Dos espacios discursivos de La Guerra de Tres Años

Leonardo Martínez Carrizales

Universidad Autónoma Metropolitana-Azcapotzalco, México

Esther Martínez Luna

Universidad Nacional Autónoma de México

Fecha de recepción: marzo 2021
Fecha de aceptación: mayo 2021

Resumen

El presente artículo aborda la novela La Guerra de Tres Años de Emilio Rabasa, quien no solo fue un novelista destacado sino un servidor público y un jurista que participó en la confección de documentos del derecho constitucional en México. La obra corresponde al discurso letrado de los liberales y fue publicada por vez primera en el periódico El Universal en 1891, bajo la dirección de Rafael Reyes Spíndola, personaje muy ligado al régimen de Porfirio Díaz.

El artículo tiene como propósito contrastar el espacio discursivo original de la novela (propio de un periódico liberal comprometido en las luchas ideológicas del Porfiriato tardío) con el espacio correspondiente a la segunda edición realizada en 1931 por la editorial Cvltura, cuyo prólogo estuvo a cargo de Victoriano Salado Álvarez. Esta segunda edición se ha convertido en el testimonio textual de referencia para la historiografía literaria mexicana. La consagración editorial de este testimonio, sin embargo, ha pasado por alto las operaciones de sentido que se implican en la incorporación de la obra de un escritor liberal decimonónico en pleno auge del giro populista del México revolucionario, transformando hacia los años treinta las convicciones más preciadas del liberalismo. En este último aspecto estriba el foco de nuestro estudio.

Palabras clave: Emilio Rabasa, novela realista, liberalismo.

Two discursive spaces of La Guerra de Tres Años

Abstract

This article deals with the novel La Guerra de Tres Años by Emilio Rabasa, who was not only an outstanding novelist but also a public servant and a jurist who participated in the preparation of legal documents in Mexico about constitutional order. La Guerra de Tres Años corresponds to the legal discourse of the liberals and was published for the first time in the newspaper El Universal in 1891 under the direction of Rafael Reyes Spíndola, a character closely linked to the Porfirio Díaz regime.

The purpose of the article is to contrast the original discursive space of the novel (typical of a liberal newspaper engaged in the ideological struggles of the late Porfiriato) with the space corresponding to the second edition produced in 1931 by the editorial Cvltura, whose foreword was in charge of Victoriano Salado Álvarez. This second edition has become the reference textual testimony for Mexican literary historiography. The editorial consecration of this testimony, however, has overlooked the operations of meaning that are implied in the incorporation of the work of a nineteenth-century liberal writer in full swing of the populist turn of the Mexican Revolution, transforming the most precious convictions of liberalism towards the 30s. The focus of our study lies in this last aspect.

Keywords: Emilio Rabasa, realist novel, liberalism.

Dois espaços discursivos da Guerra dos Três Anos

Resumo

Este artigo aborda o romance A Guerra dos Três Anos, de Emilio Rabasa, que não foi apenas um notável romancista, mas também servidor público e jurista que participou da elaboração de documentos de direito constitucional no México. A Guerra dos Três Anos corresponde ao discurso jurídico dos liberais e foi publicada pela primeira vez no jornal El Universal em 1891 sob a direção de Rafael Reyes Spíndola, personagem intimamente ligado ao regime de Porfirio Díaz. 

 O objetivo do artigo é contrastar o espaço discursivo original do romance (típico de um jornal liberal engajado nas lutas ideológicas do Porfiriato tardio) com o espaço correspondente à segunda edição produzida em 1931 pelo editorial Cvltura, cujo prefácio foi de Victoriano Salado Álvarez. Esta segunda edição tornou-se o testemunho textual de referência para a historiografia literária mexicana. A consagração editorial desse testemunho, entretanto, negligenciou as operações de sentido que estão implícitas na incorporação da obra de um escritor liberal do século XIX no auge da virada populista do México revolucionário, transformando as mais preciosas convicções do liberalismo na década de 1930. O foco de nosso estudo está neste último aspecto. 

Palavras-chave: Emilio Rabasa, romance realista, liberalismo 

La Guerra de Tres Años es una novela corta que Emilio Rabasa escribió para dar por terminada su breve pero exitosa trayectoria como narrador. El hombre de letras que había cobrado notoriedad nacional a partir de su participación como redactor, directivo y quizá socio propietario de El Universal en la ciudad de México, se trasladaría al estado de Chiapas para gobernarlo, el mismo año en que diera a conocer su novelita y así sumarse a la pléyade de gobernadores que el presidente de la República, general Porfirio Díaz, avaló a lo largo de su prolongado período de gobierno. Rabasa seguiría después de cumplir con esta responsabilidad por los caminos de la administración pública, la judicatura y el Senado, abandonando la práctica de la novela.

La Guerra de Tres Años se publicó por primera vez en las páginas del diario El Universal entre el martes 22 de septiembre y el sábado 3 de octubre de 1891. Cada día, en la página dos del periódico, a modo de folletín integrado con la oferta regular del medio, especialmente la gacetilla, los once capítulos de la obra merecieron otras tantas columnas. No obstante haber formado parte destacada de la política editorial del periódico dirigido por el poderoso Rafael Reyes Spíndola, La Guerra de Tres Años no ingresó entonces en el acervo historiográfico de la novela mexicana. Para que esto ocurriera, tuvieron que pasar cuarenta años. En 1931, con motivo de la muerte del respetado hombre de letras (ocurrida en 1930), recordado sobre todo como teórico del Derecho Constitucional en México, se publicó en un volumen delgado cuyo formato editorial determinado por los valores de las artes populares, de orientación artesanal, desarrollados en el giro de la impresión de libros transfiguró por completo el relato.

