Una erótica del concepto

Lespada, Gustavo (ed.) (2021).
Escritura del deseo / Deseo de la escritura (Erotismo y sexualidad en la literatura contemporánea). Buenos Aires: Katatay.

Adriana Amante

Universidad de Buenos Aires. Facultad de Filosofía y Letras. Instituto de Literatura Hispanoamericana, Argentina

En la introducción al libro colectivo Escritura del deseo / Deseo de la escritura (Erotismo y sexualidad en la literatura contemporánea), publicado por Katatay (2021), Gustavo Lespada (que tuvo a su cargo la edición) recupera el núcleo originario de un proyecto grupal: la articulación entre lo lúdico y lo erótico que desborda en Macunaíma, de Mário de Andrade, porque “ostenta todos los rasgos opuestos a los valores occidentales: es tramposo, haragán, antropófago, glotón y lujurioso”. Seguro que lo recordamos: “Los ‘trabajos’ de este héroe grotesco” –sostiene Lespada– “son verdaderas hazañas sexuales –siempre inventando ‘artes novas de brincar’–“. Lespada cree que ese “erotismo desaforado y medular de la novela” brasileña pudo no haber sido lo suficientemente explorado por la crítica académica acaso por pacatería. Y es entonces venciendo esa “resistencia” (esta palabra es de él), que el grupo se lanzó, más que a la indagación de un tema (eso es relativamente fácil, aunque no necesariamente suficiente), a la del “tratamiento formal del Eros”. O sea: no es el asunto (que, de todas maneras no desatienden), sino la forma la que comanda el abordaje, el análisis. Noé Jitrik lo explicita: “no el erotismo en” de la “vieja fórmula universitaria”, sino “la más interesante y enigmática, el erotismo de”. El objeto crítico es la escritura, como forma que trama o genera erotismo. Y es esa misma escritura como forma la que determina los campos de interés y las obras que eligen. Y es la escritura crítica la que –al rondar, asediar, seducir, capturar esos textos– exhibe el deseo del deseo de otro/a/e.

Quiero tomar de cada uno de los artículos el término que constituye –creo– el núcleo conceptual clave de su sentido crítico. O porque cada artículo diseña ese concepto como teoría ad hoc, o porque son términos que los propios artículos entregan como sus condensaciones conceptuales, lo cierto es que cada una de estas palabras-concepto señalan de las obras o, mejor, de las poéticas de sus escritores o escritoras (o quizás, debería decir –mejor– de sus escrituras) el nodo de sus preocupaciones o goces centrales, como epítomes teóricos o distribuidores fácticos en la trama de la lengua.

Del artículo de Noé Jitrik, “Asedios eróticos y escritura”, retengo lo sagrado (también podría ser el pasmo), que lo lleva a discurrir acerca de la cercanía entre la mística y la erótica, como formas de acceso –por la palabra– a la divinidad. Tanto la mística como la erótica están ligadas al pasmo (recordemos: ese asombro que nos deja sin reacción), que es eso lo que genera la suspensión del juicio en ese “instante de vértigo” del que Jitrik habla, yendo de Sade a San Juan de la Cruz. Noé despliega su propia escritura, no para demostrar eso, lo que sería fácil, sino para constituirlo. Y si la escritura de Noé es un discurso que piensa –certeza que cada uno de sus textos me confirma–, a partir de este artículo agrego algo que también debí tener claro desde siempre: que el de Noé Jitrik no solo es un discurso que piensa, sino también un discurso que desea.

Con “Amor ideal y amor sensual en la poesía de Ramón López Velarde: un itinerario”, de Lucas Adur, se impone la zozobra. Término que le entrega uno de los poemarios de Ramón López Velarde (justamente el de ese título: Zozobra, de 1919), punto de clivaje –quizás– de una obra que va del amor ideal al amor resucitado, pasando justamente por el amor encarnado que se despliega en ese libro. Porque esa zozobra habla de una puesta en riesgo, una inquietud, una amenaza; como una forma de la aflicción, como discurre Adur, echando mano del diccionario (que descartó como opción Jitrik), para llegar certeramente a la definición de una idea.

