Viaje al origen

Monteleone, Jorge (2018).
El centro de la tierra (Lectura e infancia). Buenos Aires: Ampersand.

Gustavo Lespada

Universidad de Buenos Aires, Instituto de Literatura Hispanoamericana, Argentina

La interesante colección “Lectores” que dirige Graciela Batticuore tiene por finalidad que los autores escriban sobre aquellos libros que jugaron un rol importante en sus carreras y vidas. En esta ocasión, Jorge Monteleone reflexiona sobre sus gustos literarios a la vez que se remonta a los orígenes de su pasión por las letras recobrando –con una narración tan amena como erudita– el universo prodigioso de la infancia.

No se trata solo de la retrospección que los adultos solemos hacer de aquellas vivencias en torno a las historietas o las series de televisión, lo que El centro de la tierra indaga son los propios resortes o mecanismos que fueron conformando un aprendizaje, un entrenamiento, un oficio a partir de la impregnación de aquellas primeras lecturas. Bajo el azoramiento infantil, la página en blanco se fue llenando de signos, se fue poblando de historias y de mitos: el narrador “grande” del presente, mira por sobre el hombro de la fascinación del niño, lee aquella forma temprana de leer, de interpretar las primeras manifestaciones literarias en relación de correspondencia con el mundo. El título rinde homenaje al insoslayable Julio Verne de Viaje al centro de la tierra, junto a títulos célebres como Veinte mil leguas de viaje submarino, Cinco semanas en globo, La isla misteriosa, Dos años de vacaciones, De la tierra a la luna o La vuelta al mundo en ochenta días, entre muchos otros, que expandieron nuestra imaginación.

En el principio fue el verbo: “La lengua materna llegó con la misma fruición del alimento. Allí donde ella hablaba las cosas iban apareciendo otra vez, como si renacieran en un mundo más nombrado, meciéndose en ese ritmo de ecos. Las cosas tenían el eco de la voz de la madre”. El texto, más que recordar, revive la temprana fascinación de las letras que “debieron alzarse como runas y leves combas diminutas, y el alfabeto que me rodeaba –en papeles fugaces, en carteles, en inscripciones– era aún más secreto que el enigma de las cosas”. La prosa franca y diáfana de Monteleone se detiene en antiguas fotografías familiares como si estuviera presente, conversando con el lector. Las imágenes del niño que fue despiertan reflexiones del escritor actual que hurga en la memoria las huellas de una iniciación: “Para encontrar las letras hay que nacer al tiempo, por eso la infancia es su origen. Eso debe haber sido el comienzo: el contraste entre luz y sombra debe ser quizás lo primero que supe. Eso y el olor de la madre, que me hablaba” (25).

La enfermedad como coartada: la narración recupera momentos de convalescencia de aquel niño que supo sacar partido hasta de sus dolencias –adenoides inflamadas, anginas, gripes, enfermedades infecciosas que lo postraron en cama en varias ocasiones– y compensarlas con la lectura ávida de las revistas de historietas. Con exhaustividad de coleccionista, los personajes de los cartoons vuelven a irrumpir en la página con la expectativa y el interés apasionado del niño: el pájaro loco, de Walter Lantz; “el conejo de la suerte”, de Chuck Jones; Tuco y Tico, “las urracas parlanchinas”, de Paul Terry; y tantos otros –antes de que Batman, el hombre murciélago, encabezara la lista de sus héroes mitológicos. Pero ahora se trata de una lectura doble, de la superposición adulto-niño, que mientras recrea el deleite infantil al pasar las páginas es capaz de analizar el carácter anárquico y transgenérico de Bugs Bunny o detenerse en el despliegue significativo del dibujo en movimiento, del dibujo animado por Walt Disney, con una joyita: detalles de la relación poco conocida del dibujante norteamericano con el cineasta vanguardista ruso Sergei Eisenstein.

Los términos nuevos ingresan en el vocabulario del infante a través de esas lecturas encantadas y primigenias, como cuando leyó en la burbuja (en historieta se dice “el globo”) del demonio de Tasmania que decía “Tengo un hambre atroz”, y el recuerdo se interna en la vivencia infantil, reproduce la escena en la que el niño se detiene en la palabra desconocida y relaciona por el sonido “atroz” con “arroz”, y después, imbuido de esa lectura “demoníaca” y sintiéndose un personaje del cómic, llamará a su padre para anunciar el fin de la enfermedad y decirle, con voz exultante y orgullosa: “–Papá, tengo un hambre atroz” (43).