Las mismas palabras, las mismas frases, los mismos capítulos habían dado lugar a una obra diferente. La portadilla del volumen destaca las “maderas originales” de Isidro Ocampo que ilustran la novela y las capitulares de otro grabador dedicado a las artes editoriales, Ignacio Paco M., de quien no tenemos noticia alguna hasta ahora. En cambio, sabemos que el autor de los seis grabados que ilustran la segunda edición de La guerra de tres años estudiaba con Antonio Díaz de León en el Taller de Artes del Libro, gracias a cuyo entrenamiento fue ilustrador de Cvltura entre 1932 y 1939. Ocampo fue integrante de la Liga de Escritores y Artistas Revolucionarios y miembro fundador del Taller de la Gráfica Popular. Estamos ante un obrero de la cultura que trabajaba en los talleres de la reproducción mecánica de dibujos, y no ante un artista que produce lienzos únicos para un público capaz de financiarlos. Las maderas que talló para ilustrar el libro de Rabasa se encuentran entre las primeras de su trayectoria, desarrollada de acuerdo con los principios del compromiso del arte con las causas de los actores colectivos del país asociados al mundo laboral, particularmente trabajadores fabriles y agrarios. Aunque las maderas que nos incumben no desarrollan un discurso político explícito, su estética se condice naturalmente con la producción posterior de Ocampo y la de sus colegas más radicalizados. Se trata de seis dibujos tallados en madera con los enérgicos tajos de una técnica destinada a producir impresiones masivas en papel que se pegarían en las paredes callejeras, que se distribuirían en los papeles volantes de la propaganda, que serían integradas en las invitaciones a actos populares, la publicidad modesta, la ilustración de libros de una comunidad cultural comprometida con la educación de las masas recientemente integradas a la representación política de un Estado corporativo que trabajaba en el paradigma de la justicia social. La impresión que hizo la Editorial Cvltvra de las maderas talladas enérgicamente por Ocampo reproducen en una sola tinta un dibujo de fácil decodificación, alusivo a ciertas figuras de la novela: por ejemplo, una campana, un hombre que se levanta de su camastro, un sacerdote en una celda. Así, esta marca editorial determina la incorporación de la novela corta de Rabasa en un clima cultural diferente al de su contexto original.

Victoriano Salado Álvarez fue el encargado de escribir el prólogo a la edición de la novela en 1931, “Una novela inédita de Rabasa”. Según su parecer, la novela suponía la primera edición de una obra sepultada en las páginas del diarismo, causa de “la indiferencia, el desconocimiento y el olvido” (7). La figura expresiva del prologuista reconocía dos espacios editoriales diferentes; su testimonio crítico correspondía al primero de tales espacios, como veremos a su tiempo en este artículo, a pesar de haber contribuido a redimir a la novela del “olvido” y el “desprecio”, inmerecidos. La edición de 1931 y la obra que contiene, legible socialmente de acuerdo con la estructura simbólica de México construida a lo largo de los años veinte (los correspondientes a los primeros gobiernos estables prohijados por la Revolución Mexicana) son las que dieron pie a la historia editorial de La Guerra de Tres Años a lo largo del siglo XX mexicano.

El relato que Emilio Rabasa había escrito en 1891 —inmediatamente después de haber concluido la ambiciosa empresa de redactar las aproximadamente ochocientas páginas de sus cuatro novelas—, no solo quedó “inédito” en los términos señalados por Salado Álvarez, sino que quedó olvidada en el clima político y cultural del Porfiriato tardío, el que había iniciado la ruta de las sucesivas y concatenadas crisis tanto políticas como económicas que determinarían su fin. En ese sentido, el presente artículo se desarrolla con la certeza de que los textos literarios se encuentran engastados en el orden estructurado de los discursos por medio de los cuales una comunidad humana, espacial y temporalmente circunscrita, atribuye sentido a su vida social. El texto literario forma parte de una totalidad estructurada de prácticas discursivas que atribuyen sentido a la experiencia tal y como ocurre efectivamente. Los significados que se organizan de acuerdo con las pautas de géneros y formatos propios de determinadas comunidades de sentido sirven como instrumentos simbólicos de la acción social de tales grupos. Por ello, abrigamos la idea de que tras su título se anidan, por lo menos, dos obras diferentes cuya especificidad es asequible racionalmente gracias a los soportes editoriales que posibilitan su vida social, única para los textos considerados como discursos. Dos obras diferentes, controladas por sendos grupos hegemónicos en distintos períodos de la formación histórica de México: el liberalismo civilizador y modernizador detentado por minorías culturales que se asumen como clase dirigente; y el giro populista, impuesto por un brazo del relato liberal que se ha comprometido con el corporativismo popular cuyos administradores se asumen como redentores de un pueblo pobre. En consecuencia, en las páginas que siguen explicaremos la doble identidad social de la novela de Emilio Rabasa; en primer lugar, un perfil histórico recortado en la narrativa realista; en segundo, un perfil propio de la novela de la Revolución mexicana. Para ello, con lo que llevamos expuesto sobre la edición de 1931, haremos hincapié en la otra de 1891, sepultada en el acervo hemerográfico. La exposición de este estrato histórico en que encontramos enraizada La Guerra de Tres Años se convertirá en el horizonte sobre el cual se perfilará la reconfiguración de esta obra en 1931, que es la más familiar para la historiografía de la narrativa mexicana.

La primera edición

El Universal. Diario de la Mañana comenzó a circular en las calles de la ciudad de México el 1 de julio de 1888, bajo la responsabilidad manifiesta en la propia publicación de la siguiente razón social: O. R. Spíndola y Compañía. El abogado y periodista oaxaqueño Rafael Reyes Spíndola es la identidad individual plenamente reconocida en la indeterminada primera persona del plural que preside todos los enunciados por medio de los cuales se describe al diario y se anuncian sus intereses políticos y editoriales al público. Un distinguido historiador consideró la posibilidad de que el abogado, periodista, narrador, teórico e historiador del Derecho Constitucional Emilio Rabasa haya sido socio de Reyes Spíndola, de quien había sido condiscípulo en el Instituto de Ciencias y Artes de Oaxaca (Hale, 2011: 40, 42). La proximidad entre ambos se estrecharía a medida que sus respectivas trayectorias rindieran frutos en el ámbito profesional, como parece ser el caso del impulso que Reyes Spíndola dio a la iniciación de Rabasa en la narrativa literaria (Pola, 2002: 224-25). Otros estudiosos, también sin pruebas definitivas, pues estas parecen no haber llegado a nuestro tiempo, han intuido en la compañía editora de El Universal al poderoso Ministro de Hacienda del general Porfirio Díaz, José Yves Limantour, y su círculo de interés empresarial, financiero y político, el integrado por los llamados científicos (Saborit, 2003: 18).

El contenido del periódico indica la importancia de los intereses de Emilio Rabasa en la línea editorial de la empresa, aun cuando leamos la negación expresada por él mismo acerca de su participación en los beneficios económicos reportados por la venta de los ejemplares diarios, y los libros producidos como consecuencia del folletín de El Universal. “Dos palabras más. No tengo participación en los negocios de la casa editorial O. R. Spíndola y Cía. Ellos especulan publicando obras, y esto en nada puede dañar a su buen nombre. Pero conste que yo no especulo, como afirma el señor [Francisco] Sosa, con cierta mala intención” (Sinnigen, 2005: 143). Sin embargo, este desmentido a una alusión incidental en el curso de una polémica de mayor fuste da crédito de una especie que corría entre los miembros de la sociedad letrada de la época.

En cualquier caso, la atención que dispensaba el diario a los casos de Oaxaca y Chiapas en materia de industria y comercio nos obliga a tener en cuenta la influencia política y económica que en ambas comarcas había cobrado quien, como Emilio Rabasa, desempeñara allí cargos de representación popular y funciones de gobierno; quien, como Rabasa, allí tenía urdidas sus redes familiares; quien allí había cursado sus estudios y, en última instancia, quien luego de apartarse de sus tareas conocidas como redactor de El Universal, ocuparía la titularidad del gobierno de Chiapas en 1891.

