establece como “cierta unidad de ser” (Aristóteles, 2011: 195) entre un discurso y su referente. Esta relación se ha problematizado y diversificado a lo largo del tiempo (hoy es moneda corriente hablar de identidades particulares, fragmentarias, tránsfugas, intermitentes y un largo etcétera), cuestionando la determinación esencialista que solía imponerse al mentar, por ejemplo, las identidades nacionales y redimensionándolas ahora en términos discursivos. El crítico chileno Grínor Rojo, al estudiar la relación entre estos dos conceptos, sostiene:

[D]e la identidad a propósito de la literatura podría hablarse entonces de una manera análoga a lo que estamos proponiendo para hablar de la identidad en general: describiendo y/o evaluando la congruencia entre el discurso literario y su referente, cualesquiera que este sea, v. gr.: por esencia o por diferencia, pero además cómo quiera que este sea… (Rojo, 2002: 80)

En esta complicada relación entre la letra y la realidad, la congruencia se establece en el interior de la literatura misma (no como reflejo, como solían afirmar los enfoques más ortodoxos del marxismo, pero tampoco como aislamiento y autonomía totales, como sugería el estructuralismo más extremo).

En esa “realidad literaria” podemos encontrar, entonces, estrategias, articulaciones y otras formas de resignificación del entorno inmediato. Durante el siglo XIX, la literatura hispanoamericana fue un dispositivo político, terreno de disputas, caldo de cultivo, proyecto de nación, y crisol para la creación y formación de identidades colectivas. Tal es mi interés en este ensayo: estudiar las relaciones de poder de un campo literario específico. Pero, para poder avanzar en este propósito, debo antes describir brevemente la historia de la configuración de ese concepto tan problemático: la literatura nacional en el México decimonónico.

Literatura nacional e identidades regionales: confluencias y tensiones

Con el fusilamiento de Maximiliano en Querétaro en 1867, cayó el llamado Segundo Imperio y vino luego la restauración de la república: los grupos letrados e intelectuales se abocaron a la tarea de reconfigurar a la llamada “literatura nacional”. Ignacio Manuel Altamirano, principal impulsor de tal empresa, organizó la tradición letrada y convocó a creadores de ambos bandos (liberales y conservadores) a colaborar en las páginas del periódico El Renacimiento (Barrera Enderle, 2013). Décadas de inestabilidad política habían postergado las discusiones iniciales en los salones de la antigua Academia de Letrán (1836)2 en torno a la naturaleza de la literatura mexicana. Luchas intestinas entre liberales y conservadores, la invasión estadounidense de 1846, la intervención francesa unos años más tarde y la instalación del ya mentado Segundo Imperio de Maximiliano, habían postergado esta “patriótica labor”. Altamirano era claro en su proclama: “[P]or otra parte, la literatura tendrá hoy una misión patriótica del más alto interés, y justamente es la época de hacerse útil cumpliendo con ella” (1949 (I): 15). Se precisaba la definitiva constitución de un canon literario que representara (o inventara) la esencia de la identidad nacional (que se hallaba en pleno proceso de articulación). A diferencia de las naciones sudamericanas (sobre todo de la Argentina y Chile) que habían sostenido, desde los primeros años de la emancipación política, los debates en torno a la representatividad de la literatura (las sesiones del Salón de Mayo o la famosa polémica entre Andrés Bello y Domingo Faustino Sarmiento, por ejemplo), México debía apurar el paso:

[D]ecididamente la literatura renace en nuestra patria, y los días de oro en que Ramírez, Prieto, Calderón y Payno, jóvenes aún, iban a comunicarse en los salones de Letrán, hoy destruidos, sus primeras y hermosas inspiraciones, vuelven ya por fortuna para no oscurecerse jamás, si hemos de dar crédito a nuestras esperanzas. (Altamirano, 1949 (I): 3-4)

En 1869, Altamirano comenzó, con el patrocinio de Gonzalo A. Esteva, la publicación del ya citado El Renacimiento, periódico literario que abría sus páginas para escritores de todos los bandos políticos.3 El hebdomadario duró solo un año; logró, sin embargo, su principal objetivo: encaminar las discusiones y los debates hacia la consolidación de un sistema literario representativo de lo nacional (que no solo trabajara con lenguajes y temas cercanos, sino que articulara de manera coherente la historia reciente, desde las luchas emancipadoras hasta las campañas liberales contra el segundo imperio). Los siguientes años fueron decisivos en la configuración de un canon que debía expandirse de manera vertical y concéntrica, imponiéndose en cada uno de los rincones del dilatado territorio mexicano. Esa imposición incluía, por supuesto, no solo autores y obras, sino también géneros, soportes y modos de lectura.

Altamirano confiaba en que las nuevas generaciones, nacidas en medio de guerras, alzamientos y golpes de estado, tendrían “el propósito firme de trabajar constantemente hasta llevar a cabo la creación y el desarrollo de la literatura nacional, cualesquiera que sean las peripecias que sobrevengan (…)” (7). La literatura debería abrir el paso al progreso e impulsar el ideario (e imaginario) liberal y coadyuvar en la elaboración y consolidación del Estado-nación.