La palabra de Gustavo Lespada es “amante” (también podría decir que es “satiresa”, femenino de sátiro; pero no la sátira, porque –como dice el propio Lespada– “la sátira es otra cosa”). Y, en el encadenamiento diferenciado que “Mujeres apasionadas (la poesía de Delmira, Juana y Alfonsina)” va tramando entre la poesía de Agustini, de Ibarbourou y de Storni, Lespada persigue lo que huye, porque –como cita de Anne Carson, el punto de convergencia teórico, junto con Bataille y un poco Barthes, de todos los artículos del libro– “el amante quiere lo que no tiene”. El artículo va así, del “deseo [que] se constituye como metonimia” de Lacan al “deseo de la metonimia” misma, esto es –en sus palabras– “deseo del lenguaje del deseo” (y todas esas citas portan la sobrecarga en su bastardilla). Y pasa de una pulsión a otra indagando lo formal; analizando la forma, no como mera descripción o detección de las figuras retóricas, sino como moldeadora de los sentidos de la letra, como sucede en algunas formas del calambur.

De “El Ecuador vertical. Formas del erotismo en Icaza, Palacio y Salvador”, de Marina von der Pahlen, escojo el fetiche. El fetiche, envuelto en las fintas y elucubraciones de una crítica literaria (una persona –Marina–, pero también una escritura –la de Marina–) que se pone a pensar qué hacer con el psicoanálisis: si mantener la prevención que tendría “la crítica contemporánea” respecto de él; o si tomarlo en casos en los que no hacerlo sería “inapropiado”, como cuando se lee la obra de Jorge Icaza, Pablo Palacio o Humberto Salvador. Y Marina von der Pahlen aborda –con esa prevención, pero también con esa necesidad–, el problema de quién habla en un texto. Pero dobla la apuesta, porque en su caso debe preguntarse quién habla en el teatro y prestar atención a lo que se nombra, a lo que no se nombra, a lo que hay o no hay en un nombre, y a la literatura de ese “chiquito país” que da justamente nombre al “paralelo imaginario de cero grado” de la Tierra: el Ecuador, en el que escriben los sujetos que son los objetos del deseo de von der Pahlen.

En el caso de “Farabeuf de Salvador Elizondo. El cuerpo de la escritura”, de Roberto Ferro, me quedo con la huella o grama (también podría ser el instante). Porque Ferro se desliza desde la dimensión temporal que toma del subtítulo del libro de Elizondo: “crónica de un instante”, hacia la detección de un elemento que articula la dimensión temporal con la espacial: la huella o grama. Pero considera la huella no solo como marca (como las marcas de la memoria y, en el extremo, la marca que se hace cuando se realiza un injerto en un cuerpo, como hace el doctor Farabeuf), sino como “estructura lógica”, “que hace explícita la implicación que cada término tiene con la sucesión”. Es entre el cuerpo y la letra que Ferro va a jugar su deriva. Poniendo el foco particularmente en el instrumento: entre el cálamo y el bisturí, entre la cirugía y la escritura.

Belén de los Santos deja servido el término-concepto ya en el título de su artículo: “¿Cómo se nombra a Eros? (sobre la construcción del erotismo en las novelas)”. El eros, entonces. Pero el eros como amenaza. Así que tal vez debió ser esa la palabra: no “eros” (como amor), sino “amenaza”. Eso es lo que se abre con el impulso hacia el otro: la amenaza a la identidad, que implica cambio y posible pérdida. Y entonces el eros ya no se puede pensar como fijeza, sino como “procedimiento” que permite “captar la esencia de un movimiento del lenguaje de por sí estático”. Y Belén de los Santos lo busca –o lo encuentra– en Sara Gallardo, Angélica Gorodischer y José Donoso.

La palabra de Silvana López es la per-versión (y también la insistencia). En “Osvaldo Lamborghini: per-versiones entre el amor y el erotismo”, segura como un arpón que da en su objetivo, dice: “no es la escena amorosa la que se ha plasmado en las textualidades, sino su perversión”. La per-versión que indaga López no es solo la de las parafilias, por caso, sino las de la materialidad del surco que hace la escritura en la línea. He ahí lo per-verso: en la ida hacia el verso-surco. La escritura, además, deviene una forma de la arquitectura, porque ambas (escritura y arquitectura) se articulan por medio de una sintaxis que encadena graphos: “letra, dibujo o imagen”. Y en sus derivas gráficas, Silvana López desliza el texto hacia la nota al pie como espacio del pensamiento y no solo del servicio.