En efecto, la preocupación que el diario muestra constantemente por el desarrollo del sistema jurídico del país, no solo indica la entonces muy viva dimensión jurídica de los debates de la esfera pública que caracteriza la primera reelección consecutiva de Porfirio Díaz en 1888, sino también la perspectiva que específicamente a Rabasa en su itinerario como teórico del Derecho: nos referimos a la constitución en México de un sistema jurídico moderno que lograra sujetar la discrecionalidad de la conducta del gobernante.

Además, conviene recordar una coincidencia que podría ser la base de la atribución a Rabasa de un seudónimo hasta hoy no reconocido por la crítica. La identidad desconocida hasta ahora de quien se ampara tras la firma de Carlos Gris se encuentra al calce de los artículos que sobre el fomento del desarrollo material de Chiapas y Oaxaca se publicaron en el diario a la manera de los dictámenes de un proyectista modernizador e ilustrado (Gris, 1888: 2). Estos artículos representan muy fielmente los intereses de quien había logrado tramar una red de influencias en la región constituida geográfica, política y económicamente por Oaxaca y Chiapas.

El Universal surge, como todos los órganos periodísticos del México del período, con el propósito de asegurar la presencia de un estrecho círculo de sujetos políticos y letrados con intereses comunes en un sistema de orden social cuyos mecanismos de representatividad política no eran propios de la competencia electoral, sino que descansaban en la designación, por parte de una autoridad central y permanente, de los delegados de los círculos que habían conseguido cobrar notoriedad e influencia públicas. La política editorial de un diario se encontraba determinada por este afán de participación, incluidos los instrumentos literarios que formaban parte de la oferta de ese periódico. Socio o no, Emilio Rabasa pertenecía al selecto grupo que determinaba la orientación de El Universal. Como veremos en este artículo, la plena legibilidad de la novela corta que Rabasa publicará en las páginas de este diario depende de la comprensión de los intereses que habían dado coherencia al círculo encabezado por Reyes Spíndola. Si esta cercanía entre la trayectoria pública de Emilio Rabasa y la línea editorial del diario no resulta suficiente para sustentar el indicio del concurso del hombre de letras en su administración, ofrecemos a la consideración del lector la cercanía que resulta luego de comparar los afanes del jurista ya en pleno desarrollo con los despachos del diario a propósito de los avatares del derecho público, tanto en la capital del país como en la Federación de sus estados.

Dejamos al final de estos indicios, si no de la propiedad mancomunada de Emilio Rabasa con respecto de El Universal, sí de su injerencia en la dirección editorial de sus páginas, la coincidencia entre la gran admiración que el narrador chiapaneco profesó por Benito Pérez Galdós y la conversión de las novelas de este en materia de uno de los más pingües negocios de O. R. Spíndola y Compañía. Miau, Marianela y Gloria, novelas publicadas en el folletín de El Universal en 1888 y cobijadas por una llamativa publicidad desplegada en las páginas de este diario, luego merecieron un tiro adicional con el fin de integrar volúmenes independientes que se vendían a los suscriptores a precios preferenciales con respecto del resto de los clientes interesados en el novelista canario. De cualquier manera, los clientes y los suscriptores recibían los volúmenes por medio de las redes de distribuidores del diario. Este es el modelo de negocios que llevó al escritor Francisco Sosa, en su debate con Emilio Rabasa, a decir que la casa editorial O. R. Spíndola y Cía. especulaba mediante la publicación de libros.

El diario publicado por Rafael Reyes Spíndola a partir de 1888 imitó la fórmula que Anselmo de la Portilla había establecido en la prensa mexicana para reproducir la obra de Benito Pérez Galdós y la desarrolló plenamente de acuerdo con los intereses empresariales de quien se considera el primer promotor de la prensa industrial de México entre 1896 y 1904 (Saborit, 2003: 32).1 De acuerdo con las investigaciones de John Sinnigen, El Universal publicó once libros de Pérez Galdós. En el primer año de vida de este diario se publicaron Miau, Marianela y Gloria (Sinnigen, 2005: 40). Este periodo corresponde a la dirección de Rafael Reyes Spíndola, y a la influencia en la orientación literaria del periódico ejercida por el entonces periodista y narrador Emilio Rabasa, ya asentado en la ciudad de México por vez primera luego de haber rendido el capítulo formativo de su trayectoria en Chiapas y Oaxaca, estados vecinos y centro poderoso este último del liberalismo mexicano.

De acuerdo con las observaciones del historiador Antonio Saborit, editor moderno de la empresa más ambiciosa de Rafael Reyes Spíndola, El Mundo Ilustrado, la edad dorada de las aventuras editoriales de este empresario “tuvo que ver sin duda con el incremento paulatino de los tirajes” (Saborit, 2003: 32).

Aunque contó con una subvención gubernamental, más o menos común en negocios del periodo, Rafael Reyes Spíndola impulsó la idea de ampliar el tiraje para abaratar costos y salir a la calle con menor precio, ampliando la base de ventas. La sociedad comercial a la que aspiraba como núcleo de un diario en vez de la publicidad pagada prohijó los criterios empresariales del periodismo centrado en una aplicación más intensa del capital de base y, consecuentemente, una transformación de los contenidos. (Saborit, 2003: 18)

El caso de estos bienes literarios convertidos en mercancías es el más notorio del uso intensivo de los bienes de capital vinculados con la empresa periodística de quienes se agrupan en la Compañía O. R. Spíndola. La gestión empresarial de El Universal manejó las novelas de Pérez Galdós con base en el valor de venta de los relatos en una sociedad de consumidores de mercancías editoriales de diverso formato. Esta perspectiva comercial también comportó consecuencias en materia de gusto literario, y aun en la configuración de los lenguajes artísticos. Una distribución relativamente masiva pensada como destino de esta clase de mercancías favoreció la normalización del código del realismo literario que contaba a Benito Pérez Galdós entre sus partidarios, comprometidos con el retrato de la sociedad escaleras abajo sin importar el desafío de las imágenes resultantes al gusto estereotipado de las narraciones románticas.

Una novela corta publicada por entregas en El Universal como La Guerra de Tres Años era una mercancía con valor político y comercial que gozaba de la libertad de ocuparse de personajes zafios, lascivos, violentos, así como también de situaciones despreciables a la luz de las leyes civiles de la burguesía más próspera. Una novela que por virtud de su franqueza brutal para representar una realidad atentamente observada seguramente atraería la atención de un gran público. Esta dimensión crematística y política ha incidido de manera directa y deliberada en la estructuración de esta obra.