Este proyecto discursivo pretendía otorgar coherencia al proceso de conformación de una identidad nacional homogénea, instalando no solo en la opinión pública, sino en el imaginario colectivo una narrativa armónica que vinculara diferentes temporalidades (el pasado prehispánico, el “oscuro” período colonial y la inestable vida republicana) y eliminara, de manera simbólica, las enormes distancias y la abrupta geografía del territorio mexicano. Tal como señala Benedict Anderson en su famoso ensayo Comunidades imaginadas: estas estrategias veían (o construían) a la nación soberana como consecuencia del discurso revolucionario emanado de la Ilustración, y aspiraban a desmantelar con ello la legitimidad de los regímenes monárquicos y, para el caso de los países hispanoamericanos, superar la condición colonial y aspirar a la autonomía (y en México implicaba también sepultar para siempre el imperio de Maximiliano). Concretar, en resumen, una nación que se “imagina como comunidad porque, independientemente de la desigualdad y la explotación que en efecto puedan prevalecer en cada caso, la nación se concibe como un compañerismo profundo, horizontal” (Anderson, 2000: 25. Cursiva del autor). En tal procedimiento, la edificación de un panteón de héroes se hacía indispensable: personajes modélicos cuyas acciones servirían para ejemplificar el nacionalismo deseado. Por supuesto, esta selección retroactiva obedecía a los intereses del presente. Altamirano edificaba el concepto de literatura nacional apelando a algunos géneros (la novela, por su alcance masivo, y en concreto: la novela histórica, para dotar de sentido –y sentimiento– al pasado reciente). Entre 1868 y 1876 se llevaron a cabo los principales debates en torno a la representatividad de la literatura, al uso del lenguaje coloquial y al cuadro de costumbres (para retratar el famoso y escurridizo “color local”), y a la recreación de las vidas y hazañas de los héroes que forjaron la nación. La divulgación masiva de tales vidas ejemplares se hacía más necesaria que nunca.

En 1872, el presidente Benito Juárez moría en funciones en una de las alcobas del Palacio Nacional. Con él terminaba esta primera etapa de reorganización política y social. Su sucesor, Sebastián Lerdo de Tejada, continuó con el proceso de pacificación: elevó las Leyes de Reforma a categoría constitucional, reinstaló las cámaras y promovió libertades de prensa. Pero, en 1876, cuando intentaba reelegirse fue derrotado por el levantamiento de Porfirio Díaz. Seguiría a continuación un largo proceso de represión política y de homogeneización discursiva (tanto política como cultural), cuyo principal efecto, en el campo intelectual y literario, fue la confrontación con las historias regionales, las cuales habían desplegado sus propias estrategias de cohesión ideológica e identitaria. Para el caso concreto de Nuevo León, la configuración política había presentado varias particularidades: un desarrollo alejado del centro político-administrativo de la colonia y una fuerte vinculación con el devenir del septentrión novohispano: esa inmensa e indefinida frontera que, tras la independencia, entró en disputa con el expansionismo estadounidense. Esto propició, desde la mitad del siglo XIX, la articulación de una narrativa de excepcionalidad con respecto al resto del país. El gobierno regional de Santiago Vidaurri (1855-1864)4 fomentó este proceso al cohesionar un potente discurso de identidad local que contrastaba con el emanado desde el centro de la nación.5

La imposición del Imperio de Maximiliano, en 1864, obligó al gobierno de Benito Juárez a refugiarse en diversos rincones del país, comenzando una etapa de errancia e incertidumbre. Esto tensionó aún más la relación del poder federal con el gobierno de Vidaurri (la disputa por los ingresos de las aduanas, por ejemplo, fue uno de los motivos principales), provocando a la postre un quiebre que se alargaría, con variaciones, hasta la llegada al poder de Porfirio Díaz (quien terminó con los caudillos locales e impuso a gobernadores afines en cada uno de los estados de la república). El proyecto cultural de José Eleuterio González (quien durante esos años había sido el director del Colegio Civil y había mantenido, con muchos esfuerzos, la educación en los días de la ocupación francesa en la ciudad de Monterrey) se encaminó por dos grandes vías: por un lado, la cimentación de las bases para la concreción de una identidad local, basada en una historia común (armónicamente estructurada); y por otra: la búsqueda de la reincorporación al proyecto cultural de nación, encabezado por Altamirano. Para fusionar ambos propósitos precisaba de un elemento que tuviera vínculos con ambos. Fray Servando Teresa de Mier sería el personaje idóneo para tal objetivo. Antes, sin embargo, debía reinstalar su vida y su obra en la historia patria, en pocas palabras, reivindicarlo como héroe y prócer de la independencia.

El biografiado: autor de su propia leyenda

¿Qué lugar ocupaba fray Servando Teresa de Mier dentro de este panteón de los héroes insurgentes? Debo advertir, de entrada, que la figura de este personaje resultaba sumamente compleja y difícil de asimilar para el discurso liberal pregonado por Altamirano y su generación. Nacido en Monterrey, capital del Nuevo Reino de León (territorio ubicado en el lejano septentrión novohispano) en 1763, Mier se formó con los dominicos, y se doctoró posteriormente en teología.6 El 12 de diciembre de 1794, día de la Virgen de Guadalupe, pronunció su famoso y polémico “Sermón de la Colegiata” donde refutaba la tradición guadalupana (uno de los cimientos discursivos de la evangelización en la Nueva España) al afirmar la presencia de Santo Tomás (uno de los apóstoles de Cristo) en el mundo prehispánico. El sermón buscaba demostrar cuatro proposiciones: primero, probar que el manto o la tilma del indio Juan Diego (donde quedó impresa la imagen de la Virgen y era –es– objeto de veneración de los fieles) no era otra cosa que el manto de Santo Tomás; segundo, como consecuencia de lo anterior, quedaría demostrado que el evangelio había sido predicado en América mucho antes de la Conquista y, en consecuencia, que la madre de Dios era venerada por los indígenas en aquel tiempo, pero luego vendría una “apostasía” que los hizo olvidarla, esta sería la tercera proposición; y la cuarta: la imagen de la Virgen dataría, de esta manera, del siglo primero de la era cristiana.

