Aquel historiador y cronista nauha, Tezozómoc, que había escrito una historia del pueblo mexica en su Crónica mexicáyotl hacia 1609, afirmaba que la expresión topializ se refería a “lo que nos compete preservar”: “así nosotros también, para nuestros hijos, nietos, los que tienen nuestra sangre y color, los que saldrán de nosotros, para ellos lo dejamos, para que ellos, cuando ya nosotros hayamos muerto, también lo guarden”, escribió el cronista. La posesión de un legado cultural para el náhuatl no difería de su obligación de preservarlo, en especial para los propios descendientes. A la vez, algunos de los informantes indígenas que se encuentran en las Crónicas matritenses de Bernardino de Sahagún registran la expresión yuhcatiliztli que significa “la acción que lleva a existir de un modo determinado”. No se trata de una noción estática sino amplia y dinámica, ya que dicha acción implicaba, en ese modo de existencia –que abarcaba desde modos de organización social y modos de vivienda hasta indumentaria, prácticas y técnicas y rituales religiosos, entre actividades diversas– lo más cercano a lo que llamamos cultura. Ambos conceptos estaban vinculados: aquel existir de un modo determinado que confería identidad al conjunto social exigía la perseverancia y la continuidad que lo preservaba al modo de un legado. “La sociedad náhuatl prehispánica se sentía verdaderamente en posesión de una herencia (topializ), de plena significación cultural (yuhcatiliztli), fruto de la acción de los antepasados que debía proseguirse para fortalecer lo más valioso del propio ser”, escribió Miguel León-Portilla en uno de sus notables estudios sobre aquella cultura, publicado en 1980, pero que recogía trabajos que ya habían comenzado a elaborarse en la década del cincuenta: Toltecáyotl: aspectos de la cultura náhuatl.
Aquella noción que tempranamente fascinó al gran antropólogo mexicano es traducida por él con la fuerza de un arquetipo: toltequidad. La toltecáyotl era aquella conciencia de una herencia cultural que se valora, es decir, el conjunto de creaciones culturales que los pueblos nahuas enriquecieron a partir de la herencia de las instituciones y creaciones de los toltecas. Aquel gran acervo cultural, la toltequidad que habían recibido como herencia, formaba parte de la identidad propia de los mexicas: consistía en su topializ y, recordarlo, era igual que hablar de sí mismos. A medida que avanza en su artículo “Toltecáyotl, conciencia de una herencia de cultura”, León-Portilla gana en acuidad y en la afirmación de un ideal inocultable. Dice que para quienes vivimos en un ambiente secularizado, con fisuras, pérdidas, abandonos o incongruencias, resultará difícil concebir la integración de un legado cultural con la existencia misma, tal como la ejercieron los nahuas. Ese acto de preservación y transmisión ni siquiera se reservaba a los eruditos o a los sabios, sino que consistía en “una necesidad vital, sustento del propio rostro y corazón, vínculo de la comunidad”.
León-Portilla citaba, como lo hizo varias veces en su obra, aquel estremecedor cantar triste, aquel icnocuícatl que en 1528 un poeta náuhatl sobreviviente de la caída de Tenochtitlán en 1521 había compuesto, y que él mismo había recogido en el ya legendario Cantar de los vencidos (1959) traducido por su maestro Ángel María Garibay. Ya entonces hablaba del trauma de la Conquista y cuando el poeta afirmaba: “Golpeábamos en tanto los muros de adobe / y fue nuestra herencia una red de agujeros”, significaba también el trauma de perder el antiguo legado, esa herencia remota de la toltequidad.
Pero otros, sin embargo, prosiguieron, incluso secreta o clandestinamente, el acto de preservación y memoria. León-Portilla cierra su ensayo citando otra vez la Crónica mexicáyotl del cronista indígena Hernando Alvarado Tezozómoc. Allí dice que los abuelos y las abuelas, los bisabuelos y las bisabuelas, los tatarabuelos y las tatarabuelas, todos los antepasados repitieron uno tras otro su relato, la antigua relación oral pintada en los códices y guardada en México para legarla a los descendientes, a quienes salieron de ellos:
Nunca se perderá, nunca se olvidará,
lo que vinieron a hacer,
lo que vinieron a asentar en las pinturas:
su nombre, su historia, su recuerdo.
Así en el porvenir
jamás perecerá; jamás se olvidará,
siempre lo guardaremos
nosotros, hijos de ellos, los nietos,
hermanos, bisnietos, tataranietos, descendientes.
Quienes tenemos su sangre y color.