La novela moderna y realista

En la historia del influjo de la narrativa de Benito Pérez Galdós en el México del siglo XIX se destacan tres narradores del país que desarrollaron su trayectoria realista muy cerca de los problemas planteados por el escritor canario en términos de la novela moderna en lengua española; especialmente los referidos a la naturaleza de la representación artística de la realidad, la noción de verdad a este respecto, y la crítica de las convenciones románticas que primaban en los folletines. Nos referimos a Rafael Delgado, José López Portillo y Rojas y Emilio Rabasa (Amor y Vázquez, 1980: 37). Este último es el más notable, pues además de emular a Benito Pérez Galdós, como lo hiciera explícitamente Victoriano Salado Álvarez al escribir unos episodios nacionales de asunto mexicano, empeñó su firma periodística en el encomio del realismo galdosiano, así como también su peso en El Universal con el propósito de publicar, según la fórmula editorial reseñada, Miau, Marianela y Gloria. En consecuencia, las estrategias comerciales de El Universal, tan importantes para la salud financiera de las empresas periodísticas de Reyes Spíndola, son muy notorias, casi espectaculares en cuanto se refiere a la difusión de la noticia de las ediciones mexicanas de Pérez Galdós.

Emilio Rabasa echó mano del espacio de El Universal para explicar su gusto literario a favor del novelista español al menos en dos ocasiones a propósito de defender los intereses empresariales del diario. Como sabemos, Miau fue publicada en su folletín. El 22 de julio de 1888, los editores del diario reprodujeron una reseña laudatoria de la primera edición española de la novela firmada por Carlos Fernández Shaw en cuyas líneas consta el elogio de los atributos que Rabasa estimaba en la narrativa de Pérez Galdós: el estudio escrupuloso y la descripción consecuente de la vida común de la mayor parte de los habitantes de una ciudad, los “de escalera abajo”, en vez de los que se desenvuelven “entre el lujo oriental de los palacios y el holgorio alegre de los coliseos a la moda” (Fernández Shaw, 1888: 3). En este sentido, el reseñista afirma que Pérez Galdós “es un perfecto novelista a la moderna: analítico y observador” que suscita en sus lectores impresiones producidas en verdad por el mundo con sucesos similares a los narrados; impresiones en las cuales se conjugan “de manera naturalísima y lógica” la risa y el llanto.

Esta impresión de verdad común y corriente que el narrador moderno siembra en su público merced a recursos y procedimientos ajenos a los lugares comunes del romanticismo, y a la dimensión moral de los preceptos clásicos, es la que Emilio Rabasa proclamaba en su muy actualizada admiración por Benito Pérez Galdós. Así consta en los artículos en los cuales rebate a Francisco Sosa, crítico literario que en El Pabellón Nacional del 26 de agosto de 1888 acusó a los directivos de El Universal de haber publicado en su folletín, “sin haberla estudiado previamente” (Sinnigen, 2005: 124), por mero afán de lucro, una novela que incurre en un “naturalismo de mala ralea” que no proporciona “ni enseñanza ni deleite” (124), pues se centra en un personaje vulgar que usa “de un lenguaje más que pedestre, aun en ocasiones solemnes” (123). En la ratificación de su crítica en contra de Miau y de los editores del diario mexicano que acogieron esta novela, del 2 de septiembre de 1888, Francisco Sosa explica sin lugar a dudas lo que entiende por naturalismo y, en consecuencia, el foco del rechazo que su gusto literario siente por un Benito Pérez Galdós que a la sazón se había afianzado en su discurso narrativo.

Naturalismo de mala ralea llamo no únicamente al pornográfico y nauseabundo de Zola, sino a aquél que si bien copia con pasmosa fidelidad las escenas de la vida real, se emplea en lo vulgar, en lo trillado, en lo que a pesar de cierto y ocurrir todos los días, no encierra ni enseñanza ni deleite. (citado en Sinnigen, 2005: 134)

En las páginas del suplemento de cultura literaria que El Universal publicaba por la época, Emilio Rabasa rebatió a Francisco Sosa. Gracias a los argumentos que el narrador chiapaneco desarrolló en sendos artículos del 30 de agosto y del 6 de septiembre de 1888, contamos con una versión suficiente de la perspectiva que entonces lo aproximaba a la poética de la novela realista ya defendida en los años sesenta y los primeros años setenta del siglo XIX por Pérez Galdós, causa de su admiración, modelo de su emulación y motivo de sus posibles gestiones como editor del novelista canario en el periódico mexicano.

Emilio Rabasa consideraba a Benito Pérez Galdós un caso excepcional del novelista moderno, pues este se proponía, como ya se había discutido profusamente en España y entonces se traía a cuento en el debate de la cultura literaria de México, buscar “en la verdad la belleza” (Sinnigen, 2005: 127); “el gran novelista español desenvuelve la acción con la sencillez y belleza de la verdad” (127), “la verdad tomada de lo genérico”. “Y cuando lo genérico se toma precisamente de las esferas sociales más conocidas, de aquellas en que el mayor número de lectores vivimos sin poder salir, la novela, si sabe atenerse a los principios del arte, nos impresiona más vivamente que nunca” (128).

La noción de verdad que procede del estudio de “lo genérico” se opone a las convenciones retóricas de las novelas “románticas de olla” que han terminado por corromper, a juicio de Pérez Galdós y Rabasa, el gusto de los lectores. El protagonista de Miau, el cesante Villaamil que se desespera hasta el suicidio al no obtener colocación en el servicio del Estado por el tiempo necesario para obtener la pensión del retiro, representó una magnífica oportunidad para encomiar las virtudes de la observación directa de la realidad que tanto interesaba a Emilio Rabasa en diversos asuntos de sus tareas letradas. Así, el valor fundamental del realismo de la llamada novela moderna que Benito Pérez Galdós había teorizado y había llevado a la práctica, a saber: la búsqueda de la belleza literaria en la observación detenida y el estudio directo de la realidad, al margen de convenciones retóricas estimuladas por la morbidez del gusto popular; este valor fundamental, insistimos, encuentra fácil acomodo en el sistema de valores de índole positiva que caracterizó no solo a Rabasa, sino a sus colegas al frente de la orientación editorial de El Universal.