No resulta difícil imaginar la reacción que este sermón provocó entre las autoridades eclesiásticas y virreinales presentes en el templo de la Colegiata aquel aciago día (el mismo virrey, el Marqués de Branciforte, ocupaba una de las butacas). El arzobispo de México, Alonso Núñez de Haro, acusó al fraile de herejía y lo condenó a diez años de prisión en el convento de Las Caldas, en España. Se le prohibió, de manera perpetua, cualquier actividad relacionada con su condición clerical. Así, fray Servando fue desterrado y despojado de su grado de doctor, comenzando una vida de errancia y aventuras. Escapó varias veces de prisiones y conventos, viajó por España, Francia, Italia y Portugal. Llegó incluso a Roma y logró que el Consejo de Indias revisara su petición y concluyera que no había herejía en su sermón. Esto no detuvo, sin embargo, la persecución y el encono de las autoridades virreinales. En París conoció a Simón Rodríguez (y se disputó con él, en 1802, la traducción al español de la novela Atala, de François-René de Chateaubriand). Presenció, entre otras, la batalla de Trafalgar y asistió a las sesiones de las Cortes de Cádiz; se afilió a la Sociedad de los Caballeros Racionales (agrupación que lo puso en contacto con los proyectos independentistas de la América española); vivió en Londres y frecuentó la casa de Francisco Miranda, en Grafton Street: nido de conspiradores transatlánticos; cultivó amistad con Andrés Bello y José María Blanco White (a cuyo periódico remitió dos cartas emblemáticas en torno a las independencias sudamericanas). En la capital británica publicó, en dos volúmenes, su Historia de la revolución de Nueva España (1813), obra que tuvo entre sus lectores a Simón Bolívar. En Inglaterra conoció al liberal español Xavier Mina, y con él emprendió una expedición libertadora hacia Nueva España en 1817. Ahí fue detenido y enviado a los calabozos de la Santa Inquisición en la ciudad de México, donde comenzó la redacción de sus Memorias:7 extraordinario documento donde se autorrepresenta de forma intelectual y heroica, convirtiéndose en perpetua víctima de los excesos del poder (tanto monárquico como eclesiástico), además de definirse como regiomontano (aspecto fundamental para su futuro biógrafo):

Además de eso soy noble y caballero, no sólo por mi grado de doctor mexicano, conforme a la ley de Indias, ni sólo por mi origen notorio a la nobleza más realzada de España, pues los duques de Granada y Altamira son de mi casa, y la de Mioño, con quien ahora está enlazada, disputa la grandeza, sino también porque en América soy descendiente de los primeros conquistadores del Nuevo Reino de León, como consta de la informaciones jurídicas presentadas y aprobadas en la Orden, y, por consiguiente, conforme a los términos de las leyes de Indias, soy “caballero hijodalgo de casa y solar conocido con todos los privilegios y fueros anexos a este título en los reinos de España”. (Mier, 1946 (I): 101)

Esa fantástica vida no termina ahí. Al ser trasladado a La Habana, en 1820, logró escapar nuevamente y se refugió en Filadelfia, donde lo encontró la independencia de México. Regresó al país natal para participar en su formación como Estado-nación: “Mier representa entonces las primeras vacilaciones de la era constitucional” (Reyes, 1995: 554). Esta última etapa de su existencia se caracterizó por su activa participación en el Congreso Constituyente de 1824 y por diversas polémicas parlamentarias en torno a las formas de representación que debía adoptar la joven nación; el doctor Mier fue un fuerte promotor del modelo de la unión, en contraste con el federativo. Temía que la debilidad e inexperiencia políticas facilitaran el desmembramiento del territorio nacional ante la depredación de los vecinos del norte (el tiempo le dio la razón). Murió en el Palacio Nacional en 1827: un poco antes había pronunciado y promovido un viático público para contar su azarosa vida. Fue enterrado en la cripta del antiguo convento de Santo Domingo en la capital mexicana. En 1842, su cuerpo fue encontrado momificado y colocado en el osario principal del convento. En 1861, luego de que Benito Juárez promulgara las Leyes de Reforma (y con ellas la amortización de los bienes eclesiásticos), su cuerpo fue exhumado del osario y exhibido, junto con otros doce cadáveres en similares condiciones, como víctima de la Inquisición. Poco tiempo después el cuerpo fue vendido a un empresario sudamericano y hasta ahora se desconoce su paradero.

Eran los días en que comenzaba la configuración de la literatura y la identidad nacionales que he descrito más arriba. El discurso liberal buscaba la cohesión y la coherencia para organizar el pasado reciente. La vida de fray Servando presentaba innumerables dificultades para tal propósito. El resurgimiento del cuerpo revivió el interés por el personaje y por su escritura. O, mejor dicho, el hallazgo provocó la curiosidad, dando comienzo a los primeros esbozos biográficos. Fray Servando, olvidado durante la etapa de consolidación del Estado-nación, regresaba como un fantasma del pasado para reclamar su sitio en la historia de la patria.

El descubrimiento de los trece cuerpos momificados avivó, como ya apunté, el morbo de la opinión pública: algunos periódicos esparcieron el rumor de que se trataba de víctimas de la Inquisición que habían sido enterradas vivas. El doctor Orellana (de quien solo sabemos que fue médico militar, o al menos así se anunciaba) publicó, para desmentir “tales patrañas”, un folleto titulado Apuntes biográficos de los trece religiosos dominicos que en estado de momias se hallaron en el osario de su convento de Santo Domingo de esta capital, al contar la vida de cada uno, Orellana dio algunas noticia sobre fray Servando: los datos que proporcionó eran los sabidos hasta antes de su muerte, o sea muy pocos o fragmentarios, pues los papeles autobiográficos del fraile aún no se habían publicado. El escritor romántico Manuel Payno dio a conocer a los lectores, como folleto del periódico Año Nuevo, en 1865, su Vida, aventuras, escritos y viajes del doctor D. Servando Teresa de Mier; ahí reprodujo parte de la autobiografía: “a Payno le tocó ser el verdadero embalsamador de la memoria del doctor Mier, cuyos extraviados papeles encontró entre la herencia de su albacea, el escritor liberal José Bernardo Couto”8 (Domínguez Michael, 2004: 688).