Este libro también es, a su manera, un viaje, un viaje en el tiempo. “El centro de la tierra” sería ese lugar –origen y llegada de todos los itinerarios venideros–, ese punto que contiene todos los puntos, como el aleph borgeano, en el cual el adulto se encuentra consigo mismo siendo un niño y lo levanta y se levanta, y se abraza al abrazarlo, para volver a compartir con él –él mismo– esa superposición de todos los ángulos y los senderos bifurcados, esa proliferación de hazañas y aventuras, de sinsabores y pérdidas, los relatos de los nonos italianos o el estupor de una abuela que no lo reconoce, sí, ese aleph de la infancia plagado de peligros y misiones prohibidas, ese nodo en el que confluyen todos los cuentos y todos los milagros, aunque esta concentración de lecturas y vivencias deba también ser narrada en forma sucesiva por el lenguaje. El centro de la tierra es ese aleph que la escritura rescata de las demoliciones del tiempo, como el de la vieja casa de la calle Garay.

Carácter estereofónico del libro: a la vez que despliega la saga familiar, en el pasado inmigrante de sus abuelos, la emoción de los relatos orales y las primeras historietas, indaga en torno a los fundamentos épicos del cómic –género injustamente descalificado por la institución literaria– y sus secretos. Por ejemplo, el origen de Superman que, antes de convertirse en un ícono del imperio fue, precisamente, lo contrario: el sueño de dos judíos de Cleveland a principios de los años 30 –el dibujante Joe Shuster y el guionista Jerry Siegel– que concibieron un héroe extranjero llegado a la tierra “en una nave desde el espacio como Moisés arrojado a las aguas del Cosmos” (104), de nombre Kal-El –de reminiscencias hebreas– capaz de socorrer en las catástrofes o defender a los débiles y oprimidos de los villanos, mientras crecía la amenaza de Hitler en Europa. “El origen judío de Superman, ahora desdibujado, no pasó inadvertido para el nazismo” (105): desde la prensa fascista alemana –¡las mismas SS!– se lo descalificaba poniendo en duda su masculinidad y con diatribas antisemitas hacia sus autores.

“No hay lectura de la infancia que no lleve como una huella la historia del mundo” (102), leemos, y más adelante una pregunta acuciante: “¿Dónde está la infancia de la lectura, qué es esto que regresa en una y otra parte, aquí y allá?” (109). Se abren dos caminos. El del eterno retorno o recuperación de esa edad de oro en la cual la tosca realidad era abolida por lo maravilloso o el nonsense que, una vez descubierto, será reconocido una y mil veces, ya sea en un cuento de Las mil y una noches como en un mito azteca, en las peripecias de Mowgli o de Alicia, en Beckett, o en un grabado de Escher. El otro camino es el de la contingencia del texto que, para su comprensión, requiere de un conocimiento acumulado en el tiempo, ese conocimiento al que aquellas lecturas de la infancia no podían acceder salvo como fulguraciones o epifanías. Este libro transita por ambos, y ese es, quizás, su mayor logro, su mayor perspicacia: nos hace vivir la expectación y el candor del niño a la vez que nos ilumina sobre los dispositivos de la lecto-escritura. “La escritura y la lectura viven en el instante del que hablaba Zaratustra: los dos caminos van y vienen hacia él, a la vez se enfrentan y confluyen y forman un círculo” (111).

Si la infancia es ese territorio mucho más grande que la realidad –como dice Bachelard desde el epígrafe–, lo es por la dimensión de lo imaginario que lo real esconde bajo su limitada consistencia, pero que los niños –todavía exentos del pragmatismo sociocultural de los adultos– descubren fascinados. En este sentido la mirada curiosa del infante se parece mucho a la ostranenie de Shklovsky: el paraíso de los niños es el lenguaje de la poesía que despierta. Nunca los objetos ni las acciones volverán a tener la fulgurante inocencia, la límpida singularidad de la percepción infantil. Por eso en este libro que hurga en los tesoros de la niñez es tan notorio su hallazgo de las claves interpretativas de una visión poética del mundo.