Ciertamente la poética realista esgrimida por Emilio Rabasa y su círculo se integra con naturalidad en el clima intelectual del Positivismo; sin embargo, conviene matizar esta coincidencia para la mejor comprensión del complejo proyecto creativo de Rabasa. La esfera de la poética general tiene un peso muy importante en el gusto y la creación literarias de nuestro hombre de letras; esfera que no se agota en el Positivismo, pues implica un debate intelectual transhistórico y transnacional alrededor de los instrumentos y recursos de la representación discursiva de la realidad (Todorov, 1988: 35-41). Además, el desafío al romanticismo precisamente en lo que este tiene de distancia con respecto del mundo social, recuerda en Rabasa a quien, en el campo del Derecho Constitucional, acudirá preferentemente a fuentes de doctrina anglosajona (v. gr. Walter Bagehot), una de cuyas claves radica en el reconocimiento de que el diseño de la ley debe emanar de la realidad tal cual es, en vez de basarse en ideas abstractas sin conexión con el cuerpo social (Bagehot, 2005: 3, 193-194; Lujambio y Martínez Bowness, 2005: XXXIV).

La reproducción de Miau y el resto de las obras de Benito Pérez Galdós que difundió este diario en su folletín y en sus libros, si bien pudo tener una motivación meramente pecuniaria en virtud de la fama del narrador español, también obedeció al interés de personajes como Rabasa, él mismo un novelista reconocido en el medio mexicano, de intervenir en la vieja cuestión de determinar un modelo para el desarrollo de la novela nacional. “(…) tenemos que defender el arte para impulsar, no con autoridad, pero sí con el más vivo empeño, a nuestros jóvenes literatos a que conozcan, aplaudan e imiten lo que es bueno, admirable, soberbio. (Sinnigen, 2005: 131)”. Al dar fin a la discusión, Emilio Rabasa escribió lo siguiente: “Envidio a España su literatura, y quisiera yo que la nuestra la igualara” (Sinnigen, 2005: 144).

La voluntad polémica a favor de los valores de la llamada novela moderna, identificada por los editores de El Universal con Benito Pérez Galdós y los narradores españoles de su tiempo (Alarcón, Pereda, Clarín, Pardo Bazán), se hace muy clara en un artículo publicado el 20 de septiembre de 1888 con el seudónimo “Escobilla”, conocido de los lectores del diario por su columna “Barridos”. En el artículo “Sobre gustos nada hay escrito”, colocado en la primera de las dos planas del suplemento cultural de El Universal, irónicamente se polemiza con la defensa de Miau que hiciera Emilio Rabasa y, fingidamente, se toma partido por la novela romántica. “Yo no acierto a explicarme por qué Pío Gil, mi caro compañero de Redacción, se declara tan abiertamente contra la escuela romántica que tantos y tan señalados servicios ha prestado a las letras y a la moral” (Escobilla, 1888: 5).

La parodia de la defensa de la causa romántica que se entabla en seguida replantea, en el tono propio del género, la oposición establecida por Emilio Rabasa, a su vez tomada de Benito Pérez Galdós, entre novela romántica y novela moderna, solo que aquí la atención se centra en la sátira de las convenciones románticas, caracterizadas como el fruto de una retórica de la imaginación que se desentiende de la verdad con el propósito de enseñar y deleitar. “A mí me gusta el arranque, la heroicidad hasta la pared de enfrente, lo descomunal, lo increíble, en fin, la novela” (Escobilla, 1888: 5).

En este debate, El Universal no solo había tomado partido a favor de las doctrinas y el modelo de Benito Pérez Galdós, sino que se proponía hacer girar los engranajes de su empresa editorial sobre los valores de la novela moderna, según la generación de la novela española de 1868. Por su parte, Emilio Rabasa aplicará los principios poéticos de la teoría narrativa que proclamaba en La Guerra de Tres Años, relato dominado por figuras vulgares como hay pocas, caracterizada exclusivamente por defectos y reducida a los trazos básicos y fuertes del tipo genérico. Una novela tragicómica, incapaz de enseñar y segura de propiciar la ilusión poética de la belleza gracias a la verdad que comporta el estudio y la descripción de los escalera abajo.

La Guerra de Tres Años concluye un programa narrativo que se articulaba alrededor de los problemas que la sociedad mexicana tenía de acuerdo con el estudio de la realidad y su descripción detallada sin ceder al dogma abstracto del deleite y de la enseñanza vinculados horacianamente, y sin ceder tampoco a los dictados de teorías constitucionales abstractas. La Poética y el Constitucionalismo de la línea de Walter Bagehot confluían en un discurso comprometido con la cotidianidad más común. Quien había llevado a cabo este programa constituido por cinco novelas al que La Guerra de Tres Años ponía fin era un liberal modernizador, simpatizante de propiciar las condiciones para el fomento de la industria y el comercio; un partidario del constitucionalismo anglosajón que buscaba allanar los obstáculos que la realidad imponía a México para el imperio efectivo de un Estado de derecho y el acatamiento de la racionalidad de la ley; y un amante de la obra de Benito Pérez Galdós, modelo de una poética de la realidad cotidiana más próxima a los seres humanos tal y como son; todo esto unido en una sola estructura intelectual.

De la notabilísima capacidad de observación, conocimiento y descripción de la sociedad mexicana de que hizo gala el narrador Emilio Rabasa, apoyado tanto en su cultura jurídica, como en el código poético del realismo narrativo, no solo se desprende la sátira de un pueblo irreductible al tipo de ley que se le había otorgado, sino un entendimiento genuino de la vertiente popular de México. El pueblo mexicano que se ha propuesto narrar críticamente nuestro hombre de letras en La Guerra de Tres Años se circunscribe literariamente al espacio geográfico, cultural y político de una localidad todavía agraria, parroquial, cercada por las fronteras simbólicas de sus redes familiares, sus lazos de amistad y de fidelidad anímica, y por los convenios políticos que se fundan en los núcleos básicos dentro de los cuales nacen y se desarrollan los seres humanos. San Martín de la Piedra y El Salado son los nombres del pueblo en que el mozo convertido en general de pacotilla se desempeña entre las fuerzas vivas de una comunidad que se agita gracias a los veneros tradicionales de su estructura. Entonces, paradójicamente, a contrapelo del programa civilizador de índole jurídica que el funcionario de la ciudad letrada se había echado sobre la espalda, la “barbarie” detenidamente observada y prolijamente descrita terminará por humanizarse y cobrar el prestigio inesperado de sus profundas raíces tradicionales. Esta humanización y este prestigio se convertirían en el fundamento de la originalidad del narrador.

La edición de Cvltura

La Guerra de Tres Años se propone narrar el siguiente acontecimiento: en El Salado, un pueblo pequeño asentado en medio de una región cuya cultura es predominantemente agraria y cuyo santo patrono es San Gabriel, las mujeres de la comunidad se disponen a llevar a cabo la celebración de la fiesta onomástica del santo mediante una procesión que exhiba la efigie sagrada por las calles del pueblo. Aunque el párroco de la población avala y preside el festejo, este corre a cargo de las mujeres organizadas por una lideresa enérgica, Nazaria. La procesión desafía a la autoridad civil, pues contraviene las disposiciones constitucionales en materia de culto religioso que prohíben las exhibiciones fuera del recinto eclesiástico.