Lo vamos a decir, lo vamos a comunicar
a quienes todavía vivirán, habrán de nacer,
los hijos de los mexicas, los hijos de los tenochcas.
En un célebre texto sobre el plano-secuencia, de 1967, Pier Paolo Pasolini decía que la muerte era a la vida lo que el montaje al film: elige los momentos significativos y los pone en sucesión, convirtiendo la continuidad inestable y confusa del presente en una cifra clara del pasado, estable y cierto. “La muerte hace un montaje fulminante de nuestra vida. […]. Solo gracias a la muerte necesitamos nuestra vida para expresarnos”, decía Pasolini. La muerte de Miguel León-Portilla, acaecida en 2019, cuyo homenaje escribe Liliana Weinberg para este número de Zama, agudiza el sentido hondo de toda su gigantesca tarea y hace resonar, con una fuerza multiplicada, su propia herencia. Por eso sentimos ,al releerlo, toda la potencia de su fe y de su tarea y el sentido fulmíneo de su vida intelectual. Al final de aquel artículo sobre el toltecáyotl, la toltequidad, luego de citar el texto de Tezozómoc, el maestro León-Portilla se vuelve sobre sí y nos ofrece un espejo donde mirarnos. Escribe:
La conciencia que tuvieron los nahuas de un legado cultural mantiene nuevas formas de sentido en nuestro propio tiempo. Al igual que en el caso del hombre indígena, también nosotros vemos hoy amenazada de múltiples formas nuestra herencia de arte y cultura. ¿No podemos afirmar que también nosotros estamos en posesión de una toltecáyotl? Abarca esta distintos legados, entre ellos precisamente el de las culturas mesoamericanas. Volviendo la mirada a ese pasado, que de muchas formas sobrevive, tiempo es ya de recordar la lección y el mensaje de los antecesores nativos. Trauma y peligro de perder rostro y corazón sería mantener indefenso el patrimonio cultural: topializ, “lo que es posesión nuestra, lo que debemos preservar”.
¿Cómo no sentir esas palabras como un mandato, una aspiración, una utopía cultural para todos nosotros, aquí y ahora, que el gran exégeta, como un puente lanzado vertiginosamente entre la cultura prehispánica y la cultura latinoamericana, nos propone recuperar en el sentido de nuestro propio trabajo?
Basta asomarse al Dossier de este número sobre el espacio andino, coordinado por Aymará de Llano y Cristina I. Fangmann, para descubrir cómo resuena. En sus variados textos, escritos por especialistas, se afirma el poder de la literatura para elaborar un discurso sobre los hechos traumáticos de nuestra historia; o bien la capacidad de hacer visible lo invisible en la ficción literaria, para representar un espacio social donde pervive, en el discurso oculto manifiesto en la magia, lo ancestral. La transmisión del trauma y del dolor social, el testimonio de los vencidos o los olvidados todavía recurre, como antaño, a una forma performática como los retablos; o bien discurre en los textos que ficcionalizan la pervivencia de los muertos en el mundo de los vivos y trazan un modo de leer los restos o detritus de la Historia y aun “lo que nunca fue escrito”, como decía Walter Benjamin. En el espacio imaginario de la narración se inscribe asimismo el territorio perdido, el espacio expoliado, la nostalgia de lo que se destruyó. Y en la poesía, en fin, como en la incandescencia del verso de César Vallejo, resisten los vocablos de la cultura andina, centros irradiantes en la lengua de la dominación, irreductibles a cualquier silencio y cuyas voces colectivas la lengua ha transmitido: “Yo soy el corequenque ciego / que mira por la lente de una llaga”.
Las poetas que escriben para este número lo saben: Áurea María Sotomayor afirma que las generaciones previas se activan desde el momento en que se escribe y “quien no pueda conjurar ese pasado nunca podrá escribir”; Tamara Kamenszain intuye que si no puede resucitar a los muertos ni rehacer lo que se ha roto, la poesía, enfocándose en lo más nimio, como en el mundo inmediato de las cosas, acaso intenta “calmar la desesperación ante lo irreparable y reponer el valor de uso del objeto perdido. Pero lo paradojal es que al mismo tiempo que logra bajar ese objeto a tierra, le aporta universalidad”.
Así la lengua que estudiamos en la inscripción histórica de sus formas literarias, a través de todos los textos de este nuevo número de Zama, es nuestro patrimonio, nuestro topializ más próximo –no importan su edad ni su olvido– afín al legado de la remota toltequidad que el maestro León-Portilla señalaba con su compasiva y militante lucidez: “lo que es nuestra posesión, lo que debemos preservar”.
Jorge Monteleone