Así, el Padre Mier comenzaba a figurar de nuevo en la escena pública un par de años antes de la caída del Imperio de Maximiliano. Faltaba mucho, sin embargo, para restituir su nombre en la historia nacional. Es en este punto donde entra en escena José Eleuterio González quien, al tanto de estos acontecimientos, realizaba a la sazón diversas investigaciones y trabajos de archivo en torno a la existencia de Mier. Consultaba carpetas y folios, cuestionaba a parientes del fraile, rastreaba su genealogía, buscaba las lejanas huellas que había dejado en Monterrey. Sabía muy bien que el doctor Mier había mantenido siempre una relación muy cercana con su terruño, siendo, además, diputado por la región en los primeros congresos. Conviene ahora preguntarnos por este biógrafo y por los motivos que lo impulsaron a realizar su empresa editorial

El biógrafo y su aventura editorial

La biografía de José Eleuterio González y la historia de la imprenta en Nuevo León se cruzan en varios puntos y, en otros, siguen trayectorias paralelas. Empezaré por el primero. ¿Quién fue José Eleuterio González? Nacido en Guadalajara, entonces provincia de Nueva Galicia en 1813 y de formación autodidacta, José Eleuterio González (también conocido como “Gonzalitos”) llegó a Monterrey en 1833, tras un peregrinaje por San Luis Potosí. Gonzalitos cumplió diversas funciones: médico, sabio, humanista, escritor, prócer, historiador, educador y, finalmente, editor. Aunque rehuía a la política, ocupó algunos cargos públicos y fue, un par de veces, gobernador del Estado. Su biógrafo más connotado, Hermenegildo Dávila, lo describe como un sabio al que el pueblo veneraba por su voluntad de servicio: “¡Yo, hijo de un pueblo, aprendí desde mi infancia ese bendito nombre de los labios de mis padres, y lo repetía con cariño antes de conocer al egregio sabio!” (1888: 22-23). Dávila destacaba, además, su incesante vocación de estudio9 y su portentosa memoria que lo hacía recitar sin chistar pasajes enteros de la Ilíada y la Odisea: “esos elementos, su asombrosa memoria y su gran talento le hicieron adquirir conocimientos nada superficiales sobre todas las ciencias. Estudiaba día y noche. Jamás, ni al hacer sus visitas, se le vio desocupado. Recorriendo las calles, las plazas y los lugares más incómodos, no dejaba de leer” (1888: 23). Así, el doctor González:

Asombraba á cuantos le oían hablar sobre cronología, historia sagrada y profana, bellas letras, jurisprudencia, astronomía, matemáticas, geología, física, geografía, música y sobre todas las diversas ramas que comprende el complicado estudio de su profesión. Y si preguntáis en cuál de todos de todos esos conocimientos estuvo más versado, os responderé que lo ignoro. (1888: 24)

A su manera, Gonzalitos cumplía la función de intelectual moderno, pues, sus ocupaciones públicas iban más allá del papel del “hombre de letras”, al tratar de transformar el entorno social a través de la educación y la formación ciudadana.10 Para la concreción de ese propósito, no solo participó en la apertura del Colegio Civil en 1859 –primer instituto educativo moderno, impulsado por el gobierno de Santiago Vidaurri y concretado por el de Silvestre Aramberri: “[A]l abrirse el nuevo Instituto comenzó realmente el movimiento literario en Nuevo León” (Dávila, 1888: 35)–, sino que impulsó una serie de publicaciones y ediciones orientadas a registrar la historia local y establecimiento de una memoria colectiva. Su propósito: articular la memoria local con el devenir nacional, desde una relación horizontal y no subordinada. La publicación de la biografía de Servando Teresa de Mier, como demostraré más adelante, se incrustaría en este proyecto de largo aliento, y le proporcionaría un material inmejorable para el cultivo de los estudios humanísticos en la localidad. Al respecto, Dávila es categórico: “[P]orque él fue el primero entre nosotros que descorrió el velo que nos ocultaba el estudio de las humanidades, ha sido el primer profesor, y entre todos el primero, de literatura” (1888: 49).

El doctor Rafael Garza Cantú, primer historiador de la cultura en Nuevo León, al publicar su obra emblemática Algunos apuntes acerca de las letras y la cultura de Nuevo León, en la centuria de 1810 a 1910, describió a Gonzalitos en los siguientes términos: “[É]l llegó a ser el centro y núcleo de la cultura nuevoleonesa, y a él corresponde lo primero al mencionar esta cultura […]” (1910: 225). En su modelo de periodización, Garza Cantú divide el siglo XIX no en dos épocas, sino en dos personajes: “[S]ólo el Padre Mier divide con el Dr. González. Pero mientras aquél se entregó, por las particulares circunstancias de su vida, a la nación y al mundo, este señor se consagró en Monterrey, y Nuevo León, a la mayor cultura y progreso de sus hijos” (1910: 231).

Gonzalitos se convirtió así en protagonista y estudioso de la historia regional. Fue el primero en ensayar una narrativa local, estableciendo un criterio historiográfico propio, con su particular modelo de periodización. Héctor González, continuador de la empresa de Garza Cantú de registro y evaluación del devenir cultural en Nuevo León, sostiene que para la mediación del siglo XIX “Gonzalitos ya estaba para entonces bien metido en su maciza labor de investigador y fruto de ello fueron en primer lugar sus diversos libros y estudios de carácter histórico que lo convierten en el verdadero fundador de la Historia Nuevoleonesa” (1946: 64), e inmediatamente apunta: “[A]l mismo tiempo inició una serie de discursos y con ellos se constituyó en el guía del pensamiento no sólo de la juventud de Monterrey sino de todos los Estados de la frontera” (1946: 64).

