Trabajar poesía

Áurea María Sotomayor

La pulsión intermitente del cursor parece invitarme a escribir. Necesito escribir un ensayo sobre la poesía, acaso sobre mi poesía. Allí como aquí prefiero suprimir la primera persona del singular que siempre lastra esta experiencia. Prefiero decirla desde un “ocurre, sucede, pasa, hay”. Yo no está o / ni estuvo hace algún tiempo. La experiencia poética puede habitar cualquier lugar, nacer, morir, pausar, estar siempre. Aunque no tiene que ocupar espacio y a veces es efímera. Para ser, sin embargo, hay que forzar ese estado efímero en un cursor permanente que dice no pauses, sigue, aunque sepas que es inútil, que nadie te acompaña en esa travesía difícil y que no eres tú, sino multitudes, las que se congregan en torno a ese “hay” poético, un haz de signos que se descubren sin tregua en un estado de alerta perenne, de apertura. En el lenguaje se recupera a duras penas el rastro, pero no hay nada que rastrear. Y, sin embargo, el poema es ese intento de rastrear, de insinuar, de transcribir, de fijar. Inútilmente. No solamente se rastrean las huellas. El presente es una superposición de imágenes idas en activa conversación con imágenes inventadas y experimentadas, presentidas, presentes. El futuro es esa parte de la memoria que se activa hacia adelante. Se vive en esas dos dimensiones del tiempo; y las generaciones previas se activan desde el momento en que se escribe. Quien no pueda conjurar ese pasado nunca podrá escribir.

Las palabras se emancipan, el pensamiento va tras esa liberación o esa fuga. Cortar o añadir o separar durante el proceso en que el poema crece o decrece es una poda razonada a partir de la materia (la materia), que dictamina el cómo. Casi siempre decrece, los verbos se sustituyen y la sintaxis se aligera o condensa. La extensión del poema la determina la experiencia a la que se remite. No la refiere, sino que reclama su espacio. Partir de un evento no es lo mismo que partir de una sensación o pensamiento. El primero aglutina instancias ejemplarizantes con síntesis final, el segundo se abisma en su mismidad y podría terminar repentinamente o con una variación.

Todavía no estamos en la página, pero la posibilidad de escribir existe. Es una mancha lo que aparece enfrente. Pueden notarse concentraciones de intensidad en el grafito, también vacíos. De algunos de los filamentos oscuros se desprenden hilachas. Podrían convertirse en fundamentos o, tal vez, en rizomas de aquello que de alguna manera va adquiriendo una forma. La mirada le da vueltas, aprecia un murmullo que se despide del ruido, de lo ininteligible casi. Un vórtice que va formando el tumulto, el torbellino y la consistencia del insistir en hacer sonido de algunas formas. Las piezas se agitan y comienzan a asumir velocidades diversas. El poema comienza así con una velocidad súbita, una concatenación inusual que despierta al lenguaje. Antes ha dejado pasar la vida para ver qué revela y las sensaciones, para saber cómo volver a invocarlas. Ha reposado mucho. El arte es una espera activa, y después se ingresa en la etapa de la enunciación o de la escritura, del hacer. La espera enseña a revelar los filos o las entrañas de la primera mancha. Trabajar el lenguaje como quien va puliendo una piedra, con esfuerzo. Ser lo suficientemente flexible para que la materia venza a veces. En su forma inacabada reposa y se estampa la dificultad, la humildad a asumir ante una experiencia siempre difícil. Está llena de tiempo. Sacar de la piedra una forma es similar a salir del lenguaje o usar el lenguaje para narrar, describir, relatar una experiencia que se halla más allá de este, pero que de alguna manera quiere ser dicha.

30-XII-2019