De “La fugacidad perpetua del deseo y de la memoria (en torno a la narrativa de Tununa Mercado)”, de Denise Pascuzzo, elijo “pampa” (sin artículo: ni la pampa, como en español, ni o pampa como en portugués; así: no determinade). Esa palabra que brota –se derrama, mejor– de la literatura de Tununa Mercado. Y hay que señalar que la letra (de lo mínimo) en este caso incluye no solo lo que Tununa ha escrito, sino también lo que ha dicho (lo que ha dicho sobre lo que pudo haber querido decir) de lo que ha escrito, porque Pascuzzo trabaja con las entrevistas a la escritora como un continuum de su corpus literario. Lo que brota de un sueño –en rigor, lo que en el sueño del diario de viajera de Tununa no sale de la boca aunque se quiera (y por eso ese sueño es una pesadilla)– es el nombre de la hermana, que es justamente una fusión entre el nombre de la madre y el del padre (y cito a Denise citando a Tununa): “Se me ocurrió pensar en pampa, papá, mamá y estas dos últimas palabras, las de mi origen, me dije, están contenidas en pampa o, mejor dicho, de pampa podrían salir en conversiones sucesivas” (La letra de lo mínimo). Y el impulso la lleva a Denise Pascuzzo a repensar la literatura argentina del siglo XIX desde ahí, desde la pampa de Tununa Mercado, como un acto de amor que permite revisar los linajes.

En “Néstor Perlongher: un goce encarnizado en la letra”, levanto (lo) obsceno (aunque tal vez, mejor, lo resbaloso; aunque quizás aun mejor –le agrego yo, ascasubiana como Perlongher lo refaloso). “Convidado de piedra de las letras, el psicoanálisis también juega con ellas”: con esa habilitación, entra el psicoanalista Gabriel Espiño en la materia barroca/barrosa/neobarrosa de Perlongher. Es la contrapartida de Marina von der Pahlen: entra desde ahí, y sabe que algunos lo mirarán como un extraño con cuya presencia no se contaba. Y entra también por la lengua, sus significantes, sus sustituciones, sus groserías, desde donde indagará lo obsceno. Y, envalentonado porque a su métier le gusta que las cosas se digan de otro modo pero también por su nombre, dice “chupar, cagar, garchar”, y nombra los fluidos que hacen resbaloso el campo del sentido (e inevitablemente debo recuperar lo patinoso de esta neorefalosa): “excretas, semen, salivas”, y escribe lo que tantas veces no solo ha leído sino además también lo que habrá escuchado en la obscena terapéutica.

De “El deseo encarcelado. Elizam Escobar, palabra, imagen y presidio”, de Elsa Noya, atrapa lo “otrográfico”, metátesis de “orto”. Esa es la palabra que elige el objeto del deseo de Elsa, Elizam Escobar, para una escritura “sin sujeción a las reglas ortográficas establecidas, sino al sonido de las palabras al pronunciarse”. Metátesis, como dije, que le cabría perfectamente a la gauchesca; pero más, mucho más a una erótica, que dice otro (lo distinto, lo diferente, lo ajeno: el alien) cuando debió decir orto (lo derecho, lo recto y en consecuencia lo correcto –lo contrario, justamente, de la expresión coloquial que usamos cuando algo nos ha salido mal–). Y Noya se dedicará a la minuciosa indagación, ya no tanto de otra letra de lo mínimo –como Denise Pascuzzo con Tununa Mercado–, sino a lo mínimo de la tachadura de la manuscritura (y Elsa advierte sobre la adecuación del neologismo que acuña) del escritor-artista plástico puertorriqueño. Porque Elsa Noya lee, más que lo que está escrito, lo que está tachado, como gesto, como (sin)sentido y como obra plástica. La tachadura como intermitencia (lo que se deja y lo que no se deja leer), y como violencia (lo que se marca como interdicción).

Puedo ahora volver a enunciar esa lista despojada de comentarios, para leerla como un encadenamiento simple de reverberancias complejas, núcleos de concentración de sentido, pivotes de articulación de cuestiones, nodos de circulación de flujos de los libros del corpus de este libro, pero sobre todo de este libro:

Elsa Noya: lo otrográfico,
Gabriel Espiño: (lo) obsceno (que es refaloso),
Denise Pascuzzo: pampa (como nombre valija),
Silvana López: la per-versión (y también la insistencia),
Belén de los Santos: Eros (o la amenaza),
Roberto Ferro: la huella o grama (como formas del instante),
Marina von der Pahlen: el fetiche ecuatorial,
Gustavo Lespada: amante satiresa,
Lucas Adur: la zozobra,
Noé Jitrik: lo sagrado.