Respecto de la implantación y el desarrollo de la imprenta en Nuevo León es necesario resaltar algunas particularidades. La primera tiene que ver con el contraste. A diferencia del centro del país (que contaba con una imprenta desde 1539); la cultura impresa fue tardía en la región septentrional de la Nueva España. Para el caso de Nuevo León esto ocurrió casi al finalizar el período colonial. La imprenta y el impresor (otro agente importante en esta historia) llegaron a la región en 1817: los artífices de este acontecimiento fueron, de manera indirecta, el liberal peninsular Xavier Mina y fray Servando Teresa de Mier, quienes adquirieron en Baltimore una imprenta para difundir su labor insurgente antes de su desastroso desembarco en Soto la Marina, en las costas del Golfo de México. ¿Quién era el impresor? Se trataba de un joven llamado Samuel Bangs, de origen estadounidense, que formaba parte de la tripulación y acompañaba a los rebeldes. Fray Servando había reclutado a Bangs en Baltimore. Al desembarcar se encontraron con las fuerzas realistas al mando del capitán José Joaquín Arredondo y Mioño, comandante general de las Provincias Internas. Arredondo capturó a Mier y a Bangs, al primero lo remitió a la ciudad de México (a las ya referidas mazmorras de la Inquisición) y al segundo lo envió a Monterrey, junto con la imprenta: condenado a ejercer su oficio en la alcaldía. Bangs se convirtió así en el primer impresor y en el maestro fundador del oficio en la región, formando a varios discípulos, como Manuel María Mier y Viviano Flores. El ayuntamiento de Monterrey adquirió una imprenta en 1823, y, un año después, el gobierno del Estado hizo lo propio. Para 1826 se comenzó a imprimir La Gaceta Constitucional de Nuevo León, periódico pionero en forma y contenido, y, unos años más tarde, apareció el primer diario independiente: El Antagonista (1831), impreso por el ya mencionado Manuel María Mier. Comenzaba, de esta manera, la cultura impresa en Nuevo León.

Debo apuntar, sin embargo, que, durante las siguientes décadas, el desarrollo de la imprenta fue lento, y los papeles que se salían de las prensas se enfocaban más en publicar proclamas políticas de los caudillos regionales que dar cuenta de la realidad inmediata.11 La prensa decimonónica en Nuevo León fue de propaganda. Casos emblemáticos como El Restaurador de la Libertad (1855-1856), que era el órgano de difusión oficial del gobierno de Santiago Vidaurri, El Cura de Tamajón (1864), que imprimió en la ciudad Guillermo Prieto durante la estadía de Juárez, ilustran esta subordinación propagandística. En estas faenas se desempeñaron como impresores José Sáenz y Viviano Flores: los más destacados en su ramo. Sáenz sería, por cierto, el encargado de imprimir el proyecto biográfico de Gonzalitos.

Esta etapa, que podríamos llamar de formación, terminó cuando Desiderio Lagrange, impresor, litógrafo y fotógrafo, estableció en 1874 la “Tipografía del Comercio” y con ello “propició el tránsito de una forma de producción artesanal (…) a un sistema mecanizado necesario para imprimir un diario de cariz comercial que satisficiera las necesidades de un mercado tanto nacional como estadounidense en expansión” (Bárcenas, 2016: 80). La modernización de la empresa editorial requirió, con mayor fuerza, la colaboración de escritores y educadores. Aquí ingresa de nueva cuenta a escena el doctor González: él sería el principal productor y promotor de los contenidos para las imprentas locales, ya fuera a través de sus estudios científicos, históricos como biográficos.

La modernización de la cultura impresa en Nuevo León se llevó a cabo a la par del período de “pacificación” que vivió el país tras la caída del segundo imperio y décadas de contiendas internas y externas; momento que anunciaba la llegada del porfiriato y el ingreso de la economía mexicana al sistema capitalista mundial. La región se conectó, vía el ferrocarril, con el sur de Estados Unidos y con el resto de la república. Las vías de comunicación estaban dispuestas, faltaba ahora la producción de contenidos intelectuales y literarios.

La publicación de la Biografía…: implicaciones y repercusiones

¿Cuáles fueron los motivos que llevaron a Gonzalitos a la aventura de recopilar materiales y redactar una biografía de fray Servando Teresa de Mier? Para ese año de 1876, ya había publicado, en 1867, su Colección de noticias y documentos para la Historia del Estado de Nuevo León, corregidas y ordenadas, de manera que formen una relación, con la cual sentaba las bases para la historiografía local. La ordenación del pasado se complementaría ahora con la confección de los héroes y personajes principales de la historia nacional. Pues, no hace falta recordarlo, nos encontramos en el inicio de la revisión crítica de la historia de la independencia de México que habría de culminar con los trabajos de Justo Sierra, Juan E. Hernández y Dávalos y Julio Zárate, entre otros. Era, en pocas palabras, una forma de aporte y complemento a este proceso.

José Eleuterio González utilizó para completar su proyecto biográfico los dos textos de fray Servando Teresa de Mier que hasta los años cuarenta del siglo XX constituyeron el corpus principal de las Memorias (nombradas así por Alfonso Reyes en la edición que preparó en Madrid, en 1917, para Biblioteca Ayacucho que dirigía Rufino Blanco Fombona y sobre la cual volveré más adelante): la Apología del Doctor Mier, que consta de seis capítulos y da cuenta de la preparación del sermón de la Colegiata y los sucesos posteriores ya referidos en este ensayo, y la Relación de lo que sucedió en Europa al Doctor Don Servando Teresa de Mier después que fue trasladado allá por resultas de lo actuado contra él en México, desde julio de 1795 a octubre de 1805. Antecedió a estas obras con un prólogo y un estudio preliminar y cerró la edición con un texto que, a guisa de conclusión, completaba los últimos veintidós años de vida del fraile regiomontano.12 Así, no solo fue editor sino autor de la obra, aportando un nuevo sentido orgánico y teleológico a los escritos del fraile regiomontano.

Estableció ahí la genealogía del proyecto y de paso reafirmó la importancia de la figura de Mier para la historia nacional, convirtiéndolo al mismo tiempo en el modelo para la cimentación de la identidad regional: “[L]os grandes hombres son un timbre de gloria y un bello adorno de las naciones que los produjeron: sus biografías vienen á ser la parte más amena, útil é instructiva de la historia: ligados ellos de una manera indisoluble á los sucesos de su tiempo, simultáneamente y de bulto nos ofrecen insignes ejemplos que seguir y peligrosos errores que evitar” (González, 1876: 3).