Con base en esta anécdota, la novela se coloca de inmediato en la esfera de la opinión pública de México, ya que en este país, a partir de la promulgación de la Carta Magna de 1857 que estatuye el predominio liberal en su historia y su cultura política, el triunfo del liberalismo se asocia popularmente a la separación de los órdenes eclesiástico y civil, y a la identificación de este último con el dominio del Estado. De este modo, La Guerra de Tres Años narra el conflicto que necesariamente tiene que suceder entre la grey organizada por Nazaria y Santos Camacho, el Jefe Político, primera autoridad civil.

Sin menoscabo de lo anterior, la novela de Emilio Rabasa se desarrolla sin ocuparse del sustento político del conflicto, pues este se expone como consecuencia exclusiva de los celos y rencores que vinculan a quienes habían sido amantes, Nazaria y Santos. Por lo tanto, la marcha de los acontecimientos renuncia al tono grave que poéticamente conviene a la política y adopta plenamente el sentido cómico de la sátira de personajes dominados por la vanidad, la terquedad iracunda, el despecho, el deseo de revancha, la visceralidad. Alrededor de estos defectos humanos, se organiza una colectividad animada por las habladurías, los chismes, las intrigas de baja ley. Nadie escapa a esta caracterización cómica; nadie es digno, ante los ojos del autor de la sátira, ni de la doctrina del Estado ni de la de la Iglesia. Todos los personajes son descritos por el narrador como seres minúsculos que se arrastran entre las pasiones más básicas.

A este respecto, recurramos al juicio de quien prologará en 1931 la edición en volumen de las entregas periodísticas de esta novelita, y conocía su primera publicación en las páginas de El Universal, Victoriano Salado Álvarez, escritor y crítico literario, académico y hombre de letras del “antiguo régimen” en México. Tomemos su testimonio como el de un lector privilegiado que pertenecía a la esfera pública de 1891. Para él, el Jefe Político era “verriondo y arbitrario” (10), galán añoso y vicioso (11); a su alrededor, pululan unas “señoras extremosas y llenas de esa religiosidad ñoña y servil que consiste en ejecutar las prácticas sin sentir la grandeza del dogma” (10). El secretario del Ayuntamiento es “diestro en tretas legales, pícaro y venal como buen tinterillo” (10). El procedimiento inventivo de carácter cómico que Salado Álvarez reconoce como el atributo más notorio de esta obra es el que había primado en las cuatro novelas publicadas anteriormente por Emilio Rabasa.

La primera de ellas, La bola (1887), se vincula directamente con La Guerra de Tres Años porque se desarrolla en el mismo espacio societario, el correspondiente a un pueblo, comarca identificada administrativamente con uno de los distritos del Estado de la Federación en cuyo territorio se encuentra ese espacio de la organización social. La vinculación directa entre ambas novelas se disloca un poco en beneficio de la autonomía de La Guerra de Tres Años, cuyo título focaliza la representación en el conflicto Estado-Iglesia. En este problema histórico, particularmente delicado en una sociedad mayoritaria y tradicionalmente católica como la mexicana, sometida a un proceso de secularización enérgico pero desigual, Emilio Rabasa concentró la que parece ser su mayor preocupación acerca del orden constitucional de su país: la incapacidad de la ley para hacerse respetar por parte de quienes están llamados a servirla y quienes están obligados a acatarla; la distancia entre la ley y los hábitos de la comunidad sobre la cual aquella debía imperar naturalmente. Nos referimos a un problema desarrollado con amplitud como marco de comprensión general del constitucionalismo histórico en la mayor autoridad en esta materia para Emilio Rabasa: Walter Bagehot.

Victoriano Salado Álvarez acredita la inserción de la novela en el clima intelectual que primaba entre las minorías culturales de su tiempo. Estas son sus palabras al respecto. “Bien refleja el librillo la época en que está escrito, que es la década de 1880 a 1890, en que todavía se juraba por Ocampo y por Degollado, aunque se ignorase quiénes fueran y qué hubieran hecho” (10). El crítico se impuso desde el principio la obligación de asentar en su prólogo que la novela “refleja (…) gustos, ideas y opiniones que en la literatura corrían entonces como de recibo” (10). Las opiniones, las ideas y los gustos que Victoriano Salado Álvarez tenía en mente implicaban en el interés de Emilio Rabasa lo “artístico y circunstancial” (10). Artísticamente, el crítico se refiere al influjo del brillo de “Valera, Alarcón, Galdós, Pereda, el padre Coloma y la condesa de Pardo Bazán” (12). En cuanto a lo “circunstancial”, el “asombroso fotógrafo” que para Salado Álvarez era el narrador según uno de los principios poéticos del realismo ha sido capaz de retratar los tipos de una sociedad incapaz de comprender, asimilar y practicar las normas de la cultura política moderna. Para Salado Álvarez, Rabasa había sido un retratista irónico y escéptico que desarrolla ideas “entonces raras y hasta heterodoxas” sobre quienes se habían acostumbrado a violar la Constitución de la república (11).

En virtud del testimonio privilegiado de un lector crítico que en 1931 recurría a su experiencia en “la década de 1880 a 1890” para explicar una novela originalmente publicada en 1891, sabemos que esta fue legible desde un punto de vista discursivo propio de la esfera del debate público animado por las minorías que detentaban en el México de la época tanto la marcha de los asuntos públicos como el aparato ideológico de gobierno en diferentes instancias y niveles, incluida la parte relativa a los instrumentos de representación artística atinentes a ese orden social. La estructura de la novela corta se condice naturalmente con esta perspectiva crítica. Así, la primera mitad de La Guerra de Tres Años, que corresponde a los capítulos 1-6, se dedica fundamentalmente a plantear los tipos sociales que condensan en sus atributos los de los actores colectivos y las figuras del orden político y su funcionamiento, tal y como los juzgaba Emilio Rabasa. En consecuencia, la anécdota construida narrativamente sirve al que parece ser el propósito fundamental del narrador: la sátira política dirigida en contra de los tipos sociales dominantes en el espacio societario de la representación diegética.

El tipo social preferido por la sátira de Emilio Rabasa, pues su planteamiento desencadena la trama de La bola y de La Guerra de Tres Años, es el Jefe Político, una de las figuras históricas del sistema político autoritario encabezado por el general Porfirio Díaz más discutidas por las elites liberales, pues en ella se representaba el allanamiento de las libertades básicas de los ciudadanos reunidos en ayuntamientos (Guerra, 1991: 122-125, 320). En esta autoridad civil, el narrador concentra la suma de la incapacidad del ser humano para convertirse en un ciudadano moderno, constreñido por las normas de la civilización jurídica. A este respecto, Rabasa construye una figura bestial y monstruosa, marginada de la sociabilidad política constituida con base en los sistemas conceptuales de la mentalidad liberal; una figura ajena a las trayectorias sancionadas por esta mentalidad como vía de acceso al servicio público, fundamentalmente las de índole educativa.