Lo sagrado, como aquello que nos ha dejado pasmados; de nuevo: esa reacción que es la de quedarse sin reacción ante lo que impacta los sentidos, produciendo sentido. Sentido, sí: “ese fuego que llamo lo sagrado”, y no es que yo lo llame lo sagrado, es Noé Jitrik quien lo llama lo sagrado.

Y entre esa mística como erótica que él indaga y en la erótica como mística que trabaja Lucas Adur, se vuelve pertinente la remisión a una canción que me permite recuperar el origen brasileño de la pulsión ardiente que llevó a este grupo de investigadores e investigadoras a estudiar erotismo y literatura: la versión en portugués de la “Elegía XX” de John Donne: “To his mistress. Going to bed”, hecha por Augusto de Campos y Péricles Cavalcanti, que canta Caetano Veloso (en Cinema Transcendental, de 1979), que es –como dice Ana Cristina Cesar– “una celebración del cuerpo, un poema zafado en gran estilo, un sacate la ropita mi amor con lo mejor que hay en los poetas metafísicos”.1 En ese osado poema, el cuerpo y los libros convergen como materialidades táctiles del erotismo:

Nudez total: todo prazer provém do corpo
Como a alma sem corpo, sem vestes
Como encadernação vistosa
Feita para iletrados, a mulher se enfeita
Mas ela é um livro místico e somente
a alguns a que tal graça se consente
É dado lê-la.
Eu sou um que sabe.2

El poema de John Donne podría funcionar como contrapartida, complemento y conjunción de dos poemas de Juana de Ibarbourou, trabajados por Gustavo Lespada en su artículo (copio un fragmento de cada uno):

¡Descíñeme, amante! ¡Descíñeme, amante!
Bajo tu mirada surgiré como una
estatua vibrante sobre un plinto negro
hasta el que se arrastra, como un can, la luna.”

(“La Cita”)

De todas esas cosas,
Frutos, astros y rosas

Que no sienten vergüenza del sexo sin celajes
Y a quienes nadie osara fabricarles ropajes.

Sin velos, como el cuerpo de una diosa serena
¡Que tuviera una intensa blancura de azucena!

Desnuda, y toda abierta de par en par
¡Por el ansia del amar!

(“Te doy mi alma desnuda”)

Me imagino al grupo de investigadores e investigadoras que publicaron este libro en diálogo incesante, en desacuerdos amablemente fervorosos o amorosamente fervientes, y en estímulos constantes, que desencadenan derivas sostenidas. Y cuando me los imagino, me pregunto si no se ríen (y hasta podría decir si no se tientan, en su doble acepción) algunas veces, y si no se sonrojan un poco, no solo por las cosas que leen sino por lo que se les ocurre –analítica, críticamente– sobre las cosas que leen. Me pregunto también si no están, al fin y al cabo, leyendo no una (cierta) literatura erótica sino en realidad, al fin y al cabo, el erotismo que toda literatura, como escritura, comporta. Y me contesto que sí; que al leer Escritura del deseo / Deseo de la escritura queda más que claro. Y que lo que erotiza (lo que los/las erotiza), lo que de veras erotiza (o escandaliza) no es el tema –lo sabemos/ lo saben/ nos lo hacen saber–, sino la crispación que se genera en la letra, en los caracteres de la letra como rastrillada de una escritura; esa letra que, como cuerpo crispado o doliente, verboso o retraído, acerado o yacente, inclinado o silencioso, puede ya deslizarse o ya clavarse, en la molicie horizontal de la línea o en la vertical disposición de un poema, para componer la arquitectura enarcada de todas las páginas.


1 Traducción mía de Ana Cristina Cesar, “Pensamentos sublimes sobre o ato de traduzir”, en Abyssinia. Revista de Poesía y Poética: 53. Buenos Aires, Eudeba, 1999.

2 Mi traducción, también en Abyssinia: 53-54: “¡Desnudez total! Todo el placer proviene/ Del cuerpo (como el alma sin cuerpo) que no tiene/ Ropas. Como encuadernación vistosa hecha/ Para iletrados, la mujer se arregla;/ Pero ella es un libro místico y solamente/ A algunos (a quienes tal gracia se consiente)/ Les es dado leerla./ Yo soy uno que sabe.”