De esta manera, el doctor González desplegaba una estrategia crítica que no solo resaltaba la función cívica de los héroes, sino el rol civilizatorio de los biógrafos: “[E]n todos los tiempos ha habido biografistas que nos han dado á conocer á los hombres más eminentes de los pueblos, haciendo con esto un grandísimo servicio a la humanidad” (1876: 3). A diferencia del doctor Orellana y de Manuel Payno, que se habían ocupado de la vida de Mier por su carácter fantástico o por la incorrupción de su cuerpo,13 González establecía la figura del fraile regiomontano como prócer de la nación, es decir, ensayaba una lectura de su vida como un insurgente avant la lettre, que luchó, mucho antes que sus pares, por la emancipación de su país a través de la interpretación heterodoxa de su pasado.

Desde el inicio de su empresa biográfica y editorial era claro: “[E]ntre los hombres de mérito que ha producido Nuevo León ninguno es comparable al Dr. D. Servando Teresa de Mier Noriega y Guerra, cuyos servicios á la Independencia de la Nación y á la República, y cuyo saber y azarosísima vida le han dado no poca celebridad” (1876: 3). Y si bien ya había consignado los trabajos biográficos previos, él ahora tomaba distancia de ellos y marcaba su diferencia, pues “[N]i las circunstancias en que estos escritores se encontraron, ni los escasos documentos que á la vista tuvieron eran á propósito para permitirles dar á sus obras la extensión y exactitud que son de desearse […]” (1876: 3) Y a continuación añadía de manera categórica:

Por eso yo ahora, que cuento con lo que ellos escribieron, que vivo en Monterrey donde he podido recoger algunos datos de los muchísimos parientes del Dr. Mier que aún viven y de los archivos de la ciudad, que puedo disponer de la Apología o memorias de su vida, que él mismo escribió y que debo al favor del S. Lic. Emilio Pardo; y que poseo veintiuna cartas autógrafas del Dr. Mier al Dr. Cantú y á la Diputación Provincial de Monterrey en tiempo en que el Dr. Mier era diputado en los primeros Congresos de la Nación, y que todas ellas tratan de asuntos públicos de la más alta importancia, quiero ensayarme a escribir una biografía de tan célebre personaje lo más completa y lo más ajustada a la verdad que pudiera, pues me creo con los materiales suficientes para tan ardua empresa. (1876: 4)

Gonzalitos, de esta forma, iba articulando a lo largo de la redacción de la biografía el entramado editorial que realizaba con los textos autobiográficos y las pesquisas en archivos y consultas de documentos privados, un modelo de conducta y un ejemplo cívico para cohesionar la identidad regional como algo inherente al “ser mexicano” (y no subordinada a esa condición). A través de su Biografía… Gonzalitos ordenó la vida de fray Servando: le otorgó un sentido histórico y teleológico, que no solo completaba la visión que el propio Mier tenía de su existencia, sino que la ampliaba al emparejarla al devenir del México moderno (justo en el momento en que el país estaba por ingresar al porfiriato, que se caracterizaría, como ya lo he comentado, por el proyecto historiográfico de estructurar el pasado desde la perspectiva del orden y el progreso y de la instauración del culto a los héroes). El discurso identitario promovido por el doctor González no eliminaba la retórica de la excepcionalidad de la identidad nuevoleonesa (impulsada desde los días del gobierno de Santiago Vidaurri), pero sí buscaba el restablecimiento de la vinculación con el proyecto de nación emanado de la capital del país.

Además, esta empresa editorial sentó las bases para el desarrollo de la cultura impresa en la región, convirtiéndose en modelo de exploración editorial. En el estudio ya referido de Rafael Garza Cantú se describe este libro como fruto de:

[L]a laboriosidad y discernimiento con que recogió materiales y datos concernientes a esa obra, y el juicio acerca de su importancia y significación son superiores a todo encomio. Completa, así, la Autobiografía de aquel hombre extraordinario, y deja, con toda ella, un monumento literario, el más acabado y perfecto de este género en las letras nuevoleonesas. La utilidad que esta obra prestó, y prestará a la historia de nuestra independencia es incalculable. (1910: 324)

El entusiasmo no termina ahí, más adelante, Garza Cantú concluye: “¡Corresponde, pues, a los dos sabios su porción de gloria en la confección ó factura de esa obra, la más importante y bella de las letras nuevoleonesas!” (1910: 324). Una acción concreta (la publicación de un libro) coloca a Gonzalitos como el fundador del canon de la literatura nuevoleonesa, instalando, de paso, a fray Servando Teresa de Mier como la primera figura de autor en las letras regiomontanas. Esta acción tendrá fuertes repercusiones en escritores como Alfonso Reyes.