Esta construcción reviste tal importancia para el plan narrativo emprendido por Rabasa en 1891 que consume el espacio del primer capítulo y la mitad del siguiente. Las primeras manifestaciones del sujeto definirán para siempre su conducta y el juicio del narrador acerca de esta: un escupitajo al aire, un “gruñido ronco”, una maldición de “carreteros” (18). Personaje de “fácil cólera” (19). Individuo que se expresa por medio de “ternos atropellados, enérgicos y duros” (19). La bajeza de sus costumbres se subraya por medio de su ruindad física: chaparro, gordo, ventrudo, “de ancha nuca y grandes manos”, “un poco cargado de hombros y no muy aliviado de espaldas” (21). En fin de cuentas, Emilio Rabasa animaliza a quien se inviste “con la autoridad un poco exagerada de Jefe Político” (18) y, con ello, lleva hasta las últimas consecuencias la exposición de la insuficiencia de la comunidad para vivir de acuerdo con los instrumentos de la ley y, más aún, organizar su visión de mundo de acuerdo con la cultura jurídica. El estado de naturaleza irreductible a la civilización racional ha exaltado inmerecida, y luego se verá que inconvenientemente, a los honorables cargos públicos a un sujeto cuyos orígenes sociales son oscuros, imprecisos para las coordenadas de la narración, del que solo podrá sacarse en claro con evidencia empírica que fue un cuidador de burros. Si el narrador no puede reconocer el origen del personaje, en cambio puede ridiculizar los rumores de su iniciación armada como mozo mandadero en una partida popular y la arbitrariedad de su grado en la milicia (22).

Nos hemos detenido en esta caracterización porque da pie a las observaciones del narrador sobre el funcionamiento del sistema político del que es parte el distrito jurisdiccional en que se distribuye el poder público de un estado soberano de la Federación mexicana. La “maña” es el origen del cargo de la Jefatura y su conservación no depende ni de los méritos administrativos ni de los mecanismos electorales de una democracia liberal, sino de la adulación, el servilismo con respecto del gobernador del Estado. La Jefatura política subvierte la autonomía ciudadana de un ayuntamiento para reducirlo a una mera intendencia dominada autocráticamente por el gobernador, con respecto del cual el Jefe Político es un delegado omnipotente que destruye por completo la separación de los órdenes de gobierno de una república. La fuente pecuniaria de la adulación y las dádivas que el Jefe requiere llevar a cabo para conservar el puesto es el erario del Ayuntamiento y la tributación extraordinaria impuesta arbitrariamente a los empleados públicos y a los diferentes sectores de la comunidad política. Los excedentes de esta recaudación sirven al Jefe Político para hacerse de una casita construida por soldados y presos.

Toda la escena política satirizada por el narrador, haciéndose eco, como lo acredita Victoriano Salado Álvarez, de la corriente de opinión imperante en el círculo al que pertenecía Emilio Rabasa, conduce a los lectores al meollo de la teoría política que hace posible el orden social mexicano alrededor de un sujeto que reclama “facultades omnímodas” al mismo tiempo que, como liberal autoproclamado, “aborrecía al cura, a la iglesia y a las beatas de la vela perpetua” (25). Nos referimos al gobierno dictatorial, por utilizar la categoría central en la obra en cuyas páginas nuestro autor desarrollaría posteriormente sus ideas políticas, La Constitución y la Dictadura (1912).

Don Santos tenía un gran concepto de la Jefatura. En primer lugar, creía que el distrito era suyo; y en segundo, que el Jefe político manda a todo el mundo, y todo el mundo debe obedecer sin chistar. Él no podía comprender la autoridad de otro modo. Pero, eso sí, era liberal como nadie, y así lo decía siempre que brindaba (24).

Alrededor del poder omnímodo del Jefe Político se organizan todos los sectores del pueblo, también indicados por medio de los tipos construidos con base en los atributos más notorios a propósito de sus defectos ciudadanos. El “alto comercio y los propietarios de abolengo y apellido rancio”; el “comercio chico y los propietarios de las rancherías con el brío propio del que debe a sus fuerzas su posición” (25-26); el secretario del Ayuntamiento; el juez; el cura y sus partidarios vinculados con él como prestamistas, legatarios de bienes raíces; las beatas… todos los actores sociales, entre los que “no podía haber concierto alguno” pues no eran ciudadanos de una comunidad política sujeta a la ley, pero había en cambio pactos y acuerdos depositados en la costumbre que solo la intemperancia del Jefe Político arruinaría con motivo de la procesión religiosa.

La segunda parte de la novela se dedica a esta cómica ruina, reparada finalmente por la intervención de la gubernatura del Estado en cuyo territorio se encuentra El Salado. La narración de la crisis es una consecuencia del orden social analizado según los parámetros de la cultura política moderna de la cual Emilio Rabasa ya era perito en materia jurídica. La insuficiencia de la ley que solapa el gobierno dictatorial ejercido por sujetos incapaces era un tema que hacía coherente y pertinente La Guerra de Tres Años porque también nutría el debate público en El Universal. El clima intelectual de las minorías letradas concurrentes en el espacio deliberativo en cuyo seno se había colocado la novela de Rabasa había convertido el tema referido en el punto más alto de sus preocupaciones.

Sin embargo de la coherencia en la visión de mundo que se configura en el aparato retórico-literario de La Guerra de Tres Años, es notorio un excedente de sentido con respecto de la lógica del liberalismo; un excedente que la lectura social de 1891 había relegado a los recursos ornamentales del lenguaje narrativo del cual había echado mano Emilio Rabasa, el realismo del ciclo dominado por Benito Pérez Galdós. Un excedente que, bajo la prolija representación narrativa del pueblo mexicano con respecto de las ficciones teóricas de la cultura política moderna, había quedado oculto, latente, ilegible para la comunidad lectora que compartía la visión de mundo del narrador hacia fines del siglo XIX. Los materiales de ese excedente de sentido habían sido colocados en partes sustantivas de la invención poética; su notoriedad era tal que no podían pasar desapercibidos para lectores educados, como Victorino Salado Álvarez, quien afirmaría en 1931 que, independientemente del parentesco de La Guerra de Tres Años con el “ciclo en que brillaron Valera, Alarcón”, etcétera (12), esta era una “obra esencialmente nacional” cuyos “fondo y formas” se reconocían como mexicanos (13).