El centro de la tierra es también el lugar de la dispersión y la divergencia, el despliegue de nuestro secreto de formación latinoamericana, como confluencia de todos los relatos y lenguajes del mundo: una sucesión anárquica y caótica de lecturas heterogéneas. Por él circulan Tom Sawyer, Robinson Crusoe, Ivanhoe, las sextinas del Martín Fierro, las ardillas Chip y Dale, parábolas bíblicas, los pescadores o saltimbanquis de Víctor Hugo. Aquí conviven las revistas Anteojito de García Ferré, el gato negro de Poe, las aventuras de Stevenson, la letra del tango “Mano a mano”, Nippur de Lagash y las hazañas del general San Martín: marca de fábrica, distintivo de nuestros intelectuales hijos de la mezcla y de la colisión, del apareamiento de tan diversos legados y cosmovisiones.

El descubrimiento del ritmo es todo un capítulo. Después de que el niño aprendiera de memoria los octosílabos de nuestro ícono gauchesco en la biblioteca del cuartito de su padre, descubre otros tres ejemplares que lo iniciarán en esa vibración en la que se manifestaba “la línea del lenguaje y el sentido de las cosas”, Bécquer, Darío y una antología de la poesía universal: “ahora sabría algo más: que no bastaba el querer decir, que no era necesario entender sino escuchar en la lengua leída un ritornello, un sonsonete” (134), la magia de la prosodia, el encantamiento musical de las palabras que también llegaría con las canciones de los Beatles –mal que le pesara a su abuelo–: eso era la poesía.

El mundo de los libros no se plasmó en el niño con ascetismo monacal ni con la prolija opulencia del colegio privado, no. Jorge Monteleone, al igual que José Saramago, tuvo el privilegio de tener un abuelo de origen campesino que, con su tosca sabiduría siciliana, lo inició en los misterios del cultivo de frutales y hortalizas, la supervivencia por el trabajo esforzado con la pala y la azada en un terreno adquirido en cuotas en la localidad de Morón: en aquella huerta, aquel hombre “estaba verdaderamente en el centro de la tierra” –he aquí otra inflexión más material del título–, aunque también fuera un obrero ferroviario. El nono Rosario, el abuelo comunista que también le habló de Neruda y de Yupanqui, le transmitió en cocoliche el humanismo recio de una poesía material producto de “un acto y un trabajo”, y el nieto aprendió que no se nace sino que se hace; que hay un “oficio de poeta”, como diría el gran Cesare Pavese, fiel a la etimología ya que “el poietés significa el hacedor”.

La lectura temprana abrió –con Verne, con Poe– un inagotable tesoro que ya no se cerraría más: la posibilidad de interpretar los criptogramas rúnicos como exploración de los abismos del conocimiento. Se trataba de artefactos complejos, de rituales ocultos, de instrumentos de profanación y develamiento de todo misterio por más sellado a fuego que estuviera. Esa práctica de desciframiento del texto como enigma, como una red de signos que oculta otro mensaje bajo el código evidente, esa voluntad de penetrar el espesor y la oscura opacidad es el auténtico Bildungsroman literario. Ese camino indefectiblemente llevaría al sentimiento de otredad pero también al ciclo, al del eterno retorno, al primer cuento de Borges, a la “Casa tomada” de Cortázar, a la poesía de Rimbaud.

“La lectura es el perdón”: es, separada del cuerpo textual que la precede, la última frase del libro. La absolución, la compasión, la redención son términos medulares de la doctrina cristiana; perdonar no solo redime a quien nos ha faltado sino que libera de esa deuda también al acreedor: la demanda es una atadura que tiene dos extremos. Pero a su vez, por esa magia del lenguaje, la palabra perdón contiene –semántica y fonéticamente– el don de la indulgencia y de la reconciliación. Y esa reconciliación con la madre perdida se hace, paradójicamente, a partir del don, de una “donación” –como dice el narrador–, del aprendizaje de la lengua materna: en aquel silabeo originario bajo el celo progenitor se manifestaba por primera vez esa “casa nueva”, esa duplicación del mundo ante los ojos azorados del niño. El verdadero comienzo está al final.