La figura del fraile regiomontano sería tutelar en la formación literaria del joven Alfonso Reyes, quien durante años se dedicaría a buscar materiales y a difundir la obra de su paisano. El interés de Reyes venía desde la infancia y lo acompañó durante toda su vida, al grado de convertir a Mier en una especie de ancestro literario.14 La Biografía… del doctor González fue el detonante de este estrecho vínculo letrado. No deja de ser curioso que este tipo de procesos sean ignorados o invisibilizados a la hora de articular las historias literarias. Daré un breve ejemplo. El último biógrafo del fraile, Christopher Domínguez Michael, en su voluminosa Vida de fray Servando, sostiene de manera reductiva y errónea: “[C]omo toda su generación, Reyes conoció a Mier gracias a la Antología del Centenario (1910), obra dirigida por Justo Sierra y que elaboraron Luis G. Urbina, Pedro Henríquez Ureña y Nicolás Rangel, donde aparecieron por primera vez en una edición masiva, los primeros cinco capítulos de la Relación” (2004: 559). Ya en otra ocasión me ocupé de este tema (Barrera Enderle, 2008); solo remarcaré aquí la falacia de este juicio: si Reyes no conoció a Mier hasta 1910 (a pesar de haber nacido en Monterrey en 1889, como hijo del gobernador de Nuevo León; y de haber contado en la biblioteca familiar con las dos ediciones de la Biografía…, una de ellas, por cierto, con dedicatoria firmada por el propio doctor González), ¿cómo fue posible que en 1907, el joven escritor como estudiante de la Escuela Nacional Preparatoria haya propuesto a su maestro, el historiador Carlos Pereyra, y a sus compañeros “una iniciativa para la reimpresión y difusión de esta obra [se refiere a la Historia de la Revolución de Nueva España], ofreciendo que los alumnos del curso nos encargaríamos de las materialidades”? (Reyes, 1995: 469). O tal vez si Domínguez hubiera abierto las primeras páginas de la edición madrileña de las Memorias (1917), en cuyo prólogo Reyes notifica: “[E]ntre las obras del publicista mexicano Dr. José Eleuterio González, se incluyó una Biografía del Benemérito Mexicano D. Servando Teresa de Mier Noriega y Guerra, Monterrey, Imprenta de José Sáenz, 1876”, y unos renglones más abajo: “[E]n la presente edición de la Casa Editorial-América reproducimos, sobre la primera de Monterrey de 1876, la Apología y relaciones escritas por el mismo Mier […]” (Reyes, 1995: 544). Los ejemplos se multiplican y no es el lugar para detenerme en ellos.

Me interesa, en cambio, resaltar que Reyes capitalizó la canonización de Mier como fundador de las letras nuevoleonesas y como el primer promotor de la figura de autor en la región (con esos roles descritos por Foucault (2003): como función discursiva y como categoría de análisis), lo cual, de paso, reafirmó la labor material de José Eleuterio González, confirmando el impacto que tuvo la edición de su libro.15 La lección dejada por la estrategia editorial de González fue aprovechada por el autor de Visión de Anáhuac para desarrollar sus propias labores editoriales y tender diversas redes intelectuales que cruzarían ambos lados del Atlántico (Granados, 2012, 2018), convirtiéndolo en una figura central del campo intelectual y literario iberoamericano.

En la ya referida Vida de fray Servando, Domínguez Michael define a Gonzalitos como uno de los “biógrafos católicos” de Mier, lo cual resulta, por decir lo menos, una reducción forzada y tergiversada: “Servando no fue un santo y aunque, a diferencia de Hidalgo y Morelos, murió tranquilamente reconciliado con la Iglesia Católica, ésta prefirió olvidarlo, junto con la abominable época de cismas y revoluciones que encarnó” (2004: 62), sostiene de entrada para luego afirmar: “[P]ero los escritores católicos fueron compasivos con Mier, a quien perdonan sus heterodoxias políticas, convirtiéndose, desde Lucas Alamán hasta Artemio de Valle-Arizpe y Alfonso Junco, pasando por José Eleuterio González, en sus biógrafos” (2004: 62). Pero, me pregunto y con esto termino, ¿acaso no fueron precisamente esas “heterodoxias políticas” las que destacó el doctor González en su biografía y las que lo impulsaron a emprender su empresa editorial?

El desconocimiento y la tergiversación de Domínguez Michael muestran cómo opera (y ha operado) la configuración del canon de la literatura mexicana: a base de políticas de exclusión y estrategias de reducción, silenciando (e invisibilizando) las tensiones entre los diversos procesos que se llevan a cabo simultáneamente en un campo literario concreto. He querido volver a la materialidad de un libro no solo para ilustrar este procedimiento, sino para acentuar la necesidad de las revisiones constantes de nuestros panteones literarios. No se necesitan los campanarios de las catedrales metropolitanas para hacer sonar los timbres de gloria en nuestras letras latinoamericanas.

Bibliografía

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1 Tanto Chartier (2006) como McKenzie (2005) han abonado en este enfoque al afirmar que todo texto posee un soporte material, y este afecta, según su contexto y entorno, en los procesos de su significación.

2 En sus Memorias de mis tiempos, el escritor Guillermo Prieto, cófrade de esa generación fundacional, recuerda: “[L]a Academia tuvo aún más alta significación democratizando los estudios literarios y asignando las distinciones al mérito sin distinguir ni edad, ni posición social, ni bienes de fortuna, ni nada que no fuera lo justo y lo elevado (…) Pero, para mí, lo grande y trascendente de la Academia fue su tendencia a mexicanizar la literatura, emancipándola de toda otra y dándole carácter peculiar” (1996: 96).

3 En la introducción al tomo primero de El Renacimiento, Altamirano explicaba las causas de la postergación del debate sobre la cultura nacional: “¿Quién no ha observado que durante la década que concluyó en 1867, ese árbol antes tan frondoso de la literatura mexicana, no ha podido florecer ni aun conservarse vigoroso, en medio de los huracanes de la guerra?” (en Batis, 1993: 8).

4 La figura de Vidaurri representa un tema polémico para la historiografía mexicana: visto como traidor desde el centro del país por haberse opuesto al gobierno de Juárez e incorporado al de Maximiliano, es considerado un héroe (por las políticas liberales de su gobierno y su apoyo a la economía local) en diversas regiones del norte. El escritor Hugo Valdés, en su biografía sobre el personaje, sostiene: “[U]n hecho es insoslayable: Vidaurri pesa actualmente en el ánimo del nuevoleonés contemporáneo como una suerte de héroe. Hay una nutrida filiación vidaurrista entre historiadores, aficionados e iniciados. ¿Por qué razón? Sus fallas son sus méritos: desobedece a Juárez una y otra vez; organiza cuerpos de tropas por lo regular vencedores, aporta las bases para una nueva economía en la región; convierte a Nuevo León en estado fronterizo al anexionar Coahuila, atendiendo la petición de gran parte de la población en ese estado; es merecedor de toda la lealtad de Juan Zuazua; puede darse el lujo de decir sobre Escobedo, Zaragoza, Aramberri, Treviño, que él los ha formado, hecho, inventado. Es escribano antes de ser gobernador, terrateniente al mismo tiempo que político” (Valdés, 2017: 23).