La presencia de los contingentes populares de origen campesino en la formación social e histórica del país no era un hecho del todo desconocido para la mentalidad liberal de las minorías letradas del Porfiriato; sin embargo, esta presencia, consignada de diversos modos en los discursos y en los modelos de entendimiento del mundo de esta comunidad intelectual, desbordaba sus parámetros. El pueblo, sin ser desconocido, se situaba al margen del sentido. El nacionalismo mexicano que Victoriano Salado Álvarez proclamaba en 1931 en Emilio Rabasa lo convierte a su decir en el primer novelista luego de la restauración de la República (1867), guía de quienes como tal lo sucederían y emularían (13). Este juicio nos autoriza a conjeturar que la línea de tiempo que esboza el crítico alrededor del liberalismo triunfante saca a Emilio Rabasa del debate público de 1891 para colocarlo en la historicidad correspondiente a la narrativa de la Revolución Mexicana. Incluso podríamos decir que mediante el recurso del nacionalismo, Salado Álvarez quiso conferir a la novela de Rabasa una verdadera existencia a través del tiempo, pues escribe su prólogo a la “primera edición” de esta obra con la certeza de redimirla de su condición inédita.

El código del realismo narrativo fungía como un recurso puesto al servicio de la mentalidad liberal para conjurar, gracias a la descripción cuidadosa y fascinada de la fuerza popular en ascenso, su desasosiego ante la presencia emergente del magma popular que se agitaba en el fondo de una nación pretendidamente liberal. Tal es el caso de La Guerra de Tres Años. Piénsese a ese respecto que en el campo de la cultura letrada y la experiencia histórica organizada en textos literarios era posible la exaltación de los cuadros populares en que Rabasa se detuvo con tanto cuidado, reconociendo sujetos colectivos que por virtud de las conductas que los singularizan en estos cuadros debían quedar totalmente marginados de la cultura política moderna, punto de observación del narrador.

A pesar de su marginalidad política, La Guerra de Tres Años se demora con gran interés en las manifestaciones populares a que ha dado lugar el desafío de la procesión religiosa. Por ejemplo, en el inicio del relato, la congregación del pueblo al amanecer por obra del llamado a fiesta de las campanas de la parroquia y los cohetones en el cementerio del atrio de la iglesia y en la plaza (34-35). Después, el aliño de la efigie de San Miguel, patrón del pueblo, por parte de la comitiva de mujeres encargada de una tarea central para el festejo (35-38). La celebración del santo patrono del pueblo ha convertido la plaza pública en un mercado donde se agitan propios y extraños en medio de los flujos mercantiles propios de la región gracias al llamado a fiesta (50-51). Y, por fin, todo el capítulo VII de La Guerra de Tres Años constituye un animadísimo y concurrido cuadro popular alrededor del palenque de gallos, las apuestas, el consumo de alcohol en grandes cantidades, la comilona (61-66). Esta fiesta de sangre animal y alcohol, presidida por los varones que conducen los destinos de dos pueblos colindantes y así negocian los intereses de su vecindad, corresponde a la plenitud de la sensualidad, la intemperancia y la brutalidad de Santos Camacho, pero también al talento del narrador letrado por representar demorada, atentamente, los veneros por los cuales discurre la vida efectiva de la localidad rural.

La energía comunal del país que se ha puesto en marcha para desbordar los límites del liberalismo se inscribe en los relatos de personalidades como Rabasa o José López Portillo y Rojas; sin embargo, esta inscripción no es suficiente para redefinir la personalidad pública del intelectual literario que la lleva a cabo. En la narración de la fuerza popular que se cierne sobre el orden social se advierte una inquietud, un anuncio ominoso que reverbera sobre todo el relato sin abrir del todo paso a una postura definida a ese respecto en la conciencia letrada. En Emilio Rabasa es reconocible la belleza que se origina en el drama de una mentalidad letrada, liberal y moderna ante los depósitos tradicionales, agrarios y atávicos de un país cuyo movimiento se dirige hacia una transformación incontrolable para su Constitución liberal.

La edición de 1931 no solo volverá plenamente legibles las figuras del comunalismo mexicano, sino que las colocará en el foco de la lectura social. Los atributos editoriales del volumen de Cvltura, propios de la estética de un sindicato de trabajadores del arte como lo fue el Taller de la Gráfica Popular, son un indicio claro de la legibilidad de las claves populares de la obra. Estas figuras dejarán de ser pruebas de barbarie para tornarse atributos de una cultura prestigiosa, la correspondiente al giro populista impuesto en el orden social de México por la Revolución. Entonces, gracias a la impresión de Editorial Cvltura en un formato enriquecido por los atributos de la gráfica artesanal y popular, perfectamente regulares en el horizonte cultural del período, La Guerra de Tres Años ingresa definitivamente en el archivo canónico de la narrativa mexicana.

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1 La fortuna literaria de Benito Pérez Galdós en el México del siglo XIX es cuantiosa; este caudal comenzó a fluir casi tan tempranamente como la trayectoria del narrador canario en su propio país, luego de la publicación de La Fontana de Oro y de Trafalgar, este segundo título inicio de la primera serie de los episodios nacionales. Esta fortuna tuvo como origen la prensa. Anselmo de la Portilla, español mexicanizado que dirigía el órgano periodístico de la comunidad de españoles emigrados a México, La Iberia, publicó la primera serie de los Episodios nacionales a partir de 1874, apenas un año después de que Benito Pérez Galdós comenzara a narrar las peripecias de Gabriel Araceli. El estudioso John Sinnigen, quien se dio a la tarea de computar las huellas de la narrativa galdosiana en la prensa de México durante el tiempo de este formidable novelista, documentó que Anselmo de la Portilla había experimentado por vez primera el mecanismo comercial que le granjearía a la obra de Pérez Galdós la fortuna de la cual venimos hablando (Sinnigen, 2005: 41-43). Este mecanismo consistió en la reproducción casi inmediata de la novela publicada en España en el folletín del periódico mexicano. Entonces, al margen de la voluntad y del conocimiento del narrador canario, y, por tanto, de su propio interés pecuniario, quien durante el inicio de su trayectoria entablara relaciones muy conflictivas con el estilo de los folletines, se convirtió en México en uno de los folletinistas más socorridos por el público lector de periódicos como El Siglo XIX, La Voz de México, La República, El Nacional y La Patria. Después, los responsables de haberse pirateado a Benito Pérez Galdós al calce de las planas de sus diarios, tiraban la novela en volumen independiente publicitado periodísticamente. Esta fórmula se repitió hasta el fin del siglo XIX, cuando definitivamente se agotó (Sinnigen, 2005: 31-35, 39-40). De acuerdo con este procedimiento se publicaron en México treinta y una ediciones de las novelas de Benito Pérez Galdós estrechamente ligadas con los circuitos de distribución literaria establecidos por la prensa del país: la primera serie completa de los episodios nacionales y veintiún títulos más de la prolífica producción novelística del escritor (Sinnigen, 2005: 31-32). Al menos cinco novelas merecieron más de una edición.