5 El historiador Alberto Barrera Enderle lo explica en estos términos: “[A] través de un discurso bien elaborado y repetido frecuentemente, como abogado de los verdaderos intereses de Nuevo León, Vidaurri logró asociarlo con su proyecto político. El novedoso arsenal militar que utilizó el Ejército del Norte para expulsar de Monterrey a Cardona [representante del gobierno de Santa Ana], fue acompañado de una difusión ideológica adecuada que supo presentarlos como la expresión de una legítima necesidad” (Barrera Enderle, 2009: 94).

6 Su paisano, Alfonso Reyes resume así su formación intelectual: “[C]omenzó sus estudios en su tierra natal, y a los diecisiete años –no sin vacilaciones– recibió, en la ciudad de México, el hábito de Santo Domingo. Siguió su carrera en el Colegio de Portacoelli, recibió las órdenes menores, de subdiácono y diácono, fue regente o maestro de estudios, y, al final, habiendo profesado el sacerdocio, era lector de Filosofía del Convento de Santo Domingo, y doctor en Teología, a los veintisiete años, con fama de gran orador”. (Reyes, 1995: 545)

7 Al pronunciar su primer discurso como diputado por Nuevo León, el 22 de julio de 1822, fray Servando explicó: “[E]n la Inquisición, donde estuve tres años, escribí mi vida, creo que en cien pliegos, comenzando desde mi sermón de 1794 hasta mi entrada en Portugal en 1805” (Mier, I, 1946: VII).

8 Bernardo Couto había conocido a Mier en 1825, cuando el fraile fue jurado de un concurso de ensayo, promovido por el Estado de México sobre la potestad espiritual del Papa y la soberanía de las naciones, y que obtuvo el joven Couto. Dos años más tarde se convirtió en el albacea de su herencia. Couto falleció en 1862.

9 “Se ha dicho anteriormente que poseía conocimientos enciclopédicos, y que en todas las materias se le encontraba verdaderamente asombroso. A un hombre como él, dotado de un corazón sensible, de un talento creador, de una imaginación viva, auxiliada en una estupenda memoria, debió sin duda haber llamado mucho la atención la literatura en sus ramos de Retórica y Poética (…) Él cultivo tal estudio de manera concienzuda. Y no sólo aprendió en los autores de ayer, sino en Quintiliano, Longino y Cicerón, sorprendiendo así el arte en su nacimiento. Leyó todos los autores de la antigüedad que han respetado la acción del tiempo.” (Dávila, 1888: 32-33)

10 Incluso como médico promovió diversas reformas para mejorar la higiene pública, como el ordenamiento y la reubicación de los cementerios; además de la creación y administración de hospitales públicos.

11 El historiador Felipe Bárcenas sostiene que “entre 1824 y 1867 únicamente se imprimieron alrededor de diez periódicos y cuatro libros (…) Durante la primera mitad del siglo XIX las labores de imprenta tuvieron un débil desempeño, fueron destellos fugaces que no constituyeron un negocio estable ni rentable” (2017: 29).

12 Al materializar en un libro la vida de fray Servando, Gonzalitos creaba y distribuía diversos significados (políticos, estéticos e ideológicos), tanto a nivel local como nacional, otorgándole así un nuevo uso público; tal como lo expuso Chartier al explicar que “Nuevos lectores hacen, por supuesto nuevos textos y que sus nuevos significados son consecuencia de sus nuevas formas” (en McKenzie, 2005: 13).

13 Él mismo se encargó de aclararlo en el prólogo: “[N]o era fácil que un hombre tan notable dejara de hallar quien se ocupara de transmitir á la posteridad su nombre y sus servicios, sus hechos y las variadas peripecias de su vida: así es que en 1861, el dr. Orellana escribió una pequeña biografía del Dr. Mier, con ocasión de las momias encontradas en el osario de Santo Domingo de México, en 1863 el Dr. D. José Ángel Benavides publicó en la Revista de Nuevo León unos ‘Apuntes para la biografía del Dr. Mier’, D. Manuel Payno escribió una vida del mismo Dr. en el Año Nuevo de 1865; y D. Manuel Rivera Cambas leyó en el Liceo Hidalgo la noche del 9 de febrero de 1874 una biografía del Dr. D. Servando Teresa de Mier” (1876: 3).

14 Si, como sostenía Borges, cada autor crea su propia tradición, Reyes eligió a Mier como su antepasado literario. Esta acción retroactiva tenía, sin embargo, una función múltiple. Al igual que Mier, Reyes tuvo que salir de México de manera abrupta y trágica (tras la violenta muerte de su padre, el general Bernardo Reyes en la llamada Decena Trágica de 1913). En España se convirtió en escritor profesional y buscó el reconocimiento y legitimación de sus pares. Con la publicación de las Memorias de Mier, Reyes confirmaba una tradición propia, de la cual él era heredero y representante. El fraile le enseñó también a mirar críticamente a las metrópolis europeas y a cuestionar su carácter de fuentes de la civilización.

15 Y siguiendo el ejemplo del doctor González, Reyes utilizó la edición como dispositivo para visibilizar su propia tradición y establecer una red intelectual trasatlántica. Tal como lo apunta Aimer Granados: “desde muy temprano en el siglo XX y en su trayectoria Reyes se asume como un escritor profesional. Igualmente en este personaje encontramos el prototipo del nuevo intelectual del siglo XX. También, en torno a este personaje interactúa una ‘comunidad de escritores’ latinoamericanos y europeos que articulan proyectos de cooperación e intercambio universitarios y bibliográficos. Reyes, al menos en la geografía iberoamericana, es central en el mundo de la edición, circulación y mercado del libro, así como creador y miembro de comités editoriales y de revistas culturales y literarias”. (Granados, 2012: 7)